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Oculto en Saturno por blendpekoe

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Quise hacer de cuenta que una semana sin ver a Francisco no era nada, que no me importaba. Pero en la práctica no sucedía. Mi mente repasaba detalles sin más intención que revivirlos, me causaba curiosidad y fascinación. A pesar de que yo no era más que un juguete en su vida, igual de descartable. Si me preguntaba a mí mismo qué esperaba solo se me ocurría como respuesta seguir siendo su juguete, como intenté insinuarle. Encontraba cierto consuelo en que así fuera, en ser usado, porque mantenía las cosas en un nivel seguro. Aunque esa respuesta escondía algo que no quería admitir y deseaba ignorar.


Mientras intentaba dormir observaba las fotografías a mi lado donde Matías y yo estábamos juntos. Necesitaba entender qué debía hacer. Vicente una vez me preguntó si esa iba a ser mi vida. No lo sabía. Lautaro me preguntó si yo querría esa vida para Matías si los papeles estuvieran inversos. No pero me dolería ser dejado atrás.


—No vas a volver —murmuré.


Acostarme en su lado de la cama era lo más cerca que podía estar de él.


—No vas a volver —repetí con culpa.


¿Alguna vez esperé lo contrario? No estaba seguro.


Pensé en el piano y en el trabajo al cuál no renuncié. En Francisco diciendo que no era sencillo ser libre. En Lautaro que no sabía si era correcto irse. En sus padres que seguían en el vivero con un nuevo empleado. En mi sortija y las promesas que guardaba. En Vicente apiadándose de mí cuando tenía 17 años, mucho antes de que conociera a Matías.


***


En la biblioteca Benjamín hacía uso y abuso de su asistente. El chico, de nombre Nicolás, fue elegido por Vicente. Hijo de alguien, contó sin dar detalles. Tenía la misma edad que Lautaro y había abandonado su carrera dos veces por temas de estrés. Se le notaba que era una persona agradecida y humilde, características que no eran propias del hijo de alguien. Tal vez era un rescatado, como yo, a Vicente le gustaba hacer esas cosas.


Todas las chicas de la cafetería suspiraban por él, mitad por su apariencia y mitad por su personalidad dócil. Y un poco las entendía. Nicolás era una vista habitual en la cafetería porque Benjamín lo tenía de mesero personal y hasta para mí era complicado no mirarlo, tenía una cara bonita, siempre diciendo perdón o gracias.


Tratando de resolver el problema de mi ausencia como encargado, empecé haciendo una recorrida en el centro cultural y la cafetería, para dejar ver que existía. Me costaba mucho tratar de ser sociable y prestarme a conversaciones vacías, a no exaltarme con preguntas sobre mi vida. Las personas no lo hacían de malas o desconsideradas, tenía que retener con fuerza esa idea en mi cabeza y mentir. Y me tocaba mentir mucho. Cómo estaba mi vida, cómo estaba yo, qué había hecho en mis vacaciones, qué planes tenía para el fin de semana, si había visto tal serie. Para ellos, interesarse y extender las charlas era ser considerado. Me incomodaba y me dolía tener que inventar una vida que no tenía pero debía hacerme cargo de mi trabajo. Los profesores me conocían casi todos y eran un poco más cuidadosos pero aun así también me obligaban a inventar respuestas, anhelaban escuchar que mi vida estaba en orden... como si les cambiara algo.


Los cursos eran gratuitos y designados por la secretaría de cultura del municipio, yo solo velaba por las instalaciones y centralizaba consultas. Por lo que recibí una avalancha de quejas de pequeñeces que se acumularon con el tiempo. Las puertas, los horarios, las mesas, las luces, la cartelería, las pizarras, mi completa ausencia en los días sábados. En tiempos más entusiastas, había hecho varias propuestas para nuevos cursos, un par se aprobaron y aún se mantenían de forma regular, así que también recibí sugerencias de todo tipo ante la esperanza de que las pudiera proponer y llevarlas adelante. Creían que tenía el ánimo para hacer eso, para ellos dos años eran más que suficiente.


Era agotador y abrumador, tanto que no podía creer que solía hacer toda esa interacción de forma diaria en el pasado.


Un día junté coraje y me senté en la cafetería cuando comenzó a sonar el piano, a observar a la gente y confirmar que la música no era un fracaso. A pensar que no me mataría seguir con algunos planes originales, como organizar sesiones temáticas para los fines de semana.


—Estás fuera de tu oficina.


Ni siquiera levanté la cabeza y Vicente se sentó en mi mesa. La hora de su aparición tenía una evidente finalidad.


—Estoy pensando qué más hacer con tu piano.


Volteó a ver hacia el extremo donde se acomodaba el instrumento. Un hombre interpretaba una pieza de Gershwin. Enseguida una mesera apareció para prestarle servicio pero no quiso nada. Ignoró el piano y se concentró en mí.


—¿Estás usando ropa nueva?


Lo odié.


—¿Por qué lo notaste?


Empezó a reír evitando responder.


—Salgamos a tomar.


—Imaginé que venías por eso.


—¿Te molesto? ¿Acaso tienes algo que hacer?


Si Francisco no estuviera con sus padres, me estaría importunado enormemente.


—No, no tengo nada que hacer.


***


Fuimos a un bar cercano, de esos que se dedicaban a la cerveza artesanal, popular entre la gente que vacacionaba en la zona. La ciudad no tenía mucho para ofrecer, los campings eran los lugares más apreciados por los visitantes pero en los últimos años la falta de nieve les quitó el encanto de tener una vista de cerros nevados. Quedaba conformarse con un lugar tranquilo y relativamente seguro. Vicente estuvo silencioso por un rato y al notar mi expresión de sospecha se decidió a hablar.


—Tu mamá me llamó por tu cumpleaños.


En ese instante mi humor cayó por un precipicio. Desvié la mirada y bebí molesto.


—Te pedí —dije afectado— que no atendieras sus llamadas.


Asintió con seriedad.


—No quiero saber nada de lo que hablaron.


Dejé el vaso y cuando tomé mi abrigo Vicente se arrojó sobre la mesa agarrando mi ropa para retenerme.


—No hablé nada con ella.


Me quedé sentado, mirándolo traicionado.


—No vuelvas a atender sus llamadas —exigí.


—Está bien. Solamente...


Nuevamente intenté irme y volvió a detenerme


—Está bien, está bien. Prometo que no voy a hacerlo.


—No quiero que hables con ella de nada —insistí furioso—. No merece que nadie atienda sus llamadas. Merece irse a dormir sin saber si su hijo está vivo o muerto.


No respondió. Hice una señal al mesero para pedir más cerveza.


—Eres mi amigo —recriminé—, no amigo de ella.


Las veces que mi madre dio con mi número de teléfono lo cambié, aun así insistió y en una de sus búsquedas alguien del municipio le facilitó el contacto de Vicente. Hacía años que intentaba llegar a mí a través de él.


Bebimos en silencio. Me dejaba una gran frustración e impotencia saber que él atendía su llamada. Me apoyé en mis manos mirando la nada.


—Ojalá se muriera.


—No digas eso.


—No estaría diciendo eso si tú no atendieras sus llamadas.


Bajó la mirada aceptando la culpa. Después de beber un rato más me calmé, me atacó un poco la melancolía y me pregunté qué estaría haciendo Francisco, cómo sería la convivencia con sus padres. ¿Estaría comiendo comida casera de su madre? ¿Escuchando historias de su padre? ¿Me recordaría en medio de todo eso?


Vicente acompañó mi silencio arrepentido, esperando que le volviera a dirigir la palabra a modo de perdón.


Con los años se hizo más fácil no pensar en mis padres. El tiempo los había dejado muy atrás y el recuerdo de ellos no parecía tener nada que ver conmigo. Cualquier afecto había desaparecido. Me enojaba que mi madre me buscara, como cualquiera se enojaría con un acosador, pero fuera de eso no los pensaba.


—No me respondiste —murmuré desanimado—. ¿Por qué notaste que llevo ropa nueva?


Quedó desconcertado.


—Antes me veía horrible, ¿verdad? —acusé su silencio.


—Jamás pasó por mi cabeza la palabra horrible. Digamos que antes eras más cuidadoso —respondió volviendo a su estado de relajación natural.


Con el incidente de mi madre hecho a un lado, sonrió animado buscando mi simpatía.


—Pero no es la ropa. Tú te ves diferente. Mucho más tranquilo.


La cabeza me pesaba y tenía un poco de calor, el mesero estuvo yendo y viniendo con cervezas por lo que no sabía cuánto había bebido. Miré mi vaso con gravedad.


—¿Crees que Matías me odie?


—¿Por qué?


—Porque tengo ropa nueva y estoy en un bar mientras él está muerto.


—Ya tomaste demasiado —sentenció—. Voy a pagar y nos vamos.


Al salir me quedé respirando el aire frío hasta que Vicente me arrastró a su auto.


—Quiero caminar —me quejé.


—Pero yo no.


De verdad quería caminar pero estaba en un estado donde no podía discutir.


Cuando alcancé la puerta de mi cuarto estuve allí inmóvil un rato.


—Lo siento —susurré a la nada antes de ir a dormir al sillón.

Notas finales:

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