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Como viven las polillas por blendpekoe

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Cuando atendí el teléfono la respuesta demoró en llegar.

—¿Naza? —escuché preguntar, bajo y en evidente confusión.

Era la voz de Mateo, ni el haberme despertado de repente, ni lo peculiar e inesperado del llamado, me hizo dudar de lo que había oído. Pero aun así no pude responder a causa de la sorpresa. Del otro lado de la línea el silencio hizo eco del mío. Miré la hora, Germán y mi madre estarían en el hospital.

—¿Cómo..? —me interrumpí y salí de la cama de un salto—. ¡Ahora mismo voy!

—Faltan cosas... —comenzó a decir con gran inquietud, aún hablando en voz baja— en mi cuarto y en el tuyo.

—No te muevas de allí —indiqué con urgencia.

No podía creer lo que pasaba y me desesperé ante el riesgo de que alguien estuviera con él diciéndole cosas que no necesitaba escuchar. Correr hasta la casa era una demora inconcebible para la situación, así que tomé un Uber ya que debía estar allí lo más pronto posible. Me preocupaba no saber qué sucedía, cómo apareció, si alguien lo recibió. Y al llegar agradecí que en ninguno de mis arranques de arrogancia se me ocurrió tirar mis copias de las llaves. Dentro, lo primero que vi fue una mochila tirada junto a la escalera, miré alrededor y escuché con atención para verificar si había algún familiar cerca. Nada. Subí al primer piso intentando percibir algo que me advirtiera la presencia de personas. Tampoco oí nada. La puerta del cuarto de Mateo estaba abierta y al acercarme lo vi sentado en el suelo con expresión seria, revisando los cajones inferiores de su placard. Aunque fueron unos meses, parecía que hubiera pasado mucho más tiempo, se sentía como un año completo. No pude hacer otra cosa más que mirarlo en silencio, todo lo que planeé decir, todas las respuestas ensayadas, todo se borró de mi cabeza. Solamente quería abrazarlo y rogar. De alguna manera se dio cuenta de mi presencia y al verme se paró sin apartar sus ojos de los míos, sorprendido por la silenciosa aparición. Se me acercó con una seguridad que yo no tenía cómo imitar y casi tardé en reaccionar cuando me abrazó con fuerza. En el fondo creía que no tendría la fortuna de ser abrazado por él porque tenía la sensación de no merecerlo. Y esa sensación se apoderó de mí en ese momento.

—Fue mi culpa —me apuré en decir—. Todo fue mi culpa.

No respondió, siguió en silencio, concentrado en el abrazo. Me aferré a él, atento a toda reacción, movimiento o palabra que pudiera dar como respuesta.

—¿Dónde estabas? —preguntó en voz baja.

Volver a sentir el calor de su cuerpo, su respiración, escuchar su voz, era increíble. No quería hablar sobre las cosas que habían pasado, quería que el mundo desapareciera y fuéramos solo nosotros dos, sin explicaciones, sin malos recuerdos, sin preocupaciones, ni nada que lamentar.

—No estoy viviendo aquí pero ya no importa. —Se me humedecieron los ojos—. Lo arruiné todo —insistí.

Creía que cuando me encontrara con Mateo las palabras me saldrían ordenadas, razonables, para nada lastimoso pero mi mente no cooperaba y la culpa me traicionaba.

—Eso tampoco importa —respondió—. Iba a pasar... en algún momento.

Sin soltarlo, me aparté un poco para poder mirarlo, algo confundido, en lugar de aliviado, por no encontrar ninguna de las miradas que yo temía encontrar ni escuchar las cosas que creí que serían reclamadas. Su rostro reflejaba una tristeza amarga, parecida a las que a veces tenían las personas cuando se quedaban paradas frente a la tumba de un ser querido. Acarició mi mejilla y apoyó su cabeza en la mía.

—Te extrañé.

—¿De verdad? —pregunté como tonto.

Asintió.

Tan solo eso necesité para calmarme y volver a la realidad. No me odiaba y eso era lo único que importaba, todo lo demás podía esperar. Ganando confianza con su actitud, busqué sus labios y él respondió de la misma manera. Pero el beso fue muy corto, Mateo lo terminó para hablarme.

—Preferiría estar fuera de esta casa —dijo a modo de pedido.

Alguien podría aparecer por cualquier motivo y, para mí, fue afortunado que él llegara en un momento en el que no había nadie, y la suerte ya nos falló muchas veces como para confiarnos. Miró hacia el cajón que estaba contemplando antes de mi aparición con cierta duda pero decidió dejarlo atrás. Solo después de varios días de intentar descifrar qué podía haber allí de interés, recordé las medallas que ganó y me arrepentí de no haberme dado cuenta antes para evitar que él las abandonara.

Al salir, mientras caminábamos, fui contándole algunos de los sucesos que ocurrieron en su ausencia, aunque muchos de los detalles me los guardé por no creer conveniente compartirlos en ese momento. Cuando yo hablaba, Mateo se dedicaba a mirar hacia el frente escuchando con atención, no me respondía y su expresión no decía mucho. Ni siquiera hacía preguntas ni buscaba aclaraciones, solamente tomaba todo lo que decía. Eso me ponía nervioso, saber qué pasaba por su mente era lo que más necesitaba pero en medio de la calle tampoco me animaba a preguntárselo.

Cuando no supe qué más decir, o qué me convenía decir, Mateo comentó algo de su vivencia con nuestro padre. Su experiencia fue menos trágica que la mía pero igual de agotadora, mental y emocionalmente. Su teléfono desapareció el primer día, no porque se lo quitaron, pero ante la amenaza de que así sería y en un arrebato de enojo, lo arrojó contra el auto de nuestro padre. El auto quedó marcado y el teléfono destruido, dando comienzo a peleas, discusiones y gritos sin fin que se repetirían casi todos los días ante la obligada convivencia.

Cuando llegamos al departamento se quedó asombrado. Era fácil recorrerlo con la mirada. El pez en la pared lo desconcertó y le causó gracia a la vez. En ese momento, por primera vez, lo vi sonreír, aunque fue por un instante.

Él parecía muy ensimismado y después de un rato no pude contenerme.

—Sé que esto no era lo que habíamos planeado, sé que habíamos pensado en algo totalmente diferente. — Pero no estaba hablando del departamento—. ¿Qué estás pensando? —pregunté ansioso.

—Cuando estuve en casa de papá —comenzó a contarme sin dejar de contemplar el pez— peleábamos todos los días. Cuando él me hablaba, se burlaba o criticaba, no podía quedarme callado, no podía dejar que creyera que tenía razón en las cosas que decía. Así que discutía todo, cada palabra. Y aunque eran insoportables esas peleas, me ayudaron mucho. —Se tomó un momento antes de continuar—. Me di cuenta que gritar lo que sentía era muy liberador. Tuve la oportunidad de desahogarme. Después de mucho pelear descubrí que en realidad me sentía aliviado por todo lo que sucedió. Aliviado de no tener más un secreto que ocultar, de no tener que vivir con miedo a ser descubierto, con miedo a no saber qué va a suceder. Ahora ya nada de eso existe.

Hablaba con tristeza, resignación, amargura, sus palabras sonaban a un lamento. Siguió mirando el pez, serio y absorto.

No sabía cómo interpretarlo porque entendía lo que quería decir cuándo hablaba de sentirse aliviado pero sentirse aliviado no era sinónimo de felicidad.

—Mati —llamé y se dio vuelta a verme—. Sabes que eres libre de hacer lo que quieras y no estás obligado a estar aquí conmigo.

No era un reclamo ni nada parecido, quería darle la libertad de hacer lo que creyera que sería mejor. Me sentí agitado esperando la respuesta porque tampoco había planeado ceder de esa manera en lugar de buscar convencerlo.

—Yo sabía que ibas a estar esperándome, por eso volví y no me fui a ninguna otra parte —respondió con calma.

Mateo dejó de entretenerse con la pintura del pez para dedicarme una sonrisa melancólica.

—Al final, el mundo no se acabó —comentó.

Me sorprendió con esa reflexión, sonaba a algo que yo diría. Aunque de mí, esa frase saldría llena de soberbia, de él sonaba a una búsqueda de consolación. Y lo era, en gran medida, para mí, que pensara de esa manera.

Me acerqué con una renacida necesidad de abrazarlo, contento de que Mateo me eligiera, a pesar de lo afectado que aún podría estar y de la culpa que podría seguir persiguiéndolo. Fui bien recibido, incluso decidió renovar el beso que había interrumpido mucho antes.

—Vamos a estar bien —murmuré.

—Lo sé —respondió buscando contacto visual—. Aunque tardé en darme cuenta.

De alguna manera eso logró emocionarme mucho y solo pude responder con otro beso para demostrarle lo que sentía. Al principio fue suave y afectuoso, pero de a poco comenzó a ganar intensidad de parte de ambos. Aunque no era mi plan que sucediera algo como eso en un momento tan relevante, no podía ser indiferente al fervor que crecía en él, y por sobre todas las cosas, no quería detenerlo. La distancia entre nosotros se estrechó en necesidad de sentir el cuerpo del otro, y ese contacto nos acaloró de manera irreversible. Sentí sus manos en mi espalda, bajo la ropa, acariciando con fuerza y determinación. La excitación aumentó con rapidez por lo que empezó a quitarme la ropa despacio en un intento de controlarse, pero no pude soportar su cuidado y me encargué de terminar de quitármela con prisa e hice lo mismo con él. La urgencia y el apuro evidentes lo convencieron para dejar atrás la delicadeza. Mateo estaba más flaco, cosa que llamó mi atención, pero no pude hacerme tiempo para señalarlo, pronto terminé tumbado con él sobre mí en una cama que nos quedaba chica. La forma en que me miraba en ese momento me confirmaba, de la manera más sincera, su deseo de estar a mi lado. Y ese deseo era más fuerte que el costo, las consecuencias, o la culpa.

Sin ropa, el roce y el tacto provocaban más calor. Mis manos no se quedaban quietas y recorrían su espalda, cintura y trasero sin cesar. Y mis piernas abrazaban sus caderas. Los besos no perdían intensidad, nuestras lenguas se chocaban, acariciaban, se buscaban. Mi cuerpo reaccionaba al suyo y ambos sentíamos una necesidad como pocas veces nos había ocurrido. Posiblemente por la situación llena de incertidumbre y la distancia que habíamos enfrentado. Mientras él se acomodaba entre mis piernas, besé su cuello logrando que soltara un gemido, entonces se detuvo para dejar que continuara besándolo y lamiendo su piel, disfrutando de la atención que le dedicaba. Cada vez más agitados, no pudimos demorarnos más. Mateo mojó un poco su miembro con saliva antes penetrarme con cuidado y fue mi turno de soltar un gemido de placer. Comenzó a moverse muy despacio, en su rostro se notaba que estaba conteniéndose, intentando prolongar un poco más el momento. Mantenía el ritmo entre expresiones de placer y de desesperación, mirando atento como yo ahogaba gemidos por la insistente costumbre de no ser ruidoso. Mis manos apretaban con fuerza sus hombros, mi cuerpo ardía por dentro. No pudo controlarse más y sus movimientos se hicieron más rápidos y más fuertes, mientras me sostenía con firmeza. Sus caderas se movían sin control y necesitó muy poco tiempo para acabar. Su cuerpo tembló varias veces antes de empezar a relajarse sobre mí. A los dos nos faltaba el aire pero Mateo se tomó apenas un momento para descansar y, agitado, aún un poco atontado, bajó con esfuerzo hasta quedar a la altura de mi pene. Sentir su boca y su lengua estando tan sensible hizo que me retorciera y debí morderme los labios al tener la sensación de no poder controlar mi voz. Mis piernas se apretaron contra su cuerpo pero eso no lo detuvo ni distrajo. Era muy hábil en la tarea, incluso cuando la falta de aire lo obligaba a detenerse para ganar aliento, en esas pausas su mano mantenía la estimulación. En poco tiempo logró llevarme al orgasmo. Normalmente no dejaba que nada se derramara pero su cansancio no permitió que lo lograra en esa ocasión. Se dejó caer al suelo y apoyó la cabeza en el colchón. Mi mente quedó en blanco, mi cuerpo agotado, un poco sucio también, pero nada parecía importar en el mundo.

Notas finales:

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