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El despertar de la primavera por ItaDei_SasuNaru fan

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Notas del capitulo:

 

 

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IV.

 

El viaje de regreso al Inframundo sobre el río Aqueronte, fue el viaje más incómodo que Minato había vivido en toda su vida.

Las cadenas no cedían ni un poco y Fugaku se esforzó por mirarlo con el más absoluto desprecio.

Minato había soportado cantidades vastas de desprecio, así que el sentimiento le era indiferente, pero la pasión del desprecio de Fugaku hacía que se le sonrojaran las mejillas.

Si Minato ralentizó al barquero deliberadamente justo al pasar frente a su quimera personal, Orochimaru, tanto para recordarle a Fugaku que en su reino estaba seguro, como para demostrarle que era lo suficientemente poderoso para domar al Cancerbero solo con sus poderes, es porque se sintió obligado a hacerlo.

Fugaku contempló la sonrisa indescriptible de Orochimaru y mirando de reojo a su captor, pareció perder la batalla consigo mismo.

Nadie salía del Hades sin permiso de su Señor.

El río condujo la barca hasta la residencia del dios de la muerte. Con cierto ajetreo, ya que Fugaku se resistía todavía un poco, Minato lo encaminó a través del jardín de su casa y lo llevó hasta la recámara que había preparado para él. Colocándolo cerca de la cama y retrocediendo al otro extremo de la habitación, Minato hizo desaparecer las cadenas.

Fugaku se palpó los brazos y el cuerpo por encima de la ropa, pensando que le quedarían marcas por la presión de los grilletes pero se sorprendió al no ver ninguna. Minato había permanecido atento de no lastimarlo por accidente.

—¿Tienes hambre? —preguntó Minato con cautela—. Puedo hacer que te traigan alimentos, si los deseas.

El cortejo tenía que empezar por algún lado.

Fugaku continuó observando sus manos, abriendo y cerrando los dedos, como sopesando algo.

—Quiero ir a casa —dijo por fin.

—Esta es tu casa ahora —replicó Minato con suavidad, aventurando unos cuantos pasos hacia él—. Sé que no es mucho y es más pobre que el mundo de arriba, pero… podrías darle una oportunidad. Ahora es mi hogar.

Esta vez Fugaku sí lo miró a los ojos y Minato solo vio cansancio y algo muy parecido a la decepción. Apartó la vista y Fugaku le dio la espalda.

La tensión reflejada en su postura decía demasiado por sí misma. Lo menos que podía hacer Minato era respetar su deseo de estar solo.

—Te gustará estar aquí, lo prometo —dijo Minato muy quedito, rogando en su corazón que así sucediera.

 

 

 

---

 

 

 

Un mes después del Secuestro, el dios del Inframundo recogía la fruta de su jardín. Otra granada rodó a sus pies luego de caer de su rama.

Fugaku las había ignorado por completo a pesar de escuchar constantemente que eran la fruta más dulce que podía desear en esa época del año. No hacía caso de ninguna ofrenda casi con la misma magnitud con la que estaba ignorando a Minato.

Guardaba un silencio casi impenetrable y su huelga de hambre no conocía fragilidad. Había intentado escapar numerosas veces, en las cuales Minato fue buscarlo lleno de ansiedad.

No había posibilidad de que huyera, ya que el Hades tenía una sola puerta y Minato era la única llave, pero había muchas probabilidades de que el dios de la primavera se lastimara o se perdiera. La construcción del lugar era cavernosa y laberíntica. Daba la impresión de encontrarse en lo profundo de una montaña y solo una cuidadosa unión de puentes entre salones y habitaciones permitía el paso, otorgando al caminante una sobrecogedora sensación de vértigo al asomar por una orilla y ver el abismo.

Todo estaba hecho de un mármol oscuro, lo que hacía que fuera difícil ubicarse. Minato mantenía el lugar iluminado con velas, incontables candelabros y su propio poder.

En uno de los intentos de escape, lo había encontrado atrapado en medio de pasadizos diseñados para desorientar a quienes lo transitaban, en los que podría haber vagado por toda la eternidad, bajando y bajando sin darse cuenta si Minato no conociera tan bien su dominio. En una ocasión especialmente terrorífica, lo había encontrado al borde de un precipicio que tenía el poder de nublar la mente a base de incienso y sulfuro, e invitaba a los recién llegados a sucumbir a su tenebrosidad.

—¡Podría encadenarte a una pared, como a un perro! —había exclamado Minato esa vez, lleno de congoja, y se había arrepentido de sus palabras en el instante en que salieron de su boca—. ¡Así no harías cosas tan estúpidas!

—No te atreverías —fue lo único que replicó Fugaku y Minato lo maldijo por eso.

Por supuesto que no lo haría.

No podía.

Por todos los dioses, no podía.

Incluso ahora, después de tantos intentos de escape y tanta frustración por sentirse incapaz comunicar sus sentimientos como correspondía, lo único que Minato esperaba era hacer sentir a Fugaku como su invitado y no como su prisionero.

 

En estas cavilaciones se encontraba al terminar de recoger las granadas. Fue a la habitación de Fugaku y abrió la puerta, tratando de no hacer mucho ruido.

—Toma, son para ti. Están dulces.

Levantando sus ojos de los libros que Minato le había llevado –porque parecía ser lo único en lo que podía complacerlo–, sopesó la canasta de frutas con su mirada sombría y respondió fríamente:

—No tengo hambre.

Minato respiró profundamente y contó hasta diez.

—Solo un bocado. No te hará daño.

El sonido que escapó de Fugaku fue áspero, una carcajada sin alegría que sobresaltó al otro.

—Me tomas por tonto —gruñó con amargura—. Todo el mundo sabe que quien pruebe comida o bebida de este lugar, está condenado a quedarse aquí por el resto de su existencia.

Cuando Minato no lo desmintió, a Fugaku se le drenó toda la energía.

—Entonces no estoy equivocado. Realmente me quieres aquí, cautivo.

—No, no, eso no es cierto.

—Si debo permanecer aquí para siempre, no será por propia voluntad, te lo prometo. Moriría de hambre antes que eso sucediera.

Minato sintió una breve pero intensa oleada de pánico mezclada con tristeza ante esas palabras.

—No puedes morir. Ninguno de los dos puede morir.

—Hm. Pero eso no significa que no puedo sufrir, ¿o sí?

Minato pensó en todos los criminales y degenerados que tenía esparcidos, fragmentados, en todo el ancho dominio del Tártaro, como rompecabezas sangrientos, y tuvo que luchar por no yuxtaponer esas imágenes con la idea de Fugaku, agonizante por el hambre.

—No tiene por qué ser así —casi suplicó, con el corazón hundido—. No tienes que hacer esto.

—Qué gracioso. Podría decir lo mismo de ti.

 

 

 

---

 

 

 

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Minato.

A inicios del tercer mes de su estadía, Fugaku decidió que tenía que hacer algo o se iba a volver loco.

Después de no encontrarlo en su recámara, Minato salió en su búsqueda y lo encontró arrodillado en su jardín y lleno de tierra hasta los codos, justo en medio de un denso grupo de matorrales.

Si las infructuosas escapadas habían servido de algo, fue para que Fugaku comenzara a familiarizarse con el terreno.

Su rostro tenía marcas de sueño y sus manos sostenían una tan sola delicada mata de campanillas.

—Esta flor crecería mejor cerca en un pantano, se multiplicaría saludablemente con un poco de agua salada.

—No hay pantanos en el Inframundo.

—Podrías hacer uno. No creo que esté más allá de tus poderes.

—Yo… necesitaría tiempo.

Fugaku asintió con la cabeza y se dispuso a trasplantar el ejemplar de campanilla a una zona más cerca del río, con Minato siguiéndolo de cerca.

—Eso es bueno.

—Tú… ¿tú quieres que lo haga?

La mirada que le lanzó el dios de la primavera habría hecho retroceder a cualquier criatura prudente. Lástima que Minato estuviese loco de amor.

—¿Te importa lo que piense un prisionero?

—¡No eres eso!

—¿Un rehén entonces?

—¡Tampoco!

—¿Entonces por qué me tienes aquí? —demandó saber Fugaku por enésima vez, con la voz pesada de confusión—. ¿Qué quieres de mí? ¡No me llames tu invitado, que eso ni tú te lo crees!

—Pero lo eres…

Fugaku respiró con fuerza repetidas veces e hizo un monumental ejemplo de paciencia.

—Veamos, entonces. Esto no es por una fiesta.

—No, lo juro.

—No es una visita amigable, porque no vine aquí por mi cuenta.

—No.

—¿Entonces qué?

—Es… complicado.

—Complic- No, explícate. Ahora. Ya basta de juegos.

¿Qué se suponía que iba a decir? Fugaku ya tendría que haberlo intuido después de tanto tiempo. Existía la posibilidad de liberarse y decir “Hey, eres el dios más deleitable que he visto, y no es que te esté obligando ni nada pero hay espacio en el Inframundo para mi consorte y pues, por varias razones muy importantes y muy secretas, absolutamente tienes que ser tú”.

Brillante.

Supuso que lo más cercano a la verdad serviría.

—¿Recuerdas lo que te comenté cuando nos conocimos? Lo de mi reputación —Fugaku asintió, sin saber muy bien a dónde iba Minato—. Estaba hablando acerca de cómo me perciben los hombres y los otros dioses.

La expresión del otro era inescrutable.

—Continúa.

—No esperaba que reaccionaras así —murmuró Minato, reprendiéndose por no tener más valentía y confiar en sí mismo para expresarse—. Estaba preparado para escucharte hablar mal de mí, pero no lo hiciste. Me sorprendí muchísimo. Fue… muy placentero oírte decir eso, porque nadie lo ha hecho nunca y fue bueno. Fue más que bueno, fue maravilloso. Me hizo sentir… apreciado, porque las únicas reacciones que conozco son… Y quería hacer algo, no sé, lo que fuera que hiciera que pudieras quedarte conmigo otro rato, porque necesitaba agradecer tus palabras, porque no tienes idea de lo que se siente no saber qué necesitabas algo, pero de repente esté allí, frente a ti y entonces sabes que no quieres seguir viviendo sin eso, así que pensé que… yo… tal vez aquí podría…

Y Minato se calló y se llevó las manos a la boca, porque había estado hablando en círculos desde hacía varios minutos, sin abordar la verdadera respuesta a la pregunta de Fugaku, sin decirle lo que quería saber y pensando, no por primera vez, que la honestidad no era una cualidad tan magnífica después de todo, porque Fugaku lo miraba con ojos desorbitados, mientras la comprensión se abría paso en sus facciones y si estaba a punto de echarle sus sentimientos en cara, Minato lo liberaría e iría tirarse de cabeza al Aqueronte, porque prefería renunciar a todo, incluso a él, antes de tener que vivir con la idea de que Fugaku lo odiara de verdad, así que un poco más de desesperación en su mente era prácticamente inevitable y-

Fugaku comenzó a sonreír.

Fugaku estaba sonriendo.

Minato se quedó muy quieto y se apartó las manos de la cara, pensando que su mente le estaba jugando trucos, hasta que vio los camanances que tanto adoraba y que ni su imaginación milenaria era capaz de recrear en toda su sobria elegancia.

—Estás enamorado de mí.

Por la providencia, Minato en serio se quiso morir.

—Sí.

—Eso… eso es bueno —dijo Fugaku, aproximándose a él como se acercaría a un animal nervioso que está a punto de salir corriendo—. Eso significa que estamos avanzando. Aunque aún no me has dicho qué es lo quieres que haga con eso.

Minato se encontró rodeado de Fugaku, que lo tomó por sus hombros y fijó los ojos en los suyos. Deseó en ese momento, con todo su ser, que Fugaku lo abrazara muy fuerte y sostuviera sus manos entre las de él. Deseó bañarse en su aroma a especias, que no había disminuido ni un poco desde que llegara, y besarlo hasta que el tiempo se consumiera.

Posó, muerto de miedo, las manos sobre el corazón de Fugaku, queriendo comprenderlo, hablarle a puros latidos y decirle en esos golpes de vida, lo que su voz no podía transformar en palabras. Quería amarlo y ser amado por él, con tanto fervor, que la forma de ese amor se trazara en el mapa del cielo nocturno, porque dudaba que hubiera algo tan sagrado en el mundo como lo que sentía por el dios de la primavera. Algo así, tan infinito y puro, merecía un lugar entre las estrellas.

—Yo quiero lo tú quieras —susurró después toda su meditación.

A Fugaku no pareció molestarle. Lejos de eso, le sonrió más genuino.

—¿Y si quisiera irme?

Maldición.

Minato no había considerado esa respuesta y la angustia debió ser evidente en su rostro.

—¿Quieres irte?

—Dijiste que querrías lo que yo quisiera —le recordó.

Y lo dijo, pero Minato no esperaba toparse con eso. Aún se aferraba a una pequeña esperanza.

—Pero… no volverás —masculló sin fuerzas, e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho porque su voz sonó vulnerable y a punto de quebrarse, con el dolor de una acusación.

En lugar de admitir que no volvería, Fugaku siguió sonriendo, esta vez un poco burlón.

—No he dicho que no volveré.

Ah.

Ah.

—Tú… ¿querrías volver?

—No veo por qué no.

—Madara no te dejaría.

—Déjame a mí que lidie con Madara.

—Pero… ¿por qué querrías volver?

Y esa era la verdadera pregunta.

Por lo que la verdadera respuesta comenzó con los dedos de Fugaku entrelazándose en el cabello dorado, y si Minato pensó en que tendría el pelo lleno de barro después de esto, pues… hay caricias que lo valen. Ese era el primer momento íntimo que compartían. Minato apenas lo estaba comenzando a asimilar cuando los mismos dedos acariciaron su mejilla.

—Para serte sincero, no estoy muy seguro —confesó Fugaku, aparentemente contento de ver a Minato deshacerse entre brazos, tan cerca que parecía querer besarlo—. Aunque la biblioteca que tienes es majestuosa. Ese libro con las mil maneras de cómo exprimir correctamente las uvas para hacer un buen vino, fue un gesto sublime. Y Orochimaru realmente es impresionante, nunca había visto nada como él.

—Podrías llevarlo a navegar.

—Probablemente sea una mala idea.

—Probablemente, pero igual podrías.

Eso casi sonaba como un .

—Está bien —concedió el dios, dispuesto a comenzar de nuevo—. Entonces tenemos un acuerdo. Tú quieres que me quede y yo quiero quedarme durante un tiempo. Podemos llegar a un compromiso, no hay prisa. Podemos hablarlo cuando quieras. No voy a ir a ninguna parte, ¿de acuerdo?

Minato estaba listo para creerle.

—De acuerdo.

—Sin embargo, no tardes demasiado. O convenceré a Orochimaru de que te devore.

—No lo haré —prometió Minato con una sonrisa chiquitita, sintiendo que se aligeraba la opresión en su pecho.

Minato nunca lo supo, pero ese fue el turno de Fugaku de aprender que los humanos habían comprendido todo mal. Que debido a su imperfección y sus deformidades, no sabían discernir cuál era la divinidad que merecía la más consumada veneración.

Fue su turno de sentir que debía erigir un altar a esa sonrisa, porque esa curva, en ese rostro, era un verbo en dulce quietud. Era una plegaria en perfecta piedad.

 


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