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TIME por Claudia

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Notas del capitulo: Hola a tod@s. Gracias por leer esta historia y por sus gentiles comentarios, en un verdadero placer el leerlos. Ahora comienza la verdadera lucha de Alex. L@s dejo con el siguiente capi, espero que disfruten, y a leer!!!!! Dejen sus reviews, please!!!!
El joven estudiante de medicina no recordaba haber corrido así en toda su vida.

En el primer curso de la universidad había integrado el equipo de atletismo, lo cual lo fortaleció en gran medida y había hecho merecedor del premio en cien metros durante tres temporadas seguidas.

Conocía esa sensación, estaba tan familiarizado con ella que no le era extraña. El corazón latiéndole con potencia, como un martillo que golpeara con fuerza contra su pecho, queriendo escapar del lugar en el que estaba aprisionado. La tirantez en las piernas, los tendones contrayéndose como si fueran bandas de goma debajo de su piel. Con un único pensamiento en la cabeza: alcanzar la línea roja a cien metros, la meta.

Esta vez era diferente, no estaba el gozo que sabía iba a experimentar cuando llegara al final y se encontrara con los brazos abiertos y frenéticos de sus compañeros y amigos, con el altoparlante sonando a todo volumen, diciendo que él era el vencedor. En su angustiante y enloquecida carrera, una carrera en la que estaba ahora, había resbalado tres veces en el lodo y se había lastimado las rodillas. Corría sin ninguna dirección, sin rumbo alguno, en una huída frenética que tenía visos de pesadilla y de cuento de horror. Y no era para menos: corría por su vida.

Un rayo cruzó el cielo, partiéndolo en dos mitades iguales. El trueno que lo antecedió tuvo la fuerza suficiente como para causar dolor en los oídos hipersensibles de Alex. Levantó las manos para cubrirse las orejas, el agua que había retenido sus guantes de satín se escurrió por ambos lados de su cara, formando gotas en el mentón y finalmente perdiéndose entre la multitud que estaban en el piso.

Sus zapatos dejaban marcas sobre la tierra húmeda. El cabello oscuro se pegaba a su piel, en perfiladas hebras que apartaba hacia atrás cada cierto tiempo.

Se detuvo con el corazón palpitándole en la garganta y apoyando una mano en el tronco de un árbol. Sólo un descanso, sólo un segundo, luego continuaría su marcha. Hubiera sido más fácil y más rápido retomar el camino por el que viniera, pero algo, intuición, un presentimiento que con toda certeza era producto del miedo, le decía que ese no era el camino correcto.

Le parecía que había recorrido el cementerio de extremo a extremo.

Conocía ese sitio, pero no lo suficiente como para evitar perderse. Durante tres generaciones había sido la última morada de los parientes cercanos de Sofía. Su madre, muerta de tuberculosis cuando ella tenía tres años, y la de su pequeña hermana, de la cual no recordaba el nombre, sepultada en el andén que correspondía a los niños pequeños. Sofía conocía ese cementerio como nadie, le contaba a Alexander de sus continuas visitas, de sus excursiones por ese lugar agreste y sombrío durante su solitaria niñez, al lado de un padre abrumado por el dolor de la pérdida y que irónicamente sería donde acabara sus días. Le hablaba del árbol de fresno en la margen izquierda que había descubierto al lado de la reja, por donde podía salir saltando al otro lado de la verja sin temor a que alguien la descubriera –¡El árbol, el árbol, queda al final del cementerio, sólo hay que seguir el camino de piedras!–

No es correcto que hagas eso, como si fueras una delincuente, solía decirle Alex a Sofía mientras corrían juntos por esos senderos en los que él mismo se aventuraba ahora, con ella cogiéndole de la mano y riendo de sus palabras.

Poco le importaba a la chica lo que él dijera, al final de cuentas terminaba convenciéndolo, tarde o temprano.

Esos pensamientos y el recuerdo de la joven volvieron a estrujarle el corazón. Le hacían daño, hacían que sus ojos ardieran de nuevo y quisieran derramar saladas lágrimas que se mezclarían con el agua que empapaba su rostro.

No pienses en eso, le decía una parte de su mente que Alex ya creía haber acallado. No… sólo hace daño, terminará destruyéndote. Deja los recuerdos dolorosos atrás, donde deben estar, a donde pertenecen.

El frío viento que sopló hizo que la piel de su rostro se entumeciera, en contacto con la humedad.

Sí, piensa, piensa, piensa, piensa y recuerda le decía la otra parte. Piensa Alexander, porque estás al borde de la muerte y en el mejor de los casos, de la locura. Piensa, y mientras lo haces huye, porque sino lo haces, si no lo haces…

Dio unos pocos pasos, con la cabeza gacha y respirando con dificultad. Una de sus manos apoyándose en las cortezas húmedas y la otra apretando con fuerza el camafeo en su pecho.

Se obligó a caminar más rápido, aunque sus piernas estaban a punto de ceder. Un paso, dos, tres ¿Cuál era la diferencia entre la vida y la muerte? ¿Entre vivir o morir, entre la locura o la razón?

Un sonido, como un gorgoteo escapó de su garganta. Experimentar la muerte de uno mismo en el cementerio… En otra ocasión, hace muchos años, pudo haber soltado una carcajada por eso. Hasta podía ser motivo de una broma, cosas de las que se mofan los chicos en los campamentos, sentados alrededor de una fogata, en un círculo, algo de lo cual reírse mientras se cosen las salchichas al fuego y se bebe un refresco en lata.

Los jóvenes hacen eso, se dijo, piensan que tienen todo el tiempo por delante, que éste nunca acabará y conservarán sus rostros frescos y lozanos. Sus voces aún con esa cadencia de adolescentes se elevarían al cielo como una plegaria a la alegría y a la belleza de la juventud. Las risas… la risa de Sofía era hermosa como una campana de plata. Sofía, que ya no estaba junto a él, a la que había visto agonizar mientras sus ojos claros se volvían opacos y los miembros perdían toda su fuerza, la que con un ahogado gemido y apretando las sábanas de su cama parecía aferrarse a la vida en un desesperado intento por retenerla. Seis meses eran demasiada agonía para su pobre alma, para su cuerpo. Aún así había resistido… hasta ese momento. Los ojos abiertos de la joven parecían nublados de cataratas, el pecho se le infló un segundo y tiró la cabeza para atrás, sus senos apuntaron al cielo sobre la delgada tela de la bata amarilla. Luego de eso cayó, pareció haber descendido de un lugar muy alto para estrellarse contra la cama. Tan simple como eso, cayó. No fue necesario que Alex le tomara el pulso para saber lo que acababa de ocurrir. Alex, más delgado que nunca, que estaba sentado en una silla de madera al lado del lecho, cruzó los brazos sobre las sábanas de la cama de Sofía, y cerró los ojos.

Alex no recordaba cuanto tiempo había permanecido así, cuando salió de la inconsciencia en la que se había sumido se echó a llorar. Sus sollozos eran débiles, como los de una criatura moribunda, no supo cómo ni cuando, pero de repente estaban allí esas personas, todas esas personas, junto a él, en la habitación que se había llenado de voces.

Después recordó haber estado parado frente al enorme espejo del tocador mientras los demás se ocupaban del cuerpo muerto. Alex miraba fijamente su reflejo, notaba como las lágrimas salían como torrentes, vaciándose de sus ojos con voluntad propia. Y tenía una herida profunda en la mano que sangraba en abundancia, también había sangre en los vidrios cuarteados. El espejo estaba roto ¿El lo había hecho?

Cuando lo sacaron al exterior se dio cuenta de que estaba amaneciendo, cosa rara ya que el cielo se llenaba poco a poco de estrellas. Una mujer de blanco le aplicó un sedante y le puso un vendaje para detener su hemorragia. No vio lo que pasó a continuación. En la próxima escena que recordaba estaba de nuevo rodeado de muchas personas a las que creyó recordar lejanamente, como si fueran personas que conociera por fotografías. Alguien lo cogía del hombro, para que no se fuera a caer. Alex no opuso resistencia ante esa cercanía; tenía un clavel rojo entre sus manos. Había una letanía en la distancia, un coro de voces infantiles que estaban cantando el Ángelus, acompañado por los acordes melancólicos de un violín. El ataúd de caoba estaba siendo introducido en el pozo oscuro que se lo devoraba, que se devoraba a la joven de cabellos y ojos color de la miel, una chica que para él había significado mucho, pero no recordaba su nombre. ¿Cómo era que se llamaba?

Parpadeó, el hombre que lo había sostenido le cogía del brazo y lo conducía rumbo a los enormes portones de hierro que daban al exterior. Afuera lo esperaba un auto blanco, con las puertas abiertas, y el hombre que lo había guiado hasta allí le dijo entra, entra hijo. Salgamos de aquí Alexander, hijo, te recuperarás con el tiempo, lo siento tanto, hijo. En verdad era una chica estupenda, lo lamento Alex. Oh, en verdad lo lamento.

El shock duró un par de semanas, casi un mes. Luego de todo ese tiempo había podido aceptar la muerte de Sofía como un hecho irreparable, pero más que eso, real, tanto así que cobró el valor suficiente como para volver al lugar en el que reposaba su cuerpo, para dar rienda suelta al dolor acumulado y negado, durante todas las noches de esa especie de enajenación con la que se protegió mientras los días seguían su curso, inalterables. Y lloraría, lloraría, hasta que se le acabaran las lágrimas, con un ramo de flores que eran las favoritas de Sofía, hasta que las mejillas le ardieran y se quedara sin aliento para respirar. De ser posible pasaría allí la noche. Las imágenes que había visto en su cabeza antes de ingresar al panteón lo atormentarían hasta el cansancio, ya podía verlas infectando de manera morbosa su mente.

Sofía se estaría pudriendo en la túnica mortuoria, presa de los microorganismos, alimento de gusanos, como esos tantos otros que la rodeaban. Como su madre, enterrada junto a ella, que ahora debía ser poco más que un manojo de huesos. Y él estaría ahí, inamovible, resuelto, decidido, bello en su juventud y con el tiempo que tenía por delante a pesar del lacerante dolor, con toda la gloria de sus 24 años, como un testigo mudo y perenne en el jardín de los cuerpos malolientes y descompuestos, sembrados como semillas en la tierra negra de la cual solo brotarían los gusanos. Era como el Dios que mira impávido a su creación en el barro, que decide darle la vida o no, mientras coteja cuan parecido es a su criatura inanimada. Alex también podía devolverle la vida a esos muertos, podía volver a ver a Sofía, a escucharla, a ver su cabello jugando con el viento y su vestido flotando como espuma recortado en el cielo de otoño, mientras sus labios pronunciaban su nombre, lento, muy lento.

Todo eso, en su interior, en su mente, en sí mismo. Sofía, su Sofía, la que nunca se había ido, la que vivía eternamente en un estado de latencia dentro de él. El radical cambio de perspectiva sobre su muerte había llegado como una inspiración justo cuando dejara las flores en la tumba, cuando se arrodillara y sintiera el blando colchón de tierra debajo de sus piernas.

Estaba muerta y no lo estaba. Sofía vivía. ¡Vivía! ¡La muerte era sólo una ilusión! Iba a convencerse de ello, ese podría ser el último bastión al que se podía aferrar el alma atormentada de alguien que le da permiso a su razón para que salga huyendo, escapándosele de las manos como si fuera agua. Talvez la huída durara sólo hasta el amanecer y arremetería contra él con toda la intensidad de sus sentimientos reprimidos hasta ese entonces, talvez sería perenne. Cuando amaneciera tendría una respuesta.

Pero eso, todo eso había cambiado en el lapso de unos segundos. La muerte ya no era aquella que aprisionaba a los hombres en gélidos abrazos de ilusión debajo de las tumbas, ni la que saltaba traicionera sorprendiendo a cualquier incauto, oculta bajo su máscara puesta para la ocasión: la de un auto que sale de la pista conducido por un ebrio, la de una casa que se derrumba producto de un temblor, ni una enfermedad terminal, tampoco un accidente cualquiera, no…

La muerte había tomado una forma y un nombre, dándole una bofetada a sus sentidos tan fuerte que ni siquiera pudo reaccionar. Y lo había besado en la boca. Alex recordaba su sabor. Quedó aún más aturdido que cuando presenciara el entierro de Sofía, porque aquello que tenía enfrente no podía ser real.

Los ojos azules lo habían mirado directamente, leyendo en él, en sus pensamientos como si se tratara de un libro abierto. La muerte tiene la cara de un niño, y la piel del color de la cera, su pelo es como fuego líquido que cae en unos hombros delgados y cubiertos de negro. Todo en él era incitante, su voz, el color de los ojos, la dulce sonrisa que parecía menos diabólica por estar en los labios del jovencito.

El roce helado que acariciara su rostro era igual al de unos dedos descarnados. La pálida silueta delante de él parecía un espectro. Como un fantasma surgido de las profundidades del infierno que venía a llevárselo en esa noche nublada para hacerlo suyo.

Lanvein recordaba la escena como si la hubiera visto desde un lugar cercano pero separado de su propio cuerpo. Ese muchacho que era él, de pelo negro y ojos del mismo color, que tenía un camafeo colgado de su gabardina, estuvo a punto de abrir los labios cuando la lengua del pelirrojo asomó un poco sobre los suyos pidiendo permiso para entrar. Y los brazos de Alex habían estado dispuestos a atraparlo en un abrazo que sabía sería su rendición. De repente el miedo había cedido. El placer era inexplicable e irresistible. La muerte venía a hacerle el amor, y él no quería resistirse. El deseo lo ganaba, un deseo que no surgía de su mente ni de su corazón, sino del íntimo contacto que percibía sobre su boca, de la voz que le hablaba directamente a su cerebro, que hacía vibrar su cuerpo como si se tratara de un instrumento musical, en resonancia con la propia voluntad del jovencito. Entregarse, perderse, como en un sueño. Un sueño sin retorno. Un sueño de dos.

La noche era su cómplice.

Pero para su mala fortuna, o buena, depende de donde se mirase, no era la única cara de la muerte. Ésta también podía adoptar otra, una igual de irreal, aún más perfecta. Una de cabello lavanda y ojos del mismo color… una carcajada macabra capaz de helarle la sangre. Y unos fuertes brazos que casi le rompen las costillas, así como la voz decidida y esa esbelta figura que tenía una expresión confiada en el rostro, de las personas que están acostumbradas a obtener lo que desean. La muerte se llamaba Dión. Lo recordaba con toda claridad. Al instante siguiente el pelirrojo lo jalaba del brazo y luego el de cabello lavanda lo retenía detrás de él. Y la conversación entre esos dos era lo más extraño que jamás hubiera imaginado.

Ambos seres –¿Qué eran, por Dios, qué eran?– hablaban de él como si se tratara de un muñeco de feria. Parecía un juguete ambicionado por dos niños caprichosos al mismo tiempo. Imaginó que ellos tirarían de él, de sus dos brazos con una fuerza extraordinaria, y que como resultado quedaría sólo una mitad de Alex para cada cual. El miedo que sintió ante esos pensamientos no pudo paralizarlo, sino más bien activó su instinto de supervivencia, su cuerpo acelerado por la adrenalina se echó a correr a toda velocidad, sin ningún rumbo y dando tumbos entre las lápidas corroídas y trenzadas por las enredaderas y maleza que casi las cubrían por completo.

“Esto es la locura” –se dijo, una vez que hubo recorrido un buen trecho sin detenerse, sin aliento– “Debo estar volviéndome loco” –hizo para atrás la manga de la gabardina y encontró las huellas que respondían a sus palabras, la marca de cuatro dedos en su piel blanca, una marca como de fuego, la que le dejara el chico de pelo lavanda al atraparlo por un brazo.

Ahora sus piernas lo traicionaban. Tenía que continuar. La locura o la muerte, la locura o la muerte; ambas parecían ser la misma, se fundían en una sola palabra. Y las dos figuras que había visto con anterioridad junto al sepulcro se fundían también en una sola. Un solo joven, de cabello lavanda y ojos verdeazulados que brillaban con el fulgor de la luna, con afilados dientes que asomaban en su sonrisa y que cruzado de brazos repetía lo mismo con la voz sibilante de ultratumba: “Eres mío Alexander Lanvein, mío. He venido por ti, no tienes donde esconderte. Y lo sabes”

En el cielo las nubes se hicieron a un lado, lo suficiente como para que se proyectara la blanda fosforescencia lunar.

–“¿Tienes miedo, Alexander, tienes miedo?” –le preguntaba esa voz mientras miraba a unos cuantos metros la superficie inclinada donde se erguía el árbol que estaba buscando. Estaba rodeado por un tupido grupo de arbustos, si lograba encaramarse por él estaría fuera del cementerio y a salvo. Treparía el árbol y luego se dejaría caer del otro lado, salvando el alto enrejado de metal. Sí, haría eso, sí, sí, tenía que hacerlo. Sí…

–Sí, tengo miedo.

Miró alrededor, tratando de definir la silueta de las cosas que lo rodeaban. No había ningún movimiento que pareciera sospechoso. Recostó su espalda en el tronco y se quitó los guantes, primero el izquierdo, luego el derecho. Si quería subir a ese árbol tenía que hacerlo aferrándose fuertemente. El tronco y las ramas estaban resbalosas por la lluvia y podría caer. Sólo entonces se dio cuenta que las manos se le estremecían en un temblor incontrolable. Su aliento irregular formaba gasas de vapor en medio de la noche.

Sus dedos apretaron por unos segundos el retrato de Sofía, resguardado por el camafeo.

–Ayúdame –murmuró para sí, como si fuera una plegaria.

Su mano se asió en una rama próxima, luego apoyándose en los pies comenzó a ascender por el tronco, eso hizo que un agudo dolor subiera por su columna, como si le estuvieran clavando una aguja en cada vértebra; su rodilla derecha palpitaba de dolor. Con su otra mano buscó apoyo en la corteza hendida que olía a pino, alejándose cada vez más del suelo, procurando ser cuidadoso pero sin detenerse. Ya estaba a tres metros de la superficie, sintiendo las palmas de sus manos ser rasguñadas por la corteza áspera. La herida de su mano ya había cerrado, pero se mantenía enrojecida y abultada en lo que era una reciente cicatriz. Alex estuvo a punto de caer cuando sus dedos resbalaron de improviso. Con la agilidad de un gato asió otra rama, más gruesa a su izquierda, quedando colgado a medias de un solo brazo. El roce con la corteza había abierto de nuevo la herida de su palma, haciendo que sangrara en abundancia. Cerró los ojos, y volvió a asir el tronco con esa mano, haciendo que la sangre se escurriera ahora entre sus dedos y bajara en líneas hasta la muñeca. Apretó los dientes y se obligó a continuar, buscando afianzarse con los pies. En esos momentos el dolor era lo que menos importaba.

Cuando estuvo en lo alto calculó la distancia que habría de saltar para llegar al otro lado, a la acera que estaba afuera del cementerio. Cuatro metros como mínimo. No tuvo que pensarlo demasiado, si se detenía en hacerlo, en calcular las posibilidades de que pudiera salir lastimado o no se detendría, a pesar de que algo peor lo amenazaba en el cementerio y quién sabe, en esos mismos momentos estaría por darle alcance.

Respiró profundo y contó hasta cinco en reversa, igual que cuando estaba a punto de iniciar una carrera, cerró los ojos con fuerza y luego saltó sin ver dónde caía.

Luego abrió los ojos.

La sensación en su rodilla se hizo más fuerte, subió hasta su muslo y luego descendió para aguijonearle la pantorrilla. Había hecho un intento por caer en una posición que amortiguara su caída y su rodilla había chocado contra el concreto, pero era poco comparado con otro tipo de contusiones que pudo sufrir al caer desde esa distancia, con el asfalto húmedo y la completa oscuridad. Puso una mano en el piso, intentó ponerse de pie y no pudo hacerlo. Pensándolo bien hubiera sido mejor caer de costado y romperse un brazo, por lo menos podría seguir corriendo, haciendo más grande la distancia entre él y lo que fuera que le esperaba al otro lado. Levantó una mano para asir de nuevo el camafeo, necesitaba de todo su valor y su voluntad en esos momentos. Sus dedos ya se estaban amoratando por el frío y se pasearon por el pecho, sobre la gabardina. Los ojos se le abrieron y trataron de ver en la oscuridad lo que estaba buscando con tanta ansia.

Alex se detuvo de golpe. Sus ojos negros se abrieron, muy grandes.

Su camafeo, no estaba.

Lo buscó en el piso con la vista, luego con mucho esfuerzo se reclinó para tantear con las manos. Nada…

Sólo entonces sintió como un nudo de horror le apretaba la garganta, como si ese simple objeto representara lo más importante para él en esos momentos, como si el valor reunido se diluyera como la tierra con el agua frente a su pérdida.

Se puso de pie a pesar de dolor, tambaleándose por un momento, sus ojos se dirigieron hacia la copa del árbol que segundos atrás ocupara. En su intento por trepar el árbol el camafeo se le había caído sin que se diera cuenta, perdiéndose entre los arbustos o cayendo en un lugar cercano. ¿Cómo iba a encontrarlo, cómo?

Arrastrando un pie se dirigió a la reja que estaba a dos metros. Sus manos se aferraron a los barrotes de metal, que estaban cubiertos con un óxido anaranjado que se diluía con la lluvia. No podía salir de allí sin el camafeo, tenía que encontrarlo, tenía que recuperarlo ¿podría volver a trepar la verja con esa pierna lastimada? No importaba si podía hacerlo o no ¡Por un demonio, tenía que hacerlo!

Ya estaba tomando impulso en su desesperado intento por subir cuando escuchó su nombre en unos labios que no le pertenecían.

Se volvió y miró. Sus manos resbalaron por los barrotes al tiempo que una palabra se formaba en su mente al observar a la figura junto a él.

La joven tenía el cabello sujeto en una trenza que caía sobre el hombro derecho. Su piel estaba brillante por el agua, relucía con el fulgor de las cosas que tienen brillo interior. Había algo en su boca, algo que a Alex le hizo abrir aún más los ojos. Alex no tardó tiempo en comprender que era una sonrisa. Le sonreía.

Alex no pudo decir ese nombre. Sofía estaba frente a él y tenía el camafeo en una de sus manos. Ella cogió con su mano libre la de Alexander.

–Ven conmigo –le dijo– salgamos de aquí.
Notas finales:

Hol@, en verdad esta es una historia densa, y llena de descripciones y con poco diálogo.  Es la primera vez que me dicen que Dión es un buen personaje. Generalmente las preferencias se van para Alex o para Ariel, jejeje. Bueno, siempre es un gusto que lean esta pequeña historia. Espero sus reviews y nos vemos en el siguiente capi. Besos!!!!!


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