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La sombra sobre las flores por blendpekoe

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Ese fin de semana me tocó trabajar con Valentín, haciendo el turno mañana tanto sábado como domingo.

Fui porque me daba más vergüenza renunciar; mi mamá se pondría feliz si lo hiciera, tendría su oportunidad para insistir en que me quedara en la tienda dejándome con poco argumento para discutir. Pero la vergüenza no era solo con ella, también era la idea de que todos asumirían que renunciaba por Valentín. No soportaba la humillación que causaría al dar de qué hablar y de qué reír a espaldas de él. Una humillación que también yo sufriría, en secreto pero igual de dolorosa.

Me paré junto a la puerta del Blockbuster antes de las diez a esperarlo, a mi alrededor ya aguardaban algunas personas la apertura del videoclub, dispersos en la vereda, pacientes y de buen humor. Varios cargaban con compras de panadería y supermercado, las películas eran lo único que les faltaba para disfrutar del sábado. Cuando llegó mi compañero no hubo tiempo de intercambiar ni un saludo, los clientes dedujeron que abríamos y se aproximaron apurándonos a entrar. Valentín dejó la puerta abierta y la gente ingresó a pesar de estar todo apagado, indiferentes a nuestra necesidad de preparar el local, la luz del sol era suficiente para ellos mientras pudieran ver las cubiertas de las cajas. Aun así, sin sacarse la mochila que llevaba, acostumbrado a ese comportamiento, Valentín prendió las luces y las computadoras. En ese ritmo que nos forzaban a tomar, no hubo oportunidad de que se diera un intercambio de palabras con él como el que temía. Más personas entraron, otros ya tenían en sus manos las películas que llevarían. Me quedé en la caja y Valentín se ocupó de acomodar las copias dejadas en el buzón, prender el televisor donde siempre se pasaba un estreno y colgar los carteles con las promociones, luego me acompañó en la caja continua y allí nos quedamos sin tiempo para ninguna otra cosa.

El local se abarrotó, cada vez que alguien salía, dos más entraban. Era muy diferente al flujo que experimenté en los días anteriores. Frente a la caja teníamos una fila que se formaba dentro de un laberinto de cintas con clientes que cargaban varias películas e iban tomando snacks que se colocaban a su alcance. Snacks que casi no se vendían en los días de semana pero la espera en la fila hacía su magia, lo mismo ocurría con los helados, a pesar de su elevado precio que nadie pagaría en otro lugar. Pasando el mediodía, en horario de almuerzo, se calmó la oleada de clientes. Valentín me dejó solo en la caja para reponer dulces, acomodar películas y barrer en lugares específicos donde los clientes habían ensuciado. No se podía hacer la misma limpieza que en la semana, el tiempo no era suficiente y las personas no daban el espacio, pero él era eficiente, ágil y preciso. Conocía cada rincón y se deslizaba pasando desapercibido, sabía hacerse a un lado en el momento justo para no molestar ni interrumpir los procesos de selección, también sabía demorarse lo necesario al acomodar o limpiar y así no ofender a quien estuvo allí antes. Su expresión siempre seria, su mirada siempre atenta a todo lo que ocurría a su alrededor.

Al volver a la caja me habló.

—¿Quieres aprovechar para tomar tu descanso? —preguntó mientras acomodaba las bolsas que reponía.

—Está bien —murmuré.

Porque cerca de él parecía que solo podía murmurar, como si hablar fuerte y claro fuera a llamar su atención y delatar mi presencia.

Salí a la calle y suspiré profundamente, me sentía cohibido a su lado. Ni siquiera me salía preguntarle en qué podía ayudar y me quedaba agazapado en la caja esperando que el día terminara.

Al regresar, Valentín tomó su descanso, miré el local que seguía con gente y todo lo que se necesitaba hacer ya estaba hecho.

La tarde siguió con un ritmo parecido al del comienzo de la jornada, familias enteras llegaban y elegían sus películas para cada miembro. También amigos, que planeaban pasar la tarde juntos, que no se ponían de acuerdo con las películas. Parejas que no discutían sobre la elección pero demoraban una eternidad en llegar a un consenso. Todos se tomaban su tiempo, no había ningún apuro en sus vidas, tan solo estar allí los entretenía.

Me habían dicho que odiaría a la gente los fines de semana y tuve una sospecha sobre a qué se refería Simón cuando hizo esa broma. Muchos se acercaban por un costado de la caja para hacer preguntas irrelevantes, sin que importara que estuviéramos atendiendo a otros. Insistían en querer confirmar si no quedaban copias de tal o cual película, si habíamos revisado el buzón, si la conseguirían al venir en otro horario. Después de cuatro horas de escuchar lo mismo una y otra vez, comenzaron a hartarme esas interrupciones. También empecé a acostumbrarme y las respondía en automático, distrayéndome menos y poniendo más atención a lo que ocurría en la fila que se extendía más allá del laberinto de cintas. Fue así que pude notar una situación que me dejó helado: al lado del cliente a quien atendía, una pareja se reía y hacía gestos, ambas cosas dirigidas a Valentín. El novio ponía caras cada vez que mi compañero hablaba y la novia respondía de la misma manera. Me detuve sin poder reaccionar, incluso olvidé a la persona que tenía enfrente, seguro de que la burla escalaría de manera verbal. Valentín no dejó pasar el hecho. Acercó el vuelto que debía entregarles pero no lo soltó.

—¿Querían algo más? —preguntó a propósito, levantando la voz casi con agresividad.

Todos alrededor miraron sin entender qué ocurría.

—No, no —respondió el novio haciéndose el tonto y conteniendo una risa.

Valentín demoró la entrega del vuelto dejando la mano del novio suspendida en el aire, como provocándolo. Su expresión daba un mensaje claro: le rompería la cara si tenía que hacerlo. El cliente reaccionó y desvió la mirada, ya no le divertía la situación. Tomó de mala gana el vuelto y se fue ofendido, seguido por una novia sorprendida por el trato que recibían. Ambos actuando como si no hubieran hecho nada malo ni reprochable. Recién cuando se alejaron pude seguir atendiendo a la persona frente a mí, inquieto y sonrojado por lo ocurrido. Valentín siguió trabajando con normalidad.

El resto de la tarde observé a las personas con más cuidado. El caso de la pareja no fue excepcional, las miradas estaban siempre presentes, las personas notaban las formas delicadas de Valentín al hablar y gesticular, sus ojos los delataban sumado a los intercambios silenciosos que sucedían entre ellos cada tanto. Las reacciones se resumían en asco, asombro o gracia. Luego, como si creyeran que sus caras pasaron desapercibidas, fingían indiferencia cuando llegaban a la caja. Y si yo podía verlo, Valentín también.

A las cuatro llegaron Rafael y Nadia, con la gente circulando no hubo tiempo para reuniones. Enseguida tomaron nuestro lugar en las cajas y yo me apuré en ir a buscar mis cosas. Lamenté haber hecho eso porque no fue suficiente para evitar a Valentín en el cuartito pero sí suficiente para que se notara que intentaba huir de algo.

Huía de toda la situación que él representaba, de lo que había presenciado, del hecho de que la gente lo miraba despectivamente y yo no hacía ni decía nada.

Salí del cuartito.

—Adiós. —Escuché al cerrar la puerta.

En lugar de regresar a casa caminé desanimado y dolido.

Llegué a un viejo puente que se elevaba sobre un cruce de trenes para que el tránsito no tuviera que detenerse por el mismo, seguí hacia las vías y encontré un lugar solitario. Nadie pasaba por allí más que alguna persona caminando o en bicicleta. Me senté en una zona con césped agradeciendo la soledad, no quería escuchar ni ver más gente. Después de repasar los sucesos del día me sentí muy mal por Valentín. Las personas eran horribles y yo también. Así como a ellas se les notaba el desprecio, mi actitud no mostraba nada mejor. Mirar hacia otro lado y hablar bajo no ocultaba nada. Me pregunté cómo hacía Valentín para soportar todo eso todo el tiempo, cómo hacía para ir a trabajar sabiendo lo que le esperaba.

Me pregunté si alguna vez le habría pegado a alguien.

***

El domingo menos personas acompañaron mi espera a la apertura aunque eran igual de ansiosas que las del día anterior. De nuevo entraron sin inmutarse por las luces apagadas. En esa ocasión estuve más atento e intenté imitar la eficiencia de Valentín. Mientras él prendía las luces, yo prendía las computadoras, mientras él encendía el televisor para poner el estreno de la semana, yo me apuraba en sacar las películas del buzón, mientras él acomodaba esos ingresos, yo ya atendía al primer cliente.

No dejaba de sentirme mal por lo ocurrido, por mi incomodidad, mi vergüenza, mi silencio, mis ganas de renunciar y de huir.

Valentín tenía cara de mucho sueño y mientras lo miraba recordé que no devolví el "adiós" del día anterior que se sumaba al apretón de manos que quise terminar antes de tiempo y demás errores de mi parte.

En el local había poca gente.

—¿Quieres café?

Me miró desconcertado, tal vez por la pregunta, tal vez porque le hablaba.

—Voy a buscar café a la estación de servicio —anuncié con una voz insegura.

—Como quieras —respondió confundido.

Fui de prisa a la estación de servicio que estaba a media manzana, el lugar de dónde comprábamos las galletitas y las bebidas en los días tranquilos. Entré al enorme local intensamente iluminado, esos lugares comenzaban a ponerse de moda, con esa mezcla entre cafetería y tienda que se destacaba por la limpieza. Reemplazaban, una a una, a las viejas estaciones de servicios oscuras y grasientas. El café para llevar era uno de sus atractivos. Aunque Valentín no confirmó si deseaba café, lo compré junto con una pequeña barra de chocolate. Era mi manera de disculparme, de ser menos horrible.

Al regresar pareció sorprendido de que, además de mi café, hubiera comprado otro para él junto con un dulce.

—Gracias —murmuró extrañado.

Pero el café no fue suficiente para lavar mis culpas.

—No hace falta que des las gracias, es mi disculpas por… —dudé sobre cómo expresarlo— no comportarme como corresponde.

Mis palabras también lo tomaron por sorpresa. Apenado, me volteé para beber mi café. Sentí que seguía sin ser suficiente disculpa.

—Gracias —volvió a repetir.

Seguimos atendiendo a los clientes dejando atrás el momento. Después del mediodía Valentín se puso a limpiar un poco, aprovechando la tranquilidad que nos daba ese horario, luego se quedó mirando la película de estreno en el televisor. La seriedad de su rostro era una combinación de cansancio y resignación, y su atención a lo que ocurría en la pantalla me dio la sensación de ser un anhelo de vivir en esa película, lejos de las personas horribles que componíamos el mundo. Esa delicadeza que lo caracterizaba se mantenía presente incluso cuando estaba inmóvil. Con tristeza pensé en lo que mi mamá diría: "Eso es cosa de mujeres". Yo también hacía cosas que ella consideraría "de mujeres" y tantas otras no las hacía porque era más seguro de esa manera. Mi mamá estaba del lado horrible del mundo y me arrastraba.

—¿Quieres tomar tu descanso? —ofrecí a Valentín antes de que él me lo preguntara a mí.

Asintió y al salir se llevó la basura de nuestro tacho para dejarla afuera.

Notas finales:

Pueden encontrarme en mis redes sociales :)


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