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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo setenta: De cuando dos personas bailan una vieja canción sobre el amor

—…no puede usar su magia aquí, a menos que se le dé permiso de…

—¡…amo, amo…amo Malfoy!

—…en ese caso, es casi una squib mientras se encuentre dentro de las paredes de…

—¡…amo Malfoy, amo, amo…!

—…y los demás Alfis aparecen para ayudar al que…

—¡…amo Malfoy! —el lloriqueo por fin captó la atención de Draco, que se puso de cuclillas frente a la pequeña criatura mágica y le ofreció los brazos, para recibir a Lep.

El pobre conejo tenía una cortada en el vientre, no muy profunda pero sí notable por la cantidad de sangre que brotó hasta que le lanzó un encantamiento sanador, y una de sus patas estaba rota.

—Sev, el hechizo para arreglar los huesos…

Su aturdido padrino, todavía sentado en el suelo, recién librado de los efectos del silencio y con las cuerdas invisibles cortadas en sus manos, gracias a las criaturas de la antigua casa, le dirigió una mirada incrédula, pasando del conejo a él, como si le preguntase si en serio tenía pensado utilizar magia así de compleja en un animal. Draco le frunció el ceño y no se dejó intimidar. Él rodó los ojos. Aquella fue su manera de ceder sin decirlo.

En cuanto fue tratado, lo acomodó entre sus brazos, adormecido, el cabello pasándole de negro a un rubio platinado. Los ojos todavía de un tono similar al verde, combinado a gris.

Lo había hecho bien. Al menos, para ser una rata fea.

Cuando sintió un leve tirón en el borde del pantalón, giró el rostro en dirección a otra de esas pequeñas criaturas de sombreros coloridos. Luego de que derribaron a su tía, una atadura mágica la envolvió, y ella cayó rendida por un soplido de magia de alguno de esos seres (no podía decir cuál). Entonces comenzaron a perderse. No tenía idea de a dónde iban o cómo lo hacían tan rápido; antes de que se diese cuenta de lo que pasaba en realidad, no debía quedar ni siquiera la mitad del número inicial con que se encontraron. Los que aún estaban ahí, sin embargo, los rodeaban y no dejaban de llamarlo.

En definitiva, la descripción que Harry le había hecho de los Alfis no era la más exacta. Su comportamiento, más que de "guardianes mágicos", le recordaba a unos niños.

—¿Qué quiere hacer el amo Malfoy con la bruja mala? —podría haberse reído de la manera en que lo decía y cómo, detrás de él, los otros Alfis asentían y adoptaban sus mejores expresiones de seriedad, a la espera de instrucciones. Bien, supuso que no estaba tan mal. Le gustaba la parte de dar órdenes y saber que serían seguidas.

Draco observó de reojo a su padrino, que todavía tenía el ceño ligeramente fruncido al detallar a los Alfis.

Bellatrix estaba inconsciente, amarrada.

¿Luna se habría equivocado con la segunda parte de sus predicciones? Tal vez la intervención ayudó a evitarlo. La adivinación era demasiado imprecisa para que pudiese sentirse confiado al respecto de lo que fuese que esta les indicase, pero sí estaba seguro de una cosa: su tía, criaturas mágicas y un Museo de reliquias de familias sangrepura, no eran una buena combinación.

—Vamos a llevárnosla —indicó a los seres diminutos. La mejor opción podía ser la Mansión, donde no tendría ningún trato especial ni conexiones con las barreras y la magia ancestral, que pudiese utilizar en su contra. Le avisaría a su madre para que volviese, sacarían a Regulus del cuarto donde lo tenían confinado, decidirían qué hacer a continuación, mientras la bruja loca no supusiese un peligro inmediato.

—¿Crees que puedes trasladarla…así como así? —inquirió Snape, frunciéndole el ceño. Draco pasó la mirada por los Alfis y asintió. Los apuntó.

—Podemos ir directo al vestíbulo de la Mansión. ¿No es cierto? —un coro de respuestas afirmativas se elevó tan pronto como se dirigió a las criaturas. Su padrino aún lucía inseguro.

—¿Qué se supone que es este lugar?

Creía que se había tardado en preguntar.

—¡Este es el Museo! Hogar ancestral de los Potter —comenzó uno de los Alfis, entusiasmado, haciendo ademán de subirse al regazo del profesor, que lo apartó con un manotazo y lo envió hacia el suelo. La criatura chilló, luego se sentó. Tras dar un vistazo alrededor, se volvió a poner de pie para acercarse a él y siguió:—. Nosotros somos Alfis, servimos a los Potter, y durante generaciones…

Cuando el hombre captó el punto, estrechó los ojos en su dirección, y Draco, más por reflejo que de forma consciente, ocultó su mano izquierda en el pelaje de Lep, donde descansaba el anillo familiar de los Potter. Snape presionó una de sus palmas contra la cabeza de otro Alfi, apartándolo toda la longitud de su brazo cuando se aproximó más de la cuenta.

—¿Hace cuánto fue?

El adolescente tragó en seco. Sabía que no era ningún tipo de reprimenda, los ojos oscuros de su padrino ni siquiera refulgían por la rabia, él conocía bien esas miradas que podía dar cuando sí lo hacían; en cambio, ese día, se limitó a observarlo desde el suelo, con aparente calma, expectante.

Draco apenas habría sabido explicar por qué se sintió tan mal. No pudo evitar recordar la fotografía mágica de unos chicos de su edad en la parte de abajo de Nyx.

Se preguntó si Snape ya habría tenido el anillo de los Black por aquel entonces.

—Fue hace poco —explicó, encogiéndose de hombros. Tras una mirada larga y concienzuda, el mago asintió.

—Bien —al ponerse de pie, tuvo una breve vacilación, por la que frunció la nariz de ese modo casi imperceptible que era una señal de que no le gustaba algo—. Felicidades, supongo. Su Legado tendría que haberte aceptado de inmediato para que pudiésemos llegar aquí.

Él asintió, distraído. Lo habría abrazado en ese momento, si no fuesen ellos, y ellos no hacían esas cosas.

—Fue por eso, ¿verdad? —Snape acababa de barrer el suelo con un pie para quitar a dos Alfis que intentaban sostenerse de su pierna, cuando levantó la cabeza para prestarle atención. Draco procuró hablar con tanta suavidad como era capaz—. Porque su Legado no te aceptó fue que no se casaron, ¿cierto? El Legado de los Black es muy inestable e indeciso, y habría sido peligroso para Re-

—Esos no son temas para discutir con un niño —replicó, entre dientes. Y cuando él sonrió al escuchar la misma respuesta que su primo le daba, se mostró confundido.

—Si tú hubieses querido, Reg habría dejado-

La mirada que le echó, lo silenció. De pronto, recordó a Harry, diciendo que no podía darle herederos, que no comprendía las cuestiones sangrepura. Y entendió.

—Hay cosas más importantes que el Legado familiar, Sev —murmuró, para no irritarlo más. Su padrino apretó los párpados unos segundos y meneó la cabeza.

—Realmente no es asunto tuyo.

—No, claro que no —intentó sonreírle de nuevo. Él rodó los ojos.

Cuando empezaron a avanzar a través del pasillo principal, conformado por una alfombra larga en medio de exhibiciones alineadas a los lados, un par de Alfis hicieron levitar a Bellatrix para llevársela. Estaba preguntándose si decirle a Snape que enviase un patronus a su madre o si esperarían a haber llegado hasta allí, en el momento en que estuvo a punto de tropezar con un Alfi que se interpuso en su camino.

La pequeña criatura lo veía desde abajo con ojos enormes, curiosos, y extendía los brazos a los costados, de manera que le hubiese cerrado el paso, de tener al menos la mitad de su estatura. Con ese tamaño, no hacía más que ser un obstáculo que podía superar pasando por encima de él.

No lo hizo, sin embargo, porque se dijo que él no querría que Harry ignorase su Legado, de relacionarse alguna vez. No debía hacer lo mismo. Los Legados eran importantes si dos herederos descendientes de sangrepura tenían planes de casarse.

—¿Qué pasa? —preguntó, en tono calmado. El Alfi titubeó, para después cabecear hacia Snape, que se puso rígido.

—Se nos dijo, hace años, cuando la ama Walburga la trajo, que si la llave venía, tendríamos que dejarla aquí, para no correr riesgos —hablaba en un tono que hacía parecer que se disculpaba por retenerlos ahí, Draco elevó una ceja. La criatura apuntó al mago con una mano pequeña, de cuatro dedos—. Y él la tiene.

—Yo no tengo ninguna llave —saltó su padrino, a la defensiva. Pero Draco lo consideró durante unos instantes, hasta que dio con la respuesta y asintió.

—El anillo —aclaró, tendiéndole la mano. El hombre negó, haciéndolo suspirar—, sé que tienes un anillo Black, Sev. Regulus me lo dijo.

—No te lo voy a dar —se llevó una mano al cuello, a la vez que se alejaba un paso de ellos. Draco vaciló—. No se lo voy a dar, Draco, dile eso.

Abrió y cerró la boca, sin saber qué decirle, no cuando le hablaba en ese tono que nunca le había escuchado. Por suerte, el Alfi capturó su atención al tirar del borde de su pantalón y los interrumpió.

—No tiene que dejarlo aquí —mencionó, con suavidad, como si fuese consciente de lo relevante que podía ser una simple pieza como aquella para su padrino—, la ama Walburga lo puso como una adición al anillo familiar, para que se convirtiese en la llave y no cargar con ambas. Si nos lo presta, los Alfis vamos a volver a separarlos. Nos quedaremos con la llave aquí, a resguardo, y el acompañante del amo Malfoy se puede llevar su anillo. Sólo lo necesitaremos un momento.

Draco se fijó en el hombre, que resopló y apretó los labios al tirar de una cadena que le pendía del cuello, oculta bajo las capas de tela de su túnica oscura. Se la tendió.

—Sólo será un momento —repitió para él. Snape rehuyó de su mirada, a pesar de que su expresión permaneció en una completa máscara de hastío.

Le entregó el colgante al Alfi, que lo tanteó a manera de inspección y llamó a otros dos para que lo ayudasen. La cadena era plateada, delgada, imperceptible para quien no supiese de su existencia de antemano; se imaginó que ese era el punto, en realidad. El anillo de los Black era negro, fino en la parte que daba hacia el interior del dedo y grueso en el segmento exterior, en especial en el área del centro, donde casi debía rozar el nudillo. No tenía ninguna letra, diseños intrincados ni adornos, pero cuando rozaba la piel de un Black (o un descendiente, como en su caso), se iluminaba en los lados con puntos de luces dorada y móviles, que revelaban la información familiar durante algunos segundos, para luego volver a apagarse.

Vio que los Alfis murmuraban encantamientos en una lengua antigua, extraña, con el fuerte acento del francés. Uno sostenía el anillo por los lados, otro tocaba el centro ancho, el tercero movía las manos en el aire sobre la pieza, trazando círculos imaginarios en sentidos opuestos y al mismo tiempo.

De repente, los puntos luminosos se encendieron, sin que él tuviese que rozarlos. El espacio del medio, donde se dibujaba la "B" brillante y torcida que después se difuminaba en la oscuridad de la pieza, se abrió en dos, mostrando un pequeño compartimiento que guardaba un fragmento de piedra plateado-blanco, manchado, que emitió un débil resplandor por un instante.

Ahogó un jadeo.

Una piedra de la luna.

—La ama Walburga pensó que podía guardar la piedra donde no fuese percibida, una vez que su heredero contrajese matrimonio. Así, tendrían que estar su nuera y su hijo juntos, para que la llave fuese perceptible por cualquier tipo de magia —comentó el Alfi que guiaba el proceso, al encontrarlo concentrado en lo que hacía. Cerró el compartimiento con un giro de muñeca y un simple clic, y se lo ofreció de vuelta, para que pudiese regresarlo a Snape. Aquello explicaba por qué los hechizos de rastreo no localizaban la piedra más que por momentos en el colegio.

También significaba que Regulus había estado rondando por ahí mucho más de lo que cualquiera de ellos podría haberse imaginado. Esa perspectiva lo hizo sonreír a medias. Oh, bien, Severus no tendría que saber que era consciente de ciertos temas.

—¿Y qué abres con eso? —inquirió, agachándose y cuidando que Lep, dormido entre sus brazos, no se moviese más de lo justo. Tendría que recostarlo apenas tuviese tiempo y estuviesen en la Mansión.

Los Alfis estaban alrededor de ellos, incluso Snape observaba al pequeño que hacía levitar el fragmento de piedra unos centímetros por encima del nivel de su palma, donde no tuviese que tocarla. Muy listo.

—La caja de Pandora, el regalo maldito de los Astros —ya que Draco arqueó las cejas, el Alfi se removió, ligeramente contrariado, para proceder con su explicación:—. Hace mucho, mucho tiempo, a la familia Black, que se les conocía por sus habilidades mágicas y la sabiduría que tenían respecto a las estrellas y el universo mágico, se les llamaba Astros. Un Astro, en una ocasión, decidió que quería regalar a su prometida un fragmento de la luna, para que accediese a una unión mágica con él por fin, y se consiguió una piedra de la luna, que colocó en un collar para ella. Pero a su hermano, que era el segundo en línea para heredar, no le gustaba la chica, y el día de la boda, le obsequió una caja que sólo se abriría con el fragmento.

Frunció un poco el ceño.

—¿Y eso es todo?

Ni siquiera sonaba tan grave.

El Alfi sacudió la cabeza.

—Días después de su unión, cuando aún no se sabía que la nueva esposa del heredero Black estaba en cinta, encontró la caja y decidió tomar el pedazo de la luna para ver qué había dentro —pausó y lo observó, como si esperase una señal para proseguir. Él asintió, instándolo a hablar—. Sin saberlo, ella liberó la oscuridad del mundo, y se quedó sin su esposo. Fue un sacrificio que tuvo que hacerse para volver a sellarla. En el momento en que ella quedó viuda y el hermano del antiguo heredero se dio cuenta de lo que había hecho su regalo, que nunca fue pensado para dañar al otro Black, sino a la mujer, rompieron la piedra de la luna en dos y cada uno quedó con una parte. El nuevo heredero decidió que no quería cerca tal atrocidad y la unió a la caja, que escondió en una de las casas de los Black durante siglos, hasta que sus descendientes la hallaron. La mujer, tras dejar a su hijo a cargo de quien era su tío para que fuese criado como un digno Black, se marchó. Y con ella, se llevó la segunda mitad de la piedra. Nadie la volvió a ver o a saber qué fue de esa bruja, y nadie se explica cómo regresó la piedra a manos de los Black tampoco, pero se cree que la mujer enloqueció y se aisló por voluntad propia en una isla, de la que nadie jamás salía. Es una historia de hace bastantes años, amo Malfoy.

Una isla de la que nadie jamás salía.

Un fragmento. Piedra rota. Y la isla.

Suspiró.

Merlín. La tenía. No sabía cómo, ni habría podido explicárselo a alguien más. La Marca en la palma le hormigueaba, como si se tratase de un aviso que confirmaba su certeza.

Tenía la piedra que Ioannidis y Dárdano buscaban desde hace tanto tiempo.

—¿Puedo llevármela un día o dos? —señaló el fragmento de piedra. El Alfi negó, horrorizado.

—Es peligroso, amo, ¡la llave debe quedarse con la otra piedra, a resguardo de los Alfis!

Lo consideró un momento. Junto a él, Snape lo miraba extrañado.

—Y si traigo a alguien, ¿pueden dejar que la sujete un momento?

Ahora el Alfi parpadeó y ladeó la cabeza.

—No deberíamos —aclaró, en voz baja—, pero si el amo está seguro de que es una buena bruja o un buen mago, que guardará el secreto del Museo, los Alfi pueden dejar que la tome, mientras la mantenga aquí adentro.

Él asintió. Sonaba bien. Tendría que decirle a Harry, hablar con Pansy. Luego los tres podrían contactarlos.

—Los Alfis van a poner la llave donde le corresponde —le avisó. Draco volvió a asentir, haciendo un gesto vago para apremiarlo. Tenía que esperar a que hubiesen terminado para decirle al Alfi de los Malfoy que lo llevase a sus puertas.

Tres Alfis se formaron ante una de las exhibiciones, una mesa rectangular con una elevación redonda, donde yacía un cofre que no debía ser más largo que una de sus manos, negro, de complicados y hermosos tallados en relieves, que destellaron por un instante cuando se aproximó el que llevaba la piedra. El otro fragmento estaba incrustado en una pieza ovalada, de la que sólo ocupaba la mitad. El Alfi principal de los Black colocó el segundo fragmento a un lado, llenando el espacio sobrante, y lo tocó con el índice. El cofre se iluminó por completo, después se apagó.

—La llave está en manos de los Alfis —anunció para el resto de las pequeñas criaturas, que lo celebraron con vítores y dando saltos.

—Voy a guiar al amo Malfoy —dijo otro, uno de cabello rubio platinado por debajo del puntiagudo gorro, que le ofreció una de sus diminutas manos para llevarlo. Draco se acomodó al conejo en un brazo, lo sujetó y caminó detrás de él, indicándole a su padrino que hiciese lo mismo. Era extraño ser arrastrado por un ser de ese tamaño.

Las ideas daban vueltas en su cabeza. Llegar, recostar a Lep, llamar a su madre, hablar con Regulus, tomar decisiones rápidas y certeras. Ioannidis, Dárdano. Harry. Pansy. Los anillos, las palabras. Explicar…

Nunca lo previó.

Cuando se dio la vuelta, bajo el umbral de la puerta, fue porque el estruendo repentino lo sobresaltó. El Alfi que lo guiaba se tensó, Snape también se detuvo. Los Alfis que salieron delante de ellos, al terminar su tarea, observaron desde afuera, y los que todavía quedaban dentro, aquellos que fueron derribados por una iracunda Bellatrix, chillaban por ayuda. Lo llamaban a él, específicamente, y Draco sintió que, uno a uno, sus músculos se ponían rígidos.

Su tía tenía las muñecas y los tobillos amarrados, no podría haber tomado la varita, ni aunque lo hubiese intentado. No lo hizo, sin embargo, porque se arrojó hacia adelante entre risas agudas y divagaciones en voz baja, que no pudo entender. Se golpeó con la mesa de la exhibición, cayó hacia un lado y rodó por el suelo, carcajeándose.

En algún punto, se escuchó un ruido sordo, seguido de un clic.

Draco tuvo que apretar los párpados cuando el repentino destello blanco lo cegó. Lo siguiente que sabría era que la temperatura del salón de los Black caía en picada, el frío que se apoderó del lugar le calaba en los huesos, lo hacía castañear.

Parpadeó, intentando enfocarse en lo que había más allá de él, en vano.

No veía nada. El salón había quedado sumergido en una oscuridad absoluta, en la que sólo era capaz de distinguir las risas entrecortadas de Bellatrix, y a lo lejos, unos gritos que aumentaban en volumen con el transcurso de los segundos.

Se estremeció cuando reconoció una voz en particular. Stephan Parkinson. Era el mismo aullido doloroso, sorpresivo, que dio aquel día en la Mansión, cuando el Avada le dio directo en el pecho y lo empujó hacia atrás y contra el suelo.

El ácido le subió por la garganta y tuvo que obligarse a tragar. Apretó más a Lep contra sí. Los gritos se hacían más fuertes, se convertían en alaridos. Le rompían los tímpanos, lo hacían temblar, encogerse. El frío no le dejaba pensar en moverse, no tenía idea de a dónde había quedado la salida.

Soltó la mano del Alfi para buscar la varita en uno de sus bolsillos. El lumos no funcionó.

Claro, sólo los Alfis y los tesoros podían hacer magia allí. Idiota.

Snape llamaba a su nombre, apenas podía escucharlo, aunque no creía que hubiesen estado tan lejos en el momento de lo sucedido. Los Alfis gimoteaban, quizás uno o dos se pegaron a sus piernas. No veía nada, no veía nada, no veía…

Bellatrix se reía, histérica, sin aliento. Los gritos desconocidos pedían ayuda, suplicaban piedad.

No quería oírlos.

De pronto, una luz; allí reconoció la figura difusa de su tía, sosteniendo el cofre con dificultad, entre los antebrazos y sobre las manos amarradas. Jadeaba. Tenía una sonrisa que iba de un lado de su cara al otro.

—¡¿Qué crees que estás haciendo?! —le reclamó. Su propia voz se escuchaba distante en sus oídos. Ella volvió a reír.

—¡Sólo alguien digno de ser un heredero del Legado Black puede sellar la caja de Pandora, madre siempre nos lo dijo! ¡Adelante, dragón!

No, fue lo único que pensó cuando la vio lanzarla en su dirección. El cofre se perdió por un instante, la oscuridad se lo tragó. Draco se echó hacia atrás por reflejo al oír algo que caía, hasta que su espalda golpeó una superficie sólida y tropezó con una de las mesas de exhibiciones.

Más cerca del cofre, era peor. Los gritos eran todo lo que oía, la cabeza le pulsaba por el dolor, el frío quemaba su piel. Percibía el contacto fantasmal de manos que lo sujetaban, dedos que buscaban cerrarse en sus muñecas, en sus manos, sus hombros, pesos sobre su espalda, empujándolo, haciéndolo doblarse.

No.

No podía pensar. No se le ocurría nada. No podía escucharse a sí mismo, no podía usar magia sin los Alfis.

Los Alfis.

Creyó haberlos llamado. Ni siquiera llegó a oírse, sólo lo supo por la vibración de su garganta al gritar.

Cuando la luz se encendió de nuevo, sobre Bella, ella estaba más cerca. Su mirada frenética no lo dejó cuando desgarró las cuerdas mágicas con los dientes, llenándose la boca de sangre por la fuerza utilizada, y recogió el cofre. Supuso que sólo los iluminaba a ellos, como descendientes, porque no localizó a su padrino por ninguna parte.

—No puedes- no puedes- ¿y sabes por qué no puedes? ¡Porque no eres digno! —soltó. Él se preguntó si no oiría los gritos, si no sentiría el abrazo fantasmal que sofocaba—. No puedes- no puedes, no puedes, no puedes, ¡no puedes! —se echó a reír otra vez, doblándose en un ángulo antinatural—. Cuando yo sí pueda, el Legado tendrá- tendrá que reconocerme- no tienes nada- Reg y tú, tontos, tontos niños, no tienen nada- ¡eres un niño, Draco, haz caso a tu tía! No podrías soportar- soportar al maldito Legado con sus- sus…no podrías- es por tu bien- deberías agradecerme que te esté cuidando de-

Draco jamás olvidaría esa imagen. Ocurrió muy rápido, y a pesar de ello, en su cabeza siempre se reproducía con lentitud, como si le hubiese tomado minutos enteros.

Al jalar de la tapa del cofre, para cerrarla, Bellatrix susurró un encantamiento que sólo podía reconocer como el nacimiento del sol. Los fragmentos de piedra en la cerradura brillaron, ella sonreía.

Hacía un frío mortal, la cabeza le dolía y daba vueltas, estaba desorientado. Cuando pareció que ella lo conseguiría, la tapa se levantó de vuelta, una ola de magia más intensa que las anteriores brotó desde el interior de la caja.

Los gritos se hicieron insoportables, Draco jadeó por la sensación de que una aguja gigante le atravesaba la cabeza y dejaba su cráneo partido en trozos idénticos. La gélidez no lo dejó sentir el cuerpo por un instante.

A Bella se la tragó la oscuridad. Primero despacio, con manchas negras sobre la piel, ante su expresión sorprendida y perdida, luego con trozos faltantes de la carne, sin derramamiento de una sola gota de sangre, haciéndola doblarse, gritar. Al estar a punto de soltar la caja, un remolino negro se la llevó, la desvaneció. Después el cofre impactando contra el suelo fue lo único que quedó.

Al parecer, ella tampoco podía.

Recordaría el peso frío instalado en su estómago, las náuseas, el ligero mareo. La pequeña mano que lo sujetó, el trastabillar al empezar a correr.

Todo estaba oscuro fuera del salón, apenas supo que salían porque su hombro chocó contra el marco de la puerta en la huida. No escuchaba a los Alfis, ni a Snape, no vio nada más hasta el momento en que los bordes de una puerta se iluminaron cuando esta se abrió.

Fue empujado dentro, perdió el equilibrio. El cuerpo que cayó contra su espalda lo envió directo al suelo con un estruendo.

Cuando quiso mirar por encima del hombro, descubrió que no había ninguna puerta en esa pared de papel tapiz arruinado por el tiempo. Snape, sobre él, se quejaba por lo bajo al intentar ponerse de pie. Ambos tenían la respiración agitada, temblaban. Incluso Lep, entre sus brazos, tenía espasmos débiles.

—…oh, llegaron —al alzar la cabeza, a quien encontró fue a Luna, inclinada sobre él, con esa ropa vieja, holgada, que utilizaba en casa, y el cabello atado en dos trenzas que le caían por los costados del rostro. Parecía pensativa al señalar la pared tras ellos—. No adiviné que vendrían por ahí. Los esperaba por allá —mencionó, cabeceando en dirección a la pequeña chimenea conectada al flu de la sala de estar—. Hola, profesor.

La chica le sonrió a Snape, sacándole un bufido, y le sujetó el brazo para ayudarlo a levantarse. Él se zafó del agarre sólo cuando estuvo erguido, y carraspeó.

—¿Qué es todo esto, Draconis? —se dirigió a él, todavía de rodillas en el suelo y mareado. Luna le ofreció los brazos a Lep; cuando se lo pasó, ella lo acomodó sobre una almohada y le echó una manta encima. Después caminó de vuelta para sostenerle las manos y ayudarlo a levantarse también. Draco parpadeaba, aturdido.

Bien, le debía un par de explicaciones a su madre, algunas más a Snape. Por la expresión de Harry, que se recargaba en el marco de la puerta que daba a la cocina, también a él.

Boqueó, de manera muy poco digna para un Malfoy. Su novio le frunció el ceño.

Tal vez tendría que ser más que unas simples explicaciones.

Detrás de Harry, se asomaban Hermione, con expresión preocupada, y un confundido Weasley. Xenophilus, el padre de Lunática, intentaba hablar con Snape y era recibido por una mueca de desagrado.

Antes de que pudiese idear qué decir, un torbellino de movimiento salió de la cocina y fue hacia él; de repente, tenía a Pansy colgada del cuello, haciéndole preguntas. Draco asintió a cada una, para dejarle en claro que estaba bien.

Todos los ojos estaban en ellos. Desvió su atención un momento a Luna, que asintió para darle ánimo, le mostró el anillo familiar de los Lovegood y contó hasta seis con los dedos, como única señal.

Confiaba en que tuviese razón.

Volvió a abrir la boca, luego formó una línea recta con los labios. Dejó caer los hombros y apartó un poco a Pansy, para dar un vistazo alrededor.

—Yo- —frunció el ceño al emitir un vago sonido de disgusto— necesito ayuda.

Harry meneó la cabeza, resoplando.

—¿Era necesaria la entrada dramática para pedirlo? —Draco intentó sonreírle, pero supuso que no fue su mejor imagen, porque la expresión del chico cambió de forma drástica cuando se acercó a él para sostenerle una mano y examinar su rostro.

—Sí, compañero, que tienes cara de ser un muggle que acaba de ver un fantasma —espetó Weasley, arrugando la nariz. Él soltó una risa nerviosa, sin aliento.

—Sí, bueno- acabo de ver cómo la oscuridad mágica de los Black se comía a mi tía- ¿eso cuenta?

Las reacciones fueron de distintos grados de sorpresa y angustia. Antes de que supiese lo que pasaba, Luna y él estaban rodeados por los otros.

0—

—No estoy seguro de esto.

—Confía —Luna le sostenía la mano. Su piel estaba cálida, a comparación de la de él, y le mostraba una sonrisa suave y amable, que no podía estar más fuera de lugar con la escena. Era algo muy Luna.

—La magia no funciona así —le recordó Draco. No había nada en Teoría de la Magia que le asegurase que un acto semejante fuese a resultar bien, y según las instrucciones pasadas de Black a Black, el nacimiento del sol no servía de ese modo tampoco.

Aquello era una locura. Pero la palma le picaba, allí bajo el glamour, con un cosquilleo que le ascendía por la totalidad del brazo; si ella podía verse tan tranquila y segura, sin saber gran parte de los detalles, él tendría que estar igual, para que el resto no sucumbiese al pánico.

—No sabemos si nuestra magia es compatible —añadió, tras un momento, porque tenía que decirlo antes de que empezase a arrepentirse todavía más. Luna no dejó de observarlo con esa pequeña y leve sonrisa.

—Confía —insistió, dándole un apretón a su mano—; no tenemos que serlo.

—Pero para que sirva-

Ella elevó las cejas. Podía leer la respuesta en sus ojos. Confía.

Draco nunca había sido bueno para confiar.

—Creo que eso es todo —avisó Hermione, a unos pasos de distancia. Estaba inclinada sobre un círculo de runas de tiza blanca y dorada, con seis círculos más pequeños, en que cada uno transcribió algunos de los dibujos que él replicó en pergamino de los Lovegood, para imitar el que Regulus ponía en Nyx durante sus ensayos. Necesitaba la intervención de todos los que fuesen a llevar a cabo el encantamiento; ella era la última en hacerlo.

Draco se paró junto al círculo para darle un vistazo, lo comparó al del papel y asintió. Un nudo le cerraba la garganta, aún estaba un poco mareado. Sentía que una arcada lo iba a doblar en cualquier momento, y el té que el señor Lovegood le ofreció podía ser cualquier cosa, excepto apetecible.

—Si sale mal-

—Sólo hay que creer que saldrá bien —le susurró Luna. A él le habría gustado que le regalase un poco de esa seguridad.

—De nuevo —Weasley realizó un gesto de rebobinar, girando el índice—, ¿de qué va todo esto?

—La luz es lo único que puede acabar con la oscuridad —comenzó Luna, que era la única que estaba convencida de la lógica de ese plan—. En cuanto Harry vuelva con el cofre, la puerta se quedará abierta para que la oscuridad venga. Lo pondremos en el centro y vamos a llamar al sol para que nos ilumine y la haga regresar a su encierro. Fin.

Los chicos intercambiaron miradas dubitativas.

—¿Estás seguro de que quieres entrar ahí? —aprovechó una pregunta de Granger, que distrajo al resto, para acercarse a Harry y murmurar sobre su hombro. Su novio lo miró de reojo y buscó una de sus manos, para darle un apretón. Asintió—. No sabes cómo se ve-

—¿Asustado? —Harry intentó sonreírle. No le salió bien.

Enterró el rostro en el hueco entre su cuello y hombro, y sintió el beso que Harry depositó en su cabeza.

—No quisiera que entres ahí.

—Luna piensa que es más seguro mandarme a mí, y que los Alfis usen magia para llevarme y traerme, darme el cofre-

—El cofre se puede ir a la mierda —masculló, sin pensar, rodeándolo con los brazos por detrás. Harry no se quejó, a pesar de lo fuerte que lo estrechó—, tú no.

Otro beso en su cabeza.

—¿Cómo estás tan tranquilo?

—Yo no acabo de ver a alguien muriendo —contestó él. Draco ladeó la cabeza y le frunció el ceño, Harry lucía casi culpable—. Sabía que terminarías en algún problema cuando empezaste a perderte todos los fines de semana, Draco. Sólo esperaba que fuese uno que te dejase volver, y aquí estás. Eso ya es algo.

Cuando Harry se dio la vuelta entre sus brazos, fue para envolverle el cuello. De pronto, se sintió tan mal que la garganta se le cerró.

No tendría que haberlo preocupado así. Harry temblaba de forma apenas perceptible.

—Draco —él emitió un vago sonido para hacerle saber que oía. Los demás se callaron, así que supuso que esperaban por ellos; era otro motivo para no querer ver a nadie más. Bajo una circunstancia distinta, no habría tenido uno de esos momentos en público—, ¿te puedo pedir dos cosas antes de entrar a un sitio donde dicen que está la "oscuridad del mundo"?

Se habría reído, si la tensión no se hubiese apoderado de su cuerpo y le escociesen los ojos. Asintió.

—Pídeme lo que quieras —musitó, aferrándose a él. Entonces Harry sí se retorció con un leve quejido.

—No vuelvas a guardarme secretos así. Ni siquiera los de tu familia. En serio, si te pone en peligro, la próxima vez dile a Regulus que no le puedes prometer no contárselo a alguien- ¿y si Luna no nos hubiese buscado? ¿O no tuvieses el anillo?

Sonaba serio. Él le dio un beso en el cuello, una ligera presión apenas.

—Te dije que te lo contaría cuando pudiese —recordó—. Pero está bien, lo prometo— Su novio soltó una respuesta afirmativa en un susurro—. ¿Qué es lo otro?

Una breve pausa. Le acariciaba el cabello.

—Te lo diré cuando Ron no esté fingiendo arcadas detrás de ti y Mione y Pansy aguantando la risa.

Tuvo que obligarse a mantener la calma, para que el rostro no le enrojeciese.

—Me parece bien.

Al apartarse, Harry ya no lucía tan seguro, pero asintió y sólo le besó la mejilla, antes de ir hacia donde Luna le indicaba.

—Nunca he intentado abrir las puertas —confesó, mirando alrededor, como si esperase que alguien más le dijese cómo empezar—, ¿no debería tener el anillo?

—Los Legados suelen funcionar para su heredero incluso después de que dan el anillo a su pareja —Pansy se encogió de hombros y lo apremió a intentar.

Las tres chicas estaban sentadas en el mismo lado del círculo del suelo, Ron se encontraba frente a ellas. Xenophilus los observaba desde la cocina. Snape tenía expresión de mártir en uno de los sillones. Supuso que se preguntaba cómo explicárselo a Narcissa si aquello salía mal, porque por supuesto que debía pensar que iba a salir mal; Draco no podía culparlo.

Harry se detuvo junto a la misma pared por la que ellos llegaron de improviso y vio hacia él, justo cuando se sentaba a un lado de Pansy, dejando un espacio vacío entre Weasley y su puesto.

—¿Dobby te trajo el gorro antimagia? —inquirió su mejor amiga. El chico asintió y les mostró el viejo gorro de Durmstrang que había crecido con él.

—Sólo entro, llamo a los Alfis, lo tomo y regreso —hizo su mejor intento de sonar despreocupado, fijándose en la pared. Notó que tragaba en seco—. He hecho cosas más difíciles.

—Ese es el espíritu —Luna elevó los brazos, sonriéndole. Luego pareció recordar algo—. Sólo no intentes cerrar la caja también, es así como Draco dice que la oscuridad se tragó a su tía.

Harry carraspeó y asintió un par de veces, más confundido. Presionó la palma contra la pared y cerró los ojos, supuso que para mayor concentración.

—Ya no me gusta esta idea —intervino Draco. Las últimas palabras de Lunática daban vueltas en su cabeza y estaba por ponerse de pie—, debe haber otra mane-

Tan pronto como la puerta se abrió, Harry se metió, cruzando el umbral hacia la oscuridad.

Fue como si hubiesen arrojado un balde de agua fría sobre él. Se quedó paralizado, la sensación helada invadiéndolo de todas partes, de todas formas, en todos los sentidos.

Contuvo el aliento. Por unos segundos, realmente no fue capaz ni siquiera de hilar un solo pensamiento.

Al reaparecer la puerta, Harry se abalanzaba de regreso a la sala. Tropezó, trastabilló para conservar el equilibrio y dejó caer el cofre en medio del círculo, al sentarse entre Weasley y él. Jadeaba, estaba cubierto por una capa de sudor. Rara vez lo había visto tan pálido.

No tuvo tiempo de decirle nada. A través de la puerta abierta, la densa oscuridad avanzaba para cubrir la casa de los Lovegood también.

—Creo que este es un buen momento para comenzar —escuchó el titubeante comentario de Weasley.

—Yo también lo creo —replicó Luna, serena.

—Manos al centro —masculló Draco. La voz le temblaba, los chicos se perdían en la oscuridad cada vez más espesa—, puntas de los dedos en la tiza de las runas. Siéntanlas.

Los gritos distantes aumentaban de volumen despacio, el frío amenazaba con paralizarlos.

Apretó los párpados.

—Voy a contar hasta tres y empezaré —avisó, elevando la voz para hacerse oír—. Van a sentir que se quedan sin energía, es normal. No se muevan.

—Si alguno tiene miedo —oyó decir a Pansy, muy seria—, que se aguante. Les invitaré unos helados y nos quejaremos de la familia Black después.

Él tenía miedo. Se lo calló.

Uno.

Tanteó el círculo con los dedos, lento, buscando. Apenas rozó el costado de la mano de Harry, este colocó la suya encima, sus dedos entrelazados quedaban al mismo tiempo sobre las runas.

Dos.

Ya no veía nada. Sólo existía el frío, los gritos que lo hacían encogerse, temblar, la superficie del suelo sobre la que estaba sentado. El contacto con Harry.

Tres.

Piensa en la luz para conseguirlo —le había dicho Regulus, la primera vez que hablaron del hechizo—. En caso de que llegues a ser tú quien dirija, y no yo, debes tener en mente la luz y nada más.

¿Cómo piensas en la luz? —había preguntado él, confundido. Recordaba que estuvo agotado esa noche de sábado, lamentándose no poder volver a Hogwarts hasta el día siguiente— ¿debo imaginarme el sol o algo así?

Su primo se había reído.

—"Luz" es un término abstracto, Draco. La luz es lo que aleja a la oscuridad, pero también la genera. La luz es vital para existir. Tu luz podría no ser el sol, sino aquello que supera la oscuridad para ti.

Draco pensaba que su oscuridad era el miedo. No era la caja de Pandora, no eran los gritos, no era el frío; era lo que causaban en él.

La mano de Harry cubría la suya por completo. Pese a los temblores, seguía más cálido que él.

También tenía una luz importante en su vida, una capaz de alejar aquello que temía.

Se concentró en esos pensamientos, en el conjuro.

Cuando abrió los ojos, lo hizo por la claridad que percibía más allá de los párpados. Tuvo que contener la respiración por un momento.

Era increíble.

Una vez que se iba el miedo, era increíble.

La caja se había enderezado por sí misma, la tapa abierta, lista para recibir el contenido de vuelta, las líneas brillantes en el diseño eran doradas, deslumbrantes, al igual que como lucían los fragmentos de piedra de la luna en la cerradura.

El nacimiento del sol alumbraba el espacio dentro de la circunferencia de tiza. Haces de luz brotaban de cada uno de los seis que la conformaban, se elevaban, se enroscaban en el aire, se transformaban en un remolino que atraía la oscuridad de regreso; al chocar contra su brillo, la hacía desaparecer o desviarse hacia el cofre.

El frío se desvanecía, reemplazado por una agradable calidez. Los gritos se silenciaban.

Cuando todo terminó, la tapa del cofre se cerró con un clic y la caja se apagó, incluso en la cerradura.

—Ya- —exhaló, mareado—. Ya está —repitió, más firme, para hacerse oír.

Uno a uno, los chicos abrieron los ojos y parpadearon para enfocarse. La sala de los Lovegood estaba intacta, la caja de Pandora sellada. Las puertas al Museo aún estaban abiertas junto a ellos.

—Merlín —lloriqueó Ron, sosteniéndose la cabeza—, se siente como cuando Ginny nos despierta con el bate de los Golpeadores.

Algunas risas sin aliento le contestaron. Draco también se sentía adormecido, débil.

—¿Cuándo Ginny te ha despertado con el bate de los Golpeadores? —cuestionó Hermione, incrédula, a la vez que se masajeaba la sien. Weasley acababa de tenderse en el suelo, gimoteando.

—No juzgues. No vives con ella —la señaló de forma acusatoria. Cuando incluso Luna se volvió a reír, el resto la siguió.

Al mirar hacia un lado, descubrió que Harry ya lo veía a él. Le guiñó.

—Tengo tanto sueño ahora…—fingió quejarse, dejando caer la cabeza contra su hombro. Le había soltado la mano para rodearle la cadera con los brazos. Draco le envolvió los hombros y lo dejó recargarse en él.

—No debería haber problema con que descansemos un rato —opinó en un susurro, apoyando una mejilla en ese cabello desordenado que también adoraba.

—¿No deberíamos llevar a un sitio seguro la caja posiblemente letal?

—Bueno- sí, deberíamos.

—Y luego a descansar.

—Sí —Draco rodó los ojos cuando sintió que le dejaba un beso en la clavícula, una sonrisa elevó la comisura de sus labios cuando lo estrechó más cerca.

0—

—…es todo lo que quedó de ella.

—Lo siento mucho —Draco alzó las cejas al verlo acercarse con expresión de culpa. Estaban comprobando los estragos causados por la caja de Pandora en el Museo. Lo único que encontró, donde estuvo su tía al ser consumida, era su túnica, la varita y un antiguo anillo de los Black que no se encendía, supuso que porque fue diseñado sólo para ella—. Bueno, haya hecho lo que haya hecho, seguía siendo tu tía, ¿no? —Harry se encogió de hombros frente a la interrogante silenciosa con que se dirigió a él.

Lo consideró un momento. Luego asintió, a medias.

—Sí, supongo que lo fue.

Su madre necesitaría tiempo a solas cuando se lo avisase, al igual que su tía Andrómeda. Harry tenía razón. Fuese lo que fuese que hubiese hecho, era una Black, y su tía.

—Ojalá no hubiese sido necesario, pero mejor ella que Snape o yo —le entregó el anillo a uno de los Alfis, porque no tenía ganas de regresarlo a cualquiera de las casas de la familia, y quemó la túnica con un encantamiento, hasta que sólo le quedaron las cenizas en las manos. Las sopló para hacerlas desaparecer en el aire.

Cuando Harry le tendió una mano, no titubeó al sostenerlo y seguir su camino.

Reliquias importantes de los Black estaban dispersas por el suelo, algunas rotas, otras sin esa luz que tenían la mayoría de ellas. Las exhibiciones eran un desastre; mesas volcadas, almohadones desgarrados, cristaleras reducidas a añicos.

Por el tiempo que se tardaron en abrir la puerta y devolver la oscuridad a la caja, no se había llegado a extender fuera de los muros del Museo. Cada Alfi se había encargado de que no cruzase las puertas mágicas que daban hacia los salones de las otras familias sangrepuras. Algunas de las entradas mostraban grietas y lo que lucía como arañazos largos e irregulares de una criatura.

Ningún Alfi resultó herido, la magia no dejó más rastros de su presencia que ese caos. En cuanto pusieron un pie en el salón de los Lovegood, desde la casa de Lunática y su padre, las pequeñas criaturas de sombreros los recibieron con entusiasmo, tomaron el cofre que levitaban frente a ambos (ninguno quiso tocarlo), y lo regresaron a su exhibición, una mesa sellada con magia por un cristal traslúcido.

—…los Alfis nos encargáremos, amo —aseguraban los seres diminutos a Harry, que les preguntó sobre los daños. Aparentemente, ya que cada uno constituía una base de datos mágica de su familia, eran capaces de reparar las reliquias mientras estas hubiesen sufrido un daño y permanecido dentro de las paredes del Museo.

Draco pensaba que podía sentir un ligero aprecio hacia esas criaturas extrañas. Eran, al menos, más agradables que el tétrico Legado Black y el malhumorado de los Malfoy.

—¿Todo en orden entonces? —insistió Harry, dubitativo. No dejaba de jalar su mano al caminar, ni dirigirle miradas vacilantes. Le enternecía que no supiese cómo dirigirse a ese pequeño grupo dispuesto a hacer lo que les dijese.

Los Alfis no dudaron en asentir y soltar varias respuestas afirmativas, vagas, que al mezclarse, suponían un sonido extraño, confuso. Harry hizo su mejor esfuerzo por sonreír al agradecerles. Draco aguardó un instante, a que hubiese terminado, para robarle un beso.

Su novio parpadeó, aturdido por el repentino ataque. Luego, despacio, una sonrisa se adueñó de su rostro.

—¿Por qué fue eso? —preguntó, arrastrando las palabras con un deje divertido. Draco se encogió de hombros.

—Quise hacerlo. Soy caprichoso —luego elevó el mentón, como si se tratase de una cualidad digna de elogios. Harry contuvo la risa.

—¿En serio? Jamás lo hubiese notado.

—Lo disimulo bastante bien…

0—

Como supuso, su madre escuchó la noticia y posteriores explicaciones con un rostro de perfecta calma. En cuanto terminó, asintió, pidió un momento a solas, y se retiró, perdiéndose por los corredores entrecruzados del área de visitas de la Mansión. Draco podía decir que estaba orgulloso del control de esa mujer que lo había criado.

—…era su hermana —Regulus también se encogió de hombros. Él asintió—. Sirius hubiese llorado por mí, aunque me hubiese vuelto loco. También al revés.

—No tengo hermanos, pero imagino que habría sido igual conmigo —Draco le restó importancia con un gesto vago y se recargó en el borde de la cama. Su primo podría regresar a Nyx al día siguiente, según los medimagos; ya ni siquiera se le notaba la piel enrojecida.

Tras una larga mirada, Regulus ahogó un bufido.

—¿Qué?

Él sopesó bien sus palabras antes de hablar. Cuando les había contado lo sucedido, sin más detalles de los necesarios, el hombre esperó a que Narcissa se hubiese marchado para comentarle que aquello los libraba de una gran carga.

Nadie que intentase entrar a las casas de la familia.

Nadie que quisiese llevarse reliquias antiguas.

Nadie que atentase contra cualquiera de ellos.

Draco podía ver los buenos resultados en ese momento. Sin embargo, nada le sabía a victoria.

Sacudió la cabeza.

—¿Todavía tengo que ir los fines de semana contigo? —inquirió, en voz baja. Regulus pareció pensarlo bien.

—Podría necesitar un poco de tu tiempo, algunos días. Ya no tendrás que quedarte tanto allí, si es lo que quieres saber —él asintió. Estaba a punto de hablar cuando una mano pesada cayó sobre su cabeza y lo sintió acariciar su cabello. Nunca se había sentido tan pequeño e indefenso, como en ese instante, en que el mago lo vio con una sonrisa afectuosa y débil—. Gracias. Lo hiciste muy bien. No sé si yo hubiese tenido el valor de cualquiera de ustedes, a su edad; estoy orgulloso de ti.

Él sólo atinó a soltar una risa entrecortada y retorcerse bajo su contacto, para que se alejase.

—Lo hubieses hecho mejor, sin tantas dudas.

—Probablemente he tenido más dudas que cualquier persona que conozca —Regulus arrugó el entrecejo por unos segundos, al apartarse, para volver a quedar recargado en las almohadas.

Intercambiaron otra larga mirada. Cuando Draco decidió que era suficiente, suspiró, se puso de pie y se inclinó sobre él, rodeándole los hombros con un brazo. Sólo por un momento.

Percibió la ligera vibración de la risa silenciosa de Regulus contra él. Su primo lo sostuvo con fuerza un segundo, luego lo dejó ir.

—No te vamos a extrañar por aquí, horrendo erumpet.

—Ni yo quisiera quedarme, escarbato enano —Regulus lanzó una patada al aire, rozándole la pierna. Draco le dio un manotazo a su tobillo en señal de protesta.

—¿Para qué quedarte, si puedes ir por ahí con el amor de tu vida…? —el adolescente caminó de reversa hacia la salida de la habitación, y ante su expresión confundida, fingió arrojar besos al aire.

Su primo se rio, hasta lo vio abrir la puerta. Al girarse, Draco se encontró de cara a Severus, del otro lado del pasillo.

El hombre estaba de brazos cruzados, su expresión de hastío hablaba por él. Tuvo que contener una sonrisa.

—No sé si estar feliz por ti —puntualizó, dirigiéndose a Regulus, con un vistazo por encima del hombro—, o decirte que estás en problemas.

Desde la cama, su primo emitió un vago sonido de sorpresa cuando el profesor se adelantó, pasándole por un lado, para entrar.

—Yo tampoco lo sé —fue lo que le escuchó decir, en un lloriqueo, justo antes de que la puerta se hubiese cerrado detrás de él.

Draco se sentía satisfecho con esa consecuencia, en particular, cuando avanzó a través del pasillo.

Faltaban un par de días para el Yule. Tendría que pasar por la casa de su tía Andrómeda con la noticia, tal vez iría por las fiestas, al menos a cenar. Lily le había extendido una invitación a celebrar también con los Potter y los Merodeadores, en casa de Remus Lupin ese año; cuando estuvo por declinar al saber ese detalle, la mujer le aseguró que era casi de la familia para ese entonces. Se sintió más avergonzado y feliz de lo que le hubiese gustado admitir.

Le quedaba mucho por hacer, para siquiera pensar en poner un pie de vuelta en Hogwarts tras las vacaciones, y retomar el curso normal de sus estudios. Cartas por enviar, personas a las que contactar, acompañar a Regulus a reinstalarse. Alguien tendría que vigilar a los del Ministerio cuando hiciesen una inspección a las propiedades, además de que le había prometido a Harry hablar con su padre sobre por qué los Alfis del Museo estaban enloquecidos y sumergidos en un trabajo de reparación mágica, cuando se suponía que eran criaturas que no existían, para empezar.

Merlín, si incluso tenía que asegurarse de que la rata fea pudiese moverse con normalidad tras la sanación, o si tenía que llevarlo con algún magizoólogo. No tenía ganas de lo último; por lo raro de su especie, era seguro que tendrían que hacerle más que unos simples estudios para determinar qué hacer por Lep.

La cabeza amenazaba con darle dolorosas punzadas al intentar organizar su lista de prioridades. Tanto que hacer, tanto que hacer, tanto…

Frenó en seco al divisarla en una de las pequeñas salas aledañas a los corredores laterales, las que utilizaban los invitados no tan cercanos a la familia. No esperaba encontrarla ahí.

Su madre estaba de espaldas al pasillo. La vista puesta en el patio más allá del ventanal, donde los pavos se paseaban con ese andar extraño que tenían. La caída del cabello, perfecto en su tocado, la tela del vestido holgado, le otorgaban un aura de imperturbabilidad que alguien más habría sido incapaz de adquirir.

Draco se paró bajo el umbral de la puerta y se recargó en el marco de esta.

Se trataba de la mujer que había vivido angustiada por su único hijo, a quien alejaron de su esposo, y que acababa de perder a una de sus hermanas, a la que ya tendría que haber dado por perdida cuando dejó de pensar con racionalidad.

Lamentó que, de cierto modo, jamás podría entenderla del todo.

La débil melodía que llenaba la sala debía provenir de la radio mágica instalada en una de las mesitas de la esquina. La reconocía de una memoria lejana, borrosa, la única en que vio a sus padres reír, bailar y charlar, igual que una pareja de enamorados común; ellos, por su crianza, por quiénes eran, no se pudieron permitir más momentos similares. Recordaba haberse sentido maravillado por cómo se comportaron entonces.

Estaba seguro de haber oído un comentario de algún familiar que le confirmaba que era la misma canción que bailaron el día de su boda.

Supuso que incluso una bruja como su madre tenía derecho a sentirse nostálgica, decaída.

—¿Mami? —llamó, con suavidad. No le había dicho así desde que era un niño y aprendía a hablar, cuando Lucius le dijo que no era correcto para un Malfoy, que debía utilizar el término "madre".

Pero su padre no estaba ahí para decirle qué hacer y qué no hacer; por la manera en que Narcissa se dio la vuelta de pronto y su rostro se contrajo en una expresión al borde del llanto, dejando caer los escudos al fin, supo que era justo lo que ella necesitaba.

Oh, madre, ¿hace cuánto que te guardas todo eso?

—Yo- —pestañeó. Podía notar que intentaba recobrar la compostura, se cubría la boca con el dorso de la mano al vacilar, rehuía de su mirada—, yo llegué a creer que-

Negó, incapaz de decirlo. Tampoco necesitaba hacerlo, Draco sabía el tipo de susto que se había llevado afuera de Nyx cuando se demoró, y al entrar, cuando no encontró a nadie, como ella misma les contó a su primo y a él.

Sus asuntos pendientes podían esperar. Como tenía pensado hacer antes, debía organizar sus prioridades.

Y ahí estaba una de ellas.

Apuntó con la varita hacia la radio, la encantó, luego guardó la pieza de madera en uno de sus bolsillos. La canción se volvió a reproducir desde el inicio. Su madre le dedicó una mirada extrañada.

Se movió hacia el centro de la sala, el espacio vacío allí donde debía estar la mesa del té entre los sillones, que no podía explicarse por qué faltaba. Con la facilidad que sólo da la práctica, se dobló en una reverencia profunda, la más educada de los sangrepura.

Le ofreció una mano. Cuando se animó a alzar la cabeza, su madre se mordía el labio sin reparos y tenía los ojos inundados de lágrimas.

—Te pareces tanto- —se interrumpió a sí misma con un sollozo contenido, las comisuras de su boca se alzaban en una sonrisa titubeante. Draco intentó sonreír también, para alentarla.

Ella sujetó su mano. También se sostuvo de su hombro, del lado contrario, y dio un paso más cerca, tomando una profunda respiración, para luego asentir. De nuevo, Draco no sentía nada más fuerte que el orgullo que esa mujer le proporcionaba al actuar así.

Él no lo hubiese hecho igual. En su caso, él jamás lo hubiese hecho igual.

Comenzó con un paso a la izquierda. Derecha, izquierda, derecha, izquierda, sin prisas se trazaba la primera vuelta en el suelo. Sus pies parecían moverse solos; ambos, aunque de distintas maneras, fueron criados para situaciones semejantes.

Mantuvieron la perfecta distancia y postura durante la melodía. Después esta volvió a empezar. Poco a poco, los dos cedieron al peso que cargaban y se permitieron relajarse.

Narcissa apoyó la cabeza en su hombro y se dejó guiar por completo. Ahora que la superaba de estatura por una cantidad considerable de centímetros, no era un niño que requería que se fijase en el ritmo marcado por sus pasos y fluidez al bailar. Ella le había enseñado bien.

Más que bien.

Para la tercera repetición de la canción, percibió el débil estremecimiento; nunca la había imaginado tan frágil entre sus brazos como en el instante en que sintió las lágrimas que empapaban la tela de su hombro. Ninguno dijo nada. Draco cambió la posición de su agarre para estrecharla, a pesar de que no era el modo correcto para bailar ese tipo de canciones. Su madre le envolvió el cuello y se mantuvo ahí, prendada de él, las dos repeticiones más que le llevó calmarse.

Cuando estaba seguro de que respiraba con normalidad, presionó los labios en su sien, rozando el cabello rubio que también se parecía al de él. Su madre dejó escapar una risa temblorosa y lo apretó más fuerte un momento.

—Eres lo mejor que he tenido en mi vida, dragón —la escuchó murmurar. Su voz, en contraposición a cómo debía sentirse, era firme, suave y regular. Perfecto control, se recordó.

—¿A pesar de todo? —vaciló.

—Claro que sí —juró ella, sin un instante de duda, y le besó la mejilla. Fue como si la tensión, las cargas restantes, los temores, se hubiesen desvanecido en el aire.

Se sentía igual que cuando era un pequeño que tenía pesadillas, se subía a su cama, y ella lo recibía con los brazos abiertos, lo dejaba acostarse a un lado, divagar, mientras le acariciaba la cabeza o la espalda, hasta que se volvía a quedar dormido. De eso, hace muchos años ya.

Nunca sabría cuánto tiempo estuvieron allí, de esa forma. No contó las veces que la canción se reprodujo. No le importó.

Se movían en sincronía, en silencio o entre susurros. Su madre apoyaba la cabeza de nuevo en su hombro, se apartaba para verlo cuando le hacía una pregunta, sonreía, sus ojos apenas enrojecidos con los vestigios del llanto anterior.

Lo único que existía en esa sala, cuando Draco volvía a estrecharla y murmuraba alguna respuesta sobre su oído, era el cariño y el agradecimiento. Y estaba bien que fuese así.

 

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