Era el último mes del año, copitos de nieve caían desde el vasto cielo, todo tenía ese tinte color blanco que lo hacía ver como el llamado paraíso, porque el suelo parecía ser de algodón.
—Maldito invierno de mierda —era un niño el que se quejaba, por raro que pareciera.
Sus pisadas eran pesadas, su rostro formaba una mueca de desagrado, su ceño fruncido, su cuerpo de diez años cubierto por tres capas de ropa para que el maldito clima no le afectara demasiado. Sus iris rojizos se hallaban centrados en el maldito camino por entre las calles sin limpiar, sus labios se separaban para soltar vaho y maldiciones, y su cabello negro apenas se lograba ver entre la gorrita de lana.
—Sí, sí, ve a hacer el mandado para la cena —seguía murmurando—. A los niños les gusta la nieve, así que será divertido para ti —pateó un montículo acumulado de blanca nieve—. ¡Pues mira que no!
Odiaba el frío invernal de ese mes. Odiaba que su piel se enrojeciera, que sus pies se sintieran congelados a pesar de tener tres pares de calcetines, que su nariz moqueara y, por sobre todo, odiaba a su maldito viejo porque lo envió a caminar por entre todo ese blanco asqueroso para comprar carne y algunos condimentos.
Los odiaba a todos.
O eso creyó…
Hasta que, cuando tuvo que atravesar el parque a mitad del camino, se halló con una imagen demasiado hermosa incluso para él. No quiso creerlo, hasta se restregó los ojos por si el maldito frío le produjo una alucinación, pero resultó que era real.
Era un ángel.
Una figura alta y envuelta en un abrigo de color blanco, de piel que brillaba a pesar de que no hubiera luz solar, cabellos rubios extravagantes que parecían danzar al igual que lo harían las llamas que exterminaban la madera, de pequeña sonrisa y de aura casi angelical. Xanxus no creía en algo tan tonto como los ángeles, pero en ese momento dudó.
E hizo lo que cualquiera haría.
Se acercó casi con desesperación, rodeó esa figura hasta darle frente, y se dio cuenta de las facciones tan hermosas que ese chico tenía. Además, cuando jadeó impresionado, esos párpados se separaron para mostrar un iris tan azul que competía con cualquier hermoso cielo despejado. Se quedó sin palabras.
—Hola, pequeño…, ¿necesitas algo?
—Ga…
—¿Te perdiste? ¿Quieres ayuda?
—Ga…
—Oh —unió sus manos y sus mejillas se colorearon—, disculpa, ¿no puedes hablar? —se acercó y poco después se arrodilló para estar a la altura del niño—, ¿me escuchas al menos?
El rubio extendió su mano enguantada para tocar la mejilla de aquel niño azabache, lo miró con curiosidad porque de pronto esa piel empezó a tomar un color rojizo, y después solo rio bajito cuando se dio cuenta que esos labios temblaban.
—¿Tienes frío?
Era un adulto, su deber era ayudar a los niños, por eso se quitó la gruesa bufanda que traía y con cuidado la acomodó alrededor de ese cuello, dio dos vueltas, hizo un nudo simple y procuró que al menos la mitad de ese rostro se cubriera.
—¿Estás mejor así?
—Yo…
—Así que sí puedes hablar —sonrió antes de levantarse de nuevo—. Dime, ¿te puedo ayudar en algo?
—¡No te había visto por aquí!
—Oh —volvió a unir sus manos como si fuese a aplaudir—, entonces eres uno de mis nuevos vecinos.
—¿Vives… aquí? —se quedó observado aquellos bonitos ojos azules.
—Me acabo de mudar —sonrió—, mi nombre es Giotto, es un placer.
—Yo… —tragó en seco, ahogando su felicidad—, ¡me llamo Xanxus!
—Eres un niño muy lindo —le acomodó la gorra de lana.
—No… lo soy.
—Lo eres, y yo sé de niños lindos —rio entre dientes—, tengo un hermanito que es un amor. ¡Tal vez te guste conocerlo!
—No, no —bufó, sus palabras no salían—, es que… tengo que… —señaló el camino.
—Oh, ¿vas a comprar algo? ¿O a tu casa?
—Tienda.
—Oh, ¡qué bien! —Giotto sonrió—, ¿puedo acompañarte? Así conozco el lugar y me aseguro de que llegues bien a tu casa también.
Desde ese día, Xanxus dejó de odiar el frío y la nieve, porque gracias a ese asqueroso clima navideño, conoció al más hermoso ángel.