Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Luz de luna por BocaDeSerpiente

[Reviews - 24]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Capítulo treinta y ocho: De cuando Draco ve a los dragones

—...porque no me parece una buena idea, por eso —replicó Draco, sin molestarse en lo más mínimo en ocultar su mal humor en el tono en que lo decía—. Granger podría vernos, alguien más podría hacerlo. Es terrible, como idea.

—No deberías tenerle tanto miedo a las personas.

—Yo no siento ningún miedo —espetó, mordaz.

—...pero te entiendo —siguió Luna, con su habitual tono soñador, como si fuese ajena a la mirada de desagrado que seguía cada uno de sus movimientos—, a veces yo también he pensado que las criaturas son más tiernas conmigo. Aunque todos tenemos bondad en el fondo, es por eso que creo que no hay que tenerles miedo.

—Te dije que no tengo miedo.

Era una de esas tardes tranquilas, cuando terminaban las clases un poco antes y no había tareas pendientes; sus amigos estaban ocupados y Draco resolvió enviar una nota en particular e ir a visitar el Bosque Prohibido, más allá de la linde, a donde convergían los thestral. Por supuesto que Luna formaba parte del plan. Era una cuestión implícita cuando pensaba en visitar la zona de los caballos alados.

Nada más saludarlos y comprobar que seguían tan feos como de costumbre —sin que eso, por alguna razón, le quitase las ganas de continuar visitándolos—, se había subido a las ramas de uno de los árboles cercanos, para dedicarse a comer una manzana verde que se llevó consigo al salir de la Sala Común; desde ahí arriba, veía a Luna, con su ropa raída y vieja, sin zapatos en pleno otoño y el cabello enmarañado. Jugaba con una cría de thestral, dejándose perseguir y mordisquear la mano, consciente de que no le causaría ningún daño, porque a pesar de comer carne cruda, no mascaban la de los humanos.

Un rato atrás, él se había retirado la capa que llevaba encima de la ropa, más por la vocecilla de su madre que resonaba dentro de su cabeza cuando salía y le decía que fuese bien abrigado, como si ella estuviese en Hogwarts, que por la temperatura en sí, y la había dejado caer sobre su cabeza sin avisarle. Luna se echó a reír, esa risa suave y delicada que tenía, y se la acomodó sobre los hombros, atando las cintas del cuello con un nudo simple, suelto, y dándole las gracias, con especial énfasis en que no era necesario. Él le aseguró que se la quitó porque le entró calor, y pretendía tirarla, no que se la daba; aquello, dijo, era un accidente, pero ya que estaba, que se la quedase un rato, para que no se fuese a morir de frío en su presencia y luego fuese obligación de Draco contarle al resto del colegio sobre su terquedad por no abrigarse. Ella se volvió a reír y no añadió más, él rodó los ojos y fingió que no se hacía una idea de lo que pensaba que había sido.

—Es que eres muy sensible en ese sentido…—decía Luna, casi en un canturreo, a la vez que sostenía la cabeza del thestral más pequeño y dejaba que le olisquease una mejilla. Draco hizo un sonido de disgusto.

—No empieces con eso, de nuevo.

Por alguna razón, que le era incomprensible e inadmisible, Luna tenía la idea de que él era un ser delicado, que no decía lo que pensaba o sentía, necesitaba apoyo, y sobre todo, que le temía a las demás personas y su cercanía. Era simplemente ridículo. Bien que se enteraban de lo que Draco creía, él mismo se encargaba de hacérselo ver a quién fuese, no era frágil, y en definitiva, no tenía miedo a la gente. Se negaba a pensarlo, a considerar siquiera qué era lo que le daba esa impresión, cuando en general, Luna parecía de lo más intuitiva y capaz de ver a través de todos; tal vez él fuese su excepción que confirmaba la regla.

Si alguien le hubiese preguntado cómo fue que terminó con la firme convicción de que una tarde en el Bosque Prohibido, con Luna Lovegood, era un buen modo de pasar el tiempo hasta la hora de la cena, no habría tenido idea de cómo explicarse. En primer lugar, era asunto suyo —y de ella—, y no de alguien más.

Para variar, no estaba muy seguro de cómo había ocurrido. Recordaba a un Harry que no superaría los diez años, contándole, con muchos gestos, exclamaciones y unos ojos verdes, enormes y tristes por la noticia, de la muerte de la madre de Luna. Después de darle vueltas al asunto, una conversación breve con su madre, y ser consciente de que tenía un ligero parentesco, nada cercano, a la niña, había pedido permiso para abrir uno de los baúles del despacho de su padre, en que pasaba mucho tiempo por entonces. Lucius contaba con infinidad de tesoros ocultos, muchos impregnados de magia negra; él, con diez años y una experiencia real para reconocer objetos peligrosos en su propia casa, dio con una diadema, digna incluso de Pansy —lo que era mucho decir dado que, de acuerdo a Draco, su mejor amiga sólo podía llevar lo mejor de lo mejor y no menos que eso—, pensó que a toda niña del mundo le agradaría, y la envió cuando supo la historia que tenía detrás. Así de simple. No era caballerosidad, ni amabilidad intrascendente, y se negaba a verlo como una forma de caridad.

Su madre no la usaba; él, definitivamente, no la usaría nunca. Y en el remoto caso de algún día tener una heredera Malfoy, le compraría su propia diadema, no le daría una vieja.

Así que sólo mandó un regalo y una nota, esperó que se repusiese a la pérdida, y se olvidó por completo de ella, hasta que se la topó, un par de años más tarde, en la Lechucería de Hogwarts, cuando quería contestar una carta a su madre, y Luna era una estudiante de primer año, hecha un ovillo en un espacio no destinado para humanos, con un solo zapato, y el desastre general en que consistía toda su persona.

Entonces le pareció que era una mala idea acercarse, claro. Parecía una demente, encogida ahí. Pero llevaba la diadema puesta, tarareaba por lo bajo, y aunque no reconoció la joya en ese mismo momento, no se le pasó por la cabeza que ella pudiese presentar algún peligro.

Ni siquiera sabía quién envió la primera nota. Una cosa llevó a la otra. De pronto, hablaban de teorías de la magia, los Malfoy y los Sagrados Veintiocho, Historia de la Magia, y un día, Luna le había contado sobre una tinta experimental que su madre había dejado en el laboratorio, y que buscó por él para usarla en los nuevos prototipos de los mapas. Eso era todo.

Lo que no diría, en caso de que le preguntasen, sería que le gustaba pasar tiempo con ella. De la misma forma en que le gustaba pasarlo con Snape, más o menos.

Luna era la calma personificada, inteligente, sabía contestarle a las preguntas con trampa cuando pretendía incordiarla, y no se enojaba con él. No tenía que fingir nada, ni guardarse el más mínimo de los comentarios. Y a ella no le importaba, porque por lo general, entendía más de lo que convenía.

Luna recuperó su atención con una risa débil. Al inclinarse por un lado de la rama, la encontró justo debajo de él, con la cabeza levantada y una suave sonrisa. Su capa le quedaba bastante grande, porque los centímetros que los separaban, desde el último estirón que dio, constituían una distancia considerable. De nuevo, a ella no parecía importarle. No solía quejarse del frío cuando se le perdían sus cosas, a lo que él no veía sentido; de estar en la misma situación, ya lo hubiese hecho público ante Snape, para que los castigase, y luego se habría vengado en secreto, quizás haciendo desaparecer pertenencias importantes para esas personas también. O algo mejor, quién sabe.

Mantenía un objeto redondo, un anillo, en alto, y sobre uno de sus ojos. Lo observaba a través de este.

—Creo que lo que estás haciendo, está muy bien —puntualizó. Draco nunca admitiría que oírla decir eso, le quitó un peso de encima; era justo lo que necesitaba en ese instante, y muy probablemente, ella lo supiese y fuese la razón de que lo mencionase. Tenía la impresión de que hubiese encajado en Slytherin, de no ser tan excéntrica—. ¿Qué opina Regulus de eso?

Claro, ese era el otro asunto. La única persona en el colegio, de momento, que sabía de su correspondencia con Regulus Black, era ella.

Bueno, a decir verdad, Luna sabía las cosas más extrañas sobre él y lo que hacía. Sólo unos días atrás, le cuestionó, de la nada, si le gustaba la sopa de tomate, y un poco antes de eso, le preguntaba sobre su relación con los elfos domésticos cuando era un niño, en la Mansión Malfoy, o qué nombre se habría puesto a sí mismo, de haber podido seleccionarlo, mediante algún método imposible que les planteó una plática de lo más absurda, misma que terminó dirigiéndose al terreno de vidas pasadas, magia y viajes en el tiempo. No se podía mantener una conversación normal con ella.

—Regulus dice que es justo lo que buscaba en un heredero —comentó, en voz un poco más baja—, parece agradarle bastante.

—Es un buen paso.

Se limitó a emitir un sonido afirmativo y devorar lo que le quedaba de la manzana. Luego cambió de posición en la rama, tumbándose con la espalda sobre esta y las piernas en dirección al tronco, una incluso balanceándose. Estaba orgulloso de mantener el equilibrio en una posición semejante, aunque sólo fuese Luna a quien podía presumirlo en ese instante.

—¿Y Harry? —tuvo un breve y absurdo sobresalto. A Luna, por supuesto, no debió pasarle por alto. También tenía la mala costumbre de mencionarlo cuando menos se lo esperaba— ¿qué piensa Harry de tu idea?

—Bueno...—hizo una breve pausa, en la que le frunció el ceño a una ardilla que pasaba por la rama superior a la suya, se detenía, lo miraba con la obvia intención de arrojarle una rama, después se lo pensaba mejor y continuaba su camino, lejos de él—. Puede que no se lo haya dicho. Es que, ya sabes, no es oficial.

—Algún día, tendrías que dejar ese miedo...

—No es miedo —corrigió, de inmediato, apretando los dientes.

—...de que la opinión que él tiene de ti cambie —completó, como si no lo hubiese escuchado, pero era Luna, y a pesar de que había comenzado a dar vueltas encima de las hojas secas, en un vals improvisado, sin ritmo, para sí misma, por supuesto que tenía su atención puesta en él. Así era ella. Draco suspiró.

—No me da miedo lo que Potter piense o deje de pensar de mí, y lo sabes.

Luna tarareó, quizás con mayor fuerza de la necesaria, y continuó con su baile sin sentido. No contestó. Al menos, no de forma directa, y él frunció el ceño.

Sabes que lo digo en serio —insistió, rodando para ponerse boca abajo, los codos flexionados, los brazos haciendo de soporte para su barbilla. Se sostenía de la rama con una pierna a cada lado, llegados a ese punto.

Ella, por su parte, completó con otro giro y levantó la cabeza hacia él. Esbozó una sonrisa ligera, suave, y arqueó una ceja por una fracción de segundo, en un gesto que era más curioso que de cualquier tipo de pretensión, y por ende, lo desesperaba más. Si Luna hubiese sido una sangrepura normal, él sabría seguirle el juego.

Draco bufó, apartando la mirada.

—Piensa lo que quieras, no es problema mío igual.

—¿No has probado la leche de unicornio en el té? —preguntaba de repente, y él hacía un sonido claro de disgusto, que le arrancaba otra suave risa.

—¿Eso se bebe? —la escuchó emitir un ruidito afirmativo, y arrugó la nariz por el desagrado— ¿quién se bebería eso, por Merlín?

—Los jugadores de Quidditch profesionales en el Oeste de Europa —comenzó a explicar, en ese tono conocedor y dulce que tenía para ocasiones como aquella—, le piden a los unicornios, de "por favor", que los dejen tener un poco, y se beben una taza completa, con té verde y sin azúcar, antes de las prácticas de la mañana. Los Golpeadores sobre todo, que necesitan tanto la fuerza física y...

—Eso es asqueroso.

—Dicen que sabe bien, como a leche con mucha azúcar.

—Me seguiría pareciendo repugnante, aunque sepa a chocolate.

—Pero bebes leche de vaca.

—No es lo mismo.

—¿Por qué?

Y ahí iban de nuevo.

Estaban a mitad de una enardecida diferenciación de lácteos, que derivó en todo un glosario de costumbres sangrepura y de cortesía en la mesa, y por alguna razón, terminó incluyendo al chocolate y el hecho de que Draco aún estaba convencido de que las salchichas estuviesen hechas de ratones, cuando el profesor Snape se aproximó. Hizo una pausa, deteniéndose al escuchar parte de sus réplicas, y alternó la mirada entre uno y el otro, con una expresión que advertía de que se sentía decepcionado del ahijado que tenía y no entendía por qué pasaban su tarde libre ahí, ni hablando de esos temas.

—Es casi hora de la cena y no te encontraba —habló directo a Draco, aunque negándose a levantar la cabeza y quedar como un idiota, según él, con el cuello doblado, por culpa de su capricho. Snape consideraba que encontrarlo en las ramas de los árboles, era prueba inequívoca de su salvajismo adolescente y malas influencias de sus compañías, a pesar de que era algo que hacía desde niño—, mi Casa no va a perder puntos por tus escapadas.

Lo indicó, dando otro vistazo alrededor, como si hubiese mucho que distinguir por allí, y reparó un poco más de lo debido en la túnica que llevaba Luna; sabía que le esperaba un comentario al respecto en cuanto pusiese un pie en el suelo, así que no tuvo prisas en bajar, deslizándose por las ramas y encajando los dedos en los surcos del tronco, hasta que pudo acortar la distancia por completo con un pequeño salto amortiguado.

—Ya iba para allá —juró, alisándose las arrugas inexistentes en los pliegues del pantalón, bajo una mirada escrutadora del hombre, que habría hecho estremecer a cualquiera que lo conociese menos de lo que lo hacía él. O no que viviese en una burbuja, como Luna, que se sacó la túnica y se la tendió, ajena a la mirada desagradable del profesor sobre ambos.

—Señorita Lovegood —casi escupió el apellido, ella giró la cabeza en su dirección, tranquila y atenta—, ¿se puede saber por qué no lleva puestos zapatos?

—Se los quitaron —contestó por ella, a lo que Luna asintió, sin un gesto de pesar—, un grupo de estúpidos de Ravenclaw anda molestándola porque se creen la gran cosa.

Snape le lanzó una mirada inquisitiva, él elevó la barbilla, y la conversación silenciosa llegó a su fin cuando mandó a Luna a ir de vuelta al castillo y hablar con su Jefe de Casa sobre las pertenencias desaparecidas. Ella se despidió dándole un apretón leve a su mano y se perdió entre los árboles, de vuelta al castillo.

Draco se tomó su tiempo para colocarse la capa de nuevo, se dedicó a anudarla a la altura de la clavícula, justo del modo en que su padre solía hacerlo, para que los lados quedasen del mismo tamaño, y fingió que no se daba cuenta de que Snape tenía algo más para decirle, o no habría ido hasta los límites del Bosque Prohibido, por muy estricto que fuese con que sus Sly no perdiesen puntos por estupideces. En cuanto terminó, le hizo un gesto para que caminasen juntos de vuelta, y aguardó a que el golpe verbal llegase.

No llevaban más de unos metros de trayecto, cuando escuchó su voz.

—Cuando te comenté que me preocupaba la cantidad de tiempo que invertías en el chico Potter —mencionó, despacio y bajo—, no era para que encontrases otra causa pérdida a la que dedicarte, como la señorita Lovegood.

Draco lo observó de reojo, apretando los labios. No, no era lo que quería decirle. O tal vez lo fuese, en parte, pero no podía tratarse de la razón que lo llevaba hasta allí, porque Harry constituía una plática que todavía no pensaba tener, y en todo caso, no se daría en medio del patio; Snape lo conocía mejor que eso y nunca lo hubiese hecho mencionarlo donde alguien más pudiese escuchar.

—La señorita Lovegood —imitó su manera formal y seca de decirlo. Snape estrechó los ojos en una queda advertencia de que no se burlase— es una sangrepura, Ravenclaw, de un linaje que, en algún momento, fue apto para un descendiente de los Malfoy. Madre aprobaría mi cercanía con ella.

—Narcissa te preguntaría si la pobre niña tiene un problema mental, Draco.

—Tal vez sea demasiado excéntrica para algunos gustos —reconoció, medido. No tenía sentido negarlo, pero si pretendía que no se volviese a acercar a ella, la intención era en vano. A pesar de que protestaba, le agradaba el ambiente tranquilo de las pláticas sin sentido que tenía con Luna.

—Tal vez —repitió Snape, en un tono que lo hacía sonar más a una sentencia del Wizengamot, que a la opinión de un profesor.

Continuaron caminando en silencio, la silueta del castillo oscurecía gran parte del patio, el atardecer le daba un poco de color al cielo tan corriente de Escocia. Aún quedaban unos metros para las escaleras que los llevarían hacia la entrada, cuando el profesor volvió a hablar:

—A mi despacho, llegó una carta —sentía su mirada clavada en un lado de la cara. Asintió, para instarlo a continuar—. No iba dirigida a mí, precisamente.

—Se habrán confundido con la correspondencia —opinó, sin dejarse alterar—, alguna lechuza vieja o que llevaba muchas horas volando, quién sabe. Hay gente que no entrena bien a esos animales, tampoco se les puede echar la culpa de todo.

—Después de la última...experiencia —siguió, haciendo caso omiso de su intento de evasiva que, sí, sabía que no iba a funcionar en él, pero no se perdía nada con intentarlo—, el Ministerio ha confiado en que mi calidad de padrino ante la familia Malfoy y de mentor en Slytherin, bastasen para pasarme la invitación para la próxima visita, alrededor de noviembre. Juzgarán conveniente que sea yo quien decida si lo sabes o no, imagino.

Draco tomó una profunda bocanada de aire, sin mirarlo. Hizo lo posible por disimularlo, creyó haberlo conseguido con éxito. Puede que fuese ingenuo de su parte, por supuesto, al hombre no se le escaparía nada con él.

—¿Ah, sí? —inquirió, para darse tiempo, y lo vio asentir—. Entonces, como la tienes tú, tendrías que reenviarla a madre y ahorrarme esa molestia.

Cuando terminó de hablar, se dio cuenta enseguida de que Snape se detenía. Avanzó unos pasos, con la esperanza de que lo dejase así y lo siguiese, ahora que estaban tan cerca del castillo y casi podía escuchar el bullicio que se armaba alrededor de la hora de la cena.

Él no lo hizo, sin embargo, así que Draco se resignó a lo peor, se detuvo y se giró para encararlo, envolviéndose con sus propios brazos por debajo de la capa, que muy bien le ocultaba el gesto, por suerte.

—No estoy...convencido acerca de cómo proseguir —vaya, era una de las admisiones más interesantes que le había sacado alguna vez. El profesor formó un rictus de desagrado, que luego se suavizó, tanto como podía ocurrir en Severus Snape, al menos—. Narcissa dejaría la decisión en tus manos. Por supuesto que, de optar por ir por segunda vez, ya no tendrías que acudir a terceros, porque yo te llevaría, si es en fin de semana.

Yo te llevaría. Draco apenas le prestó atención a lo que vino después de eso.

Sabía que una sonrisa acababa de formarse en su rostro, y estaban en un sitio no concurrido, pero que seguía siendo público, lo que lo hacía incómodo para ambos; a él, porque no solía sonreír así donde cualquiera pudiese verlo, y para Snape, porque nadie se creería que un estudiante pudiese mirarlo de la manera en que él debía hacerlo. No le pudo importar menos, en esa ocasión.

Severus le ofrecía su apoyo, decidiese lo que fuese, de la única forma en que sabía hacerlo. Y eso bastaba.

—Reenvíala a madre —concedió, en un tono más bajo, no tan seguro—, ella le dará un mejor uso de lo que yo podría.

El hombre le dedicó una mirada larga y concienzuda, a la que él respondió encogiéndose de hombros. El tacto de la legeremancia fue delicado, cuidadoso, en un lado de su cabeza. No examinó nada, no hurgó dentro, sólo le obsequió una ligera y apenas perceptible oleada de tranquilidad.

Oh, era lo más cercano a un abrazo que a Snape se le ocurriría alguna vez.

—¿Ya te dije que eres el mejor padrino del mundo? —preguntó, con un deje de diversión que ocultaba cualquier rastro de lo hablado momentos atrás.

—No empieces con la falsa adulación —bufó Snape, reemprendiendo la marcha y pasándole por un lado, sin dedicarle ni una mirada más de lo necesario. Pero Draco se percató de que se movía lo bastante lento para que lo alcanzase enseguida, y así lo hizo, posicionándose a un lado de él y distrayéndolo con lo que Luna le había explicado de la bebida de los Golpeadores famosos, que le ganó una expresión de desagrado de parte del hombre, por la que se hubiese reído, de no preferir conservar su imagen ante el resto del cuerpo estudiantil, algunos de los que, a la distancia, observaban con distintos grados de horror al mago.

El profesor lo dejó cerca de la entrada al Gran Comedor, haciéndole un gesto que para otro se habría visto despreciativo, pero en Snape, era su manera de decirle que se fuese con sus amigos a comer y no se preocupase por él. O algo similar.

Aún quedaba un poco antes de la comida, así que los estudiantes del comedor estaban dispersos sin orden alguno, y un murmullo de charlas diferentes lo recibió nada más poner un pie dentro. Localizó a sus amigos enseguida, por una mata desordenada de cabello negro, que estaba cerca de un pelirrojo que también destacaba a simple vista; se acomodaron en la mesa de Hufflepuff, para su desgracia, y Pansy veía con una sonrisa a los gemelos, que no paraban de revolotear en torno a Hermione, al parecer, contándole uno de sus planes más novedosos.

—...no les va a funcionar —escuchó canturrear a la muchacha, en cuanto se acercó. Los gemelos se sentaron, uno a cada lado de ella, para preguntarle por qué creía que no les funcionaría—. ¿Ven eso? Es la línea de la edad, y Dumbledore la dibujó.

Draco rodó los ojos, dio un vistazo alrededor, y al no encontrar a más conocidos cerca ni el comedor concurrido, decidió que no podía ser tan malo sentarse en la mesa de los tejones, a un lado de Harry, que interrumpió su plática con Weasley para saludarlo.

—...a Dumbledore no lo pueden engañar un par de niños con sus trucos...—decía Hermione, a unos decididos gemelos, que no le dieron ni la más mínima importancia a su advertencia, porque entrelazaron los brazos, se bebieron unas pociones, y saltaron dentro del círculo blanco que rodeaba al Cáliz de Fuego, una majestuosa copa que fue instalada en el comedor, con una inmensa y atrayente llama azul que estaba permanentemente encendida. A él le llamaba la atención, más que por el Torneo en sí, por la función que tenía. ¿Cómo quemaba los papeles, para después expulsarlos? ¿Los guardaría? ¿Era un tipo de contenedor, el quemar sólo sería una ilusión, un despiste?

¿Podía replicarlo?

¿Podía mejorarlo?

Estaba tan concentrado en observar el fuego azul, que casi da un brinco en el asiento —no lo hizo porque era muy poco digno de un Malfoy, por supuesto—, cuando los gemelos Weasley fueron empujados hacia atrás, una barba creciéndoles a una velocidad imposible, el cabello tornándose de rojizo a blanco, ambos gritándose, tocándose las caras y diciéndole al otro lo viejo y feo que se veía.

Hermione emitió un sonido de resignación y se los llevó a la enfermería, inventándose alguna excusa más o menos creíble, a pesar de que no era su responsabilidad, y se aseguró de dejarles claro, en el camino hasta la salida, que se merecían quedarse por lo menos un día con ese aspecto de ancianos, por lo que intentaron. Pansy, riendo por lo bajo, se cambió de asiento para quedar frente a ellos, interrumpiendo sus cavilaciones sobre la copa.

—Son terribles, ¿verdad? —negó con una sonrisa suave, desviando la mirada un instante a un grupo de Gryffindor de último año, que se turnaba y se infundían valor para meter sus nombres al cáliz—. Pero también son muy listos, hacer una poción así...si no hubiese sido el círculo de Dumbledore, probablemente hubiese resultado, ¿saben? Se veía en el campo mágico.

—¿El que de qué? —Ron frunció el ceño. La chica trazó la figura de una circunferencia en el aire y apuntó la línea que rodeaba la copa.

—El campo mágico, la barrera, que evita que la crucen. Pudieron hacerlo y la magia se replegó ahí, sí, justo ahí, donde pisaron, y...—bajó el volumen de su voz, poco a poco, al percatarse de que recibía una mirada extraña del Weasley y de Harry, y una curiosa de Draco. Emitió una risa nerviosa, a la vez que unía las manos por encima del regazo—. Oh, bueno, es que eso es lo que vi.

—No sabía que los campos mágicos se veían como las auras —Ron parpadeó, luego desvió la mirada hacia la copa, y volvió a fruncir un poco el ceño—. Bueno, supongo que sería interesante participar, ¿no? Pero no tenemos la edad y no tiene sentido intentarlo, creo.

—No sabía que fueras tan codicioso, Weasley —replicó Draco, inclinándose hacia adelante, lo necesario para poder ver al muchacho, por un costado de Harry, que estaba sentado en medio de ambos—, ¿qué te atrae más? ¿La fama, la gloria, o las posibilidades de estar cerca de una mitad Veela y Krum?

Cuando Weasley entrecerró los ojos e hizo ademán de contestar, Pansy se le adelantó, desviando la conversación para evitar la posible discusión que se avecinaba.

—Yo no entraría, de poder —mencionó, en tono calmado—, cualquiera que lea un poco de Historia de la Magia, sabe lo peligroso que es, aunque nadie ha muerto en mucho tiempo, porque no se ha celebrado. Además, lo considero demasiado...

—¿Rudo?

—¿Complicado?

—¿Ordinario para una dama? —Draco fue el único que recibió el asentimiento de acuerdo de su amiga, que se puso a juguetear con un mechón de su cabello, de forma discreta.

—Supongo que, para otra chica, eso estaría bien.

—Dicen que Fleur se va a presentar —añadió Ron, para darle la razón, a lo que Pansy soltó una ligera exhalación y se encogió de hombros. Él sabía que a la señora Parkinson le daría un ataque, de imaginarse a su hija en una posición similar.

—Tal vez yo lo intentaría —siguió Harry, con el entrecejo apenas fruncido—, no sé, si tuviese la edad, podría ser. No es que me importe mucho, pero suena...interesante, ¿no?

—Eso es lo que yo digo —Ron asintió, luego pareció percatarse de algo, porque volvió a asomarse por uno de los lados de su mejor amigo, y observó en dirección a Draco—. Por cierto, llevo rato aquí, y no he visto ningún Slytherin que se acerque.

Él bufó.

—Ni lo verás —sentenció, firme, ante las miradas curiosas de ambos chicos; de Pansy no, ella  tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros y era razonable—. Ningún Slytherin es tan tonto para arriesgar su vida, y sobre todo, su dignidad, por entretención del colegio, los profesores y unos estudiantes de intercambio. Sí, la 'gloria eterna' suena muy bien, pero el costo no debe valerlo.

Se hizo un momento de silencio, en que Pansy asentía en acuerdo y prestaba atención a otro estudiante, uno que iba solo, de Ravenclaw, y se acercaba para dejar su nombre, sin armar revuelo.

—¿Así que tú no entrarías, de poder hacerlo? —quiso asegurarse Ron, como si no pudiese creer que fuese capaz de rechazar la oportunidad de ser reconocido por todas esas personas.

—Oh, créeme, si fuese un torneo entre las Casas, me habría postulado por Slytherin nada más enterarme —aclaró, con un asentimiento—, pero no tengo nada que demostrar a toda esa gente; que alguien más lo haga.

Ron lo observó por unos segundos más, pestañeó, luego se encogió de hombros y pareció haber aceptado algo implícito al respecto, porque le hizo una pregunta a Pansy, que dio inicio a una de sus charlas interminables.

Volvía a tener los ojos puestos en el fuego de la copa, cuando sintió un leve tacto en el brazo. El corazón le dio un vuelco al girar la cabeza y encontrar a Harry, mirándolo. No era justo sentirse así.

—Por un momento —susurró, sólo para ellos dos, inclinándose por encima de uno de sus hombros—, creí que querrías pasar la línea de la edad y poner tu nombre.

—Si lo hago, sería sólo para ver la cara del viejo Dumbledore cuando descubra que sus protecciones no fueron tan infalibles como las cree.

—¿Y qué hay de la gloria eterna?

Draco ladeó la cabeza y lo pensó por unos segundos.

—No suena mal —aceptó, en el mismo tono bajo—, pero seguro hay otras formas de conseguirla. Algo que haga caer la atención sobre mí, directamente, y no me haga compartirla con otros dos magos —bufó, irguiéndose. Harry negó con una risita.

—No sé por qué no me sorprende que la quieras sólo para ti —se encogió de hombros, con un gesto que nada tenía de culpable.

Draco se quedó en silencio un rato, considerando qué tan factible era, en realidad, presentarse al Torneo de los Tres Magos.

Un par de días después, los participantes estarían siendo anunciados. A Hogwarts lo iba a representar Cedric Diggory.

Se convenció de que podría haber hecho una peor elección; al menos, según decían —y era información de primera mano, de parte de Weasley—, el muchacho tenía habilidades.

0—

—...se los juro, Charlie me avisó por una carta hace unos días, y yo les iba a decir, estaba buscando la manera —decía Ron, aunque a Draco le pareció que simplemente se le había olvidado hasta que fueron ellos los que sacaron el tema a colación—, es que no se me ocurría cómo se suponía que íbamos a salir para verlos.

—Se sale por la puerta, Weasley —comentó él, en tono aburrido, adelantándose unos pasos al Weasley, Pansy y Harry. Ese día, Hermione había decidido no acompañarlos. Él no podía explicarse por qué no querría ir—, uno creería que es una norma básica que hasta alguien como tú conoce.

Lo que sea que hubiese dicho Harry después de oírlo, detuvo a Weasley de soltar un comentario que, de haber estado más atento, podría haberlo fastidiado. Pansy lo regañó, a su vez, pero apenas le prestó atención.

En la noche anterior, había escuchado a los estudiantes de Durmstrang en las mazmorras, intercambiando palabras en sus propios idiomas, los que la mayoría de los estudiantes de la Casa de las serpientes podían entender también —esos con buena educación sangrepura, pensaba él—, cuando Jacint se le acercó por detrás con una fotografía mágica de unos dragones. Estaba a punto de preguntarle al respecto, pero él optó por apartarlos a los tres del grupo, y en el dormitorio de muchachos de cuarto que ocupaban, les habló de lo que les contaron a los coordinadores y ayudantes de la Primera Prueba.

Draco quería verlos. Era lo único que había pensado desde que asistieron a la cena y Harry le preguntó a Ron, que comenzó a contarles, además, que también estaba invitado a acercarse, por ser dragones de la Reserva de Rumania en que trabajaba uno de sus tantos hermanos.

Así que ese viernes en la tarde, Draco caminaba por delante de sus amigos, con Lep encima de uno de sus hombros, olisqueando el aire y curioseando respecto a lo que fuese que lo tuviese en ese estado de agitación, que la pobre criatura no debía ni comprender ni compartir.

Alcanzaron la linde del Bosque Prohibido, cubierta de unas cercas, para mayor seguridad, y no fue hasta que Jacint apareció del otro lado, desde uno de los senderos que tan bien conocía, y les abrió la puerta para cederles el paso, que pudieron entrar al área restringida para otros estudiantes. Si no hubiese sido un Malfoy —porque, de nuevo, aquello era indigno de un Malfoy—, Draco habría dado saltos, o se habría mordisqueado el labio inferior por la impaciencia, pero no; era un sangrepura, heredero de su linaje, casi un adulto, y mantuvo la compostura hasta que visualizaron los corrales y a los cuidadores de dragones.

Y a los dragones mismos.

Después se le olvidó todo.

No sabía que se había acercado deprisa a uno de los corrales, hasta que sintió un brazo que se interponía en su camino, y alguien que lo jalaba hacia atrás, riéndose.

—Eh, cuidado, pequeñín —frunció el ceño por el apodo, mas no apartó la mirada del Colacuerno húngaro en el corral, a unos metros, que lanzaba llamaradas de un intenso naranja contra las barreras que los cuidadores debieron convocar para que no quemasen el bosque, y tiraba de las cadenas con que pretendían amarrarlo. Idiotas, todos. A los dragones no se les sometía de ningún modo.

—El Colacuerno tiene un punto ciego de este lado —espetó, sin mirar al cuidador que lo retenía, porque era cierto que no necesitaba avanzar más. Podía ver las escamas desde ahí, relucientes por los reflejos de los destellos del fuego, los colmillos, el cartílago de las alas—, no me habría visto, y no hice ruido.

Habría jurado que escuchó un sonido que podía interpretarse como asombro. Tampoco podía darle importancia, no con los dragones tan cerca, ocupando por completo su campo de visión.

—Cuando lanza fuego, lo hace hacia todas partes, vea o no por un lado.

Draco no tenía ni ganas de rodar los ojos.

—No soy estúpido como para ponerme en peligro.

—No, ya lo noté —cuando el Colacuerno se volvió, jalado de forma brusca por los cuidadores y las cadenas, e intentó lanzar más fuego en la dirección contraria a ellos, detalló la cola de púas con un vistazo, y después miró de reojo a un lado. Acababa de percatarse de que aquel cuidador no podía ser otro que Charlie Weasley.

Como acción retardada, saludó con un vago movimiento de cabeza, que él devolvió, soltándolo al fin. Se dispuso a caminar hacia el siguiente corral, ¿era ese un Hocicorto sueco? Tenía uno igual, miniatura, en su cuarto. No se dio cuenta de los pasos que lo seguían, casi pisándole los talones.

En alguna parte, a través de los rugidos, escuchaba a Pansy hacer un sonido ahogado, Harry preguntaba algo, Jacint le contestaba.

Se detuvo frente al siguiente corral, justo cuando el Hocicorto giraba, la cola moviéndose de forma demasiado amenazadora hacia ellos, y repelida por los encantamientos de protección. Por supuesto que habría varios, incluso para evitar los golpes más simples —que, tratándose de un dragón, podrían matar a un mago promedio con la misma facilidad de un Avada—, pero se negaba a creer que fuese suficiente para resguardarlos. Al menos, no por completo.

Dentro de su cabeza, la lógica dictaba que nada podía salvar a alguien de un dragón. Ni siquiera sus cuidadores gozaban de un beneficio superior o una protección especial.

Podía darse la vuelta, huir, matarlos, o quemar el bosque. Y eso era fascinante.

—Son hembras, ¿verdad? —preguntó a Charlie, ya que continuaba a su lado desde que se movió. Y bueno, si estaba ahí, que le dijera lo que le importaba no estaba de más.

Escuchó un sonido afirmativo, casi imposible de percibir por un rugido que el Hocicorto decidió soltar en ese momento.

—¿Cómo lo supiste?

—Los movimientos —musitó, sin despegar la mirada del balanceo de la cola del dragón. Si la memoria no le fallaba, era su manera de estar alerta en caso de sentirse amenazada, pero no significaba un ataque directo—, son más lentas al darse la vuelta y más rápidas para atacar, ¿lanzan menos fuego? Creo que muerden más fuerte, algo así leí una vez —se encogió de hombros, dándose cuenta, probablemente, de que hablaba de más.

No tenía que mostrarse tan interesado. De haber estado más lejos de ellos, tal vez habría recordado que los Malfoy no se emocionaban como niños, ni siquiera cuando todavía eran jóvenes como él.

—Muerden más fuerte, en defensa de sus huevos —explicó el cuidador, a lo que Draco asintió, sin dirigirle la mirada. Le hacía gracia que el Hocicorto tuviese que ser jalado, ahora, por tres magos, dos de ellos con varitas en mano, el otro encargado de las cadenas—. También vuelan más rápido, si se molestan.

—Hay que ser un idiota para molestar a una dragona —soltó, sin notarlo, por lo que la risa de Charlie lo hizo parpadear y fruncir el ceño—. ¿Qué? —masculló, mordaz, para que no se hiciese a la idea de que podía fastidiarlo, sólo porque estaba en un breve momento de debilidad.

—Te gustan mucho, ¿cierto? —le llevó un instante, pero a fin de cuentas, se deshizo de la tensión que lo atacó momentos atrás. No sonaba malicioso, ni burlón. Parecía divertido, sí, ¿aunque no era esa la misma forma de hablar, que le había escuchado las ocasiones en que lo vio aparecer con el resto de los Weasley, en casa de Harry? Juraría que sí, sonaba así.

—¿A quién no le gustan? —le restó importancia con un gesto, dándose la vuelta para caminar al último corral. Percibió su presencia detrás. Se alejaron bastante de sus amigos, así que supuso que, como Gryffindor que probablemente era —porque algo en los Weasley gritaba "¡Gryffindor!", en general—, se sentía responsable de vigilar que no tuviese que transportarlo al área de asistencia por quemaduras mágicas de San Mungo; sólo quería admirar de cerca de las criaturas. Snape lo mataría si se quemaba.

Soltó una exhalación al pararse frente al último. Una curiosa elección, ¿no era una especie de carácter más tranquilo que las otras dos?

Tan tranquilo como podía ser un dragón, se dijo a sí mismo, lo que no era gran cosa, si alguien le preguntaba, pero al menos, esta no parecía dispuesta a matar a sus cuidadores al más mínimo descuido.

—Son increíbles, ¿verdad? —cuando volvió a mirarlo de reojo, se percató de que, en algún momento, Charlie se había doblado desde el abdomen, y ahora tenía las manos apoyadas en las rodillas, lo que los dejaba casi a la misma altura. Asintió por inercia, ¿para qué mentir, sobre ese punto, en particular? Lo vio ladear la cabeza y contemplar a la dragona por un momento—. Recuerdo que la primera vez que vi uno de cerca, una cosilla pequeña, nada como estas damas —Draco sintió ganas de reír por el modo en que se refería a ellas, pero sacudió la cabeza y se contuvo—, me temblaban las piernas. Ya era un adulto, y aun así, me preguntaba cómo es que tanto poder entra en un cuerpo, por muy grande que pueda llegar a ser.

—No es el poder lo que importa —murmuró, con otro encogimiento de hombros—, es que se les nota. Muchas otras criaturas mágicas deben ser poderosas, pero no pueden quemar bosques de la nada.

Charlie asintió en acuerdo y se enderezó.

—Bueno, mi madre una vez me dijo que sólo a un loco o a un fanático del poder le interesarían los dragones —era claro que él se consideraba lo primero, y esa vez, Draco sí sonrió al negar.

—Ni siquiera me gustan por eso —comentó, de pasada, al comenzar a caminar de regreso con su grupo. Charlie lo seguía sin prisa, quizás, porque sabía que volvería a hacer una pausa ante cada corral, por unos últimos vistazos de cada uno de los dragones.

—Si no es por el poder mágico, suele ser por la belleza, dicen algunos. O los científicos, a los que les gustan por las utilidades que tienen, a la larga…

Él volvió a negar.

—No, no.

—¿Y entonces por qué te gustan?

Draco se detuvo, por unos segundos, frente al Colacuerno, que era el más agresivo del trío. Volvía a oír las voces de sus amigos, bastante cerca.

—Además de por mi nombre —declaró, elevando la barbilla, en un gesto que esperaba que le diese un aire más pretencioso y desinteresado, porque ya se había mostrado demasiado aturdido frente a alguien que era prácticamente un desconocido—, me gustan por los nidos.

—¿Nidos? —repitió él, como si buscase dentro de su cabeza una razón para que aquello le agradase. Draco asintió.

—Nadie le roba un huevo al nido de un dragón, sin ayuda o un ambiente controlado por expertos, y vive para contarlo —aclaró, en voz baja—. Tienen poder suficiente para crear tanto caos, que no podríamos hacer nada contra ellos si se unen, pero no lo hacen, y terminan viviendo en reservas. Y aun así, no soportan que alguien, dragón, mago, lo que sea, se acerque a sus huevos en su hábitat natural. Todo ese poder…y es para proteger a su familia.

Nadie se mete con la familia de un dragón. Tal vez esa fue siempre la razón de que los admirase como lo hacía.

Giró la cabeza cuando decidió que era suficiente de debilidad, y sin mirar atrás, emprendió la marcha hacia sus amigos. Sintió que Charlie, después de un momento, lo seguía.

Jacint lo llamaba para que volviese con ellos, en cuanto lo divisó. Pansy se quejó de haberlos abandonado, Draco rodó los ojos, con cierta diversión. Ella sabía bien que no tendría que haber mantenido esperanzas de conservar su atención una vez que estuvieron frente a los dragones.

Estaba por unirse al grupo, para ir de regreso, cuando oyó un débil carraspeo detrás. Se dio la vuelta, para encarar a Charlie.

No había notado que llevaba el uniforme de cuidador, aunque sin las cadenas por ninguna parte, ni los demás artículos con que los mantenían bajo control en caso de necesidad. Arqueó una ceja en su dirección, y lo vio encogerse, con gesto resignado, y dar un vistazo por encima de él; cuando debió notar que sus amigos estaban lejos, o de espaldas, se inclinó para volver a estar a la altura de Draco, que le sostuvo la mirada.

—No se supone que deba decírtelo —la sonrisa ladeada con que lo mencionó, le dejó en claro que no era de guardar secretos. Al menos, no como aquellos—, pero la Reserva tiene un programa de unas semanas para magos y brujas jóvenes, deberían ser recién graduados, aunque...—posicionó una mano por encima de su cabeza, en una medición imaginaria— tú eres bastante alto para tu edad. Y quién sabe, el apellido Malfoy resuena en otros sitios, tal vez se le pueda dar un buen uso por una vez. Es sólo una idea.

Charlie se irguió y le guiñó. Draco deseó que no hubiese sido un Weasley, para agradecerle como correspondía.

Asintió, con la expresión más seria que podía poner.

—Es una idea...aceptable —reconoció, imitando el tono que ponía Snape cuando un estudiante que no le agradaba, acertaba, y no le quedaba más opción que admitirlo. Charlie se echó a reír y se despidió con un gesto, cuando fue llamado por sus compañeros y cambió de puesto con uno que sostenía las cadenas y llevaba al Hocicorto a una jaula.

Siguió sus movimientos con la mirada por un rato más, preguntándose qué tan difícil podría ser cuidar a un dragón. Claro, él sabía que lo hacían ver sencillo por su práctica.

Y probablemente, no fuese lo bastante valiente, de todos modos. La admiración a la distancia estaba bien para él.

Volvió con sus amigos cuando fue Harry el que lo llamó.

—...oh, a Dracolín siempre le han gustado los dragones —decía Jacint al muchacho, y en cuanto lo vio acercarse, le envolvió los hombros un brazo. Dado que el único no confiable del todo, era Weasley, pero no había miradas indiscretas cerca, Draco se dejó llevar por su abrazo cuando caminaron hacia afuera del Bosque—. Recuerdo que, cuando tenía unos tres años, se puso un disfraz, hizo que los elfos pintasen su escoba de juguete, y voló por toda la Mansión, persiguiendo a Pansy, y haciendo ruiditos de gruñidos como "grr", mientras chillaba "¡soy un dragón! ¡Soy un Colacuerno!", hasta que se cayó de cabeza por un mal giro.

Draco apretó los párpados y lamentó el momento en que se le ocurrió que era una buena noticia tener al mago en el colegio. Le dio un manotazo e intentó quitárselo de encima, pero Jacint, riendo por lo bajo, de esa forma contenida en que su hermana y él siempre hacían, lo pegó más a su costado. Podía oír a Weasley ahogarse por la risa, ante la imagen mental de él dándose de cara contra el piso, y a Pansy preguntándole a su hermano si no tendrían fotos de eso en alguna parte. Rogó mentalmente porque no hubiese ninguna.

Sentía las mejillas y orejas arderle, y rehuyó de la mirada de aquellos dos traidores y el estúpido Weasley, sólo para descubrir que Harry, claro, no estaba lejos y había escuchado a la perfección la anécdota. Deseó poder hacer un agujero con magia, ocultarse y no salir hasta después de la graduación.

Pero Harry tenía una sonrisa suave, que sólo habría sabido interpretar como enternecida, aunque no podía decir qué parte de eso le causaba dicho efecto. Y tenía que admitir que le gustaba la forma en que lo observaba, y le gustaba la emoción que le cosquilleaba en el cuerpo, y quería- quería-

Quería que siguiese haciéndolo.

Por Merlín. Soltó una temblorosa exhalación al volver la mirada al frente. De pronto, ya no le importaba las burlas que pudiese hacerle el Weasley, o la vergüenza a la que ningún Malfoy tendría que ser sometido.

Su corazón latía tan fuerte que podía sentirlo, pulsando, tamborileando, en sus oídos.

Estaba perdido.

Estaba tan absoluta, completa y absurdamente perdido, que casi rozaba lo patético.

Draco respiró profundo, se soltó del agarre de Jacint sin llamar la atención del resto, y miró hacia el castillo. Tenía un par de cosas que hacer, ya que era imposible evitar eso.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).