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El favor por Aphrodita

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La cortina ondeaba con energía permitiéndole a una brisa veraniega ingresar. Las luces apagadas, su marido de guardia, la beba durmiendo, y todas esas preocupaciones acosándola, agolpándose en su cabeza, taladrándola.

Debería aprovechar y dormir, pero tenía miedo… tenía miedo de dormise, como si al hacerlo pudiese caer presa de una pesadilla y no volver jamás.

Sonrió, porque recordó una película sobre pesadillas que de chica le daba mucho miedo, no podía verla si no era junto a su hermano.
La sonrisa desapareció poco a poco ante el recuerdo de Yamato. Una lágrimas amenazó con desprenderse de sus ojos, y lo pensaba permitir… estaba sola.

Le gustaba estarlo, porque sólo así podía ser vulnerable; no necesitaba mostrarse entera, ni dura ante Ban. No le gustaba preocuparlo, no le gustaba tampoco que la juzgase débil.

Las chicas grandes no lloran, dice su canción favorita.

Y la lágrima cayó, pero la segunda se quedó a mitad de camino porque con rapidez la secó puesto que el golpe en la puerta le alertó.

El chico del otro lado creyó prudente sólo llamar y no tocar timbre, la beba podía estar durmiendo, y no era su idea despertarla.

***

El hombre de cabellos en punta se removió inquieto en su silla, despertó de súbito con esa sensación en su pecho de haber soñado algo espantoso, pero no recordaba qué.
En el último tiempo había sido así, de igual modo, y ya comenzaba a acostumbrarse.
O eso creía, pero no… en esa ocasión fue distinto, un sentimiento desgarrador se apoderó de su corazón y no lo abandonó durante toda la jornada.

A cada hora observaba su reloj, apurando a las pobres ajugas para que hiciesen su trabajo de forma más veloz.

—Midou, la ronda.

El encargado señaló con su dedo el exterior de la garita, el mentado se puso de pie, tomó su arma y salió al exterior. Quizás de esa forma el tiempo pasase con más prisa, y en cuanto quisiese darse cuenta su relevo ya estaría allí y podría ir a casa junto a su familia.

La noche era cerrada, no se veía una mísera estrella y la luna alumbraba con penosa dificultad. Odiaba ese predio, inmenso como un país, con iluminación tan escasa como se puede hallar en el pico de una montaña.

Los perros gruñían cada vez que lo veían acercarse, pero al reconocerlo volvían a sus lugares luego de las correspondientes pantomimas de saludo cordial.

Acarició a Jake, el único labrador entre todos los dobermann´s, de porte enorme y carácter alegre, era la bocina del grupo, el primero en ladrar y el último en parar, pero manso como sólo los de su tipo pueden ser; el trabajo pesado recaía en sus demás compañeros.

Jake era su favorito… y sólo por la tonta razón de que su raza era la favorita de Ginji.

Sonrió, antes no le gustaban tanto los perros, pero Amano le había prometido que si algún día compraban una casa y abandonaban el departamento lo primero que harían sería comprar un labrador.

En ese entonces eran más jóvenes que hoy día y soñaban con el mañana, cual si fuesen pareja pese a ser sólo dos amigos. ¿Es que ninguno de los dos fue lo suficiente listo o maduro para caer en la cuenta de que tarde o temprano harían su vida?

Tal vez porque en su interior sabían que se amaban.

Bueno… Eso el telépata siempre lo tuvo en claro.

Ahora estaba la pequeña Himiko, dividiendo su corazón en dos partes. Y estaba bien, así debía ser, así le gustaba que fuese… al final de cuentas tampoco podía quedarse con la idea de amar eternamente a una persona que no podía corresponderle del todo.

Entre cavilaciones se perdió, hasta que la hora de partir llegó. Condujo de regreso a casa con esa extraña sensación oprimiéndole el pecho, aceleró el coche y prácticamente se arrojó de él cuando pudo estacionar en la puerta del edificio.

Tomó aire, había dejado de respirar, quizás por culpa de ese nudo en su garganta. Abrió la puerta escuchando de inmediato a la beba llorar… la oscuridad del departamento le llamó la atención, no se detuvo a tocar la perilla de la luz, caminó con premura hasta el cuarto de ambas Himiko, y lo vio… a él, de pie, con su mano ensangrentada.

Y a la dama veneno en el suelo.

Yacía inerte, fría, vacía. Una rápida mirada hacia la cuna, la pequeña seguía llorando clamando por su madre.

—Gin… ji…
—No podía dejarte cargar con todo ese peso, Ban —le sonrió, pese a que su rostro estaba cubierto de lágrimas—; prefiero que me odies a mí, antes que a ti.

Era preferible, incluso, que la pequeña Himiko lo odiase a él llegado el momento, pero Midou no debía cargar con esa responsabilidad, no por segunda vez… lo destruiría. El recuerdo lo mellaría y no lo dejaría en paz nunca.

El hombre de ojos azules cayó de rodillas al suelo, extendió su mano para tomar la de Himiko, pero esta no le devolvió el gesto, nunca más lo haría… no más regaños de su parte, no más su voz, no más la suave melodía que entonaba al cantarle a la pequeña.

Se había ido, por y para siempre, dejándole a la beba como gran responsabilidad y recuerdo.

El viento se coló por la persiana entre abierta, como si susurrase un “gracias” proveniente del más allá, envolviendo a los dos jóvenes que impávidos presentaban la escena.

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