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Two faces por Love_Triangle

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Nunca antes había sido consciente de lo alto que pueden llegar a sonar los tonos de un teléfono cuando la persona que hay al otro lado de la línea ha colgado la llamada. Ni tampoco de lo ligero que un móvil puede llegar a ser cuando lo sujetas con tanta fuerza que al cabo de unos minutos comienza a sentirse como otra parte del cuerpo. Y, de pronto, pesa.

—    Suéltalo, Gabriel, suéltalo.

La voz de Aitor llegaba hasta mí en forma de eco, así como mi piel le enviaba escasa información de lo que estaba sucediendo a mi mente, sacándola parcialmente del estado de shock en el cual se había sumido y haciéndole consciente de que algo, o más bien alguien, trataba de abrir mi mano y retirar el teléfono móvil de ella. Datos que mi cabeza recibía y almacenaba como podía. No sabía cómo hacer reaccionar a mis extremidades, no podía ayudar, tenía que establecer prioridades. Y en aquellos momentos recuperar el control de mi respiración y mis ojos lo eran.

—    Respira, ya está.

Me quita el teléfono.

—    Gabi, mírame… ¡Mírame!

Mi mente reconocía a mi nombre, pero seguía sin saber cómo ejecutar las órdenes, había perdido el control de todo lo que sucedía en mi cuerpo, cada miembro actuaba sin permiso y los que no lo hacían permanecían estáticos aguardando órdenes. Unas órdenes que nunca llegaban.

Aitor acogió, entre las suyas, una de mis manos, la cual lo agarró y lo convirtió en el sustituto del teléfono que hacía escasos minutos me había quitado.

La señorita Aquilina y él habían sido testigos de todo cuanto se había dicho y discutido en aquella conversación telefónica que, pese haber terminado hacía ya media hora, continuaba vigente en mi cabeza. Donde se repetían, una y otra vez, la sarta de amenazas y extorsiones que los Di rigo se habían atrevido a dirigirme por vía telefónica, sin importarles el hecho de que pudiese o no estar acompañado en el momento de la llamada o tuviese activado el manos libres, como de hecho lo había tenido.

Aitor le dirigió una mirada inquisitiva a su cuidadora mientras que yo, todavía petrificado, me volvía cada vez más y más pequeño en sus brazos, deseando que nada de aquello hubiese sucedido realmente y que me hubiese quedado dormido antes del entrenamiento, que todo hubiese sido un sueño y que al despertar me encontrase en mi limusina, de camino a mi clase de piano de las cuatro. O… Que me hubiese quedado dormido de camino al Raimon y que, cuando despertase, Riccardo me estuviese sacudiendo con delicadeza, enfadado por retrasarnos el mismo día en el que se debía de elegir al equipo que viajaría a la época de Juana de Arco.

Me imaginé a mí mismo, abrazándole tras un mal sueño que parecía no tener fin, recordándole cuánto le quería mientras que él miraba a su chófer sin entender nada y me devolvía el abrazo. Nada podría salvarme de aquello, excepto el despertar de la pesadilla… Una pesadilla que, para desgracia de muchos y cada vez más, era real. Demasiado real.

—    Tengo que hacer una llamada…—. Sentenció la señorita Schiller sin dar más detalles pese a que tanto Aitor como yo sabíamos perfectamente a quien iría dirigida aquella llamada.

Aitor le dedicó un leve movimiento de cabeza como toda respuesta e hizo más firme la barrera que sus brazos habían formado a mi alrededor. Yo no podía hacer nada, más que dejarme caer sobre su pecho pese a ser mucho más alto que él y esperar. Esperar a que el desastre se desatase.

Aquilina abandonó la habitación y, tan pronto como escuchamos cómo le pedía al señorito Xavier Schiller su bolso, cerré los ojos a la espera de que marcase en su teléfono móvil  aquellos tres números que no quería mencionar… Y después, llegó aquella palabra: “¿Policía?”

Me quebré en los brazos de Aitor, inclinando mi cabeza hacia adelante para tratar de tapar mi rostro con mis cabellos, pero ni siquiera eso podía hacer en aquellos momentos.

—    Mi peluca… Quiero la peluca…—. Gemí.

Aitor apenas tardó una fracción de segundo en reaccionar y acercarme mis cosas para que pudiese volver a disfrazarme, aunque ya no se pudiese decir que volver a “convertirme” en Riccardo supusiese un alivio, ni siquiera me sentía más fuerte, ni protegido, aquella imagen había perdido toda su magia y me había devuelto a la realidad de un solo plumazo, no era más que un farsante, un mentiroso, el contenedor de una vida y de una imagen que no eran mías. Tampoco podía asegurar que siguiese siendo Gabi, pues él habitaba entre ambos mundos. El de los vivos y el de los muertos, entonces… ¿Quién o qué era? ¿Qué podía ser una vez perdida mi identidad?

Aitor alejó las lentillas de mí, mi pulso tembloroso no me permitiría ponérmelas sin hacerme daño así que decidió por mí y evitó que corriese el riesgo. Me coloqué rápidamente la peluca y, sin tener un espejo en el que mirarme, confié en que la práctica me hubiese ayudado a ponérmela correctamente y que en aquellos momentos no luciese todavía más patético de lo que era. Primero lo fui como Gabi… Y ahora había conseguido que la imagen de Riccardo Di rigo también lo fuese. No tenía cara con la que arribar al cementerio y pedirle perdón a mi mejor amigo.

Ayudándome del tacto, traté de peinar el flequillo de la peluca de forma que ganase volumen y me ayudase a tapar mi rostro, pero Aitor previó mis intenciones y, sentándose frente a mí, acarició mis falsos cabellos para echarlos a un lado y que mi frente quedase prácticamente despejada y con ella mis ojos todavía llorosos y avergonzados, los cuales le miraban fijamente, sin articular palabra ni efectuar movimientos, sólo disculpándome con la mirada.

—    Te queda mejor ser tú—. Murmuró mi acompañante mientras que, sin mucha ilusión, peinaba mi peluca con sus dedos para que mi comodidad fuese mayor.

No respondí.

—    ¿Sabes? Ahora entiendo todo, todas las burradas que dijiste. Hay que estar muy mal para haber aceptado eso… No hay mayor prueba de la baja autoestima que esta.

Desvié la mirada afligido, dolido por aquellas palabras que, pese a saber que no decían más que la cruel realidad, me molestaba escucharlas en boca de Aitor. Era como si no se diese cuenta o no quisiese darse cuenta de lo que acababa de hacer por él, de todas las consecuencias que desataría las llamadas que en el día de hoy se habían o estaban siendo efectuadas.

Sabía que había sido una locura y una prueba de, como Aitor lo llamaba, mi baja autoestima, pero no podía hacer nada más que bajar la cabeza y pedir perdón por todo lo que había hecho, el daño que había causado tratando de mantener a Riccardo con vida.

Quizás hubiese sido yo el único que no le dejaba irse y, con la excusa de hacerlo por los demás, lo mantenía vivo. Porque sin el virtuoso al que tanto había querido y envidiado… No tendría fuerzas para continuar mi vida sabiendo todos los pensamientos que se habían ido sucediendo en mi mente cada vez que él conseguía algún logro, cada vez que me dejaba atrás y, en vez de esforzarme por mejorar, me deprimía recordándome a mí mismo lo inútil que era y mi incapacidad para mejorar.

—    No puedo invocar a Magister… Pentagrama… El miximax…—. Sollocé mirando a ninguna parte y hablando con nadie, como si mi mente hubiese hecho desaparecer todo a mi alrededor. Me sentía tan tonto… Y más inútil que nunca.

—    Claro que no, Gabi. Nadie puede invocar a Magister, ni a Pegaso, ni a Lancelot… Cada uno tenemos nuestro propio espíritu guerrero, es absurdo que te tortures por eso. Quizás tu espíritu guerrero esté tan mosqueado porque hayas intentado cambiarlo que se niegue a aparecer.

El tono de Aitor había cambiado con respecto a la última vez que había hablado, sonaba mucho más dulce, más comprensivo. Palabras que eran acompañadas por leves caricias que conseguían que con las yemas de sus dedos, mi piel se sintiese más cálida, más real, más mía. Llevaba un año y medio sin ser acariciado por nadie que realmente me quisiese a mí, que pudiese ver a través de los ojos marrones y los rizos ceniza. Llevaba mucho tiempo queriendo que alguien me mirase a mí de verdad, que me recordase que, aunque fuese debajo de todo aquello, seguía existiendo.

Mi vida llevaba en pausa desde el día del accidente, desde que dije: “sí” al ofrecimiento de los Di rigo, desde que entré por primera vez en el quirófano. Desde entonces, tuve que obligarme a mí mismo a olvidar que las muestras de afecto eran reales, a interpretar un papel perfecto en el cual amaba a las personas a las que amaba Riccardo y me alejaba de quienes, pese a ser amados por Gabi, no tenían el afecto del virtuoso.

¿Qué era aquella sensación? Riccardo nunca se habría dejado abrazar por Aitor, no se habría permitido mostrarse tan débil ante él… O sí, no lo sabía, en un año y medio no había hecho más que demostrarme a mí mismo y a todos que realmente no conocía a Riccardo, no sabía a ciencia cierta cómo amaba y eso estaba bien. Porque ese sentimiento es el único en el cual nadie nos puede sustituir. Nadie quiere a una persona de la misma forma que otra. Y había sido el propio Riccardo, desde que me había prestado su vida o yo la había cogido prestada, quien me había enseñado esas bonitas diferencias entre ambos.

Riccardo se lo guardaba todo dentro hasta que explotaba, hasta que no podía más y tenía que dejar que las lágrimas les dijesen a todos quienes le vieran lo que sentía realmente. Gabi lloraba solo, para que Riccardo, quien más le podía ayudar, nunca descubriese lo que realmente sentía. Riccardo leía en sus compañeros como en un libro abierto, era capaz de estudiar fríamente la situación y actuar en consecuencia. Gabi no podía pensar fríamente si leía en uno de sus seres queridos la depresión que leyó en Aitor.

Las manos de Aitor me guiaban hacia él, veía las dudas en sus ojos, pero sabía que podía ver a Gabi bajo el físico que había adoptado, eso me daba valor.

—    El día del accidente… ¿Qué me ibas a decir después de que anunciaran a los que viajarían a la época de Juana?

Aitor suspiró desviando la mirada, aquel día le traía malos recuerdo como a mí, como a los Di rigo, como al equipo… Como a todos. Incluso a mí se me atragantaba referirme a ese día y, sobretodo, me reprendía a mí mismo por haberlo convertido en el único día de mi vida que tenía nombre: “El día del accidente” ese día había marcado no sólo mi vida, sino de todos cuantos nos conocían y yo, aunque fuese de forma inconsciente, no podía evitar seguir dañando a todos a mi alrededor, metiendo una y otra vez en dedo en la yaga. Resucitando el recuerdo del momento en el cual la vida de Riccardo y la mía terminaron.

—    ¿Es importante eso?

—    Sí… Desde que me convertí en Riccardo es una duda que me reconcome.

—    Ya veo…

Su tono cariñoso había desaparecido, ni siquiera se molestaba en devolverme la mirada pese a que yo la buscaba incesantemente. Su mano se tensó, como si los deseos de acariciarme se hubiesen desvanecido junto a su sonrisa triste, la cual había sido sustituida por un leve fruncimiento de ceño y, posteriormente, un largo suspiro.

—    ¿En todo este tiempo no te has dado cuenta de nada?

—    Lo hice, Aitor… También leí tu carta, recogí tus flores, me las llevé a la mansión… Yo no podía decirlo de otra forma.

Observé, sin ponerme en pie, cómo Aitor se levantaba y se alejaba de mí pensativo, dando vueltas por la habitación tratando de asimilar toda la nueva información que había llegado a su vida en tan breves momentos. Entendía y compartía su dolor, yo tampoco sería capaz de confiar de pronto en una persona que dice ser otra. No podía darle más pruebas que las obvias, ni siquiera podía decirle: “Te quiero” con mis propias palabras, porque Riccardo lo diría por mí.

—    Soy yo…—. Aseguré con una voz que no era la mía.

Aitor me observó detenidamente, intentando descifrar en lo más profundo de su mente qué era, de lo que veía, Riccardo y qué era Gabi… Hasta qué punto la persona a la que amaba había desaparecido y hasta qué punto podía recuperarla. Recordó, varias veces, el momento en el que la peluca cayó al suelo por primera vez, el momento en el que coincidimos en el cementerio, cuando sufrió un ataque de ansiedad en mi funeral y le socorrí, cuando la música le dejó hundirse en pleno entrenamiento y Riccardo desapareció por unos segundos para dejar que fuese Gabi el que le ayudase… Todas esas pequeñas cosas que nos diferenciaban al uno del otro.

—    Sigo siendo yo…

Cerró la puerta de la habitación con cierta duda en sus ojos y volvió junto a mí con confianza. Él llevaba mucho tiempo listo para dar aquel paso y seguramente supiese perfectamente cómo debía de actuar. Y si lo fingía me agradaba que lo hiciese tan bien, porque su seguridad me transmitía la confianza necesaria para no echarme atrás cuando, por fin, llegase el momento que llevaba casi dos años esperando.

Aitor besó mis labios con dulzura y delicadeza intentando distraer a mi mente, pero no lo hizo lo suficientemente bien como para evitar que me diese cuenta de cómo lentamente me hacía retroceder sobre la cama, todavía juntando mi cuerpo al suyo con ayuda de sus brazos y besando mis labios como si fuese lo único que en aquellos momentos le importaba. O por lo menos eso fue hasta que mis talones chocaron contra el arcón de mi cama, lo que nos hizo abrir a ambos los ojos y mirarnos fijamente por unos breves instantes.

Sus besos nublaron mis sentidos haciendo que la tarea de tumbarme con cuidado sobre la cama y la de quitarme la ropa se planteasen ante él como un juego de niños de rápida y fácil solución, quedando en cuestión de pocos minutos sobre mí.

—    Cierra los ojos—. Susurró en mi oído mientras colocaba sus dedos sobre mis labios y yo comenzaba a lamerlos con inseguridad.

Mantuve mis ojos cerrados mientras que Aitor me iba informando de todos y cada uno de sus movimientos para mantenerme tranquilo. Agarrando una de mis manos para transmitirme seguridad mientras que acariciaba mi entrada con sus dedos y finalmente introducía el primero de ellos, preguntándome en todo momento si estaba bien o si me dolía, a lo que continuamente le respondía con un seguro no.

—    Ya está el tercero dentro ¿Estás bien?

—    Sí, puedes seguir.

—    Me sorprende que confíes en mí.

—    Siempre lo he hecho.

—    Entonces ven, estás listo.

La mirada de Aitor, me invitaba a acercarme. Sus brazos guiaban a mi cintura, sus ojos a mi mirada, su sonrisa a mi mente y sus labios a mi consciencia, ayudándome a poco a poco situarme sobre él con delicadeza, siendo apenas consciente de lo que estaba haciendo y simplemente dejándome llevar por el deseo de ser uno con él. Bajando con cuidado, sin prisa, más pendiente de su mirada y de sus besos que de su miembro, el cual me tranquilizaba no ver, pues lo hacía todo mucho menos tenso y de esta forma me daba el valor para dejar que entrase con suavidad y de forma casi indolora hasta que, finalmente, me senté sobre él, dejando que mis piernas se situasen a ambos lados de sus caderas y que mi cuerpo se recostase sobre su pecho, estrechándolo así en un tierno abrazo que celebraba el haberlo por fin conseguido, el haber superado mi miedo al rechazo, el haber confiado en él y en que no me dañaría, el ser uno con la persona a la que amaba. Un abrazo con el que me entregué a él por completo.

—    ¿Cómo estás, cariño?—. Murmuró en mi oído, perdiendo por primera vez en la tarde su tono burlón.

—    No me duele…

—    Me alegro, cielo. Porque ahora empieza la parte divertida. —sonrió mientras acariciaba mis rizos con cariño.

Decir que lo que hizo fue darme estocadas sería violentar algo tan bello como lo que en aquella tarde, en aquella habitación y… Sobre todo en aquella cama tuvo lugar. Aitor me ayudó a sellar nuestro renacer como… Algo más que amigos con aquellos delicados movimientos que iban cambiando de velocidad según mi cuerpo lo pidiese, siendo a veces más rápidos y a veces más lentos, entrando y saliendo, parando y continuando. Tomándonos todo el tiempo del mundo y más en darle importancia a aquellos movimientos, perdiéndonos en la mirada del otro, acariciando su cuerpo como si estuviese hecho de la seda más delicada del mundo, deteniéndonos para susurrar en el oído del otro todas las cursilerías que se nos ocurrían, haciendo que un pronunciado sonrojo invadiese las mejillas del oyente y que a veces una angelical risa se le escapase. Tomando sus manos para besar sus dedos o para simplemente acariciarlos, dándole más importancia a cada beso y mirada que a cualquier otra cosa. Olvidando que más allá de aquellas paredes teníamos cosas pendientes, que el tiempo seguía pasando y que la noche terminaría por llegar. ¿Pero qué importaba eso? ¿Acaso había algo más por lo que preocuparse en aquellos momentos que por hacer sentir bien al otro?

No, nada estropearía aquel momento, el que sería recordado bajo el nombre de nuestra primera vez, la primera vez que queríamos recordar y, sobre todo, la que queríamos repetir. Mañana, pasado mañana y el siguiente… No, no os equivoquéis, no me estoy refiriendo a algo tan simple como el sexo. No, lo que queríamos volver a sentir todos los días era aquel sentimiento, aquella entrega, aquella unión irrompible y cumplir la promesa que nuestros cuerpos se habían hecho. Que aunque tras aquellas horas donde el tiempo había dejado de existir, aunque nuestros cuerpos se separasen físicamente, que siempre continuasen unidos.

Y que cada vez que rompiésemos una de las cadenas que nosotros mismos nos habíamos puesto para reprimir nuestra relación, recordásemos que éramos uno solo. La baja autoestima, la mirada fulminante de los Di rigo, el cuerpo que no era mío, los errores que ambos habíamos cometido y pensar…

“Da igual, porque estoy unido a Aitor y aunque mi cuerpo no sea el mío, seguimos aquí, abrazados… Siendo uno y eso… Nadie lo va a cambiar”


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