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La Madre de los Príncipes de la Calamidad. por Keiko Midori 0018

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Izaya corría por el bosque, con la ira en aumento con cada zancada que daba, pero no quería sentir aquello; no, él a pesar de todo, no quería odiar a su madre. Pero el príncipe tenía miedo, temía que esos acercamientos con su madre y aquellas sonrisas que este le dio, fueran una mentira. Izaya temía que todo su mundo se desmoronara en segundos, acababa de enterarse que su madre iba a abandonarlo y no podía soportarlo, él no poseía la fuerza que su hermano tenía. El príncipe no quería volver solo para confirmar que todo lo que conocía era una vil mentira, no lo soportaría. Él no quería perder a su madre, Izaya quería ver a su madre sonriendo ampliamente cuando le contaba sobre sus avances; quería verlo siendo tan valiente al enfrentarse a quienes lo molestaban, verlo junto a su padre, ambos mostrándose a gusto uno con el otro. No quería presenciar como su madre se desvanecía ante sus ojos y sin poder hacer nada para evitarlo. No tenía la fuerza suficiente como para dejarlo ir, él no era tan fuerte como su hermano, se repitió mientras corría.

Mientras corría, Izaya sintió la necesidad de llorar, transformar su odio en otra cosa, no quería que ese sentimiento negativo se dirigiera en contra de su madre. Sin embargo, su naturaleza se lo impedía. El príncipe maldijo para sus adentros y continuó con su carrera, sentía a su padre pisándole los talones, pero el rey parecía no intentar alcanzarlo. Izaya lo ignoró y siguió corriendo sin rumbo, alejándose lo más posible. En un arranque de aquella desbordante ira, Izaya llevó sus manos a su rostro y sin dudarlo, rastrilló sus mejillas con las garras.

El príncipe no sintió dolor, varias líneas rojas se formaron bajo sus ojos y esa acción hizo que varios hilos de sangre fluyeran por su rostro, con la misma sensación de lágrimas corriendo por sus mejillas. Tuvo que acelerar su carrera gracias a que la sangre pareció alertar a su padre que estaba decidido a alcanzarlo. Izaya corrió, empezando a sentir el desgaste físico y sin saber cuanto tiempo llevaba haciéndolo. Su padre estaba tan cerca que ya podía olerlo, pero no se detuvo y aceleró lo más que pudo. No quería volver todavía, quería seguir sintiendo esas falsas lágrimas surcando su rostro a solas. Pero Izaya sabía que no sería posible, ya sentía a su padre cerca.

En un movimiento osado, el segundo arrancó las prendas superiores de su vestimenta y se limpió el rostro, pudo olfatear un rio cercano. Tiró la ropa impregnada de sangre a un lado cuando estuvo frente a ese rio, era profundo pero no ancho. Izaya tiró la ropa a un arbusto y saltó al rio, sus heridas sanaron en un instante y nadó hasta el otro extremo, el agua borraría su esencia por unos segundos. Mientras salía y continuaba su carrera, Izaya sintió a su padre detenerse, posiblemente había caído ante su señuelo y eso le dio unos segundos de ventaja. Pero, aquello no duró mucho, un estallido de poder demoníaco alertó a todos los habitantes del bosque y el mismo Izaya se estremeció ante eso sin entender que era lo que había hecho estallar a su padre en ira pura.

Sin más, Izaya corrió al sentir que su padre lo seguía con ímpetu y estaba transformado. En medio de tantos arboles, logró distinguir un claro y al atravesarlo, vio un inmenso árbol de Magnolia; lo trepó y se ocultó entre su follaje, como si eso pudiera ocultarlo de la ira del Rey Demonio. 

Izaya se abrazó a sí mismo y suplicó innumerables veces porque su padre no lo encontrara; era tarde, pudo ver la colosal figura de su padre entre las ramas de aquel árbol. Su padre se alzaba orgulloso sobre los árboles del bosque, mirando en todas direcciones y ante la mirada asombrada de Izaya, el Rey Demonio pasó de largo como si no lo hubiera sentido en aquel lugar pese a que pasó muy cerca de ese gran árbol. Pero no dejó de sentir esa energía demoníaca desbordante y aterradora, ni siquiera pasó por su mente que se debiera a su jugarreta con la sangre y su ropa desgarrada. Era tanta la ira que el Rey Demonio despedía que tuvieron que pasar varios minutos antes de que Izaya dejara de sentir su intensión asesina en el aire.

El príncipe suspiró y se abrazó a sí mismo, sentado en aquella rama y preguntándose qué había hecho mal para que su madre deseara abandonarlos. Sentía que era por su causa, Izayoi demostraba que sería una gran guerrera y había escuchado entre los ancianos que quizá en un futuro ella sería quien comandara las tropas demoníacas; Inu no Taisho por su parte era fuerte e inteligente, Izaya estaba seguro que su hermano mayor sería el próximo Rey Demonio y estaba de acuerdo con eso, mientras que él aún dependía de su madre para que nadie lo intimidara. Sin duda Izaya no había hecho nada para enorgullecer a su madre, lo único bueno que había hecho era sanar a los heridos. Cuando partiera al frente, esperaba que sus habilidades fueran suficientes como para volver vivo y finalmente, dejar su marca como la de sus hermanos.

―¿Qué es lo que te aflige, pequeño?.

Ante aquella voz rasposa y vieja, Izaya se enderezó en su lugar y miró en todas direcciones, no veía o sentía nada. Su mirada escaneó a su alrededor pero estaba completamente solo y estaba seguro que aquella voz no había sido su imaginación.

―¿Quién anda ahí?. ―Preguntó desconfiado y bajó del árbol en cuestión. 

―Lamento asustarte, hace mucho que no recibía visitas. 

Ante la mirada asombrada del segundo, un rostro empezó a formarse en la rugosa corteza de aquel Árbol de Magnolia. Aquel rostro se veía arrugado pero con la experiencia plasmada en su mirar y sin saber por qué, el príncipe se sentó en el suelo frente a él y cruzó las piernas, sus manos se cruzaron y su vista se fijó en aquel árbol parlante. Su expresión fruncida no dejó de mirar aquel extraño, no emitía una energía extraña, humana o demoníaca, ni siquiera lo sentía y de no verlo, no sabría que estaba allí.

―¿Qué es? ¿Un abuelo árbol?. ―La risa ronca de aquel árbol hizo que la cabeza del príncipe se inclinara hacia un lado, sin duda su hallazgo era imposible de creer.  

―Soy Bokuseno, pequeño. Un simple árbol y quizá el único que queda de mi especie. ―Contestó el viejo árbol. ―¿Qué te trae a la sombra de mi follaje?.

El príncipe relajó su postura, era como estar con el viejo Jaken, pero no sentía la necesidad de burlarse o juguetear con el árbol. Aunque sus palabras le recordaron la razón por la cual había huido de su hogar en el castillo. Sus piernas se juntaron hacia su pecho y las abrazó, su mentón descansó en sus rodillas y su mirada se oscureció.

―Mi madre. ―Susurró. ―Me enteré que mi madre va a abandonarnos y eso me duele. No quiero que se vaya, pero él aún lo hará. He vivido en una mentira, tanto que no sé si el amor que mi madre me dio, está incluido en esa red de mentiras. No sé si sus acciones y palabras fueron de verdad, si sus cuidados y el amor que nos dio son genuinos o solo una farsa causada por la lástima. 

―El amor es algo que no se pueda fingir y las miradas no son capaces de ocultar la verdad del alma. ―Contestó Bokuseno. ―No importa que tan bueno sea actuando, el amor no es fácil de fingir y eventualmente se descubrirá. Los ojos son el espejo del alma, pequeño, ellos te dirán quien y qué siente esa persona antes que su propia boca. Dime entonces, ¿el afecto de tu madre es falso?.

Izaya no contestó, se sumió en su propio mar de recuerdos. Las veces que lloraba al ser sobre exigido en sus entrenamientos, cuando lo molestaban por su debilidad y cuando tenía miedo a la soledad, en todos esos recuerdos, su madre le sonreía y lo acunaba en sus protectores brazos para hacerlo sentir mejor. Izaya recordó las noches cuando era pequeño y su madre se recostaba a su lado para contarle sobre el valeroso Rey Demonio que tanto quería conocer, sin importar el cansancio que se reflejaba en su frágil rostro humano, esas ojeras oscuras bajo sus apagados ojos miel. Su madre siempre estuvo ahí, lo defendió y lo abrazó cuando lo necesitaba. Su madre lo amaba y no lo había visto gracias a su propio dolor. Se sintió tan egoísta por ello.

―Tu expresión lo dice todo. ―Habló el árbol. 

La expresión del segundo príncipe mostraba su confusión, su madre lo amaba y sus recuerdos lo mencionaban; esas miradas y esas sonrisas no eran falsas. Pero aún no entendía por qué su madre se iba a marchar a pesar de que los amaba, quería entender qué había en aquel extraño mundo como para que su madre quisiera irse. Izaya quería entender la razón por la cual su madre prefería irse a quedarse con ellos. 

―¿Por qué quiere irse entonces? Nos ama, pero de igual forma nos va a abandonar. No lo entiendo. 

―La mente humana es difícil de entender. ―Murmuró aquel árbol. 

Izaya no contestó, se mantuvo pensativo ante las circunstancias que afrontaba. Sin duda ese árbol tenía razón, la mente humana era difícil de entender y aunque fuera en parte uno, no llegaba a comprenderse algunas veces. Esas ganas de llorar cuando estaba triste en lugar de destruir todo, esos sentimientos agradables cuando su madre o sus hermanos estaban cerca; los demonios no sentían tal cosa. La tristeza al darse cuenta que ya no podía convivir con sus hermanos tanto como deseara, ellos estaban enfocados en la guerra y la protección de su madre; sus hermanos querían eliminar la guerra para que su madre estuviera a salvo. Izaya se preguntó porque los humanos y los demonios se odiaban tanto, en por qué no vivían en armonía para que todo fuera sencillo para ambos bandos al eliminar la guerra. Mientras su mente se llenaba de múltiples preguntas, el árbol rompió el silencio.

―Muchos prefirieron pagar un gran costo por el poder y se volvieron malvados, los que quedaron buscaron el poder por sus propios medios y también se volvieron malvados. Se enemistaron entre sí y destruyeron todo a su paso; destruyendo a los inocentes en el proceso, condenándose a sí mismos a una guerra eterna. Todo empeoró cuando un ser que oscilaba entre ambas razas, decidió crear su propio bando y atacó tanto a humanos como demonios. Los controló a ambos gracias a una trampa y hasta la fecha, nadie ha sido capaz de detenerlo. ―Suspiró el árbol. ―Aunque eso se tenía previsto, los humanos son ambiciosos por naturaleza y se adaptan a su entorno, pero son demasiado codiciosos. Fue por eso que aquel ser que les concedió el poder de adquirir habilidades a los humanos y los transformó en demonios; el mismo que les dio el poder de manipular la magia a los humanos restantes, decidió solventar su error creando una fuerza aún más poderosa combinando ambos bandos.

―¿Los Cinco Príncipes de la Calamidad?. ―Interrumpió Izaya.

―Así es. Las Cinco Calamidades, hijos de un humano y un demonio. ―Continuó. ―Con seres que no eran humanos pero tampoco demonios, capaces de tener magia y poder demoníaco fluyendo en su cuerpo; esas cinco criaturas restablecerían todo dependiendo del lado al que apoyaran. Solo las circunstancias dirían que harían esas criaturas, destruir el mundo tal cual y lo conocemos o traerle un equilibrio capaz de arreglar los errores que ambos bandos cometieron. Gracias a ese pensar, quien creó este mundo sintió que los humanos de este lugar estaban contaminados, por lo que decidió buscar en otros mundos a uno que no estuviera corroído por la maldad; solo así se aseguraría de que ese humano tendría la suficiente capacidad como para encargarse desde cero de tan poderosos seres.

El segundo príncipe meditó sobre aquellas palabras, él no tenía la intención de causar daños innecesarios y estaba seguro que sus hermanos tampoco. Muchos creían que serían bestias sanguinarias y que destruirían a los humanos junto a su imperio, pero por alguna razón, Izaya no creía que esa fuera la solución a la eterna guerra. A pesar de todo, ellos eran medio humanos y su madre lo era, Izaya creía que los humanos nunca cambiarían pero el exterminarlos como si fueran una plaga sería imitar las acciones de esos seres que esclavizaban a los demonios; los mismos que encadenaban a su pueblo como si fueran animales y los vendían como si fueran objetos. Pero no todos los humanos eran malos, solo estaban asustados o al menos eso era lo que una mente que nunca vio las consecuencias de la guerra pensaba, los pensamientos de alguien que había estado viviendo encerrado entre grandes muros sin ver realmente como era la vida real.

―Hay bondad en la maldad y maldad en la bondad, no olvides eso pequeño. ―Dijo ese árbol, como si fuera capaz de entender los pensamientos del príncipe.

Cuando Bokuseno dijo aquello, Izaya se acostó en el suelo tapizado de verde y extendió sus extremidades, con la mirada perdida en el firmamento. Sin duda había sido extraño todo, ya no estaba molesto o triste, no sabía como sentirse. Pero lo único que Izaya podía jurar era que el amor que su madre le profesó no era una mentira y que no le odiaba como sus instintos demoníacos lo gritaban. El amor que Inuyasha le daba a él y a sus hermanos era tan real como el que ellos le profesaban, sin duda era irrefutable. Pero el dolor transformado en ira había impedido que lo viera antes. Y así pasaron unas horas en las que Izaya se la pasó reflexionando, acompañado del suave movimiento del follaje y la brisa. El silencio y la paz que tenía ese lugar fue perfecto para que pudiera meditar sobre su vida.

―Me dolerá que se vaya, pero más doloroso será ver que él esté triste. ―Se levantó el príncipe de su lugar. ―Si es feliz en otro lugar, entonces le dejaré ir. No puedo ser egoísta y obligarle a quedarse; sé que aunque se vaya, el amor que nos tiene soportará todo. 

―Tal vez te lleves una sorpresa en un futuro, nada está escrito aún. ―Susurró con complicidad el árbol y volvió a tomar la palabra. ―Me ha alegrado tu visita, pero lo peor que un padre puede sufrir es no saber nada de su cría en mucho tiempo. Ahora que lo has entendido, sería mejor que regresaras, ellos deben estar preocupados.

―¿Puedo volver alguna vez?. ―Preguntó mientras sacudía su ropa inferior y su cabello.

―Quizá, te dejé entrar a mi santuario pero solo podrás volver cuando yo te lo permita. Nadie más que nosotros puede notar este claro protegido por mí. Pero si alguna vez en verdad necesitas de este viejo árbol, te estaré esperando. 

Ante aquellas palabras, Izaya entendió porque su padre no lo había encontrado. Sin duda nunca había conocido a algo o alguien como lo era ese extraño árbol.

―Entonces volveré, mientras tanto apreciaré todo el tiempo que mi madre me dé. ―Agregó Izaya con una sonrisa. ―¡Nos vemos pronto, abuelo Bokuseno!.

―Nos vemos, pequeño. Quizá sea más pronto de lo que crees. ―Se despidió.

Sin tomarle importancia a esas palabras, Izaya caminó por el mismo camino por el cual había entrado. Se despidió de aquel árbol de manera efusiva por última vez y salió del claro, al girar a su espalda, solo había árboles y arbustos; el claro de Bokuseno había desaparecido. Negando con una pequeña sonrisa, Izaya siguió su camino hacia el castillo demoníaco. Y mientras caminaba por el bosque, fue rodeado por un escuadrón demoníaco y los reconoció, eran parte de la guardia que protegía el castillo. No le dieron oportunidad de hablar, lo escoltaron directo a su hogar con la clara orden de llevarlo apenas lo encontraran por orden de sus gobernantes. 

El camino silencioso continuó hasta que Izaya pudo ver el castillo alzarse orgullosamente al frente de él. Sin poderse contener, se transformó en su gran forma que había logrado aprender a mantener por más tiempo y corrió hacia el castillo, sintiendo el viento acariciar su blanquecino pelaje. Cuando llegó, varios guardias lo interceptaron y la alerta se dio, todos en el castillo se enteraron de su arribo. Finalmente, Inuyasha apareció y al ver el gran demonio frente a él, hizo que la angustia que sentía desapareciera.

―¿¡Dónde estabas!?. ―Gritó Inuyasha apenas el príncipe cambió de forma, pero el adolescente no pudo responder ante el apretado abrazo de su madre. Izaya sintió su hombro humedecerse y a su madre temblar bruscamente. ―¡Tu padre te esta buscando como un loco! ¡Encontraron tu ropa desgarrada y cubierta de sangre! ¡Todos creímos lo peor!. ―Inuyasha trató de tranquilizarse pero no podía, no cuando el Rey Demonio le había traído aquellas prendas cubiertas de sangre, con la noticia que la esencia de Izaya había desaparecido y que su energía demoníaca había dejado de sentirse, algo que solo pasaba cuando los demonios morían. ―¡No vuelvas a hacer algo así! ¡Ódiame todo lo que quieras, pero no vuelvas a desaparecer de este modo!.

El príncipe no pudo decir o hacer nada, su madre sufría tanto que se odió a sí mismo por ser el causante de sus lágrimas. Inuyasha no quería soltar a su hijo, como si este desapareciera si lo hiciera. Recordó incluso la expresión del rey cuando traía en sus manos esas prendas, el como las apretaba en sus manos con la ira crepitando a su alrededor. No hizo falta el «él está sufriendo» de Kagome como para saber lo evidente, Inuyasha sabía que ese hombre amaba a sus hijos aunque lo negara y también que se culpaba por lo ocurrido, por no haberlo protegido. Pero tener a su pequeño en sus brazos, era sin duda algo que Inuyasha necesitaba y no planeaba soltarlo. 

Un aullido lejano se escuchó, Izaya reconoció el portador, era de su hermana y se estaba acercando, Inu no Taisho también alzó su voz; ambas calamidades habían sentido nuevamente su energía demoníaca y se acercaban para cerciorarse. No pasó mucho antes de que dos grandes bestias de pelaje blanco aparecieran en el campo de visión. Izaya notó que la transformación de Inu no Taisho se veía aún más grande y robusta, mientras que la de su hermana menor era más pequeña y esbelta, desprovista de marcas como él.

Inuyasha vio con alivio a las dos calamidades restantes, pero cuando ambos se transformaron en sus formas acostumbradas, un aullido gutural resonó a tal punto que Inuyasha sintió un miedo instintivo. Un aullido aterrador que le provocó un estremecimiento a quienquiera que lo escuchara. Izaya temió, su padre se estaba acercando con rapidez y su ira no hacía más que aumentar. Incluso Inuyasha temió a lo que aquel hombre pudiera hacer, por alguna razón, el sentido de alerta que poseía se había disparado y solo le provocó un escalofrío incontrolable. 

Inuyasha sentía el peligro acercarse pero aún no era capaz de mirarlo.

Continuará...

 


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