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Oculto en Saturno por blendpekoe

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Vicente entró a mi oficina serio, cerró la puerta y se quedó allí parado, mirándome. Reconocí su mirada, algo malo había pasado o hecho.


—¿Qué pasa?


—Necesito que vengas conmigo —respondió con gravedad


Dejé lo que estaba haciendo, tomé mi saco y lo seguí afuera del centro cultural. Mantuvo su silencio hasta que estuvimos dentro de su auto, donde se demoró en dar una explicación.


—Necesito que me acompañes a ver a alguien al hospital.


Sus palabras eran limitadas por la intención de dar poca información. Deliberadamente evitaba mirarme.


—¿Quién?


Indeciso, golpeó sus dedos en el volante. No era de su familia, estaba muy tranquilo para eso.


—Es alguien que está en terapia intensiva.


Eso era grave, sumado a que no teníamos terapia intensiva en nuestra ciudad.


—¿Por qué no me estás diciendo quién es? —insistí controlando mi voz.


Arrancó el auto sin responder. Una sospecha me invadió; podía ser un compañero político metido en algún problema más grande que estar internado en un hospital. Esa posibilidad era peligrosa porque podía significar que Vicente estaba involucrado.


Me quedé callado esperando que la ruta lo hiciera hablar pero su cara no mostraba señales de ceder. Su inquietud parecía aumentar mientras que sus dedos seguían golpeando el volante.


—Me tienes que contar en algún momento —reclamé.


—Cuando lleguemos.


Suspiré con fastidio, fuerte para que lo notara.


—Esto es ridículo.


No discutió.


—Te metiste en un problema, ¿cierto? —presioné.


Tomó aire pero decidió no responder.


Comencé a ponerme nervioso. Vicente me había contado muchas veces de los cuestionables negocios en los que participaban algunos de sus compañeros y que él esquivaba hábilmente. Por esa razón su carrera nunca avanzó más allá de concejal, haciendo todo lo posible por ocuparse de cosas que no dejaran mucho dinero ni requirieran mucha inversión. Era vanidoso y le gustaba hacerse el importante, pero no era tonto.


El viaje duró casi dos horas en las que no me habló ni miró, lo que ocurría no era nada normal y revisé mi cuenta bancaria con el celular por si acaso necesitáramos de dinero en nuestro destino.


—Yo sé que te vas a enojar conmigo —confesó cuando entramos a la ciudad.


—Sospecho que sí pero primero me tienes que contar qué está pasando.


La ciudad no era muy grande pero su hospital tenía terapia intensiva, el único para varias otras localidades como la nuestra. También funcionaba como único lugar para estudios complejos y la mayoría de las cirugías. Aun así no era un edificio que recibiera mejoras, se veía tan viejo como cuando yo era pequeño, ni era tan grande, solo tenía dos plantas. Un hospital quedado en el tiempo. Ingresamos a su estacionamiento, un espacio al aire libre cuyo suelo fue rellenado con piedritas para ahorrarse el pavimento.


Erróneamente creí que Vicente usaría ese momento para contarme por qué estábamos allí. Al estacionar, se bajó del auto y prendió un cigarrillo, evadiendo una vez más esclarecer todo el asunto. También salí y desde el otro lado del auto lo miré fastidiado.


—Mi paciencia se está terminando —advertí.


Se apoyó en el techo del auto y apretó sus labios tomando coraje para hablar.


—Es tu papá.


—¿Qué?


—Tu mamá me llamó...


—Te pedí que no atendieras sus llamadas.


Quedé asombrado porque no entendía cómo podía ser tan obstinado con el tema de mis padres.


—Escúchame...


—No. —Tomé aire—. ¡Es lo único que te pedí! —reclamé levantando la voz.


Empecé a inquietarme al percatarme que nos encontrábamos en ese lugar para una posible emboscada en la que él colaboraba.


—No me importa lo que hablaste, regresemos.


Pero no se movió.


—Solamente quiero que me escuches.


—Te odio. No te imaginas cuanto te odio en este momento.


No le dio importancia a esa declaración.


—Cuando me escuches, nos vamos.


—Eres un traicionero —acusé—. Te seguí sin dudarlo pensando que estabas metido en problemas y me engañaste.


Miré a nuestro alrededor.


—¿Ya puedo hablar?


No respondí, quería irme y eso pasaría si dejaba que dijera lo que quería.


—Tu papá...


—No lo llames así —amenacé.


—Está grave —señaló el hospital—. Si es que todavía está vivo. Es la última oportunidad para verlo. Si me dices que no quieres verlo, aquí, a pasos de él, nos vamos.


Estaba furioso pero no pude evitar mirar hacia el hospital.


—Nadie sabe que estás aquí —aclaró.


Si era cierto que se estaba muriendo, se iba a morir sin nunca escuchar lo que merecía escuchar.


—Está en el primer piso, habitación 7.


Me sentía agitado y lleno de duda pero algo más fuerte empezaba a inundarme, el rencor y la sensación de injusticia. Un impulso me hizo avanzar.


—¿Eze?


Lo ignoré, si volteaba me detendría. De repente deseaba ver si de verdad se estaba muriendo, si por fin iba a desaparecer.


Mi resentimiento era con ambos, él por idear la traición y ella por apoyarlo. Cuando supieron que yo era gay quedaron impresionados y no dijeron nada. Creí que al recuperarse de la sorpresa lo aceptarían y nuestras vidas continuarían. Pero la apuñalada llegó dos meses después. Con todo planeado y decidido, me comunicaron, desde una postura de padres responsables, que me iría a vivir con otro familiar. Consideraron que yo podía ser un peligro para mi hermano menor. Fue devastador escuchar que me querían en el mismo discurso en el que me decían que ya no podía vivir con ellos. Ese día me fui, no con un familiar, me fui solo, en silencio y cabizbajo.


Al acercarme a la habitación mi valentía se desvanecía un poco con cada paso y dudé frente al número siete, pero estaba demasiado cerca para regresarme, así que golpeé. Escuché la invitación de una voz femenina y respiré con dificultad antes de entrar. Dentro de la vieja habitación, en la cama, conectado a decenas de cosas, había alguien a quien no reconocí. A su lado, una mujer algo mayor me miraba. Lo primero que pensé fue que si la hubiera cruzado en la calle tampoco la habría reconocido. En mi mente solo quedaban imágenes difusas con más de quince años de antigüedad. El corazón me latía con fuerza apurando mi respiración y las piernas me temblaban un poco, por lo que me apoyé en la puerta buscando estabilidad y poder huir cuando lo necesitara. A la mujer frente a mí se le llenaron los ojos de lágrimas.


—Viniste —murmuró con emoción.


Ella no tuvo problemas para reconocerme.


Cuando se paró con intención de aproximarse a mí salí de mi estupor.


—No te acerques —indiqué con firmeza.


Se detuvo y asintió haciendo caso, esperando que eso me contentara. No podía dejar de mirarla, de intentar vincular esa persona con la mujer del pasado; reconocí sus rasgos, su voz, la manera en que se paraba, y de a poco la persona frente a mí fue tomando forma.


—No llames más a Vicente.


Se sorprendió con el pedido pero lo ignoró.


—Tu papá...


—No es mi papá —corté de inmediato—. Yo no tengo padre, ni madre. Se murieron el día que quisieron deshacerse de mí.


Las lágrimas que había contenido al verme empezaron a caer con lentitud por un rostro lleno de dolor.


—Podemos hablar de eso si quieres —tartamudeó.


Mi cabeza tradujo esa frase en que nunca tuvo la intención, que esperaba que yo llegara y me arrojara sobre el cuerpo del extraño que se moría.


—No me interesa lo que tengas para decir. Ni tú ni tus palabras significan nada —repliqué con sequedad.


Volvió a sentarse sollozando en silencio y asintiendo, dándome la razón por no saber qué otra cosa hacer.


Tomó la mano del hombre moribundo, de quien no tenía manera de saber si estaba consciente o no. Verla allí llorando acrecentó el enojo que sentía, el odio por ellos. Se me hacía un descaro de su parte llorar.


—Tu papá... —intentó decir nuevamente con voz temblorosa.


—No lo llames así —volví a interrumpir—. Me ensucia que digas que es mi papá o que digas que eres mi madre.


Mis palabras la impresionaron y me miró como si yo fuera el injusto, el villano.


—Si no te gusta lo que digo, entonces deja de llamar a Vicente, porque yo —dije con lentitud y saña, buscando herir todo lo que pudiera herir— lo único que deseo es que se mueran. —Comenzó a llorar sin poder articular palabra—. Ninguna lágrima borra el desprecio que le mostraron a un hijo —agregué con desdén.


Su sufrimiento me pareció insignificante, mi enojo no se calmaba con ese llanto. Y verlo a él tirado en una cama tampoco me calmaba. Las piernas me flaqueaban, quería gritarles pero no sabía qué gritar. Tampoco sabía si quería que llorara más o dejara de llorar.


Con la sensación de que estaba a punto de perder todo control, salí de ese cuarto sin dedicarle una segunda mirada a esas personas y caminé con prisa por los pasillos. Me sentí mareado, débil, acalorado y con muchas ganas de llorar. Cuando llegué al estacionamiento no pude resistir más y me senté en el borde del camino. Vicente me vio y se acercó con prisa.


—¿Qué pasó?


—No me siento bien —susurré con dificultad.


Se agachó para verme.


—Estás pálido.


—Estoy mareado —dije agarrándome la cabeza.


—Ya vuelvo.


Salió corriendo y en un par de minutos estuvo de regreso con una lata de gaseosa que me apuré en beber. Al intentar pararme, el mareo empeoró.


—Quiero irme —pedí.


Vicente no estaba de acuerdo con que me levantara pero ya había hecho demasiadas cosas que me molestaron ese día por lo que me ayudó. Bebí el resto de la gaseosa en su auto y el mareo desapareció.


—Ya tienes más color.


No respondí. Cuando vi que nos alejamos del hospital me relajé un poco y relajarme empeoró mis ganas de llorar. Aguanté todo lo que pude pero las lágrimas me vencieron. Me agaché y lloré sobre mis piernas lo más silenciosamente posible mientras Vicente conducía.


—Lo siento.


Si dijo más, no le presté atención.


Después de un rato me calmé un poco y me enderecé en el asiento pero quedé deprimido con lo ocurrido.


—Lo lamento mucho —dijo otra vez—. No creí que iba a terminar tan mal.


—No me hables —respondí con tristeza—, no quiero escucharte hablar.


En medio del viaje empecé a sentirme mal del estómago, todo se mezclaba, lo que ellos me dijeron cuando era un adolescente con lo que les dije momentos atrás. Pensé en mi hermano, muy pequeño entonces como para recordarme, convertido en una irrealidad por el pasar del tiempo. La decepción del pasado se sentía como algo reciente y lamentaba no haber podido herirla más y lamentaba la persona horrible en que eso me convertía.


Vicente obedeció y no me habló en todo el trayecto, pero al llegar a mi casa se bajó conmigo del auto.


—Lo siento Eze —dijo parándose frente a mí, interrumpiendo mi camino.


Estaba tan cansado que no podía sacar fuerzas para discutir ni gritarle, pasé por su lado dejándolo atrás.


Bajarme del auto alivió un poco el malestar estomacal, pero me percaté que otra vez me sentía débil. Sabía que lo mejor era recostarme pero me detuve en la puerta trasera de mi casa sin poder avanzar. La oscuridad y silencio que reinaban en su interior me detuvieron y llenaron mis ojos de lágrimas. La vida no me quería mucho, reflexioné. Después de lo que habían hecho mis padres, mi desesperanza fue enorme, Matías alivió el daño, me hizo sentir querido, se convirtió en mi hogar, pero la vida también me arrebató eso. Me arrebató dos familias.


Sintiendo que me faltaba el aire y con náuseas, salí de mi casa. Lo único que quería era ver a Francisco.

Notas finales:

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