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La sombra sobre las flores por blendpekoe

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Compré un ovillo de lana color verde musgo con el fin de completar una bufanda, también agujas de verdad. Un plan sencillo para practicar. Luego de dedicarle tiempo los puntos me salían con mayor fluidez aunque las manos se me seguían cansando y debía hacer pausas, pero, a pesar de mis intentos, la bufanda nunca quedaba derecha. Sin que me diera cuenta, algunas líneas de puntos se me deformaban arrastrando todo trabajo posterior. Pero no me desanimaba, desarmaba el intento de bufanda y comenzaba de nuevo, con la esperanza de hacerlo un poco mejor cada vez.

Mamá descubrió mi nuevo pasatiempo de una manera poco casual. Golpeó mi puerta y, en lugar de esconder las agujas, decidí seguir, dejarme ver. No fue un acto valeroso, mis manos temblaron y con dificultad pude avanzar con un punto. Era una especie de provocación de mi parte. Pero no una provocación hacia ella, para discutir o pelear, era hacia el mundo en el que vivía. Verme tejer podría resultar en cuestionamientos, lo que me llevaría a revelar mi secreto. No me daba cuenta pero yo mismo comenzaba a buscar una excusa para confesarlo y terminar con la agonía de la mentira.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó sorprendida al abrir la puerta.

—Tejiendo —respondí fingiendo naturalidad.

—No sabía que te interesaba eso.

Levanté la cabeza con el recuerdo fresco del momento en que me había dicho que era de chicas y que provocaría risas en los demás.

—Siempre quise intentarlo —susurré.

Su cara fue de puro asombro. Se acercó un poco a mí repasando con sus ojos mis manos, el intento de bufanda y el ovillo a mi lado.

—Es extraño ver un chico tejiendo —dijo sonriendo.

Creo que me decepcionó un poco su aprobación ya que esperaba que hiciera un comentario parecido al que yo recordaba. Pero a la vez me tranquilizó y compensó parte del enojo que guardaba en mi interior.

—Empecé hace unos días.

Asintió contemplándome con cariño, como hacen las madres cuando ven a sus hijos pequeños haciendo algo tierno e inocente.

—¡Ah! Te llaman por teléfono —anunció de repente—. Una chica pero no dijo quién era.

Extrañado, fui a la sala pensando en la posibilidad de recibir la llamada de alguna compañera de curso y ante esa idea tomé el aparato con desgano, no quería pensar en la carrera, en tener que inscribirme para un nuevo año o en el futuro donde no encajaba. Era verano, era muy temprano para eso.

—Hola —murmuré.

—¿Jero? —la voz de Valentín arrastró mi nombre, con duda respecto a quien le hablaba.

—Sí —respondí con más energía.

—¿Hago mal en llamarte a tu casa?

—No, nunca. —Pensé en mi mamá confundiendolo con una chica, solo bastaría con una pregunta de ella para desatar el caos con mi respuesta—. Puedes llamarme cuando quieras, a la hora que quieras.

Apoyé mi espalda en la pared para vigilar cualquier movimiento que pudiera suceder a mi alrededor.

—Tu emoción no tiene límites.

—Es que me gusta escucharte.

Valentín demoró unos segundos en responder.

—A mí también me gusta escucharte… por eso te llamé.

—Me dijiste algo lindo —señalé lleno de alegría.

—Eso intento —respondió con falso orgullo.

Era su día libre por lo que no me era posible acompañarlo a su casa o compartir un turno. Me ilusionaba pensar que me extrañaba.

—Pero quiero tratar más —agregó con seriedad—. Se me ocurrió que por teléfono podía ser más fácil.

—¿Qué cosa?

—Decirte que me gustas, que eres lindo, gracioso, tierno y me siento feliz cuando estoy contigo. —Hizo una pequeña pausa—. Acertaste con tu teoría de que me gustan las cosas cursis que me dices y me gustaría poder hacer lo mismo.

Empecé a reír, se expresaba con gravedad como si temiera que pudiera dudar de él.

—Hoy no voy a dormir pensando en este llamado.

—Seremos dos entonces.

—Quiero besarte.

Con eso logré que riera.

—Además… —siguió con lentitud, más relajado, coqueteando— extrañaba escuchar tu voz.

Suspiré disfrutando su confesión.

—Yo también.

—Estaba pensando que en mi próximo día libre podríamos vernos —ofreció.

—¡Sí!

—No es mucho pero, como tú dijiste, un momento es mejor que nada.

—Cada momento contigo vale oro para mí.

—Aunque trate, nunca voy a poder igualarte en cursilería —respondió con humor.

***

Vernos en el trabajo aumentaba el deseo de vernos fuera de allí. Podíamos conversar pero siempre debíamos estar atentos, los clientes entraban y salían todo el día, los vidrios dejaban ver todo desde la calle y las tareas no podían quedar desatendidas. Cuando nos cruzábamos en un cambio de turno no intercambiábamos más que un saludo, con nuestros compañeros alrededor cualquier tipo de charla quedaba descartada. No quería causarle problemas a Valentín con Rafael o Simón, así que en esos cambios me mantenía silencioso y miraba un punto al azar del local para no empeorar el recelo que provocaba nuestra amistad. Toda interacción por nuestra parte estaba mal vista.

Acompañar a Valentín a su casa era un poco más íntimo, de noche mucho más que de día. El contacto físico seguía siendo limitado y debíamos tener ciertos cuidados para asegurarnos de no llamar la atención pero era un momento solo nuestro, que ningún cliente interrumpía. Pero vernos en su día libre, ocultos debajo del puente, tenía otro nivel de privacidad. No hacía falta medir las palabras ni las miradas, las caricias eran espontáneas, el contacto más demostrativo y natural. Algún peatón casual podía pasar y vernos pero allí, bajo un puente, nadie quiere hacer contacto visual con nadie, solo pasar de prisa. Valentín se acostaba en el suelo y yo me quedaba sentado a su lado, aunque a veces también me acostaba para estar a la par de él. Nos mirábamos y sonreíamos como tontos.

Esa tarde tomé su mano y la levanté frente a nosotros.

—¿Cuál color te gustaría para tus uñas?

—¿Vas a ir a una tienda a comprar esmalte? —cuestionó desconfiado.

—Sí.

Me miró con curiosidad, luego pensó su respuesta.

—Celeste.

—¿Celeste?

—Como el cielo.

—¿Es tu color favorito?

—Y el rosa también. —Levantó su otra mano—. Podría pintar una mano de cada color.

Era peculiar, nunca, ni en las revistas, había visto manos con colores diferentes. Y su selección no dejaba de sorprenderme. El rosa y el celeste eran colores que se utilizaban para remarcar géneros y dejar definido, para el usuario y el espectador, el rol a cumplir. A él le gustaban los dos, el que la sociedad dictaba como ideal y el que no permitiría.

—¿Qué más te gustaría?

Bajó sus manos, la mía aún sostenía la suya. Me pareció, por un instante, que dudaba en responder.

—Usar anillos, pulseras... —dijo con aire distraído para quitarle importancia y probar mi reacción.

No se me hubiera ocurrido pero inmediatamente pude imaginarlo. Apreté su mano.

—Te quedarían increíble.

Sonrió aliviado.

Le conté sobre el nuevo McDonald's y acordamos que podríamos comer allí antes de que se hiciera la hora para regresar a casa. La tarde pasó con rapidez, como cada vez que estábamos juntos. Escuchamos música, bebimos gaseosa, nos besamos y Valentín rio hasta el cansancio cuando tomé una piedra para escribir nuestras iniciales en una de las columnas.

Al oscurecer, apagué la radio portátil y nos encaminamos al restaurante. Iluminado y altamente poblado, el edificio destacaba contra el resto. Los autos junto a la gente que entraba y salía le daba la apariencia de ser el único lugar con vida a lo largo de la manzana. Se veían grupos reunidos en la vereda y en los costados, formados por los que solo usaban el sitio como reunión o punto de encuentro. El resto ingresaba para comer o salía demorándose justo lo necesario para acordar que harían a partir de allí. Como buenos trabajadores de medio tiempo, pedimos el menú más barato y subimos al primer piso. Abajo era ruidoso con las cajas y la cocina cerca, arriba era más tolerable.

Ocupamos una mesa junto a la ventana despreocupados de la gente a nuestro alrededor.

—Pronto se acercan mis vacaciones pero no puedo ir a ningún lado —contó Valentín mientras examinaba su hamburguesa—. Voy a tener tiempo libre.

—¿Es eso una insinuación?

Sonrió. Una sonrisa alegre y brillante como no había visto antes en él.

Observé atento cómo comía sus papas, tomando una por una, sosteniéndolas con cuidado como si se trataran de algo frágil, mordiendo con suavidad y sin apuro. Valentín me devolvía la mirada consciente de mi fascinación.

—Podríamos ir al cine —se me ocurrió de repente.

—Hace años que no voy al cine —dijo consintiendo la idea.

—¿Hay algo más que te gustaría en tus vacaciones?

Pensó un rato.

—Ir al zoológico, nunca fui a uno.

Visitar el zoológico era la salida más básica en la infancia, de hecho era la primera vez que oía a alguien decir que nunca fue a uno. Pero no quise preguntar al respecto, no en medio del ruido del McDonald's.

—Entonces también iremos al zoológico.

—¿Hay pingüinos? —se interesó.

—Creo que sí.

—Me gustaría ver uno y escuchar el ruido que hace.

No pude más que sonreír. Su curiosidad se me contagió y también me dieron ganas de esa experiencia. No recordaba mucho de mis visitas al zoológico y a su lado se sentiría como algo nuevo.

—Ahora quiero ver las jirafas.

Terminamos nuestras hamburguesas y seguimos hablando de los animales exóticos que podríamos encontrar en el zoo hasta que fuimos interrumpidos por un golpe de realidad.

—¿Cómo voy a comer con un afeminado cerca?

Nuestra charla se detuvo de inmediato. Al principio dudé de lo que había escuchado pero la expresión de Valentín me confirmó que oí bien. Se mantuvo inmóvil, sin reaccionar, y lo imité. Me miró como queriéndome decir algo, de seguro que no lo tome en serio, que no hiciera caso.

La inesperada queja tenía voz de hombre joven y otras voces masculinas se elevaron en risas como consecuencia. Entre las risas resonó un exagerado sonido que imitaba arcadas y vómito.

—Perdón —se disculpó el gracioso con el resto— es que me dio asco.

—Así no se puede comer —se sumó un tercero—, tendrían que avisar que dejan entrar maricas.

En contra de la razón volteé agitado por lo que estaba ocurriendo. El escándalo venía de una mesa con cuatro chicos más o menos de nuestra edad, sus bandejas llenas de comida indicaban que recién llegaban. Alrededor, algunas personas miraban confundidas, el resto se reía en silencio apoyando la burla y expectantes de lo que ocurriría.

La voz del primero volvió a sonar pero con menos gracia y más amenaza.

—¿Se van a quedar allí?

Me hablaba a mí porque cometí el error de mirar. Pero apenas registré la provocación porque los latidos de mi corazón retumbaban con fuerza en mi cabeza al ver que un miembro del grupo era Antonio. Sin reírse pero sin intenciones de detener a sus amigos, me devolvía una mirada hostil y rencorosa.

—No los mires —ordenó Valentín—. Vámonos.

Cabizbajo lo seguí. Las risas aumentaron, alguien silbó y algunas papas fritas volaron en nuestra dirección. Sentía que mi cara ardía.

—Que alguien le pase alcohol a esa mesa.

Más risas.

—¡Y la prenda fuego!

Valentín no miró atrás, caminó con paso firme hasta salir del local y afuera continuó caminando sin decir nada. Me mantuve a su lado, nervioso por lo que había sucedido, angustiado por la visión de Antonio. Doblamos en una esquina por una calle menos utilizada y luego volvimos a doblar.

—Es mejor no quedar a la vista —comentó Valentín.

Eso sonaba a persecución. Miré inquieto hacia atrás pero no había nadie en la calle. De pronto se detuvo a media manzana y me miró.

—Es mejor que te vayas a tu casa.

—¿Qué? No. Voy a acompañarte a la tuya.

—No seas terco —habló alterándose— ya viste lo que pasó, siempre va a ser así. Vete a tu casa. —Tomó aire—. Es mejor terminar con todo esto, no tiene ningún sentido —agregó con voz temblorosa.

—¿Todo esto? —repetí asustado—. ¿Te refieres a nosotros?

Asintió bajando la cabeza, demasiado afectado para seguir hablando.

—No quiero —murmuré.

No respondió. Me acerqué a él pero se alejó.

—Quiero estar contigo —rogué sin saber qué más decir.

De nuevo intenté acercarme y en esa ocasión no retrocedió aunque se negaba a mirarme. Lo abracé con fuerza, su cuerpo estaba tenso y temblaba levemente. No me devolvió el abrazo.

—Quiero estar contigo —insistí.

—Es mi culpa, al final fui yo quien se ilusionó.

Notas finales:

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