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El despertar de la primavera por ItaDei_SasuNaru fan

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Notas del capitulo:

 

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II.

 

Eventualmente, Minato fue invitado a una fiesta.

La invitación llegó a su mesa, escrita con una caligrafía pretenciosa y demandando un código de vestuario. Colores suaves. El celeste y las tonalidades de rosa eran preferibles. La máscara era requisito.

Minato se sintió tentado a ignorarla. Qué más daba. Nadie advertiría su ausencia y su presencia inspiraba recelo.

No era su culpa que los mortales le dedicaran los rituales más absurdos o violentos de todo el abanico de posibles ceremonias, pero el tema no inspiraba suficiente ligereza para ser motivo de risa. Su nombre se había convertido, en la superficie, en un sinónimo de calamidad.

Minato no dejaba que eso le afectara. Recogía todas sus ofrendas después de cada batalla librada, en cualquier lugar del mundo y, por sobretodo, tenía sus números en orden. A las criaturas más crueles, a las que lastimaban a sus semejantes solo por placer… a ellas, Minato se aseguraba de cobrárselas con creces. Vivía su vida normalmente y sin molestar a nadie. Proveía al subsuelo de minerales y piedras preciosas.

No dejaba que lo molestara. No había aceptado su puesto esperando laureles y oraciones devotas.

Así que, caminó a la hoguera más cercana en su palacio y acercó la invitación al fuego, pero fue a contraluz que vio el sello y la firma del anciano Sarutobi, al pie de la hoja.

Suspiró, esta vez sí con cansancio.

Sabía que el dios no se ofendería si faltaba, pero no se merecía tampoco aquella indiferencia. Había sido siempre cálido y amable con él, visitándolo en los confines del mundo y acordándose de tratarlo con respeto y cariño, no por deber, sino por aprecio.

Envió la confirmación con su barquero y decidió no darle muchas vueltas al asunto, para no arrepentirse.

 

 

 

---

 

 

—Había un código de vestuario —le dijo la diosa del amor, al nomás verlo deambulando por las orillas de la multitud.

—Lo sé. Solo… lo ignoré —le respondió Minato a Kushina, con su mejor sonrisa—. Si supieras el esfuerzo que me tomó hacer el viaje hasta aquí, sabrías que tengo derecho a usar lo que me haga sentir cómodo.

A Minato le gustaban mucho sus túnicas azul oscuro.

—Al menos promete que vas a tratar de charlar con alguien —insistió Kushina, tratando de arrastrarlo a una zona con más vino y conversación.

—Yo siempre hago mi parte.

¡Y esa era toda la verdad!

Pero no había forma de presentarse y evitar que los otros recularan de miedo. Minato sonreía con serenidad y hablaba con cadencia, demostrando a todas luces una naturaleza tranquila. Pero existiendo dioses de la inteligencia, de las fiestas y del sol, nadie quería quedarse a platicar con él.

Los mismos dioses rumoraban que la voz de Minato, pacífica como era, adquiría un registro bajo y lúgubre si se la escuchaba por mucho tiempo, adormeciendo los sentidos e invitándolos al descanso eterno. Los rumores decían que si uno le miraba por mucho tiempo a los ojos, caía hechizado por la hermosura de un tono de azul imposible y sería arrastrado sin dudar hasta las fauces del infierno. Los más aventurados, decían que un solo roce de sus labios contra los nudillos de una mano, en un gesto de deliciosa cortesía, podría seducirlos a comer de la granada que crecía en su reino y encadenarlos por siempre a la oscuridad.

Claro, entre los cuchicheos de rigor, siempre alguien aclaraba que Minato jamás haría ninguna de esas cosas intencionalmente. Todos sabían que era un héroe de guerra, noble y majestuoso. Pero el pasado estaba en el pasado y solo hay tanto que éste puede lograr cuando en el presente Minato encarnaba el temor más grande de todas las criaturas: la certeza de la propia mortalidad.

Estaba coronado como el Rey de las tinieblas.

Por eso, cuando la diosa frente a él sacudió su cabeza con suavidad y una afectuosa exasperación, haciendo que la luz ardiera en su cabello rojo, Minato aceptó con paciencia sus consejos y regaños. No la juzgaba a ella ni a nadie. Ninguno de ellos sabía lo que era ser él, y no podía culparles por eso.

Y sin embargo, cuando la veía tan preocupada por su bienestar y su salud, se atrevía a pensar que en otro tiempo, en otro universo, quizás, Minato pudo haberla amado.

Quizás.

—Confía en mí, te hará bien hacer amigos. Uno nunca sabe cuándo puede necesitar un favor.

—Pero tengo amigos.

—Yo no cuento. Y la serpiente de tres cabezas que insistes en tener como vigía del Tártarus no cuenta.

—Se llama Orochimaru, y es muy decente después de su sacrificio del día. Tiene el humor más ingenioso que puedas imaginar.

—Bueno, hasta él apreciará que le presentes a más personas que disfruten de su humor, ¿no crees?

Eso era más fácil decirlo que hacerlo, pero guardó silencio. No quería discutir.

Si Minato quería ser justo —y siempre lo era—, admitía que la fiesta era, a su modo, encantadora. Los dioses disfrutaban, bebían algún néctar secreto de la vid y comían ambrosía. La música invadía cada rincón del paraíso sin imponerse sobre los invitados.

Minato advirtió a Jiraiya, el dios del tiempo, entre el gentío y trató de encaminarse hacia él, solo para ser detenido nuevamente por Kushina.

—¿Cuál es el punto de venir a una fiesta si solo vas a hablar con gente que ya conoces?

—¡Nadie quiere hablar conmigo!

—Ese es mi punto.

—Kushina, por favor.

—Me lo agradecerás después —persistió la diosa, conduciéndolo hasta un pequeño círculo de dioses, tomándolos por sorpresa—. Saludos, ¿alguno de ustedes ya conoce  a mi querido amigo?

Lo puso al centro del grupo y se marchó, dejando que librara sus propias batallas.

De los seis dioses reunidos, tres ya conocían a Minato por su reputación y huyeron con una elegante escapada por la derecha. Dos lo miraron con semblante calculador y el último de los presentes, apuró su copa de vino y se desvaneció murmurando una excusa ridícula.

La maldita fiesta resultó ser una cosa tediosa y larga.

Minato lo intentó. Lo intentó tan genuinamente como todas las ocasiones previas a esta. Y los demás seguían sin hablarle, sin importar cuánto y de qué hablara él.

Optando por librarles del tormento de su compañía, se retiró del grupo con una disculpa escueta y buscó la fuente de vino que avistó en alguna de sus rondas por el palacio, que era del tamaño de un pequeño continente.

Prometiéndose dar solo un pequeño recorrido más para que todo el penoso asunto valiera la pena, se hizo con un poco de coraje líquido en su estómago y se sintió a gusto sonriendo a los que se cruzaban por su camino, levantando su copa y brindando a su salud, deseando verlos en otra ocasión. Probablemente creyeron que el dios de la muerte brindaba porque quería verles entrar a su reino y por eso se escabulleron con menos modestia de la que hubiera sido aceptable.

Minato se habría reído si no hubiera estado tan agotado.

Elevó la copa una vez más, solo porque sí, saboreó el último trago de la noche, masculló una despedida que nadie escuchó, dio media vuelta dispuesto a buscar la salida con la mayor diligencia posible… y entonces lo vio. Semi oculto por las sombras de los dioses de la caza y de la cosecha, vio a la deidad más interesante de todas.

Era el dios más exquisito que había contemplado alguna vez.

Minato tenía una excelente memoria. Con un reino habitado por billones de almas, tenía que tenerla.

Minato sabía que esa era la primera vez que posaba sus ojos en aquella imagen. No había forma de que no recordara la nariz soberana de aquel arrogante rostro. La pálida piedra que componía sus facciones duras y solemnes, el cabello oscuro y sus ojos idénticos a la medianoche. Su altura, su silueta y sus hombros terribles y poderosos, como si todo él fuera, a un tiempo, la tormenta y el árbol que la soporta. ¡Por todo lo sagrado, era perfecto! Era perfecto para Minato.

Tiene que ser mío, juró para sí mismo.

Dio el primer paso para marchar hacia él cuando una mano lo retuvo, sujetando su codo.

—¿Estás borracho? Llevo hablándote un milenio —flotó la voz de Kushina en algún lugar de su mente.

No podía dejar de verlo.

—¿Um…?

— …parece que has perdido la cordura y vas a matar a alguie- ¿Qué demonios estás viendo? ¡Minato, no te atrevas a ignorarme!

—Mm.

—Más te vale que sea… —la diosa dio media vuelta, buscando el objeto de su atención—… bueno. Ay, no.

—¿No?

—No. Minato, no.

—Minato sí, claro que sí.

—Minato, no sabes lo que estás diciendo —dijo Kushina, incapaz de creer lo que sucedía ante sus ojos.

—Por supuesto que sé lo que estoy diciendo.

Kushina respiró profundo y pidió paciencia a las fuerzas superiores a ella, haciendo una pregunta a la que temía la respuesta.

—¿Y qué es lo que estás diciendo?

—Digo que él va a ser mío.

Después del sermón más largo de su existencia, Kushina se apiadó de él y le explicó quién constituía aquella aparición. Su nombre era Fugaku y era el dios de la primavera. Los que le acompañaban era Madara, el dios de la caza e Izuna, el dios de la cosecha, y eran su cuidadores, sus figuras paternales. Madara, en particular, era un celoso, fiero y letal padre, con quien definitivamente no debía meterse.

—Pero debe haber algo que puedas hacer.

—Me halaga que creas que tengo tanto poder —dijo Kushina con una sonrisa apretada y nerviosa—. Pero lo que Madara aprueba (o no) está más allá de los poderes de cualquiera de nosotros. Izuna y Fugaku conforman su familia, la única familia que le queda después de la Guerra Titánica. Sabes que fue su clan el que sufrió las mayores pérdidas, es desconfiado y con justa razón. Ese es el motivo de que lo conozcas por primera vez; son tan reacios como tú para aparecer en las fiestas. Luchará contigo hasta que el tiempo se acabe, si te le acercas.

—¿Y qué se supone que haga? ¿Que admita todo lo que dices y me marche sin siquiera intentarlo?

—Pues… sí.

—¿No hay ninguna posibilidad? —persistió Minato, mirando a Fugaku desde lejos, con hambre y desesperación—. ¿Quieres que me crea que no hay ningún ritual o sacrifico que aplaque su ira y me permita, no sé, solo… hablar con él? Solo pediría una oportunidad.

Kushina negó con la cabeza y colocó una mano en su hombro, con expresión derrotada.

—No hay tal.

—¿Y tú no puedes hacer nada?

—Lamento admitir que están más allá de mi poder.

—Pero… pero- esto…

Kushina pidió al universo un poco de clemencia para su amigo de toda la vida. Era la ironía más grande de la historia; no podía ser que Minato –el siempre afable, sencillo y modesto Minato, dispuesto a soportar la carga más pesada de todas sin exhalar un tan solo suspiro de queja–, deseara algo con todo su corazón y le fuera negado.

No. Podía. Ser.

Pidió perdón a Madara por lo que estaba a punto de hacer, pero confiaba en su corazón que era lo correcto.

—Lo siento, Minato —pronunció con pesar y echando una mirada a su alrededor, lo alejó un poco más de la multitud—. Es inesperado todo esto, casi trágico.

—No pienso quedarme sent-

—Yo sé, yo sé, es triste, muy triste. Quisiera hacer algo, pero no puedo. Sería tan sencillo como que lo buscaras otro día, allá en el sur del continente donde es especialmente cálido, y cuando vieras tu oportunidad abrieras la tierra bajo sus pies y te lo llevaras al Inframundo antes de que Madara lo notara, cerrando las puertas de tu reino a quien tú desees.

El silencio que le siguió a las palabras de Kushina fue el más largo que Minato recordara. Miró a la diosa como nunca la había visto antes.

—¿Estás…? ¿Estás sugiriendo que lo rapte?

Sonó exagerado, peligroso y estúpidamente plausible. Lo más aterrador era que a Minato ni siquiera se le pasó por la cabeza que no era una opción.

—No estoy sugiriendo nada. Lo que hagas es responsabilidad tuya. Nunca te he dicho qué hacer e igual tú no me haces caso. Además, ¿quién sabe? Quizás me odies al final de todo esto si salimos con vida.

—Kushina —dijo Minato con reverencia.

Con gratitud.

La sonrisa temblorosa que le dedicó el dios de la muerte era la confirmación que Kushina estaba esperando. Era como ver alzarse el amanecer sobre las colinas, como una poesía adherida a la tierra.

—Solo prométeme que si todo sale mal, dirás que no tuve nada que ver~

—¿Bromeas? Diré que me obligaste.

 


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