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Oculto en Saturno por blendpekoe

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Tuve que ponerme a organizar todo lo más rápido posible. El trabajo no me distrajo como Vicente esperaba, solo empeoró mi humor. Al reunirme con el personal de la cafetería para preparar las cosas que necesitaríamos, ellos me miraron con gravedad, un reflejo de mi propio estado. Me llevó tiempo darme cuenta que les generaba cierto miedo a causa de mi actitud poco sociable, palabras secas y un trato muchas veces cortante. A mis espaldas rumoreaban cosas y conjeturaban otras. Aunque estaban al tanto de varios aspectos de mi vida, la teoría más popular entre ellos era que yo sufría descontento sobre mi puesto de trabajo. En esa reunión, algunos ojos se desviaron hacia algo detrás de mí, a otra cosa a lo que le acreditaban mi malestar general. Una vez que comuniqué lo que sucedería el sábado, desaparecieron con innecesaria rapidez, al darme vuelta me encontré con Benjamín. Estaba apoyado contra la pared, con brazos cruzados y mirada acusadora, con una fuerte intención de demostrar que también había escuchado con atención. Él estaba a cargo de la biblioteca y no me quería, a sus ojos, yo había arruinado todas sus posibilidades laborales.


—Como escuchaste, el sábado tenemos que estar todos —indiqué sin mayor cuidado.


—No sé si voy a poder —respondió con desdén.


Y se fue.


Así era siempre, nuestros intercambios parecían la antesala de una pelea que no ocurría gracias a mi voluntad. Benjamín empezó a trabajar en la biblioteca con una pasantía para quedar en un puesto eterno, siempre esperando que algo sucediera con su jefe y poder ocupar su lugar. Pero la jubilación de éste permitió la creación del centro cultural y yo llegué con ese cambio, más joven, con un mayor cargo y con un amigo concejal; la combinación perfecta para el odio. Ignorarlo era todo lo que podía hacer.


Se me ocurrió que si me decidía renunciar, antes debía sacarlo a él.


A pesar de todo lo que se debía organizar, me fui en horario. Harto y agotado. Como las actividades y cursos sucedían por las tarde-noche, yo seguía la misma regla. A veces entraba a trabajar por la mañana si era necesario, pero normalmente entraba después del mediodía. Tiempo atrás Matías solía hacerme compañía después de salir de su trabajo, merendábamos en mi oficina y él informaba a los curiosos que se acercaban sobre los cursos. Luego volvíamos a casa caminando, un recorrido que me tocaba hacer solo después de su muerte. La ciudad era pequeña y concentrada, se llegaba a todos lados caminando si uno tenía ganas de hacer ese ejercicio. Nuestra casa quedaba en la parte donde la ciudad dejaba de verse como tal y comenzaba a haber más espacio entre los vecinos, muchos más árboles y más silencio, con casas viejas y antiguas. La nuestra era de ese estilo, en la que tuvimos que trabajar incansablemente para arreglarla porque antes de nuestra llegada estuvo abandonada por años. La primera vez que fuimos a verla tenía un fuerte olor a humedad que nos hizo desconfiar y en una parte del techo estaba rota, el padre de Matías lo inspeccionó y nos convenció de que tenía arreglo. Pero tanto trabajo hacía que fuera más difícil soportarla, cada rincón contenía recuerdos y cada recuerdo pesaba. La rodeé y entré por la puerta trasera, una costumbre que se me había dado en el último tiempo. Entraba por la cocina, la cual tenía una puerta que daba a un minúsculo pasillo donde se conectaba con el cuarto y el baño, de esa manera evitaba transitar por el resto de la casa. El comedor se convirtió en una combinación de sala-comedor que no usaba, y lo que fue la sala se parecía cada vez más a un depósito, el lugar a donde terminaban las cosas que no quería ver pero tampoco podía tirar. Y mientras la casa esperaba que yo tomara una resolución en cuanto a mi condición de habitante, una persona venía a limpiar una vez por semana, porque ese trabajo me angustiaba.


Me senté a comer lo que quedó del día anterior en el silencio de la cocina, siempre era igual, no había mucho más que hacer. Luego iría a dormir pero en esos días volvía a desvelarme sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Vicente había acertado al decir que tenía cara de no haber dormido, no solo porque fuera visible mi falta de sueño, su comentario tenía un propósito y era hacer notar que nada se le escapaba. Porque ya había tenido serios problemas de insomnio que me obligaron a recurrir a tratamiento para solucionarlo. De vez en cuando podía suceder que no dormía por una noche pero con la llegada del aniversario del accidente de Matías ya llevaba casi una semana de poco y nada de sueño. El peligro de que el insomnio volviera para quedarse se sumaba a mi amargura, no quería recurrir a medicamentos para dormir ni tener que cumplir con un tratamiento a causa de eso. No quería tener que sentarme a hablar de cosas que no quería hablar, la experiencia no me dio buenos resultados, salía de cada sesión enojado conmigo mismo y sintiéndome demasiado expuesto. Traté de sacarme el tema de la cabeza, tampoco quería pensar en eso, el motivo que me hizo dejar de ir al tratamiento me alteraba.


Pero era difícil controlar mi cabeza en semejante día, las horas pasaron sin que el sueño apareciera y las lágrimas tampoco hicieron acto de presencia. Era desesperante querer llorar y no poder. Me arrepentí de haberme contenido en el cementerio porque la sensación de ahogo crecía sin parar. Recién alrededor de las dos de la madrugada reaccioné y abrí una botella de vino, de las tantas que se acumulaban en un mueble, el regalo estándar de los proveedores que trabajan con la cafetería. Y bebí en silencio, en la oscura cocina recordando a Matías, sus plantas que morían en mi cuidado, nuestros planes, la reja que nunca pinté, el día que nos conocimos. Al terminar la botella no me sentí tan somnoliento como esperaba aunque sí un poco más relajado.


Dos años habían pasado y nada iba a cambiar, nada iba a deshacerse.


***


Siempre creí que nada en la vida sucedía por casualidad, que todo tenía un motivo, hasta una finalidad. Ese pensamiento de soñador muchas veces fue lo único que me mantuvo en pie cuando era adolescente, pensamiento que compartía con Matías hasta que murió porque eso no podía ser el destino, ni de él ni mío. Pero era una creencia muy arraigada, bajo la cual observaba el piano que movían entre cinco personas. Un piano negro de un cuarto de cola, cuya aparición me molestaba. Al lado mío un afinador asentía con agrado y aprobación lo que veía, como el tiempo corría en nuestra contra, apenas quedó colocado en su lugar comenzó a trabajar soportando que a su alrededor los empleados se apuraran en re acomodar las mesas y sillas. Opté por encerrarme en mi oficina para descubrir con gran pesar que el sonido del piano llegaba hasta allí sin inconvenientes.


El trabajo recién comenzaba, el instrumento allí solo no cumpliría ninguna función si no tenía personas que lo tocaran. Había que hacer convocatoria hasta completar un cronograma, cada mes, sucesivamente. Y eso descartando todo lo que no tenía ánimos de llevar adelante como había imaginado en el momento de la propuesta.


Cumplimos con los tiempos gracias a la presencia del personal de ambos turnos en la cafetería. La experiencia me enseñó que en esas circunstancias no se debía escatimar recursos, todos tomarían café y comerían algo, y todos se creían más importante que el otro así que debían recibir atención rápido por igual. Estaba acostumbrado a esos eventos pero no estaba en condiciones para actuar como se esperaría que lo hiciera ante un acontecimiento relacionado a mi administración. Me dediqué a repetir como un loro las expectativas del proyecto y la cara no me ayudaba, debía estar feliz y contagiar de entusiasmo pero no me salía, y recibía miradas confusas. Vicente se encargó de mi falta, parándose a mi lado en cada conversación, agregando él el entusiasmo y orgullo, un acto que le era fácil representar. Pero no me sentí mal por no cumplir con las expectativas, la realidad era que no me importaba.


—Benjamín no vino —señaló Vicente en un momento que quedamos apartados—. No dejes que haga lo que quiera.


No respondí.


—No estás durmiendo —sentenció.


—Juro que voy a empujarte si sigues hablándome.


Guardó silencio un momento.


El ahijado del intendente, un niño de alrededor de diez años, no sintió la más mínima vergüenza cuando se anunció que tocaría el piano. Se acercó feliz de acaparar las miradas e hizo gala de modales de pianista que aún no surgían de manera natural pero que lograba mucha simpatía. Su primera interpretación fue Para Elisa, con errores aquí y allá pero nada trágico, luego siguió con una sencilla versión de Over the rainbow. Solo dos piezas, suficiente para su talento y para no aburrir a la gente. Los aplausos fueron exagerados y de pie, y se lo merecía, se había prestado con gran inocencia al circo de su padrino y no decepcionó. Si sacaba a todos esos payasos que aplaudían y los cambiaba por gente real, las esperanzas de muchos podrían cambiar. De quienes recibían esa aprobación después de interpretar una pieza y de quienes podrían ver esa interacción como una posibilidad para ellos mismos. De eso se trataba pero ya no llegaba a mí ese anhelo.


Vicente siguió atento con todos hasta que el último se fue. Su esposa y sus hijas esperaron con paciencia, acostumbradas también a toda la pantomima, sentadas en la cafetería que se preparaba para abrir al público.


—¿Quieres venir a cenar a casa? —propuso Vicente.


Una propuesta completamente inadecuada.


—No.


—Podemos ir a tomar algo entonces.


—No. No quiero nada —contesté de mala forma.


—¿Vas a quedarte desvelado en tu casa de nuevo? ¿No piensas hacer algo para mejorar? ¿Esa va a ser tu vida?


Lo miré furioso, cada vez que hablaba parecía querer provocarme.


—Alguien tenía que decírtelo —continuó— porque en lugar de progresar parece que cada vez retrocedes más.


—¡¿Y tú qué sabes?! —grité exasperado—. ¿Tienes experiencia en esto? ¿Cuántas veces te pasó? ¿5 o 6 veces tal vez? Para decirme qué tengo que hacer. —Su familia y los empleados miraron sorprendidos la inesperada escena, Vicente no se inmutó y yo no me detuve—. No quieras meterte en mi vida.


Me miraba serio pero no reaccionaba, entendiendo tarde que había pasado un límite. El resto seguían boquiabiertos. Sin decir nada más abandoné el lugar y me dirigí a casa muy alterado. No entré, me quedé sentado junto a la puerta trasera, donde pronto me arrepentí de lo que había hecho, no de gritarle a Vicente, pero sí de haberlo hecho frente a otras personas. Estaba agotado y quería poder dormir, no escuchar opiniones de lo que debería o no hacer.


Mi realidad y la del resto del mundo parecían separarse cada vez más, ya no nos entendíamos, ya no había nada en común.

Notas finales:

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