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Sweetest Sin por Yukitza KuroiL

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Notas del capitulo:

Las emociones suelen estar más despiertas en ocasiones importantes.

 

—Andrea... ¡Andrea!

Andrea volteó lentamente ante ese potente llamado. Se encontraba al borde de la azotea, ensimismado, con el uniforme puesto, sin chaqueta, y con la camisa desarreglada. Su mirada estaba tan perdida y distante que parecía que no notaba de su presencia. Que no le veía directamente. Angustiado, Kay intentó acercarse. 

—Andrea, por favor... sal de allí —. Su voz salió suplicante, mientras tragaba saliva. 

El joven no articuló palabra. Desvió su mirada hacia el borde del edificio, dando un paso más adelante, casi al vacío, haciendo que su amigo se pusiera en alerta. Como sus palabras no causaban efecto en el muchacho, corrió hacia él, con el corazón agitado y alarmado. Estiró sus brazos para sujetarle en un fuerte agarre, impidiendo su caída. Lo acercó a su cuerpo y sintió la gélida espalda del joven contra su pecho, atravesando su ropa. Se angustió. Al parecer, el muchacho, quien estaba inmutable en sus brazos, no era consciente de su estado y se dejó afirmar por él como si fuera un muñeco de trapo.

—Andrea... —musitó— ¿Por qué? 

—Déjame —respondió con tono apagado—. Déjame ir para dejar de sufrir.

—¡No lo haré!

—¿Por qué?

—Porque... porque yo...

El cuerpo de Andrea le pareció más pesado.

—Egoísta —habló de pronto Andrea, incorporándose en sus brazos—. ¿Por qué nadie se pone en mi lugar? ¿Por qué no logran comprenderme? ¿Por qué nadie se ha atrevido a preguntarme qué es lo que quiero? Solamente se interponen en mi camino.

—Andrea... 

—Todos... todos me han impedido ser feliz. Nadie ha dejado que extienda mis alas para resurgir de nuevo.

—¿Y qué es lo que quieres? —se atrevió a preguntar con temor. Su corazón golpeaba fuertemente su pecho.

Andrea volteó para mirarlo. Una triste sonrisa se dibujó en sus labios secos, mientras sus grandes ojos acompañaban ese gesto.

—Quiero morir —susurró.

Al instante, junto a esas palabras, la imagen de Andrea empezó a desvanecerse ante la mirada atónita de Kay, quien intentó mantenerlo allí, aferrándose a su cuerpo; pero el muchacho ya había desaparecido por completo de sus brazos. Se miró las manos, inquieto, y tembló al verlas teñidas en sangre. Retrocedió un par de pasos antes de notar que el líquido carmesí se desvanecía y  evaporaba entre sus dedos, perdiéndose en el aire. No comprendía qué estaba sucediendo.  Aturdido, miró a su alrededor encontrándose a sí mismo en el patio de la escuela, cerca de un gran número de alumnos que hablaban entre ellos. Rodeaban un bulto que estaba tendido en el suelo y que a simple vista era difícil de distinguir, a causa de la cantidad de gente que se encontraba allí.  Se acercó con temor. Su corazón le advertía algo que su curiosidad quiso ignorar. A los pies de los presentes, se extendía una difusa mancha oscura que avanzaba con lentitud hacia su dirección, extendiéndose de forma lenta como una ola sobre la arena. Por un instante creyó que era aceite; pero poco a poco la mancha fue tomando forma, descubriendo un charco rojizo esparcido debajo de un joven muchacho que le era dolorosamente familiar. Algo se atoró en su garganta y se desbordó en un par de lágrimas que fueron opacadas por un doloroso grito que se elevó por los aires y le secó la garganta. Sus manos trataron de alcanzar ese maltrecho cuerpo, sin ningún resultado. Intentó hablar, hacer algo, pero su cuerpo no respondía y terminó cayendo de rodillas, golpeando el suelo con pesadez. Gritó nuevamente su nombre un par de veces más... antes de despertar.

Se sentó sobre la cama, agitado y tembloroso, con el corazón doliente y los músculos tensos. Miró el reloj. Marcaba las tres y media de la madrugada. Tomó aire y colocó ambas manos en su rostro, mientras su cuerpo volvía a reposar sobre la cama. Sus dedos se deslizaron por entremedio de sus cabellos, soltando un denso suspiro. 

—¿Qué... rayos acabo de soñar?

Miró el techo, tratando de recuperar el aliento. Su alma aún se encontraba inquieta a pesar de estar consciente de que todo había sido un sueño; uno terrible. Sin embargo, le pareció tan real que, por un momento, la idea de ir corriendo a su cuarto y comprobar si dormía tranquilamente en la cama se le cruzó por la cabeza. La desechó. 

¿Qué le diría? ¿Qué excusa le inventaría?

Ninguna.

Se levantó al baño a mojarse el rostro y beber un poco de agua. Debía dejar de pensar en ello y volver a su cama e intentar dormir. Después de todo, sólo era una horrible y desagradable pesadilla.

Al otro día, Lyo lo encontró sentado en una banca, con la mirada algo perdida y el sueño marcado en su rostro. Aún llevaba el pesar de la noche a cuestas y el desayuno le había sentado mal. No tardó en acercarse a él y preguntar que le había ocurrido para llevar ese semblante, sentándose a su lado con calma. Kay le miró y, dando un suspiro, no tardó en responder.

—Así que ese fue tu sueño —agregó, luego de oírle con detenimiento.

—Sí —respondió con voz cansada—. Y créeme que después de eso no pude dormir bien.

—Eso está mal —agregó Lyo, luego de un pesado suspiro—. Hoy es la competencia intraescolar de atletismo. Tienes que estar en forma. Eres nuestra carta para las nacionales.

—Lo sé, pero... Esta punzada en el pecho no me deja tranquilo. Es... una sensación muy extraña.

—Veo que realmente estás preocupado por Andrea —dijo de pronto, acomodándose los lentes.

—¡Por supuesto! ¿Cómo no iba a estarlo?

—Últimamente estás muy al pendiente de él.

—Lo dices como si me gustara.

—¿Y no es así?

Silencio. Ambos se miraron por breves segundos, antes de que Kay se levantara de golpe, con las mejillas ardientes y su corazón apretado.

—¡Deja de hacer eso! No es primera vez que me lo insinuas.

Lyo, sonrió.

—Y no es primera vez que actúas igual. Por mucho que te digo que es broma, tú te pones así de nervioso. ¿Cómo no sospechar nada ante tal reacción? De todas formas... —prosiguió, poniéndose de pie y quedar al lado del otro, pasando un brazo por sobre el hombro ajeno— eso es algo que no me molesta. Yo te acepto tal cual eres, por ser mí amigo.

—En serio, Lyo. Ya córtala con esa clase de bromas. En verdad, no es gracioso.

—Pero si se ven bien juntos. Harían una bonita pareja.

—¡Te dije que la cortaras!

—¿Quiénes harían una bonita pareja? —se escuchó de pronto.

Justo por el lado izquierdo del pasillo apareció Andrea, con los pantalones de gimnasia, una polera blanca –cuya insignia del establecimiento lucía impecable en su lado derecho–; unas muñequeras rojas y una carpeta bajo el brazo. Al verlo, Kay sintió que el corazón se le salía por la boca y no precisamente por el sueño.

—¿Qué sucede? —preguntó Andrea, al notar a su amigo tan nervioso.

—Nada, nada  —dijo Lyo, meneando una mano de un lado a otro—. Solamente estaba molestando a Kay con...

Kay colocó sus manos sobre la boca de su amigo, con rapidez, evitando que dijera algo comprometedor. El muchacho, en tanto, les miraba más confundido aún.

—Olvídalo, Andrea —prosiguió Kay—. No era nada importante. 

—¿Seguro? 

—Sí, sí. ¡De verdad!

Lyo logró librarse de la opresión de su amigo, recuperando un poco el aire. Sin dudarlo, le dio un empujón y se arregló la ropa; luego se dirigió a Andrea, con calma.

 —A propósito... ¿Por qué andas trayendo puesta la ropa de gimnasia?

—¿Ah? ¿Esto? Es que hoy le tocaba gimnasia a mi curso; pero como tenemos clase hasta las diez a causa del campeonato, las suspendieron.

—¡Ah! Ya veo... —prosiguió Lyo—. Por un momento creí que tú también ibas a competir.

—No. No soy bueno corriendo. ¿Y tú, Kay? ¿No vas a participar que todavía llevas puesto el uniforme?

—Sí voy a participar... —titubeó al responder, recordando parte de su sueño—. Ahora... ahora iba a cambiar mi ropa —concluyó, nervioso.

—¿En qué grupo te tocó? 

El joven prosiguió. Al parecer, aún no daba por terminada la plática.

—En el grupo C. —Kay quería marcharse de allí. Su corazón estaba inquieto a causa de la pesadilla de la noche anterior y las bromas de Lyo.

—¿En el grupo C? —preguntó de pronto Lyo, confundido—. Pero... ¿No se supone que esa categoría corresponde a los superiores y no a los secundarios?

—Por eso mismo —contestó Kay algo avergonzado —. Es por la edad.

Lyo lo miró por algunos segundos, antes de chasquear los dedos, sonriente.

—¡Es verdad!  A veces se me olvida que tienes veinte años.

Andrea se rió sutilmente, como pocas veces lo hacía. Debía reconocer que hasta él olvidaba que su compañero ya era mayor de edad. Kay, en tanto, miraba al menor con ternura. Estaba tan acostumbrado a que el joven estuviera deprimido y distante, que verle reír de esa manera le daba un aire renovado y fresco. Y eso le encantó. Lyo también se percató de ello.

—Es cierto... —dijo de pronto, el muchacho—. No demuestras tu edad, Kay.
—¿Te molesta que yo sea más viejo que tú? —alegó, cruzándose de brazos.
—No, Kay  —respondió con una dulce sonrisa—. Me gusta.

Lyo no pasó por alto esas palabras ni la mirada dulce que ambos compartían en ese instante. Sonrió con malicia y sin dudarlo, se acercó al joven abrazándolo por los hombros con gesto fraternal.

—¿Te gusta Kay? —y a pesar de decirlo en broma, sus palabras fueron demasiado certeras para él.

—¡No! —el rubor se apoderó de su rostro y parte de sus orejas —. Me gusta que tenga esa edad... o sea... que no me molesta... —tomó aire antes de proseguir—. A lo que me refiero es que los chicos de mi edad son tontos; torpes. La gente mayor tiene más tema de conversación.

—Ahora soy un anciano.

—¡No, Kay! ¡No! A lo que me refiero es que...

—Tranquilo, tranquilo —le interrumpió Lyo, con tono amable—. Te comprendemos.

Andrea le miró frunciendo el ceño como lo haría un niño a punto de una rabieta. Su amigo le dio unas leves palmadas en el hombro.

—Vamos, que esto no altere tu buen humor.

—Hoy estás de buenas —habló de pronto Kay, para cambiar el tema—. Eso es extraño.

Andrea le miró, con el semblante sobrio. 

—¿Te molesta?

—No. Es bueno verte así —sonrió—. Eso significa que estás contento... ¿Por qué sería?

El muchacho titubeó un poco, mirando la carpeta que traía en sus manos. Con cuidado la acercó hacia Kay quien no tardó en abrirla y analizar su contenido.

—¿Eh? ¿Vas a participar en el campeonato nacional de ajedrez?

—Sí —respondió el menor con una sutil sonrisa.

—¡Felicitaciones! —añadió Lyo, sonriente—. ¿Por eso estás tan contento?

—Bueno... sí... pero... además...

Ahora era él quien se ponía nervioso, jugando con las muñequeras.

—¿Qué? —apuró Kay.

—El rector me dijo que tenía derecho a pedir lo que yo quisiera, dentro del ámbito educacional. O sea, dentro de las posibilidades del establecimiento.

—¿Y qué pediste? —preguntó Lyo.

Los ojos del muchacho se depositaron sobre Kay por breves segundos y luego los guió hacia sus manos.

—Pedí... que me cambiaran de curso.

—¿Eh? 

La exclamación fue mutua y Andrea notó la decepción en el rostro de sus amigos. Claramente ellos esperaban otra clase de respuesta; tal vez algo más "importante".

—Sé que suena tonto, pero es mi decisión —respondió, quitando de un manotazo la carpeta a Kay—. Ustedes no saben lo que eso significa para mí.

—Pero... ¿Por qué el cambio? —inquirió, Kay.

—Porque no soportaba un día más a mis compañeros —contestó, mientras se alejaba—. Y vete a cambiar de ropa, Kay, es tarde —concluyó perdiéndose por el pasillo.

—Si quieres estar con él, debes mejorar la comunicación.

—Tienes razón, Lyo —respondió el joven, pero al instante comprendió lo que su amigo le trataba de decir—. ¡Oye! ¡Córtala con eso!  

—Apúrate será mejor; vas a llegar tarde.

—Pero...

—Nada de "peros"... ¡Vamos!

Y mientras Lyo acompañaba a Kay a los vestidores, Andrea los observaba desde el fondo, apoyado en la pared contraria del pasillo, con toda su atención puesta en Kay, contento. Era primera vez que se sentía tan satisfecho con alguna decisión.  

—Tonto... —susurró—. Me cambié por ti...



 o0o

 

Katherine se encontraba en los vestidores, junto a Kay. Verle pensativo y distante le preocupó. No era muy común en él tener esa clase de humor. 

—¿Estás nervioso? —preguntó, sacando unas vendas de su bolso de enfermería.

—No. Si fuese un examen sí.

La joven mujer, sonrió.

—Es bueno que tengas confianza en ti mismo.

—Siempre la tengo en estas situaciones.

—¿Te coloco las vendas?

—Por favor. 

La enfermera enrolló las vendas alrededor de los tobillos y las pantorrillas, como ya lo había hecho tantas veces en las prácticas. Él la miraba silenciosamente, con la pesadilla pegada en su mente como una calcomanía. Todo se mantenía tan fresco en su cabeza, y tan nítido, que le molestaba.

Estaba tan absorto que no notó que Katty había terminado. 

—Así que te has hecho muy amigo de Andrea —dijo de pronto, para romper ese extraño ambiente.

Kay la miró extrañado por el comentario. Que le hablara de él, justo cuando sus pensamientos estaban enfocados en su persona, lo desencajó.

—Eso es bueno —prosiguió—. Desde que te conoció el ánimo de Andrea ha cambiado poco a poco. Ya casi ni visita a la psicóloga, con la excusa de que tiene que estudiar y en realidad va a tu cuarto.

—Es que me ayuda a estudiar —respondió el otro, algo incómodo.

Katherine le miró, sonriente, dando unas leves palmadas sobre las vendas.

—¿Qué opinas de él, Kay?

La pregunta lo pilló un poco desprevenido. No entendía por qué la enfermera comenzaba a preguntar esas cosas tan repentinamente, y –al parecer– sin ningún motivo en especial. 

—Es... un buen chico —trató de responder aunque se sentía contrariado—. Pero me da la impresión de que pone una careta para ocultar lo que realmente le sucede. Con nosotros ríe y charla, pero no habla de sí mismo. Igual he notado que antes lucía más distante que ahora. No sé si será porque ya está bien o porque no quiere involucrar a nadie en sus asuntos. A veces me parece egoísta.

—Tal vez quiera dejar todo su sufrimiento en el pasado. ¿Para qué escarbar en la herida si ya se está curando?

—¿Tú crees? —agregó, corriendo la mirada —Pero... así se está mintiendo. Yo sé que hay algo que le hace daño y aún no tiene la confianza para decírmelo. No voy a estar forzándolo para que me diga.

—¿Y te has puesto a pensar que en vez de confianza... sea miedo?

—¿Miedo? 

Esa observación le clavó un escalofrío en el pecho.

—Sí; miedo. Pero de algo estoy segura.

—¿De qué?

—Que a veces Andrea es feliz, sinceramente. Sin careta.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Cuando está con ustedes... especialmente contigo.

Kay se sonrojó, aprisionando su lengua contra su paladar como si tratara de evitar que se le escapara algo.

—Ya... vete a la cancha. —Golpeó su hombro con ligereza para apurarlo—. La carrera debe estar por comenzar.

El joven se despidió con una leve sonrisa y salió del vestidor aún pensativo. Le llamaba mucho la atención de que Katty hiciera esa clase de preguntas. Desde que se conocían, jamás se vio interesada en sus aspectos personales y mucho menos cuando Kay la invitó a salir, unos meses atrás, con el fin de tener algo de cercanía. ¿Por qué ahora? ¿Acaso ella sabría algo que él no?

De todas formas, estaba desconcertado. Que todo girara en torno a Andrea luego de ese inquietante sueño; que esas imágenes le interrumpan la mente a cada tanto; que a Andrea le vaya a pasar algo... ¿Pasar algo?

Se detuvo en seco. Su corazón dio un vuelco en su pecho.

«Sólo fue un sueño», pensaba. «Nada le va a pasar a Andrea. Lo que pasa es que estás pensando mucho en él».

«¿Mucho en él?».

Se apoyó en la entrada que guiaba a la cancha. Cerró los ojos y dio un suspiro. Hasta ese momento no se había dado cuenta de todas las veces que pensaba en su amigo. ¿Estará bien? ¿Qué es lo que le ocurre? ¿Por qué intentó suicidarse? Siempre estaba atento de él; pendiente. 

A decir verdad, él no comprendía lo que eso podría llegar a significar.

Y el sueño, ese maldito sueño, le molestaba.

«No sé qué habrá querido significar ese sueño; pero no quiero que sea un presagio».

Se alistó al lado de los competidores, con el asunto todavía rondando en su cabeza. Desde las gradas era observado por Andrea y Lyo, quien le echaba porras a todo pulmón. El juez levantó la mano. El disparo rasgó el aire. La carrera comenzó.

Los competidores habían comenzado enérgicamente, menos Kay. Corría más lento que los demás y se estaba quedando de rezagado. Andrea se inquietó, preocupándose un poco.

—Tranquilo —le dijo Lyo, acercándose un poco—. Él no va a perder.

—Pero... está muy atrás. Él es más veloz que esto.

—¿Lo has visto entrenar?

—Muchas veces —respondió con una dulce sonrisa.

A la altura de la primera curva, Kay tomó velocidad. Poco a poco fue ganando ventaja, adelantando por los bordes. Andrea apretó los puños, antes de alentarle:

—¡Sigue Kay!

Lyo lo observaba. La expresión cálida de su rostro le delataba, pero al parecer no era consciente de ello. Aunque era un motivo sin importancia dentro de su trabajo, no pudo evitar sentirse atraído y preocupado por ese hecho. Desde que llegó, hace algunos meses, había formado un vínvulo con ellos, sintiéndose parte de ellos y, no en vano, les consideraba como buenos amigos. Pero no quería parecer un entrometido y ofender a Andrea. Debía ser precavido, por mucho que su curiosidad le incitara a seguir.

Con cautela, se acercó para susurrarle cerla del oído: 

—Kay es un buen amigo, ¿no?

Andrea le miró un poco sorprendido por tan repentina observación.

—Sí... Tú también lo eres.

—Sí, los tres somos buenos amigos; pero Kay es diferente. Espero que todo salga bien entre ustedes dos.

El muchacho se puso nervioso y tragó un poco de saliva antes de decir algo. ¿Tanto se le notaba?

Lyo sujetó su hombro, sonriendo con amabilidad. Notó su nerviosismo y trató de hacerle sentir que todo estaba bien. El joven desvió la mirada hacia el suelo, avergonzado.

—Las cosas que dices, Lyo... —intentó responder de manera natural; pero sabía que estaba al descubierto y, conociéndole como era, una evasiva no funcionaría para cambiarle el tema. Así que decidió proseguir para ver su reacción—: Pero... —su voz denotaba vergüenza —aunque así fuera... él jamás se enteraría.

—Ya veo. Entonces mis sospechas eran ciertas.

Andrea agachó la cabeza.

—Pero no tengas miedo —añadió su amigo, con una voz gentil y calmada.

—No sé... —le miró nervioso e inquieto—. ¿Se... me nota mucho?

—¿Qué cosa?

—Qué yo... soy... —y agachó la cabeza, apenado. La confesión ya estaba hecha.

—Yo no he notado nada. Lo que sí noté fueron tus sentimientos por él. Yo no tengo problemas por lo que eres; no te preocupes. No diré nada—. Y acercándose un poco más, añadió—: Tampoco nada de lo que haces te delata. Lo noté porque soy tu amigo.

El muchacho le miró sorprendido y no tardó en sonreírle aliviado, con el corazón lleno de agradecimiento.

—Gracias.

La galería comenzaba a agitarse y ambos volvieron su atención hacia la carrera. Los competidores ya habían pasado la última curva, aproximándose a la meta. Kay alcanzaba la delantera en el último metro, quedando a la par con otro joven. El público se levantó de sus asientos, comenzando a gritar.

—¡Vamos, Kay!

Andrea le miraba atento desde las gradas, agitado por la tensión. Por un momento le pareció que Kay le había mirado, y éste, por su parte, también tuvo la misma sensación; pero no podía desconcentrarse. Estaba a la par con su adversario y la meta estaba demasiado cerca. Un fallo y todo estaría perdido.

La meta estaba próxima. El pecho a punto de quebrarse por la presión. Solamente faltaban unos pocos centímetros. La gente se levantó, agitando los plumeros. Lyo gritó, mientras Andrea ahogaba una exclamación. 

La cinta se cortó. Kay había ganado.

La barra, agitada y entusiasmada, corrió hacia el joven, arremolinándose cerca de él, felicitándolo y abrazándolo. Lyo, en tanto, estaba rebosante de felicidad, mirando todo desde arriba.

—¿Viste Andrea? —decía—. ¡Kay ganó!... ¿Andrea?

Al mirar al puesto vecino, notó que su amigo no estaba. ¿En qué momento se había desaparecido? Preocupado, comenzó a buscarlo con la mirada, pero la marea de personas y su escasa visión le impedían hallar el muchacho. 

—No te preocupes —se oyó una voz femenina, detrás de sí.

Lyo volteo, encontrándose cara a cara con la enfermera.

—Katherine...

—Andrea corrió a felicitar a su amigo —le dijo, sonriente, señalando hacia la cancha.

Y así era. Metiéndose entre la gente, el joven intentaba llegar hacia donde se encontraba su amigo abriéndose paso entre empujones y codazos. Para su suerte, no faltó mucho para que éste notara su presencia y también intentase llegar hacia él, alejando a sus compañeros. Necesitaba compartir esa alegría con el muchacho.

—¡Ganaste! ¡Felicitaciones! —chilló Andrea, tirándose a sus brazos.

Kay lo abrazó, embargado aún por la emoción de la victoria, olvidando que había más personas alrededor. El abrazo fue fuerte, lleno de entusiasmo y sentimiento: la presión de los brazos, la calidez del cuerpo, les hacía disfrutar el momento. Andrea se aferró a él. Le gustó sentirle tan cerca. Y Kay, embelesado por el suave aroma de su cuello, lo atrajo hacia sí con más fuerza, como si fuera la primera vez que sentía ese perfume. 

Y aunque el abrazo era inofensivo, común y corriente como siempre suelen darse los amigos en estas situaciones, a Kay le pareció distinto. A su mente le llegó su sueño, el abrazo y la desaparición, olvidando por un momento su entorno. Lo aprisionó entre sus brazos, para que no se le escapara, y así evitar que volviera a desaparecer. Era tanta la presión ejercida por el miedo del recuerdo, que casi le levantó del piso. Andrea comenzó a incomodarse.

—Oye, Kay... —le decía algo nervioso—. No te emociones tanto, que la gente puede pensar mal.

Al oírlo, le alejó lentamente, con el corazón agitado en el interior. Ambos estaban ruborizados.

—Perdón... es... la emoción —trató de excusarse con una avergonzada sonrisa.

—Lo sé. No te preocupes —sonrió a su vez, Andrea—. Casi me partes la espalda... tienes fuerza.

—¿Tú crees? Pero no te hagas el frágil; yo sé que no eres para nada débil.

Ambos rieron un poco, antes de prenderse el uno al otro con la mirada, en silencio. El menor apretó sus labios en un gesto nervioso, como si quisiera decir algo. Kay, por su parte, se vio interrumpido por sus compañeros que llegaron en grupo y se lo llevaron, entre empujones, risas y palabras alegres hacia los vestidores. Andrea sólo sonrió y le hizo un gesto de despedida. En su cuerpo aún sentía la presión de sus fuertes brazos y, en su pecho, el golpeteo inquieto de su corazón. Tuvo que respirar hondo para calmarse.

—Calma, Andrea... —murmuró para sí—. Solamente es la emoción del momento. Sólo eso. No vayas a caer en el mismo error.

"Por supuesto", se oyó la voz de Eindrea tras sus espaldas. "Y aunque cometieras el mismo error... Kay es diferente. No es de tu clase".

La sonrisa se le esfumó de inmediato, quedándose allí, solo, cerca de la pista, mirando como la gente felicitaba a su amigo a lo lejos. En silencio, dio media vuelta y se marchó. 

Su expresión triste volvía.

o0o

 

La tarde del sábado estaba tibia, cuando el taxi se presentó en la entrada del establecimiento. Kay pidió que abrieran el maletero, sin prisa.

—Lástima que no te podamos acompañar —se despidió Lyo, mientras le ayudaba con las maletas y cerraba el capó—. Habría sido muy entretenido acompañarte.

—Lo sé. Me hubiese gustado mucho.

Dirigió su mirada hacia Andrea que estaba en silencio desde la mañana. Se le acercó con suavidad para ponerle una mano sobre el hombro, haciendo que levantara la  cabeza y le sonrió.
La mirada del joven dijo todo lo que su boca no podía en esos instantes.

—¿Qué sucede? —preguntó como si no lo notara.

—Nada —respondió desviando los ojos—. Sólo que me da un poquito de enojo no poder acompañarte al campeonato nacional.

—Relájate —interrumpió, Lyo—. Ya te dijimos que solamente se va por una semana.

—No es eso...

Andrea se ruborizó, un poco enfadado, y su amigo no entendía el porqué de esa actitud. Pero Kay parecía saberlo, o por lo menos sospecharlo, y disfrutaba de aquella faceta casi infantil que su compañero rara vez demostraba. Era tan extraño verle con la guardia baja, que cada faceta nueva, distinta, le agradaba y la disfrutaba como si le regalaran un dulce. Y en cierta manera así era: verle tan indefenso, casi inocente, era una verdadera delicia.

—Bueno, ya es hora de irme. Si se me hace tarde, perderé el bus a la capital.

—¡Regresa con el primer lugar, eh!

—¡No tienes que decírmelo, Lyo!

—Que te vaya bien —concluyó Andrea, sonriéndole.

Kay ingresó al vehículo, cerró la puerta y se despidió haciendo gestos mientras el taxi se alejaba. Por fin había partido, luego de una larga y cansadora mañana llena de atrasados preparativos. Si no fuera por Andrea, él aún estaría revoloteando por allí.

Lyo estiró los brazos hacia el cielo, desperezándose. Tanto ajetreo le había dado hambre.

—¿Y bien, Andrea? ¿Lo extrañarás?

El muchacho le dio un leve empujón, antes de sonreír.

—Deja de molestar un rato.

—Tomaré eso como un "sí".

Miró a Lyo por sobre el hombro sin decirle nada y se devolvió hacia la entrada. Su amigo le siguió, no sin antes proponerle ir a almorzar. Era muy tarde y su estómago se lo estaba recordando.

—¿Quedará comida, Andrea?

—Eres tan glotón como Kay.

Esa tarde de viernes pasó en un abrir y cerrar de ojos. 

Al otro día, la ausencia de Kay se hizo notoria cuando todos los alumnos se habían ido a sus casas y Andrea se quedó solo en su habitación. Estaba tan acostumbrado que éste fuera a su cuarto para pedirle que salieran o simplemente quedarse charlando hasta altas horas de la noche, que no sabía qué hacer para entretenerse. Y Lyo estaba demasiado ocupado –en asuntos que desconocía– para molestarlo. 

Luego de mirar el entorno y analizar su situación, decidió que la mejor manera de pasar el aburrimiento era limpiando su cuarto. Últimamente lo había dejado de lado y ya no lucía tan ordenado y limpio como a él le gustaba, a pesar de que aseaba cada tarde después de clases, sobre todo ahora que tenía un gato. Además, debía reconocer que también influía mucho su estado de ánimo, cuando sufría de sus crisis depresivas, y se quedaba todo el día encerrado, tirado sobre la cama, sin ganas de nada. Por eso, debía hacer algo al respecto.

Se levantó de su cama y observó su entorno, pensando por dónde comenzar. Su gatito se acercó a sus piernas, rozándose y ronroneando, pidiendo atención. El joven no tardó en acariciarlo, sonriente. 

—Perdón, ¿quieres comida?. Espérame un momento.

Se dirigió a la cocina y descubrió que no le quedaba suficiente alimento gatuno. Un descuido de su parte. Le dio algo de leche fresca por el momento, y al ver que el minino bebía tranquilo, lo encerró en la cocina para ir en busca de comida. Cogió las llaves y fue directamente hacia la caseta de Don Luis, quien era su secreto distribuidor. Desde ese incidente, él se comprometió a ayudarle con el gatito siempre y cuando tuviera mucha precaución. Andrea se sintió afortunado porque no tendría como conseguir las cosas necesarias de otra forma, y Kay, junto a Lyo le ayudaban a mantener el secreto.

Al llegar a la caseta, don Luis le recibió con una amplia sonrisa.

—Espero que a Kay le vaya bien en el campeonato.

El comentario salió de manera espontánea de su boca, mientras buscaba en el estante "lo de siempre".

—Yo creo que sí. Él es un buen corredor.

—Sí... tiene mucha madera. Podría dedicarse a esto profesionalmente.

Andrea miraba su entorno, con calma. Le agradaba esa pequeña caseta, con una cocinita en el costado y un botiquín en el otro. Era como una casa de muñecas hecha para chicos; un pequeño y estrecho lugar que albergaba en su interior demasiadas cosas. Siempre pensaba como era posible que ese hombre metiera tanta cosa allí, sin verse desordenado ni saturado. Tenía de todo, desde una radio a pilas hasta un televisor de catorce pulgadas, al lado de un estante repleto de diversas cosas y materiales; además de un pequeño guardarropa y un portallaves detrás de la puerta, justo al lado de donde colgaba su abrigo y la linterna. Sin duda un pequeño mundo, lleno de detalles, pero exquisitamente cálido.

—¿De carne o de pescado? —preguntó de pronto el hombre que aún se encontraba con la cabeza metida en el estante.

—De pescado, por favor. La semana pasada le lleve de carne.

Movió la cabeza en señal de que había comprendido y agregó:

—A propósito... Supe que a tu primo lo echaron de aquí. Ya era hora de que ese individuo se fuera de este sitio. Sé que es un establecimiento para chicos problema, pero él... ¡Él! Era un caso más grave.

El joven se inquietó al oír "tu primo". Sus manos se pusieron heladas y, de inmediato, un malestar se posó en su pecho. Respiró hondo para disimular. No quería que don Luis lo notara.

—Corre el rumor de que hacía películas de dudosa moral con algunos alumnos del establecimiento y que luego subía a Internet. Creo que en su habitación encontraron cintas de vídeo y cosas por el estilo que se llevaron los inspectores a Rectoría como prueba para la expulsión, a parte de identificar a los otros chicos que estuvieron involucrados. La única manera de que lo pillaran es que uno de los "suyos" hablara.

Andrea no dijo nada. Los nervios se estaban apoderando lentamente de su cuerpo; quería huir de allí cuanto antes.

—Menos mal que ya lo expulsaron —prosiguió, mientras le entregaba el paquete de alimento—. Ese muchacho nunca me dio buena espina.

—Nunca fue... de los trigos muy limpios —contestó al fin Andrea, con voz temblorosa—. Ese tipo no debería estar vivo.

Don Luis le miró detenidamente, para luego tomar las llaves que estaban sobre la mesa. Había algo que le molestaba.

—Lo dices con rencor, Andrea. ¿Acaso te hizo algo?

Apretó la bolsa de comida entre sus brazos y corrió la cara, inquieto.

—No... sólo que nunca nos llevamos bien. Desde pequeño solía ser cruel con lo que se topara. Eso es todo.

Y la imagen de una bella mariposa azul, cruzó por su memoria. 

Esas bellas mariposas dentro de esos fríos cuadros de madera.

—Ya veo —respondió don Luis, no muy conforme con esas palabras—. Pero supongo que él no fue quien te dejó en ese estado, cuando te encontré aquella vez, ¿cierto? 

Tragó saliva, sin mirarle. Estaba demasiado nervioso como para responder. Don Luis supo que lo mejor era detener esa conversación.

—Mira, Andrea... sea cual sea el problema que tuviste con tu primo ya pasó. Debes ser fuerte. Ahora no está; ya puedes estar tranquilo. Recuerda que no estás solo.

El muchacho respondió con una triste sonrisa. Ya no había nada más que decir al respecto.

—Gracias, don Luis. Ahora me voy. Tengo que terminar de asear mi cuarto.

—Aprovecho de irme contigo. Pronto será la ronda. Debo sacar al perro y vigilar que todo esté en orden.

Cerró la caseta con llave y se despidió del muchacho, mientras este se dirigía a su habitación, con el alimento en los brazos y su cabeza distante. Aún le daba vueltas lo que había comentado el anciano y eso lo tenía inquieto.

«Vídeos», pensaba. «Le encontraron los vídeos».

Apresuró su paso. Necesitaba volver cuanto antes a la habitación. Se sentía incómodo y quería volver para relajarse y pensar bien las cosas. Después de todo, era el único lugar seguro que podía acudir.

Iba tan rápido y sumergido en sus pensamientos, que no notó que le miraban. Escondidos entre los escombros del patio trasero, a unos metros de distancia, se encontraba el grupo de alumnos con los que tuvo problemas hace algún tiempo; aquellos que habían maltratado el gato. Le observaban entre cuchicheos, bebiendo cerveza y fumando. Rara vez se veía al muchacho a solas; siempre estaba acompañado de Kay o Lyo. Y ahora, se les presentaba esta oportunidad que no dejarían pasar por alto. Aún quedaban "deudas por saldar", desde aquel día.

Era el momento perfecto.

Lo siguieron en silencio, con cautela, hasta la zona de dormitorios. El lugar estaba casi vacío a causa del fin de semana, y Andrea era el único que se encontraba en ese piso. Y ellos lo notaron.

Sin sospechar nada, el joven entró a su habitación. Alimentó a su gatito y lo dejó encerrado en la cocina. No quería que se le escapara por la ventana mientras hacía el aseo y dejaba que se ventilara la habitación. A pesar de estar en un tercer piso, era fácil para el minino treparse por el árbol que estaba al frente de la ventana y huir por ahí. Generalmente lo hacía de noche, cuando sabía que el perro guardián de don Luis estaba encerrado. Ahora que andaba de ronda, no quería arriesgarse. 

Ordenó los libros, limpió las paredes y las ventanas; sacudió las cortinas, aseó el baño y la pequeña cocina. No tenía la menor sospecha de que era vigilado por estos alumnos, escondidos en la habitación contigua, esperando una oportunidad. Al terminar, agarró la bolsa de basura y salió de la habitación, dejando la puerta. Los jóvenes lo observaban por entremedio de la puerta, en silencio. Cuando vieron que su silueta desaparecía a lo lejos, el grupo aprovechó para salir de su escondite y entrar a su cuarto. 

—Quédate en la puerta por si regresa pronto —ordenó el líder del grupo a uno de ellos, el más joven, mientras examinaba su entorno. A pesar de no ser muy alto, sus rasgos rudos, su mirada tosca y su voz gruesa le daba un aire intimidante. Su cuerpo era delgado, pero fibroso, y su cabello oscuro remarcaba sus facciones, dándole una imagen de un joven presidiario que de un estudiante problemático.

—No creo que sea buena idea, hermano —replicó el muchacho, un poco nervioso. Al contrario del mayor, su imagen era débil y enfermiza; con su rostro pálido, su pelo castaño despeinado y sus ojos grandes y verdes, parecía un ciervo asustado. Su perfil no encajaba con los demás miembros del grupo.

Al oírle, el líder volteó golpeando el marco de la puerta de un puñetazo, muy próximo al rostro del joven, quien de inmediato hizo un gesto de protección.

—Escúchame, Josesito —le dijo con voz suave y paciente, sin ninguna amabilidad—. ¿Estás con nosotros sí o no? Por que si estás con nosotros, no hay problema... Si no lo estás, te puedes ir, pero ya sabes lo que significa eso.

José le miró temeroso y un poco avergonzado corrió la mirada. No le gustaba que su hermano le tratara de esa manera; sin embargo, no tenía el valor para encararlo.

—¿Y bien?

—Tengan lo que tengan que hacer, háganlo rápido antes de que Andrea vuelva. Yo por mientras, seguiré vigilando.

Su hermano sonrió complacido y depositó un cálido beso en su cabello.

—¿Ves? Por algo soy el líder del grupo. 

José miró como se alejaba, en silencio, y se quedó allí, enfadado consigo mismo y avergonzado por no ser capaz de hacer algo más. Se apoyó en el marco, mirando hacia el pasillo, vigilante

—¡Qué habitación más ordenada! —sonrió uno de ellos, pasando un dedo por encima de la mesa—. Toda una dueña de casa —concluyó con sorna.

Todos rieron ante la broma.

—¿Qué hacemos Alberto? —preguntó otro, mirando dentro del armario—. ¿Lo esperamos?

Alberto sonrió. Había empezado a registrar los cajones de puro ocioso.

—Tal vez. Quiero ver su cara cuando nos vea. 

Pero su pensamiento cambió cuando se encontró con algo que parecía una agenda, negra y con un pequeño candado de metal en el costado, oculta en el último cajón de la cómoda. Su sonrisa se amplió, resaltando sus dientes.

—O cuando no nos vea —concluyó.
—¿Qué quieres decir?

Alberto mostró lo que había encontrado, cerrando el cajón de una patada. Al instante sus compañeros se acercaron y se rieron ante el hallazgo. Eso era mucho mejor que esperarlo a escondidas.

—Creo que nos vamos a entretener a costillas de Andrea por un largo tiempo —agregó el líder, escondiendo la agenda entremedio de su chaqueta—. Vamos.

Y cuando el grupo iba saliendo detrás de su líder, un chillido proveniente de la cocina llamó su atención. Uno de ellos se acercó a la puerta y pegó la oreja para escuchar. Desde el otro lado, el gatito rasguñaba para poder salir.

—Es un gato. Andrea tiene un gato acá adentro.

—¿Será el mismo gato de la otra vez? —preguntó uno de ellos.

Alberto se acercó a su compañero, quedando a un costado de la puerta.

—Minino de la discordia. Por culpa suya estamos buscando a Andrea. ¡Abre la puerta para ver si es el mismo gato!

José se apresuró hacia ellos, inquieto.

—¡Quedamos en que no ibas a hacer nada malo, Alberto!

El grupo se miró entre sí y comenzó a reír.

—Hermanito... por favor. Lo que nos interesa es vengarnos de Andrea por meterse donde no lo llaman, nada más. A este minino no le pasara nada... de momento.

Alberto abrió un poco la puerta, encontrándose con el minino. Al verlo retrocedió hasta su caja, engrifado. José sintió un ruido y se apresuró a mirar por el pasillo, sintiendo unos pasos a lo lejos.

—¡Ya viene Andrea!

El grupo logró salir y esconderse en la habitación vecina, sin ser visto por Andrea. Cuando éste entró a su cuarto, lo primero que captaron sus ojos fue al pequeño felino saltando ventana abajo, sin darle el tiempo para reaccionar. De inmediato, miró hacia la cocina y descubrió que la puerta se encontraba abierta. ¿Cómo era posible?

Corrió hacia la ventana en vano. Sabía que no podía hacer nada, pero por lo menos esperaba saber en qué dirección se había marchado para ir en su búsqueda. Allí le vio, corriendo de un lado a otro como si huyera de algo. Fue entonces cuando recordó, asustado, que el perro de don Luis andaba suelto en el patio y que si lo veía no tendría oportunidad para huir.

Se apresuró a salir de la habitación para llegar al patio, con el alma en un hilo. Sin embargo, cuando se disponía a cruzar la puerta, un estremecedor gruñido, acompañado de un agónico chillido, lo detuvo. El chillido siguió por breves segundos antes de apagarse de golpe, mientras una tercera voz gritaba una orden que no fue escuchada. 

Andrea, con el corazón agitado regresó hacia la ventana, dudando en acercarse o no. La voz de don Luis confirmó su sospechas y cayó de rodillas sin saber qué hacer. Su mente su puso en blanco, pero una cosa estaba clara en su cabeza: no debía ir al baño. Todo sería en vano.

Lyo escuchó el escándalo desde el otro lado del patio, acompañado por Katherine. No dudó en correr hacia esa dirección para ver qué sucedía, aunque Katty no entendía el motivo de su apuro. Al llegar, se encontró con don Luís, que sostenía a su perro fuertemente del collar, mirando hacia el piso afligido, con las manos manchadas de sangre. Cuando el hombre se percató de la presencia del joven, le miró con tristeza meneando la cabeza y señalando al pequeño bulto maltrecho del piso.

—Dime que no es el gatito de Andrea —dijo el caballero con voz apesadumbrada. 

Lyo se acercó amargamente. Katty corrió la cabeza, escondiéndose en el brazo de su acompañante.

—Sí... Esa correa es la de su gato.

Katherine miró de inmediato hacia arriba, en dirección a las ventanas de las habitaciones y se encontró con la mirada perdida de Andrea. Estaba apoyado en el borde de la ventana, inmóvil. Lyo también lo notó.

—¿Habrá visto todo, Lyo? —preguntó la joven mujer, angustiada.

—Espero que no.

Don Luís no supo qué hacer. Miraba hacia la ventana confundido, con la garganta apretada y la mano aferrada a la correa de su perro que, estando ajeno a lo sucedido, meneaba su cola tranquilo, al lado de su amo.

—Yo me encargo de esto —habló de pronto el joven, acercándose a él—. Si me pudiera facilitar una bolsa, yo entierro al gatito.

—¡Cómo nunca saqué al perro con la correa suelta! —se lamentaba el hombre, mirando lo que quedaba de gato—. ¡Debí ser más precavido!

—No se preocupe, don Luís, no es su culpa —contestó Lyo, agachándose al lado del cadáver—. No fue su culpa.

Levantó la mirada otra vez hacia la ventana, preocupado, pero Andrea ya no estaba. Esto lo inquietó mucho.

—Y justo ahora que no estás, Kay.


o0o

 

Kay se dejó caer pesadamente sobre su cama. El cuerpo le dolía y lo sentía pesado.

—¡Qué exhausto estoy! —reclamó—. ¡Lo único que quiero es dormir!

—Pero primero debes ducharte —respondió su hermana menor, quien se encontraba apoyada a un costado de la puerta. Su vestimenta oscura, con unos jeans grafito apretados en la cadera, una camiseta de encajes y unas muñequeras de cuero le daban un aire de todo, menos de hermanita menor.

Kay sonrió, desperezándose sobre la cama, quedando de espalda. Tomó su medalla que reposaba sobre su pecho y se la llevó a la altura de los ojos.

—Quiero ver la cara que ponen mis compañeros cuando vean mi primer lugar.

—Pero el equipo que te acompañaba ya partió. Quizá ya sabe todo el instituto.

—No creo. Los profesores no dicen nada hasta que llegue yo... O sea, hasta mañana.

—¿Y por qué no te fuiste con ellos?

—Porque quería relajarme afuera. Como soy el campeón tengo privilegios —decía con una sonrisa casi infantil, reincorporándose sobre la cama—. Además ustedes estaban cerca y quería compartir mi triunfo con mi familia. Ya quiero que Andrea y Lyo vean mi medalla. Sobre todo Andrea.

Su hermana, al oír el nombre, le miró dubitativa.

—¿Andrea? ¿Y quien es ella? ¿No se supone que tu escuela es de puros varones? ¿O estás de novio y no me has dicho nada?

Kay, de inmediato, se echó a reír ante esa observación. Esperaba que ella se confundiera como todos los demás.

—¿Cómo se te ocurre? Andrea es mi amigo. Un compañero.

—¿Andrea es un hombre? 

La confusión brillaba en su rostro.

—Sí. Lo que pasaba es que es italiano... como Andrea Bocelli.

—¡Ah! Ahora entiendo. —Rió un poco, sentándose al lado de su hermano—. Qué chistoso. Qué tenga un nombre que acá, en nuestro país, es exclusivo de mujer, debe ser incómodo para él.

—No lo sé. Es muy retraído. Es difícil saber lo que realmente le molesta.

—¿Son muy amigos... ustedes dos?

Se acomodó sobre la cama para quedar frente a ella. Por un momento recordó las extrañas preguntas que le hiciera Lyo y Katherine antes de la competencia.

—Se podría decir que sí. Somos... algo unidos.

—¿Unidos,eh? Eso es nuevo para mí.

—Ya lo conocerás.

 Y se quedó mirando la medalla, junto a una cálida sonrisa. Quería que Andrea fuera el primero en verla.

Al otro día, cerca de las diez de la mañana, con las pilas puestas y el ánimo por las nubes, Kay arribó en el instituto. Su cuerpo aún estaba adolorido y tenía un poco de sueño. Su estómago, vacío por falta de desayuno, reclamaba atención. Debía comer pronto o desfallecería ahí mismo, en la entrada.

Cuando cruzó la entrada principal, todo su buen ánimo se esfumó al ver a Lyo parado allí, con semblante serio; algo no muy usual en él. De inmediato, se acercó con rapidez, inquieto. Un mal presentimiento le oprimió el corazón.

—Bienvenido, campeón —le saludó, con una sonrisa débil.

—¿Qué pasó?

Su voz denotaba preocupación.

—Es Andrea.

Su corazón se oprimió en su pecho. Las imágenes de su pasada pesadilla volvieron a su mente como un rayo. Tragó saliva.

—¿Le pasó algo a Andrea?  

Lyo meneó la cabeza. Tomó una de sus maletas  y se lo llevó a caminar por el establecimiento para narrarle lo acontecido en el fin de semana. Kay se llevó una mano a la cabeza, angustiado. 

—No ha salido de su habitación. No me abrió la puerta y no se presentó a clases. Es mejor que vayas a verlo. Tal vez tú puedas sacarlo de ahí.

Asintió un poco atontado, entregando la otra maleta a su amigo.

—¿Me las puedes llevar a mi cuarto, por favor? Voy a verlo. Aquí están mis llaves.

—Ve con calma.

Le hizo un gesto veloz de despedida y emprendió carrera hacia el tercer piso, olvidándose del sueño y de sus doloridas piernas. En poco tiempo, se encontró jadeando al frente de la puerta de la habitación de su amigo, dándose una pausa para recuperar el aliento. Respiró hondo y golpeó.

—¿Andrea? ¡Ábreme, soy Kay!

No hubo respuesta.

— Andrea, por favor. Abre.

Kay giró la manilla de la puerta, por si acaso, y descubrió que estaba sin seguro. Sin pensarlo mucho, entró sigilosamente, buscando a su amigo con la mirada. Lo encontró en la cocina, acurrucado en una esquina, al lado de la canastita donde dormía el gato. En sus brazos, apretado contra el pecho, y ocultando su rostro, tenía el chaleco que ocupaba de colcha. 

Kay, con calma, se acercó.

—Andrea... —susurró, agachándose a su lado.

—Fue mi culpa —musitó el joven, afligido—. Dejé la puerta de la cocina abierta. Creí que estaba cerrada... ¡Cómo pude ser tan tonto!

—Fue un accidente. No es tu culpa. Las cosas cuando pasan... pasan. Era su destino.

Andrea levantó su rostro con calma y se mantuvo en silencio, pensativo, antes de responder

—¿Quieres decir que su destino era morir?

Su amigo se inquietó un poco con esa pregunta, y no supo qué responder.

—Porque de ser así, yo sólo retrase su destino cuando lo salvé.

Kay sintió un fuerte nudo en el pecho, que le cortó la respiración por un segundo. Las imágenes del sueño llegaron de golpe a su mente, otra vez. Y las palabras de Andrea le hicieron sentir el mismo temor que experimentó en el sueño. ¿Acaso sólo retrasó el destino de Andrea aquella vez? 

Ante este pensamiento, la pesadez aumentó.

«No... eso era distinto». Quería borrar la estúpida idea.

Con suavidad, se acercó a su amigo, pasando su brazo por sobre el hombro para acogerlo y calmarlo, y porqué no decirlo, calmarse así mismo. Ese acercamiento hizo que su temor disminuyera.

—¿No has llorado, verdad? —susurró muy de cerca, con calidez.

Andrea le miró, silencioso y dolido. Sus ojos hablaban por sí solos.

—Si lloras te sentirás mejor. Nadie te verá, sólo yo. Guardaré el secreto.

Sin esperar ni un segundo más, unas lágrimas comenzaron a brotar desde esos azulinos cristales y poco a poco se desbordaron en un tímido llanto que fue descargado en el pecho de Kay, quien no tardó en abrazarlo con fuerza. Sintió que se aferraba a su ropa y que su tristeza por fin estaba expulsada. Tuvo ganas de abrazarlo más fuerte, pero prefirió contenerse.

Al final, lo mantuvo entre sus brazos, acariciándole el cabello de tanto en tanto para hacerle sentir que no estaba solo. Y se quedaron allí, en la cocina, cobijándose mutuamente.



"Fin del capitulo 5"

 

Notas finales:

Gracias por seguir leyendo :3


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