Si pensara en nuestro amor me gustaría pensar en lo alto que se escuchaban las canciones de inicios de la década.
Esas que nunca pasaron a ser culto, esas que ponías a todo volumen cuando llegábamos a tu casa. Jamás te lo dije, pero estar ahí siempre me hizo sentir como un verdadero hogar, quizá ni siquiera necesité decirlo, puede que tú lo adivinaste en su tiempo y por eso siempre me invitabas.
Y ahora nunca lo sabré. No importa cuánto haga. Jamás me lo podrás decir.
Hay tantas cosas que quisiera que supieras, pero ya estás tan lejos de mí, no me alcanzas a escuchar, no me puedes ver, y no sabes cuánto extraño que nos veamos. Hay tantas cosas que me habría gustado saber, pero ya estás tan callado, sólo un sonido blanco en el teléfono.
Si es que aun estuvieras aquí. Si es que aun estás.
Que sepas que te extraño. Que te amé, y lo arruiné.
Escena 1 (o cuando una luz apareció)
Conocí a Jonathan en la escuela primaria. Nada realmente qué destacar.
En esa época llegaba todos los días con cara de no haber desayunado, con los gritos de mis padres zumbando aún en mis oídos y la idea que haber nacido omega era el peor pecado del mundo.
Y entonces estaba él. Siempre brillando, siempre sonriendo. Era un omega como yo, pero todos parecían premiarlo por ello.
Lo odié hasta que la maestra de turno me obligó a sentarme a su lado por los cuantos meses que quedaban del año escolar.
Era un niño de ocho años, chimuelo y con un estúpido suéter azul de encaje rosa. Su sonrisa desastroza se fijó por primera vez en mí.
¿Quién diría que todo el coraje y “odio” se irían en tanto esa sonrisa y esa mirada se fijaran en mí?
-Seamos mejores amigos – Había dicho él, antes de abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida.
Pienso en ello hoy en día, pienso que nos faltaron muchos años para ser compañeros de vida.
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Si pensara en nuestro amor me gustaría pensar en lo alto que se escuchaban las canciones de inicios de la década.
Esas que nunca pasaron a ser culto, esas que ponías a todo volumen cuando llegábamos a tu casa. Jamás te lo dije, pero estar ahí siempre me hizo sentir como un verdadero hogar, quizá ni siquiera necesité decirlo, puede que tú lo adivinaste en su tiempo y por eso siempre me invitabas.
Y ahora nunca lo sabré. No importa cuánto haga. Jamás me lo podrás decir.
Hay tantas cosas que quisiera que supieras, pero ya estás tan lejos de mí, no me alcanzas a escuchar, no me puedes ver, y no sabes cuánto extraño que nos veamos. Hay tantas cosas que me habría gustado saber, pero ya estás tan callado, sólo un sonido blanco en el teléfono.
Si es que aun estuvieras aquí. Si es que aun estás.
Que sepas que te extraño. Que te amé, y lo arruiné.
Escena 1 (o cuando una luz apareció)
Conocí a Jonathan en la escuela primaria. Nada realmente qué destacar.
En esa época llegaba todos los días con cara de no haber desayunado, con los gritos de mis padres zumbando aún en mis oídos y la idea que haber nacido omega era el peor pecado del mundo.
Y entonces estaba él. Siempre brillando, siempre sonriendo. Era un omega como yo, pero todos parecían premiarlo por ello.
Lo odié hasta que la maestra de turno me obligó a sentarme a su lado por los cuantos meses que quedaban del año escolar.
Era un niño de ocho años, chimuelo y con un estúpido suéter azul de encaje rosa. Su sonrisa desastroza se fijó por primera vez en mí.
¿Quién diría que todo el coraje y “odio” se irían en tanto esa sonrisa y esa mirada se fijaran en mí?
-Seamos mejores amigos – Había dicho él, antes de abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida.
Pienso en ello hoy en día, pienso que nos faltaron muchos años para ser compañeros de vida.