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La sombra sobre las flores por blendpekoe

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La idea de que Valentín me gustara no abandonaba mi cabeza. Una pequeña parte de mí tenía dudas respecto a los riesgos que podrían traer acercarme a él. Mis compañeros de trabajo no me importaban tanto pero mi familia y compañeros de curso no eran descartables. Tan solo siendo su amigo mi familia haría preguntas que me acorralarían al menos que mintiera sobre cosas con las que no quería mentir, y mis compañeros se alarmarían creando rumores que me podían perjudicar a futuro. Pero lo sorprendente era como todo eso parecía muy pequeño contra la emoción que sentía, las preocupaciones eran pensamientos insignificantes, las consecuencias eran posibilidades minúsculas. Mi mente no avanzaba más allá del nuevo encuentro que me daría la oportunidad de pasar otra tarde junto a él. En ese momento, la única situación crítica en mi vida era el clima porque al despertarme descubrí un cielo cubierto de nubes grises que prometían lluvia en un día donde una simple llovizna sería suficiente para arruinar los planes.

Me la pasé pendiente del cielo, el viento y las gotas que no se decidían a caer. Al mediodía, cuando mi mamá dejó la tienda para preparar el almuerzo, traté de disimular mi inquietud. Ella creía que me vería con compañeros de la carrera, en la casa de uno de ellos, algo que no justificaba mi nivel de ansiedad. Me encerré en mi cuarto para vigilar el cielo sin interrupciones, rogándole a cualquier ser superior que me estuviera escuchando que dejara salir el sol.

Agustina llegó para el almuerzo llevando aún su uniforme de colegio, ya no necesitaba cursar pero algunas de sus amigas tenían que salvar el año y ella iba para acompañarlas. Mi mamá prefería que hiciera eso a tenerla ociosa en la casa. Una telenovela, cuya historia no conocía, estaba de fondo cuando nos sentamos a comer.

—¿El domingo trabajas? —preguntó mi mamá en el primer comercial.

—Sí.

Puso cara de lamento.

—Este domingo vamos a la casa de tu abuelo…

Me miró esperando colaboración, que le dijera que podía cambiar el turno, arreglarlo de alguna forma.

—No voy a poder ir —aseguré con una pena fingida.

Las reuniones familiares en la casa de mi abuelo implicaban a toda la familia, lo que significaba que mi tía asistía, quien a su vez iba con mi prima, y, dadas las circunstancias, también Ulises. Con el anuncio de su casamiento siendo la única última novedad en la familia, ese sería el tema de conversación dominante y, posiblemente, no se hablaría de otra cosa hasta el día de la boda.

Mi mamá no insistió, no tenía motivo para creer que no quería ir, quedándose con la idea de que un cambio de turno era muy complicado con tan poca anticipación.

—¿Y el domingo siguiente? —cuestionó Agustina.

La miré con sospecha, las reuniones en casa de mi abuelo no se modificaban con tanta facilidad, que toda la familia coincidiera el mismo día requería semanas de coordinación.

—¿Qué pasa el domingo siguiente?

—Hay colecta en mi colegio.

—No voy a ir a una colecta en tu colegio.

Agustina tomó mi brazo para tirar de él.

—¡Por favor! —rogó.

—No.

—Es para los pobres —siguió.

—¿Los pobres?

—Los más necesitados quise decir.

—No.

Soltó mi brazo y juntó sus manos.

—Por favor.

El colegio había tomado como tradición ceder su patio para una colecta de Navidad. Se recibían juguetes, ropa y se vendía comida para reunir dinero. Me imaginaba, por experiencias anteriores, que buscaba que hiciera alguna tarea que ella no quería hacer pero se comprometió a cumplir.

Mi mamá no tardó en darse cuenta de su plan y reprenderla.

—¿Por qué te ofreces a ayudar si luego no quieres hacerlo?

Agustina frunció el ceño.

—No quiero parecer mala persona.

—Pues lo que estás haciendo no es honesto —criticó con dureza.

Ante el reto, mi debilidad por mi hermana surgió.

—Con una condición. —Mi propuesta captó su atención y asintió antes de escucharla—. No me dejes solo como el año pasado.

—No desaparezco —se apuró en prometer—, me quedo para ayudar.

Mi mamá, inconforme, me dedicó una mirada reprobatoria.

—¿Le crees?

No, no le creía pero levanté los hombros como si mereciera el beneficio de la duda.

La alegría de mi hermana fue tal que al terminar de comer limpió la mesa sin dejar que yo ayudara.

Afuera, la lluvia seguía amenazando mis nervios y, un rato antes de salir, pasé por la tienda donde mi tío Aldo hacía cuentas en un papel, la música de su época siempre acompañándolo. Tomé un paquete de galletitas y baterías para la radio, luego me senté detrás del mostrador. Desde allí podía ver como el viento movía el cartel que promocionaba los helados que vendíamos, el cielo más oscuro que antes. De repente recordé mi promesa de pintar la tienda.

—¿Cuándo vamos a pintar?

—Tú dime que domingo tienes libre y yo preparo todo.

Con el pedido de mi hermana y la necesidad de cumplir con mi palabra tendría que negociar dos domingos con mis compañeros.

—Mañana pregunto en mi trabajo.

Él siguió haciendo cuentas y anotando cosas al margen de un papel. Lo observé sin que lo notara, preguntándome qué diría si conociera a Valentín. Aldo no era una persona muy moderna, en varias ocasiones lo escuché decir que su juventud vivió más y mejores cosas que la nueva juventud, que la tecnología desencantaba la realidad o que las películas no mostraban valores como las de antes. Aunque eran pensamientos sueltos sin grandes intenciones, me dejaban con una sensación muy vaga. Él no hablaba mucho, era de los que se ahorraban su opinión cuando algo sucedía, imposible saber si por creer que su opinión ocasionaría conflicto o por no tener una verdadera opinión sobre las cosas. Cualquiera de las dos opciones iba acorde al hombre sencillo que era. Tal vez demasiado sencillo para entender a alguien como Valentín o a mí.

Mientras seguía haciendo cuentas, en su radio sonó una vieja canción de Nino Bravo que, a pesar de no ser la primera vez que la oía, en ese momento llamó mi atención con su letra. Hablaba sobre la libertad pero que el precio de la misma, para el protagonista, fuera la muerte me deprimió. Cualquiera habría dicho que era una composición hermosa e inspiradora.

—Que canción tan triste —comenté cuando terminó.

Aldo lo pensó.

—Muchos prefieren morir luchando por su libertad.

—Por eso es triste, es injusto tener que morir.

Volteó a verme medio sorprendido por mi conversación.

—¿Pasó algo?

—Nada —mentí—. Estaba pensando en la colecta que se hace en la escuela de Agustina.

Era fácil hacer responsable a un evento como ese de mi actitud pesimista, por eso asintió como si comprendiera.

Me fui molesto con mis propias palabras, que eran innecesarias y solo servían para llamar la atención, también con el clima que no mejoraba. Todo el camino hasta la plaza lo hice con la seguridad de que no encontraría a Valentín, quien no saldría a pasar una tarde en la intemperie cuando la lluvia estaba a punto de suceder. Pero la esperanza, o deseo, me empujaba a seguir. Las nubes comenzaron a emitir ruidos de truenos aumentando la posibilidad de que el encuentro no sucediera pero al llegar él estaba allí, observando el cielo preocupado.

—Creí que no vendrías —anuncié con una gran alegría.

Me senté a su lado y se me quedó mirando, parecía ser que él tampoco creía que yo aparecería.

—Va a llover —me advirtió como si hubiera ido sin percatarme del clima.

—No iba a dejarte solo con la lluvia.

Los bordes de los hematomas tenían un color más verdoso empezando a retraer el negro pero era muy poco para decir que había mejorado. Al menos en aspecto físico porque en actitud el cambio fue más notable.

—Estás demente —declaró con una sonrisa.

—Pero tú ya sabías eso así que era obvio que vendría.

La sonrisa se mantuvo con cierta melancolía confirmando que de verdad no esperaba que fuera a hacerle compañía, pero desvió la mirada queriendo esconderla. Tomé aire medio animado por su reacción, medio dudoso por su carácter.

—En cualquier momento va a llover —dije buscando sonar seguro—, si quieres, conozco un lugar donde podemos mantenernos a salvo.

Como esperaba, desconfió y frunció el ceño mostrándose descontento de antemano por la idea que aún no había escuchado.

—Es aquí cerca, en la calle, no es una invitación a nada raro —me apuré en aclarar pero mi aclaración sonó mucho peor—. Es decir, solamente hablo de evitar la lluvia.

—¿Qué lugar? —cuestionó con recelo.

—Debajo del puente. No es un lugar feo.

Su gesto, al oírme, fue de rechazo porque estar bajo un puente era algo más propio de indigentes, drogados y personas de dudosa honestidad. Bajé la cabeza apenado por no haberlo pensado lo suficiente, sintiendo que arruinaba el pequeño avance de ese día.

Algunas gotitas comenzaron a caer y Valentín se levantó sacudiendo su ropa para irse.

—Vamos a ver ese lugar. —Levanté la cabeza extrañado—. Estás demente pero no eres malo.

Toda la alegría regresó a mí. Caminamos con algo de prisa por las gotas que aumentaban en frecuencia formando una llovizna ligera.

—Odio la lluvia —reafirmó mientras avanzábamos.

—A mí me gusta.

—Porque estás demente —señaló con confianza.

Reí contento ante la acusación.

Llegamos al puente, un lugar deshabitado, con calles a cada lado de las vías del tren y césped entre las columnas que lo sostenían. Un par de autos estaban estacionados allí.

—No es feo —admitió Valentín.

Nos sentamos en el césped usando las columnas de respaldo, justo a tiempo para ver la llovizna convertirse en lluvia.

—Ahora ya no tendrás que regresar a tu casa por la lluvia.

Una vez más se me quedó viendo, buscando descifrarme, y me ruboricé bajo su mirada. Intenté disimularlo buscando la radio de bolsillo en mi mochila.

—¿Por qué eres bueno conmigo?

Su voz sonaba seria pero no lo preguntaba con molestia o amenaza.

—Porque quiero —mi respuesta también fue seria aunque me costó enfrentar sus ojos.

Encendí la radio y quedamos en silencio escuchando música. La lluvia continuó, creando el aroma a tierra mojada que tanto me gustaba, manteniendo a las personas en sus casas, formando un mundo aparte para nosotros. Valentín miraba sus manos pensativo o jugaba con el pasto, su pantalón volvía a estar levemente doblado, señal de que su ánimo se componía, y yo lo observaba atontado. Después de un rato no pude contener la necesidad de una certeza.

—¿Te molesta que sea bueno contigo?

—No quiero que te sientas obligado.

Su respuesta fue rápida, sin dejar de jugar con el pasto, como si hubiera estado pensando en eso.

—No lo hago por sentir una obligación. ¿Pero te molesta?

Negó con la cabeza.

—¿Hoy también puedo acompañarte a tu casa?

Asintió.

—No es difícil ser bueno contigo —me atreví a decir.

Se sonrió con incredulidad y la sonrisa se quedó allí con él un largo rato.

La radio sonó toda la tarde con música y comentarios de los locutores, a veces algún trueno interfería la transmisión pero no era grave. Comimos galletitas y Valentín accedió a contarme por qué se miraba tanto las manos.

—No sé, creo que es como un escape de la realidad. —Miró el dorso de sus manos—. Un día se me ocurrió que me gustaría pintarme las uñas pero sé que no puedo. Y desde entonces siempre pienso en cómo sería la vida si se pudiera.

—¿Alguna vez las pintaste?

—¿Me imaginas comprando esmalte? La cara que pondrían en la tienda si lo hiciera —preguntó y respondió con ironía.

Quedé impresionado al descubrir que a él también le pasaba sentir que había cosas que no podía hacer porque el mundo con el que convivíamos no quería que las hiciéramos.

***

En la noche, al llegar a la esquina de su casa, acordamos vernos el día siguiente, aunque sería por la mañana ya que me tocaba trabajar en el turno tarde. Antes de despedirme le di un papel que miró con extrañeza.

—Es mi número de teléfono.

Lo observó sin decir nada.

—No lo tires —pedí ante su falta de reacción.

—No voy a tirarlo —aseguró. Levantó la cabeza, en su rostro había una expresión entre seria y emotiva que me tomó por sorpresa—. Gracias por no cansarte de mí. —Enseguida se apartó—. Nos vemos mañana.

Se fue sin darme oportunidad a responder y regresé confundido a mi casa. Lo que me dijo sonaba como algo bueno pero también sonaba como algo triste. Valentín era fuerte pero eso no borraba el desprecio y maltrato que recibía, y me daba la sensación de que en el fondo se resignaba a esperar más de lo mismo de parte de todos. Así era vivir en un mundo que no nos quería.


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