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La sombra sobre las flores por blendpekoe

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El despertador ya no sonaba a las seis y treinta pero Valentín estaba acostumbrado a levantarse temprano. Esa mañana me despertó con suaves caricias mientras susurraba mi nombre. Cuando abrí los ojos, él estaba sentado en el piso apoyando sus brazos en la cama, despabilado, brillando como la luz del sol. Oculté mi rostro en la almohada pensando que debía verme horrible.

—No te duermas, ya traje el desayuno.

Espié primero. Valentín se alejó de la cama, en el suelo estaba la bandeja con café y tostadas. Del frasco de azúcar que ocultaba bajo su cama, sacó un par de cucharadas para su taza.

—No voy a esperarte.

Me arrastré fuera de la cama frotándome la cara con las manos.

—Buenos días —me dijo cuando me senté frente a él.

—Buenos días.

Se sonrió y sacó otro frasco pequeño de su caja secreta, uno con miel. Tomé un poco de café para despertarme y aclarar la voz.

—Voy a aprender a levantarme temprano, así cuando vivamos juntos podemos preparar el desayuno los dos.

Colocó miel en una tostada mirándome de reojo.

—Envidio tu capacidad de decir todo lo que pasa por tu cabeza.

Me ofreció la tostada.

—No soy así con todos. Contigo es diferente... —pensé un momento, reuniendo las ideas en mi cerebro dormido— y me gusta, me pone contento —expresé con torpeza un pensamiento incompleto pero con alegría, tomando la tostada.

—Te recuperas rápido —señaló.

Me sorprendí con su comentario y tuve que reflexionar sobre sus palabras. Era difícil saber si me recuperaba rápido o a su lado olvidaba todo lo malo. Miré mi taza atontado. El recuerdo del día anterior apareció como un sabor amargo pero intenté dejarlo atrás, ahogarlo con el café, y hacer de cuenta que no era tan triste ni tan importante.

—Eso es gracias a ti —levanté la mirada—, contigo puedo ser un poco más fuerte y recuperarme.

Ladeó la cabeza, con una media sonrisa, halagado, aunque no lo admitiría, en lugar de apenarse como hacía antes. Era hermoso.

***

Salimos juntos hacia el hospital. Ese día no habría novedades por ser domingo pero Valentín no dejaba pasar un día sin visitar a su padre. Cuando estuvimos en la vereda de su casa se puso serio.

—Va a ser una visita rápida, así que no te preocupes, no vamos a estar mucho tiempo allí.

—Me gusta acompañarte. —No se mostró convencido pero tampoco discutió—. Me hace sentir parte de tu vida —aseguré con ánimo.

Caminamos hacia la parada de autobús bajo un sol radiante. El verano perdía potencia y el calor era más agradable, el viento fresco anunciaba que en poco tiempo llegaría el otoño.

—Ojalá pueda terminar la manta antes de que llegue el frío —comenté—, también quiero hacerte una bufanda.

—Esa bufanda que estaba en la bolsa, ¿de quién es?

—De nadie, es práctica.

—Quiero esa.

—Está horrible y es amarilla.

—Me gusta el amarillo.

—Puedo hacer una mejor… creo.

—No. Quiero esa bufanda amarilla —replicó con firmeza.

Sonreí sin disimulo.

—Eres muy tierno.

—No soy tierno, soy práctico.

Al llegar a la parada dejamos atrás nuestro juego, la gente a nuestro alrededor nos podría escuchar hablar, y en el autobús, lleno de personas, guardamos un silencio severo mientras evitábamos cruzar miradas. Valentín, sentado junto a la ventanilla, observaba el exterior; yo observaba sus zapatillas deseando tocar su pie con el mío.

El hospital estaba tranquilo y silencioso, faltaba el ajetreo de los días de semana. Los asientos estaban vacíos y la cafetería cerrada, el único personal que cruzamos fue el de limpieza hasta que llegamos a la recepción del área de internación. Valentín me hizo una seña para que lo espere y pasó de largo la ventanilla hasta llegar a la puerta donde estaba su padre.

La soledad del pasillo me hizo avanzar hasta esa puerta y me paré junto a ella, recogiendo con el oído lo que sucedía dentro. Era lo de siempre: el hijo preguntando en voz baja cómo estaba, qué necesitaba, mientras que el padre rechazaba cualquier atención en voz alta. Me dolió ese trato indiferente y sentí la necesidad de mirar, de entender esa frialdad. Aunque no lo aceptara, nadie más parecía visitarlo en ese hospital y, aún así, eso no bastaba para reconocer a su hijo.

En la habitación una cama estaba desocupada, en la segunda seguía el mismo paciente con un familiar que miraba con incomodidad lo que sucedía junto a ellos. No era para menos, el padre de Valentín hacía gestos que buscaban demostrar lo inoportuna e innecesaria que era la presencia de su visita. Lo observé un instante extrañado. Me dio la sensación de que estaba más delgado, más demacrado y que sus movimientos eran menos precisos. Hacía todo lo posible para evitar a su hijo, sus ojos paseaban por la habitación en un intento por darle más importancia a un objeto al azar que a la voz que le preguntaba si comía todo lo que le daban sin inconvenientes. De pronto me vio y detuvo su acto.

—¿Qué hace aquí? —preguntó escandalizado pero bajando la voz.

Valentín volteó a verme para corroborar la razón del cuestionamiento.

—Me acompaña —explicó sin darle importancia a la reacción.

—No seas tonto —replicó el padre—, algo debe querer.

—No quiere nada —habló con tono condescendiente, arrastrando las palabras.

—No le des dinero —indicó el padre—. Seguro quiere dinero.

—Está bien —concedió para terminar con la discusión.

—No creas nada de lo que dice —continuó—. Los estafadores solo dicen lo que quieres oír.

Valentín, medio harto, no siguió con la conversación.

La acusación me dejó perplejo, no me la esperaba, pero, a pesar de no saber a qué venía esa idea de que engañaba a Valentín, entré a la habitación impulsado por la necesidad de rectificar, como yo interpreté, la ofensa hacia nuestra relación. Pero el carácter me falló y dudé.

—No hagas caso —fue el pedido de Valentín.

—Tengo razón —insistió su padre—. ¿Qué va a querer si no es sacarte algo?

Reconocí la rabia en el rostro de Valentín, su expresión era la misma que ponía antes de mandar a volar a un cliente en el videoclub.

—No tengo nada —respondió con una inesperada calma—, ni dinero. No puede sacarme nada —de nuevo arrastraba las palabras.

El padre no quedó conforme y lo hizo saber negando con la cabeza.

A un costado, el otro paciente y su visita miraban con recelo el intercambio. Me di cuenta que cualquier cosa que yo hiciera o dijera solo serviría para crear una escena innecesaria que podría angustiar a Valentín en lugar de ayudarlo. Arrepentido, di un paso atrás.

—Espero afuera —murmuré.

No me quedé cerca de la puerta, me alejé con miedo de haber metido la pata, de haber molestado a Valentín con mi intromisión. Me sentí pequeño y tonto pero también irritado con lo que había ocurrido.

Después de un rato él salió y se acercó con decisión hacia mí. Estaba seguro que diría que había hecho una tontería por meter la cabeza en la habitación, por no esperarlo donde me dijo que lo esperara.

—No hagas caso de lo que dice —ordenó.

Asentí obediente. Me estudió preocupado, también molesto pero no conmigo.

—Hace eso con todo el mundo.

De nuevo asentí.

De pronto se sonrió divertido.

—¿Te ibas a pelear con él? —preguntó en tono burlón.

—No —me apuré en asegurar.

Ahogó una risa y empezó a caminar. Me relajé ante su buen humor y deseé haber enfrentado a su padre porque él no parecía que fuera a enojarse conmigo si lo hacía.

Era difícil luchar contra ese miedo de hacer o decir cosas que podrían enojar a otros. Conformar a los demás siempre fue mi objetivo para evitar los problemas y no había aprendido otras formas. Luego, como en ese momento, me quedaba una sensación de vacío, mi silencio me hacía desaparecer un poco y me convertía en una simple mancha en el suelo. Y esa era la vida que quería dejar atrás. La mala relación que llevaba con mi mamá era la prueba de que el enojo de otros no valía más que mi felicidad.

Tenía que llevar eso a todos los aspectos de mi vida, reunir coraje en los momentos indicados y enfrentar a las personas.

—Estás callado —reclamó Valentín.

Ya nos habíamos alejado del hospital.

—Pienso demasiado —lamenté.

Me dedicó una expresión comprensiva, en lugar de criticarme, la cual alivió mi pesar.

—Compremos pan y queso para hacer sándwiches, y vayamos al puente.

Su propuesta me robó una sonrisa.

Fuimos a un supermercado para comprar todo lo que necesitábamos para preparar sándwiches, también gaseosas y algunos snacks. Con todo en dos bolsas, tomamos un autobús y fuimos al puente. Sería un picnic improvisado, con vista a las vías del tren, pero no importaba mientras estuviéramos juntos.

Me olvidé de mis preocupaciones armando sándwiches. Valentín buscó con confianza la radio en mi mochila y se ocupó de sintonizarla. Pasó por varias estaciones hasta que se topó con una donde sonaba Back for good de Take That. Una canción que a ambos nos gustaba. Mientras comíamos, un perro apareció sorprendiéndonos y lo llamamos para darle un poco de pan. Se sentó moviendo el rabo esperando más comida y comió todo lo que le convidamos. Luego se echó a dormir delante nuestro.

—Es una señal —murmuró Valentín.

—¿Señal de qué?

—De nuestro futuro.

Sonreí y me incliné para besar su mejilla.

Las horas que nos quedaban antes de ir al videoclub, las pasamos allí. Cada tanto recordaba los sucesos del día anterior, dolido porque mi mamá quisiera tirar mis cosas. Si su rechazo aumentaba, lo próximo que podría intentar tirar sería a su propio hijo. Pero me guardé esas preocupaciones porque Valentín no pasaba mejor suerte. Los dos necesitábamos dejar de pensar tanto.

***

Cuando llegamos al videoclub para cumplir con el turno de la tarde, Rafael miraba hacia otro lado, como ofendido. Nadia fue la única que nos saludó. Valentín devolvió el saludo con leve gesto sin interrumpir el camino hacia el cuartito, yo intenté ser un poco más expresivo. Dentro del sector de cajas, Nadia se dirigió a mí.

—Tengo lo tuyo —me dijo con alegría.

—¿Qué cosa?

Debajo del mostrador tenía preparada una pequeña bolsa de plástico blanca que puso en mis manos. Rafael miró de reojo, con curiosidad. La bolsa contenía las cremas de mano y el esmalte de la revista de Avon de su hermana. La acerqué a Valentín para que viera su contenido.

—Adentro está la cuentita —avisó.

Al salir, Rafael le murmuró algo a nuestra compañera que no llegué a oír aunque la respuesta de ella fue muy clara.

—No te metas.

Atendimos clientes inmediatamente pero luego comenzaron a escasear. Las familias que se amontonaban los fines de semana no estaban presentes y recordé que al día siguiente comenzarían las clases. La mayoría se estaría preparando para el regreso de los niños al colegio. Aprovechamos la falta de trabajo para revisar los productos. Estudié el esmalte y lo abrí para examinar su color durazno.

—¿Te gusta? —consulté a Valentín.

Él se apoyó en el mueble de espalda al local y tomó el frasco.

—Es muy lindo. —Observó el frasco sonriéndose—. Siempre haces cosas que me sorprenden.

—Y la crema. No te olvides de la crema de manos.

Quiso reír pero se aguantó.

Las cremas también cayeron bajo una ardua inspección antes de probarlas con discreción, ocultando las manos detrás del mostrador para que ningún cliente nos viera.

—Comprar por catálogo no parece una mala idea —reflexionó—. Con eso evitaría tener que entrar a una tienda.

Por la tardecita, cuando el calor bajó, más cliente llegaron al videoclub. Renovamos los snacks vendidos e ingresamos las películas devueltas. Mientras atendíamos, Valentín ideaba nuestra cena recordando qué ingredientes tenía disponible. Si al día siguiente su padre recibía el alta, ya no podría entrar a su casa con tanta facilidad. Él hablaba de cocinar pasta pero temía fallar con la salsa, algo que no acostumbraba a preparar. Recordaba su pobre intento con la salsa para pizza que no había salido del todo bien.

En medio de esa tranquilidad un cliente me distrajo. En realidad él estaba distraído mirando hacia un costado y eso llamó mi atención. Volteé para ver también, una acción meramente automática, y descubrí, para mi horror, al chico del McDonald's pegado al vidrio del local.


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