Tetsu miraba con fastidio a su amigo. Igual que siempre, Ken le había ganado la apuesta e, igual que siempre, exigía su paga. Pero esta vez era peor que las anteriores.
– Rina vendrá acompañada de su hermana menor.
– ¿Una maiko?
– Claro.
– Ajá, ¿y?
– Como te imaginarás, se supone que cuide a esta pequeña.
Tetsu lo miró con aire desconfiado.
– Lo que quiero que hagas es quedarte con la maiko mientras Rina y yo damos un paseo.
– ¿Por qué no me sorprende?
– Quién sabe – se alzó de hombros burlonamente. Tetsu solía ser su cómplice en sus aventuras amorosas.
– Dime, Ken, ¿qué harías si me niego?
– No puedes. Yo gané.
– Claro.
Mientras Ken hablaba largo y tendido de lo hermosa y grácil que era Rina, Tetsu paseaba la vista por el pequeño cuarto de la casa de té en que se encontraban. A diferencia de su padre, que despreciaba los medios violentos y podía volver los vientos con la voluntad de su palabra, él era un hombre de acción, amante del arco, la espada y los caballos. A esto se debía tal vez que el Shogun se mostrase inseguro de nombrarlo su heredero, a pesar de ser el mayor de todos sus hijos, y no sólo entre los varones, y de dar muestras de poder llegar a ser un buen líder.
Exhaló un suspiro de resignación. Si bien el arte era de su gusto, prefería el entrenamiento militar a la danza o la música; y ciertamente prefería la práctica de la espada a la charla dulzona de una inexperta gestación de geisha. Ya vería cómo vengarse de Ken por comprometerlo a tal cosa.
Sonó una campana anunciando la llegada de las geishas, y los ojos de Ken brillaron de emoción. Tetsu miró no sin desprecio a la estilizada Rina, apretando los dientes, pero luego sintió su corazón detenerse por un momento. Ahí, siguiendo un paso más atrás a su hermana mayor, estaba la criatura más hermosa que Tetsu hubiese mirado jamás.
– Konnichiwa, Kitamura san, Ogawa sama – saludó Rina inclinándose hasta el suelo y modulando sus palabras. Su compañera la imitó, deleitando el oído de Tetsu con un susurro apenas audible.
– Konnichiwa.
La atención de Tetsu no podía seguir bien los estudiados movimientos de Rina, la forma en que reía comprometida con cada broma de Ken y le servía sake con bien calculada cortesía. Cada movimiento de la maiko lo hechizaba, así fuera el lánguido gesto con que le tendía otra copa o acomodaba discretamente los pliegues de su kimono. Recibió de sus manos de marfil una copa más, sin apartar los ojos de su rostro perfecto, pintado de blanco y rojo con precisión artística.
– Qué dulce. ¿Cuál es tu nombre?
– Hideko – respondió tímidamente buscando en los ojos de su hermana mayor un gesto de aprobación, pero encontrándola concentrada en su cliente.
– Hermoso nombre.
Respondió el cumplido con una reverencia y una discreta sonrisa que cautivó al hijo del Shogun.
– Ogawa sama – llamó Ken conservando el protocolo al no encontrarse a solas.
– ¿Hai?
– Volveré en un momento.
– Por supuesto.
Ken se retiró, acompañado por Rina, y Tetsu pudo notar cómo la joven maiko se tensaba como la cuerda de un oboe. Sonrió. El lío en que se encontraba sólo la hacía lucir más hermosa.
– Canta para mí – ordenó con suavidad, feliz de tenerla sólo para él.
– Ruego me disculpe – dijo bajando la mirada –, pero me temo que mi garganta no es lo bastante fuerte para cantar.
– Comprendo. No te angusties.
– Puedo tocar, si así lo desea.
Tetsu asintió. En realidad, no importaba lo que hiciera. El sólo verle existir sobre la tierra era espectáculo suficiente.
Esa noche, mientras regresaban a casa, Tetsu confesó a Ken que quería regresar a la compañía de aquellas elegantes muñecas vivientes tan pronto como fuera posible.