Murasakibara Atsushi en su corta vida había oído el término Sex Appeal hasta que entró a Yosen.
De no ser por Fukui seguiría pensando que se trataba de una manzana acaramelada especial, porque ni bueno para el inglés era. Fue hasta que se lo explicó y vio al perfecto ejemplo que entendió a qué se refería.
Himuro Tatsuya, el japonés crecido en américa recién llegado a la preparatoria Yosen, se llevó la atención de todas las mujeres y algunos hombres. Escuchó de sus superiores que ese tal Himuro se llevaba montones de cartas a su casa, cuyos destinatarios incluían alumnas y docentes, hasta una vez llegó a recibir de parte del personal de limpieza.
Y Murasakibara le daba flojera todo el asunto, desde mandar cartas hasta entregar chocolates. Lo único bueno de todo eso era que el azabache le daba los caramelos que le regalaban con el pretexto que no le agradaban las cosas dulces.
Quizá así se lo fue ganando.
Desde que entró al club de baloncesto Murasakibara asistía a los entrenamientos sin incluirse en el ámbito social. Iba, entrenaba el mínimo y después se regresaba a casa. La idea de convivir con otros le causaba fatiga. Desde que Himuro, el americano, le empezó a desviar sus regalos Murasakibara se encontró conviviendo con sus superiores.
Al final conoció el nombre de su capitán, del rubio que le explicó aquel termino y que tenía un compañero transferido de china. En fin, Murasakibara se hizo consciente de su entorno.
Y de la razón de tantos regalos a Himuro.
No iba a negar que ese peli negro era divino. El color de cabello hacía resaltar lo blanca de su piel, el lunar debajo del ojo era considerado sexy en muchas culturas, incluso en su cuidado personal Himuro era muy dedicado llegando a confesar que tenía su propia rutina de cuidado de la piel. Lo normal en américa, comentó Okamura un día. Eso explicaba lo radiante que se veía su rostro.
Sí, Himuro era sensual, pero a Murasakibara no le interesaba la atención que llamaba su Sex Appeal si eso significaba seguir recibiendo dulces. O eso creía.
Himuro se le fue colando entre los huesos sin notarlo. Lo recibía todos los días con sus caramelos favoritos, lo acompañaba a todos lados y platicaba de su día a día sin recibir respuestas de su parte. No era necesario hacerlo, el azabache llegó a interpretar cada uno de sus gestos como respuestas, atinando siempre.
Lo sorprendió mucho, nadie más sabía leerlo con tanta facilidad desde que dejó Teiko.
Al final de clases, antes de irse a su casa, Himuro le entregaba los caramelos que le habían sido regalados ese día, le pedía que se cuidara y le diría que lo esperaba en ese mismo punto la mañana siguiente para irse juntos a la escuela.
Un día aparecieron tomados de la mano por la puerta del gimnasio, compartiendo besos después de cada entrenamiento y llamándose amorosamente en el descanso para tomar el almuerzo. El equipo de Yosen no estaba sorprendido, en realidad, era cuestión de tiempo para que aquellos dos comenzaran a salir.
Murasakibara estaba contento con Himuro, lo entendía y mimaba como a nadie, pero parecía que la escuela pensaba otra cosa.
Todas las fanáticas del jugador le veían con furia en los pasillos, y le daba tanta flojera siquiera responderles la mirada que hacía caso omiso a los comentarios desubicados y de mal gusto que decían a voz alta.
¿Qué si Muro-chin era demasiado para él? Quizá. ¿Qué si Muro-chin estaba loco por salir con un anormal como él? Tal vez.
Pero si su Muro-chin quería estar con él todas se podían ir al diablo.
Hasta que uno de esos comentario llamó su atención. Era de una chica de tercero, de las más coquetas y libertinas que conocía. Fukui la ubicaba como la arrogante de la clase B, y no podía estar más de acuerdo.
—¿Lo han visto usando camisas con escote? ¡Algún día esas clavículas serán mías!
Cuando él se dio vuelta en el pasillo la chica se puso blanca del miedo e inventando una excusa huyó del lugar junto con sus amigas. ¿Habrían huido por ser él o por que sabían que era el novio del chico que tanto se comían con la mirada? Murasakibara dejó que se fueran sin decir nada, pero el comentario de la chica se quedó en su mente todo el día.
El entrenamiento llegó, y con ello las ropas deportivas que usarían ese día.
Como si hubiera escuchado la conversación en la mañana, Himuro usó una camisa sin mangas con el orificio dejando expuestas sus axilas y un escote que dejaba ver el anillo que compartía con Kaga-chin.
Se encontró varias veces observando a Muro-chin durante los ejercicios. Y, aunque le pesara, tendría que coincidir con el comentario de la compañera de Fukui, sus clavículas eran lindas. Se mostraban por encima de la piel con un enrojecimiento adorable, tan finas sin llegar a ser grotescas como si de una persona baja de peso se tratara.
Himuro era de cuerpo delgado, con curvas tan sensuales que dejaba a cualquiera a sus pies. Con la piel blanquecina que te incitaba a morder y saborear. Era un chico cuyo cuidado personal era envidiado por las chicas, con su cutis perfecto y sin vellos innecesarios. Por eso Muro-chin se daba el lujo de usar camisas como las de ese día.
No era la primera vez que las usaba, pero sí la primera en que Murasakibara le ponía atención.
El escote le llegaba hasta debajo del anillo, con las clavículas y el cuello al aire. Ese día no se pudo concentrar lo suficiente para excusarse que estaba dando el mínimo en los entrenamientos.
Y Muro-chin solo le sonreía, ajeno a lo que el titán estaba pensando.
El rosado en la piel le hacía preguntarse si sabría a fresa, como las paletas que Muro-chin le regaló la semana pasada, o si sería muy grosero de su parte preguntarle si podía beber jarabe de las partes hundidas que se formaban gracias a los huesos donde en esos momentos yacía sudor.
Tuvo que pasar saliva toda la tarde.
Himuro le pidió que le ayudara con algunas cosas en su departamento, algunas cosas de reorganización que debido a si altura no era capaz de realizar. Murasakibara, como un buen novio, aceptó sin dudarlo.
Grande fue su sorpresa que al cruzar la puerta el azabache le llevó a la cocina y empezó a besarlo.
Los besos que Himuro le daba normalmente eran tiernos, pequeños besos que constaban del simple choque de labios o roces entre sus narices que demostraban pura dulzura. Pero ese día, con Himuro sentado en la mesa de su casa, los besos que le daba eran más húmedos.
Las manos le subieron acariciando todo el pecho y acabaron en el cuello del suéter negro escolar, jalándolo hacia el pequeño cuerpo que se removían en la madera fina para darle más acceso. Murasakibara se coló en sus piernas, así como la lengua de Himuro se abrió paso en su boca.
Tatsuya le besaba con demasiada pasión que sintió un espasmo subirle por la espalda. Con sus manos atrapó la cintura de su novio y tuvo que gruñir al darse cuenta que podía tocarse las yemas de los dedos, era muy pequeña.
Cuando Tatsuya se apartó le sonrió con los labios hinchados y un sonrojo cubriéndole el lunar. Muro-chin era demasiado lindo.
Himuro ronroneo su nombre, se deshizo de su propio suéter y desabrochó la blanca camisa del uniforme hasta dejar expuesta blanca piel.
—Atsushi, me estuviste viendo todo el día, ¿no es así?
Muro-chin paseó su mano por encima de la piel, acariciando con sus dedos el rosado relieve de las clavículas y aprovechando en ocasiones para abrir más la camisa. Mirándole con esos ojos brillando de lujuria.
Él, por su parte, arrugó la frente y se mordió el labio al verse atrapado.
Himuro estaba consciente de que en toda la tarde se la pasó viéndolo, comiéndoselo como cualquiera de sus pretendientes que le dejaba regalos, como esa tipa de tercero que le plantó ese pensamiento tan impuro al que estaba sucumbiendo.
Y para Tatsuya estaba bien si era Atsushi de quién se trataba.
Su corbata quedó en manos del azabache y fue jalada hasta dejar su rostro muy cerca de la piel. A esa distancia podía oler el caro perfume de su novio mezclarse con su aroma natural.
—¿Muro-chin me mintió para traerme aquí?
La risa aterciopelada de Himuro fue la respuesta.
Empezó con besos de derecha a izquierda, sobre el punto más alto del hueso. Pese a que se trataba de una zona dura, cuando cambió los besos a mordidas descubrió que la piel era suficiente para dejar marcas rojizas.
Descubrió que, en la unión, debajo de la manzana de Adam, se hacía un hueco perfecto para dejar caer chocolate líquido y beber de él. Pasó la lengua, encontrando rastros salados del sudor de la tarde que bebió sin protestar. Dejó un camino húmedo por toda la zona, subiendo para prestarle algo de atención al cuello.
Himuro se removió inquieto, pegándose más al grande cuerpo. Y sus manos, las delicadas manos del escolta le acariciaron el cuello y descansaron en sus hombros mientas que él, demasiado ocupado para notar que ambas corbatas estaban en el suelo, se deleitaba con la delicada piel del otro.
Beso aquí, mordida allá, Murasakibara logró que toda la extensión se volviera rojiza en futuros chupetones. Los jadeos de Himuro eran gloria para sus oídos y la imagen de esa zona llena de marcas siendo expuesta en el entrenamiento del siguiente día era una victoria a sus ojos.
Además de pensar en la cara que haría la tipa de tercero cuando Himuro vistiera su escotada playera, Murasakibara no dejaba de creer, antes de volverse a sumergir en besos, que las clavículas de Himuro son como una paleta; una de sabor cereza y de caramelo macizo en la que se daría el tiempo de acabársela a lamidas.