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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo XXI

Henry rompe su promesa

 

   Henry, último miembro de la dinastía Vranjes y rey del esplendoroso reino de Earth, surcaba la explanada con la sencillez y el afán de un plebeyo. Las ráfagas de viento golpeaban sin misericordia la pálida tez de su rostro y agitaban los pliegues de su ropa oscura, mientras sus cabellos trataban de llevarle el ritmo al resto de su cuerpo, separados éstos como un abanico agitado por el viento.

   La cinta de su frente estaba más radiante bajo los destellos del sol de la tarde; la inscripción en letras doradas y lenguaje divino se resaltaba soberbia ante cualquiera que pudiese verla y comprenderla. Sin embargo, en aquel momento, desde aquella meseta  infinita y silenciosa, no se divisaba ninguna otra presencia además de la de Henry. En ese momento, la agonía y el miedo acrecentaban la hermosura de sus facciones, y sus cejas, muy pobladas, se levantaban unos milímetros más de lo habitual cuando el doncel entrecerraba los ojos para evitar los rayos de sol. El silencioso trayecto, lejos de tranquilizarlo, imprimió mas inquietud en su ya de por sí aturdido espíritu. Bien sabía él, por experiencia propia, que las aguas mansas solo eran el preludio de la más bellaca de las tormentas.

   Aferró un poco más las riendas del corcel y meditó a profundidad acerca de lo que estaba haciendo. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué apenas enterarse de que Milán Vilkas podía encontrarse en peligro había salido disparado como loco? ¿Acaso así solían actuar los enamorados? ¿Era requisito del amor hacer perder la razón a sus víctimas? Recordó, como un lejano sueño, el día en que fue informado de la partida de Divan. Recordó que al principio solo le había parecido una broma de mal gusto, pero recordó también  que después de confirmar que, en efecto, la partida de su mentor era una realidad, su corazón se había estremecido de pena y dolor. Recordó que había dolido mucho, pero recordó también que en aquella ocasión nunca pasó por su mente, ni por un instante, la idea de salir a buscarle.

   Entonces ¿Por qué con este príncipe loco solo le bastó oír las noticias de ese esclavo para no dudar en robar uno de los caballos de los establos y salir a prisa en su búsqueda? ¿Por qué la idea de perder a Milán era mil veces peor que la certeza de haber perdido a Divan hacía tres años atrás?

   Henry tocó su pecho en ese sitio donde los Earthianos decían que se encontraba el alma. Sintió su corazón galopar a la misma velocidad que el corcel sobre el que iba montado. Era la primera vez que latía a un ritmo semejante, y también era la primera ocasión que sentía que estaba a punto de saltarle fuera del pecho. Milán se hacía llamar su esclavo, mas para Henry, en aquel momento, su adorado príncipe era un dios en el cual desbordaba toda su fidelidad y sumisión. Por fin había encontrado un nuevo dueño, un ser que pudiera devolverle los sentimientos que en él depositara. No era justo pasar su vida sirviendo a una diosa y a una piedra que no lo veían más que como a un prisionero. Toda su vida fue un monarca sometido bajo el yugo de un cruel destino no elegido, y así lo había aceptado y lo había seguido sin rechistar.

Pero ya no más.

   De ahora en adelante, él decidiría el rumbo que tomaría su existencia. Milán Vilkas le había hecho conocer un sentimiento al cual no estaba dispuesto a renunciar, porque no era lo mismo aceptar ser ciego cuando se nacía sin el don de la vista, que cuando se tenía la dicha de ver, aunque fuera por pocos instantes, la belleza de los colores.

   Henry había visto la belleza del amor, uno al cual no pensaba ni quería cerrarle los ojos…nunca más.

   ¿Qué pasaría ahora con su promesa? ¿Cómo se tomaría Shion su rebelde dimisión? Se preguntó, sin embargo ¿Habría algún castigo para él, o peor aún, para su amado? Según el libre albedrio no, pero también era cierto que cada acto tenía su consecuencia y eso era algo a lo que ni el más grande soberano podía escapar. ¿Cuál sería la consecuencia de incumplir con su promesa?

   Henry frenó en seco y comenzó a sollozar ¿Qué promesa? Se preguntó a sí mismo. El nunca había prometido nada. A él solo se le había participado de ello cuando tuvo la edad suficiente para comprenderlo. Nadie le preguntó su opinión, no existieron posibilidades para él; no hubo alternativas. Era una orden divina dada directamente por la deidad más sagrada y eso era suficiente para cortar sus alas de raíz sin importar hacerlo sangrar de por vida.

   Con el dorso de su mano secó sus lágrimas y alzó la cabeza divisando ya la fachada poderosa de la morada de su cruel verdugo: Shion. Por muchos años, Henry había considerado a aquella diosa una deidad magnánima y justa, pero en su última visita al templo, el día de su secuestro, cuando Shion le confesó que solo lo había mantenido casto para evitar que tuviera descendencia, Henry la odio; la despreció como a nadie. Y aunque su inmenso sentido del respeto a lo sagrado le reñía por tan infames pensamientos, como humano, no había podido evitar flaquear ante la rabia.

   Elevó un poco más el mentón mirando la cúpula del templo en cuya punta se alzaba una luna menguante. La fase de la luna representaba a la perfección la forma como se apagaba definitivamente la fe ciega que durante tantos años hubo avivado.

 

 

 

 

   El esclavo terminó de acomodarle los almohadones. Kuno se vio por fin enfundado en su disfraz de doncel embarazado. El atuendo consistía en una camisa holgada hasta la cintura, mangas largas y puños cerrados. Sobre la camisa se ajustaba una especie de mameluco largo, con tiro ancho, sujeto en los hombros por dos delgadas correas. El tejido de lana de la camisa y la pana del mameluco debían ser suficientes para mantenerlo resguardado del viento frio que el otoño sembraba en Earth con más intensidad que en Midas.

—Luce usted convincente, alteza —sonrió el lacayo con una mueca cómplice en su boca.Kuno miró el falso vientre disimulando una mueca de desagrado. De forma casi juguetona palpaba la barriga, constatando que estuviera lo suficientemente tensa como para no ser descubierto en caso de que algún osado, de esos que nunca faltaban, se le diera por acariciarle el vientre. Se miró al espejo colocándose de medio lado. Se notaba mucho más el simulado estado con ese ángulo. Pensó por un momento que su barriga era real. Se estremeció. La sensación que le brindo tal pensamiento fue absolutamente desagradable.

—¿Se siente cómodo, mi señor? —preguntó el esclavo. Kuno se apartó del espejo y asintió. Si debía usar ese disfraz para poder acompañar a Xilon a Earth, lo haría. Se aguantaría la incomodidad tanto física como moral que ese atuendo le ocasionaba.

   Y es que después de haber decidido acompañar a Xilon en su tarea de espionaje, a Kuno no le fue tan fácil convencer  a su padre y a Vladimir.  La verdad era que aun no los había convencido del todo. A Ezequiel solo lo satisfizo el hecho de que Divan resolvió a última hora viajar con la pareja, mientras Vladimir, a quien ni Xilon ni Divan le despertaban confianza, optó por ensañarse con su recamara destrozándola por completo.

   Fue Divan quien en últimas tuvo que intervenir para frenar la pataleta del príncipe.

   “En vez de hacer chiquilladas deberías estudiar para incrementar tus poderes legeremanticos” —le había aconsejado, agachándose para recoger uno de los libros que yacían desparramados por el suelo—. “Estoy seguro que pronto ese poder tuyo nos será de gran ayuda”.

   Y gracias a las diosas, Vladimir decidió escuchar las palabras del Erthiano. Una vez enfriados sus nervios, retomó sus estudios atrasados desde hacía meses a causa de sus andadas con Milán. Por más tedio que le diera ponerse a leer manuscritos antiguos, debía reconocer que la legeremancia podía ayudar muchísimo en caso de que una guerra se avecinara, y él era el más aventajado en esa facultad.

   Varias horas más tarde, Ezequiel y los demás se reunieron de nuevo en sala del concejo.  Kuno había llegado luciendo su disfraz y muriendo de vergüenza ante lo ridículo que se sentía. Lo intentó, pero le fue imposible no arrebolarse hasta las orejas cuando los ojos de Xilon se fijaron en su vientre.

—Te luce —se atrevió incluso a decirle su ahora esposo, para su mayor vergüenza  y para total disgusto de Vladimir y Ezequiel. 

   Hacía apenas un par de horas, Kuno y Xilon se habían casado. Realmente no fue una boda, solo la redacción de un contrato matrimonial que ambos novios, un par de testigos y Ezequiel firmaron apresuradamente ante el escriba y el sacerdote real. Lo poco romántico de la ceremonia no logró amedrentar la resolución de los contrayentes, quienes apenas mostraron un poco de nerviosismo al estampar sus nombres con letra temblorosa. La promesa de una celebración por todo lo alto una vez todo aquello se estabilizara, no suscitó mayores emociones en los recién casados, o por lo menos, eso era lo que los nuevos esposos creyeron ver el uno en el otro.

   —Ojalá que muy pronto las diosas los bendigan y sea un bebé de verdad lo que tengas en tu vientre —dijo Ariel con una sonrisa. A Kuno, sin embargo, no le cayó en gracia el comentario y lo devolvió con acidez.

    —Yo espero que tú seas el bendecido, Ariel.

   Y aquello no hubiese tenido nada de raro. Una vez casados, los donceles podían acudir a sus facultativos para tomar precauciones o aumentar la fertilidad. Por lo general, los consortes reales descansaban luego de sus primeros dos partos, pero había quienes a pedido de sus propios esposos, decidían no parir el primer año de matrimonio.

   Ariel, en cambio, no estaba casado aún con Vladimir. No se veía bien que un jovencito soltero estuviese tomando medidas de ese tipo cuando se suponía debía estar viviendo en castidad. Pero a Ariel no le importaba eso. El sabía cómo preparar esas pociones o conseguirlas por medio de Vincent. Si no se había cuidado, ni lo pensaba hacer, era porque ya había llegado a un acuerdo con Vladimir. Serían como esposos incluso antes de casarse, pues la recién terminada menarquía de Ariel le imponía una espera de varias semanas antes de poder ser puro de nuevo para  ir al altar.

   Fue por este motivo que Vladimir y Ariel no pudieron enlazarse ese día, al tiempo que lo hacían Kuno y Xilon. Sin embargo, quedó claro para todos que ambos ya eran como esposos; solo faltaba que Vladimir cumpliera su promesa desposando a Ariel cuando se cumpliera el tiempo estipulado por los sacerdotes.

   —¿Qué pasa? Te has quedado muy callado —inquirió Kuno.

   —No pasa nada —respondió Ariel y se sentó en la mesa del concejo junto a su hermano. En ese momento, Vincent  se dispuso a hablarles a todos. Ariel, con un asentimiento de cabeza,  lo autorizó a contar lo que ambos habían descubierto.

   —Antes de que Su majestad Xilon y su Alteza Kuno partan con rumbo a Earth, hay algo que Ariel y yo queremos compartir con ustedes —anunció casi lúgubre—. Si bien, es sabido por todos ustedes que Su Majestad Benjamín aún no despierta, hay algo que a Ariel y a mí nos ha dejado muy intrigados.

   —Por la gracia de Johary, ten la bondad de decirnos de que se trata —suplicó Ezequiel.

   —Por favor, Vincent ¡Habla! —acució Vladimir.

   Vincent asintió.

   —Hay una frase, una frase misteriosa que su Majestad no deja de repetir en medio de sus delirios. La dice cada vez que entramos a revisarlo, y cada vez con más premura.

“Xilon, Xilon ¿Qué hemos hecho?” —Ariel miró inquisitivamente a Xilon—. Eso es lo que Su Majestad no deja de decir —afirmó.

   El salón quedó en silencio. Xilon estaba tieso como una estatua. Vladimir y Ezequiel lo miraban con interrogación.

   —¿Conoce mi papá a algún otro Xilon, padre? —preguntó Vladimir a Ezequiel.

   —Lo dudo —respondió este mirando de nuevo al jaeniano—. Xilon, explícate.

   Todos los rostros viraron sobre Xilon, exigiendo una explicación. Xilon miró uno a uno los rostros que le escrutaban; sus manos sudaban copiosamente. De inmediato, recordó aquel horroroso día; había intentado ocultar aquello por todos los medios pero no lo había logrado. No estaba seguro, pero presentía que la violencia de “Esmaida”, la enfermedad de Benjamín y la invasión de Kazharia eran resultado de la horrenda noche en que él y Benjamín Vilkas osaron desafiar a Shion.

   —Nosotros… Su Majestad Benjamín y yo…

   —¿Fueron ustedes, verdad? ¿Ustedes la robaron, cierto? ¡Hable, Majestad! — Divan  tomó la palabra para asombro de todos. Su rostro era grave, unas facciones que hasta el momento se había cuidado en ocultar tras una mascarada de cordialidad.

   Xilon se aventuró hacia la ventana, respirando a bocanadas. Los recuerdos de aquella noche lo golpeaban como la espada al escudo antes de la batalla. Y ahora Divan, y muy seguramente Henry Vranjes, lo sabían todo. Aunque el primero hablaba de un robo ¿Cuál robo?

   —No sé. ¡No sé de qué están hablando todos ustedes! —trató de eludirse. Pero fue inútil. Divan se paró de su asiento y en tres zancadas estuvo a su lado tomándolo por los hombros.

   —¡No mienta! ¡Usted no puede engañarme! ¡Hable! ¡Cuente como es que usted y Benjamín Vilkas robaron la amatista de plata! ¡Cuente como supieron de la existencia de esa terrible piedra!

   Xilon se echó a temblar. A leguas se notaba que los únicos que seguían el hilo de esa conversación eran él y Divan; el resto de los presentes esperaban una explicación pronto.

   —No robamos la piedra —aseguró Xilon casi sin voz—. Su majestad Benjamín llegó a tenerla en sus manos pero nunca  la sacó del templo. Ni yo tampoco. ¡Lo juro!

   —Pero ¿cómo es posible? —Con un gemido, Divan soltó a Xilon. Por más extraño que le pareciese aquello, algo en la mirada del muchacho le decía que no mentía—. Hable —pidió entonces—. Tenga la bondad de explicar a detalle todo lo que ocurrió aquella noche, sin omitir detalle. Hable porque quizás en sus labios pueda estar la salvación de Benjamín Vilkas, y sabrán las diosas de cuantos más.

   Xilon asintió y ambos volvieron a tomar asiento.

   —Benjamín Vilkas me pidió ayuda —comenzó a narrar el jaeniano luego de pasar un trago de vino—. El me escribió a Jaen. En ese momento no me encontraba en el palacio real, pero uno de mis concejeros envió la carta hasta la residencia donde me encontraba.

   —¿Y ayuda para qué? —preguntó Ezequiel, adusto.

   —Ayuda para vengarse —respondió Xilon con firmeza—, vengarse de usted, Ezequiel Vilkas.

   Ezequiel palideció. No era nuevo para él descubrir el resentimiento que su marido le guardaba, pero jamás hubiera pensado que tal rencor hiciese a Benjamín perder la cabeza de esa manera. De Xilon, en cambio, sí podía creerlo. Xilon lo odiaba por el romance que había mantenido con su papá, y su odio era palpable a cada mirada.

   —¿Vengarse de mí? —preguntó entonces con un extraño temblor. Pero Divan cortó aquel asunto pasando al punto que le interesaba.

   —Díganos cómo supo Benjamín Vilkas acerca de la amatista de plata. ¿Cómo se enteró de eso?

   Xilon se encogió de hombros.

   —Eso no lo sé ¡Lo juro! —exclamó—. Su Majestad Benjamín nunca me contó eso. Yo mismo no supe de esa piedra hasta cuando la vi con mis propios ojos.

   —¿Está diciendo que se apresuró a ayudar a su Majestad Benjamín, sin conocer sus planes ? ¿Solo porque sí? —interrogó Divan.

   —Así es —esta vez Xilon contestó sin dudar—. El odio que Benjamín Vilkas siente por Ezequiel Vilkas es compartido por mí. Benjamín Vilkas y yo odiamos infinitamente a Ezequiel Vilkas.

  Un montón de voces se alzaron en el salón.

   —¿Cómo? ¡¿Qué es esto?! —exclamó Kuno.

   —¿Qué está sucediendo aquí? —se ofuscó Vladimir—. ¡Dejen de hablar entre líneas!

   —¡Ya basta! —rugió Ezequiel. Su copa de vino quedó volcada sobre la mesa y el rey se puso de pie, rígido de exaltación.

   —¿Conspiraste contra mí con ayuda de mi marido? —inquirió señalando ferozmente a Xilon.

   —Así es —respondió este—. Benjamín Vilkas dijo que tenía la forma de hacerle pagar por todas sus culpas, Majestad. Que por fin había llegado el día de la retaliación.

   Ezequiel cayó pesadamente sobre su asiento. Parecía un fantasma. Divan tomó la palabra de nuevo.

   —Ya veo —frunció el entrecejo cayendo en cuenta de algo—. El robo de la amatista coincidió con el rapto de Henry. Así que lo que Su Majestad Benjamín esperaba era que Henry estuviera fuera de juego para poder robar la piedra.

   —Sí, así fue —aseguró Xilon—. Pero repito… nosotros no la sacamos nunca del templo.

   —¿Milán Vilkas tiene algo que ver en todo esto? —quiso saber Divan.

   —No —negó Xilon—. Y ahora permítanme, contaré todo con lujo de detalles. Necesito aliviar mi conciencia.  

 

   La noche del secuestro de Henry Vranjes era el día clave para que se realizara el robo de la amatista. Benjamín Vilkas no sabía con exactitud cuántos días lograría Milán tener en sus predios al rey Earthiano, así que era mejor no desperdiciar ni un segundo.

   Escribió rápidamente un recado a Xilon Tylenus citándolo en las fronteras con Earth, a pocos kilómetros del templo de Shion. En su mensaje eran poco explicitas las intensiones de ese encuentro, pero la seductora propuesta de destruir a un enemigo común sumada a la culpabilidad que sentía Xilon por lo sucedido con Kuno, fueron decisivas para que el entonces fututo rey de Jaen aceptara la propuesta de entrevistarse con aquel rey extranjero.

   Se encontraron a la hora estipulada en las afueras del templo. Luego de las explicaciones pertinentes, Xilon tuvo claro que Benjamín Vilkas odiaba a Ezequiel Vilkas tanto como él, y por tal motivo no dudaría en ayudarle; aunque fuese realizando un acto vandálico en un templo sagrado.

   Sin embargo, las cosas no serían tan fáciles. Cuando se disponían a entrar, un jinete, camuflado por todas las ventajas que la noche proporciona, se precipitó hacia ellos. Como ambos habían ido sin guardia, rápidamente lograron esconderse tras unos arbustos muy bien poblados, y desde allí vieron a un hombre descender de la cabalgadura y dirigirse a las puertas del templo. Minutos más tarde, las puertas de la edificación volaban en mil pedazos, hasta el punto de que varios fragmentos incandescentes llegarán a pocos metros de donde ellos se refugiaban. Entonces, vieron al hombre desaparecer tras el umbral y adentrarse en lo profundo del templo.

Solo cuando estuvieron seguros de no ser vistos, salieron de los matorrales.

   —¿Quién es ese sujeto? —preguntó Benjamín, alterado. La presencia de ese hombre no estaba en sus planes.

   —Es Vatir, uno de los concejeros reales de Henry Vranjes —respondió Xilon quien reconoció al hombre tras haberlo visto en varias reuniones políticas celebradas en el palacio de Earth.

   —Pues más le vale que venga a rezar, porque si viene a lo mismo que nosotros entonces, muy pronto, se reunirá con Shion —Y sin más dilaciones, Benjamín sacó un puñal plateado del interior de su capa. Xilon se sorprendió tratando de arrebatárselo, pero el otro hombre no se lo permitió, oponiendo resistencia.

   —¡Déjeme, Xilon! He llegado demasiado lejos ya como para retroceder. Además, si ese hombre piensa robarle a su propio rey, considero que no es alguien que merezca nuestra piedad.

   Por unos instantes Xilon miró dubitativo a Benjamín. Su mano apresaba la muñeca del doncel, pero los ojos de éste mostraban tal resolución que el varón optó por liberarlo y dejarlo actuar a placer.

   Se asomaron cuidadosamente, observando el esplendor del templo. Al igual que a Vatir, la solemnidad de aquel lugar los embrujó algunos instantes, desplazándolos a un universo de magia y luz; un mundo irreal, muy lejos de la oscuridad de sus corazones. Era un lugar divino, se repitieron mentalmente; un sitio indigno de earthianos corruptos como ellos. Pero en esos momentos, ninguno de los dos tenía la intensión de imitar a seres supremos. Solo querían dejar fluir sus deseos mundanos para encontrar, a medias, un atisbo de paz… paz que solo podía proporcionarles la revancha.

   Con sigilo, entraron despacio; cuidándose bien de no ser vistos por el concejero de Earth. En ese momento, una ventisca helada los estremeció, llegando también hasta donde se hallaba Vatir .Benjamín miró de soslayo a Xilon, éste asintió levemente, dando con ese gesto su consentimiento de atacar.

Entonces, Benjamín lo hizo: perfiló su diestra, agudizó su puntería y sincronizó su lanzamiento con el momento justo en que Vatir giró su cuerpo en dirección a ellos.

   El puñal giró y giró a través del silencio del templo, perforando el pecho de aquel infeliz. Vatir cayó al suelo sin tener la satisfacción de ver quién había osado arrebatarle la felicidad. Su mano, lánguida, perdió el control que momentos antes tuvo sobre su amado tesoro. La amatista rodó. Benjamín se aproximo a recogerla con su mano enguantada, cuidándose muy bien de no ser visto. Sintió pena por el codicioso concejero earthiano que ahogándose en su sangre contemplaba la pintura de la cúpula. Era una pintura hermosa: Las diosas llorando en una noche sin estrellas, y sus lágrimas convirtiéndose en humanos. Diabólicamente sincero era aquel cuadro- pensó Benjamín en ese momento. Los hombres estaban hechos de sufrimiento.

   —No es nada… — comenzó a decir, pero en ese instante una risa suave que parecía brotar de todos lados sacudió al templo.

   —No es nada personal —dijo Shion. El aleteo de miles de mariposas comenzó a resonar. Fue el momento exacto en el que Vatir murió. Xilon y Benjamín se echaron a temblar.

   —No es nada personal ¿Era eso lo que ibas a decir? —preguntó la diosa.

   —Shion —jadeó Xilon, muriendo de pavor.

   —¿Shion? —se estremeció Benjamín. Sin embargo, su mano no dejaba de apresar la amatista como si toda la vida hubiese sido suya.

   Shion volvió a reír.

  —Sí, humanos. Soy Shion. ¿Qué hacen en mi templo?

   Xilon y Benjamín cayeron de rodillas. Las leyendas sobre que Henry Vranjes se comunicaba directamente con Shion; de que Sebastián y Aaron Vranjes también se comunicaban  con ella, de que la cinta dorada de Henry era de procedencia divina, y otras tantas más, parecían imposibles hasta ese momento. Lo que hasta entonces solo había sido considerado por los extranjeros como “arrebatos místicos” de los nobles earthianos, se volvía en ese momento una aplastante realidad.

   —¿Están asustados? —preguntó entonces la diosa. El batir de alas se volvió una realidad cuando miles de mariposas amarillas salidas de la nada comenzaron a invadir el templo. Xilon y Benjamín comenzaron a llorar como niños pequeños. La dulce voz de Shion los consoló.

   —Ustedes los hombres son muy extraños —dijo la diosa—. Me temen a mi cuando a lo que deben temer es a ustedes mismos. A ustedes y a sus pasiones. ¿No es así, Benjamín Vilkas?

   El aludido alzó su rostro bañado en lágrimas. El retrato de Shion brillaba y de él descendía una luz blanca que se posaba sobre la figura del doncel. Una fuerza interior pareció invadirlo.

   —Tus pasiones son muy fuertes, criatura —dictaminó Shion—; has matado con tal de satisfacerlas. Dime ahora… ¿serías capaz de morir?

   Xilon se crispó mirando con horror a Benjamín. El doncel, a diferencia suya, parecía lleno de una infinita paz.

   —Sí, lo soy —contestó.

   —Y entonces ¿qué pasó? —quiso saber Divan. El relato de Xilon había terminado y ese punto había quedado en el aire.

   —No lo sé ¡No lo sé! ¡Maldición! —se ofuscó Xilon frotándose la cabeza—. Después de eso, Su Majestad Benjamín pareció caer preso de un arrebato místico. Yo traté varias veces de sacarlo de su trance pero fue inútil. Hasta que la luz que salía del cuadro de Shion no se disolvió, y ese montón de mariposas desapareció, Su Majestad Benjamín no reaccionó.

   —¿Y qué dijo cuando salió de ese estado? —preguntó Kuno.

   Xilon se encogió de hombros.

   —Dijo “Ya está hecho”.

   —¿”Ya está hecho”? ¿Solo eso? —preguntó Vladimir.

   —Sí, solo dijo eso —afirmó Xilon—. Y entonces nos fuimos. No me importó saber nada más sobre eso. Supuse que Su Majestad estaba en shock y yo solo quería huir de allí. Cuando finalmente pudimos hablar de nuevo, él me dijo que todo estaba bien, que no me preocupara.; me sonrió y se alejó en su caballo. No volvimos a vernos hasta los funerales de mi padre.

   —Eso significa que mi papá mintió. Nunca fue a ver a ningún pariente moribundo. Fue a reunirse contigo —La conclusión de Vladimir los sorprendió a todos. Nadie había caído en cuenta de eso pero era verdad.

   —¡Es cierto! ¡Es verdad! —señaló Kuno—. Eso fue el mismo día que volvió de Kazharia. Después de mi… supuesto accidente. Papá supo que Milán había capturado a Henry Vranjes y no perdió el tiempo.

   El silencio se hizo por breves instantes. Todo el mundo parecía atar cabos. De repente, Ezequiel se levantó de su asiento y su mirada se clavó en Xilon. Kuno saltó de su silla.

   —Padre… ¡Exijo que expliques porque mi papá quería vengarse de tí! ¿Qué le hiciste?

   —¡Calla! ¡Insolente! —La voz de Ezequiel fue con un trueno—. Y a ti, Xilon Tylenus —le señaló lleno de ira—. La sangre que corre por tus venas, la sangre de Lyon tu papá, el único hombre que he amado, me impide colgarte de la muralla del palacio. He cometido tantos errores, irreparables todos, ahora me doy cuenta. Toma a tu esposo, mi hijo y sellemos con él una tregua definitiva entre nuestros reinos. Las diosas han querido que paguemos nuestros pecados: los míos, con la conspiración de mi propio marido y la deshonra de mi hijo, y los tuyos, con la pérdida de tu hermano. Ahora, vete de mi reino. Sigue odiándome si quieres, pero lejos. Que no vuelva a ver tu rostro porque soy capaz de matarte. 

   Y de esta forma Ezequiel se retiró. Su marcha al partir era tambaleante, como la del herido a punto de caer en el campo de batalla. Cuando se hubo retirado, Divan, que era el más consiente de todo lo que sucedía, tomó otra vez la palabra.

   —La amatista de plata es una piedra maldita —anunció con la solemnidad de un juramento.

   —¿Qué? —jadeó Vladimir mirando fijamente al earthiano—. ¿Qué es lo que ha dicho?

   —He dicho que la amatista de plata es una joya maldita —susurró Divan—. Benjamín Vilkas está condenado —anunció.

   Kuno y Vladimir palidecieron a la vez. Kuno se acercó  hasta Ariel. Parecía un poseso.  

   —¡Tú lo salvaras! ¡Tú lo salvaras! —gritaba estremeciéndolo. Vladimir lo apartó de su prometido y lo obligó a sentarse, dándole un poco de vino. Kuno se estremeció en brazos de su hermano y un llanto desconsolado lo apresó.

   —Tenemos que unirnos y encontrar la amatista de plata —dijo Divan—. Xilon… ¿usted dice que la piedra nunca fue sacada ni por usted ni por Benjamín Vilkas del templo, verdad?

   —Así es —afirmó Xilon—. Después de salir del trance, Su Majestad Benjamín colocó la piedra en una cajita de cristal que reposaba bajo el altar mayor. “No la necesitamos” me dijo. “Ya todo está hecho”

   —Entiendo. Y le creo.

   Para sorpresa de todos, Divan los reunió de nuevo en un círculo cerrado junto a la mesa del concejo, acto seguido, les contó con detalle todo lo referente a la amatista de plata.

   —Ustedes serán a partir de ahora los aliados de mi rey y señor, Henry Vranjes —afirmó—. Suplicaré a Henry  piedad por usted, Xilon Tylenus, a cambio de su servicio por esta causa. Al igual que solicito la ayuda de todos ustedes.

   La audiencia afirmó.

   —La amatista de plata fue robada, fue sacada del templo —contó Divan—. Y ahora han ocurrido cosas horribles. No puedo estar seguro pero creo que un ser de corazón oscuro y alma corrupta ha robado la amatista de plata. Creo que la invasión de Kazharia es producto de un deseo concedido por esa joya maldita… y creo también que los demás reinos serán los siguientes.

   Todo el mundo escuchó con atención a Divan. Sus corazones no querían creerlo pero todo aquello tenía mucho sentido. Pactaron en ese momento unirse por esa misión: encontrar la amatista de plata y a su ladrón.

   Un rato después, Divan acudió a las caballerizas. Alán, el esclavo que había dejado en Jaen, había regresado. Diván presentía que aquello sería un nuevo problema. No se equivocó.

 

 

 

 

 

   Con un sonido seco las botas de Henry hollaron el árido suelo que rodeaba los alrededores del templo. Ya más cerca, se podía escuchar el sonido de los saltos que en pocos meses estarían congelados.

Entonces lo vio.

Henry se llevó las manos a la boca, atónito, nada más ver el estado en que había quedado el templo luego de aquella sacrílega invasión por el robo de la amatista. Aún se veían restos de madera calcinados de lo que fuera la soberbia puerta del templo más importante de Earth. Y la fachada estaba toda arruinada ¡La fachada!

   Caminó un poco más, con mucha cautela. Tanto silencio no le gustaba para nada, y más al no ver por ningún lado el caballo de Milán.

   ¿Aun permanecería por esos lares? Se preguntó. ¿O acaso ya habría regresado a palacio? Había podido tomar otra ruta aunque fuese más larga y por eso no tropezaron. ¿O tal vez…?

   Henry sujeto con fuerza las solapas de su guerrera. No quería ni pensar en que a Milán le hubiese pasado algo malo. Detenidamente estudió cada palmo de terreno, milímetro a milímetro, roca por roca, hasta que en una de esas sus ojos se fueron a estrellar contra un montón de tierra recientemente removida.

<< ¿Una tumba? >> se estremeció, acercándose con paso vacilante.

   —Teliref af rin, boricochana piru (Descansa en paz, hijo de perro) —leyó en perfecto saguay, por lo que supo que el autor del epitafio no era un campesino. Sonrió cuando descubrió que se trataba de la tumba de Vatir y que muy seguramente Divan había sido quien había escrito aquello. Escupió sobre la tumba del traidor y arrugó el ceño; la certeza de una sombra le hizo girarse con premura. Pero fue inútil. No había nadie allí.

   Henry caminó de nuevo hacia el templo. Lo hacía con el sigilo de un felino y siempre con la mano cerca a la espada que colgaba de su ciento. Antes de salir del palacio de Midas había robado una de los patios de armas, y aunque su nueva arma no tenía una empuñadura de oro, el acero de su filo sí que era igual al de la suya.

   —Uno… dos… tres —contaba en susurros. El sonido de los saltos mermaba el crujir de las hojas secas bajos sus pies—, cuatro… cinco…—. Henry volteó. De nuevo aquella sombra. Estaba seguro. Su corazón saltó en su pecho—. Seis… siete.

   El grito de Henry quedó ahogado por la mano que cubrió su boca. Henry se retorció desenfundando su espada, pero la voz, dulce y suave de Milán, lo calmó.

   —¿No dejas de ser una fierecilla, verdad? Aunque parece que soy el único que te puede capturar.

   —¡Milán! —Henry saltó a los brazos de su amado apenas éste lo soltó. No pudo evitar que se le saltasen algunas lágrimas por la dicha de verlo de una pieza—. Milán…¿estás bien?

   —Aquí no, no es seguro, entremos —le respondió el midiano tomándolo de la mano. Rápidamente entraron al templo y una vez allí, Milán tomó los labios de Henry con intensa premura.

   —Tesoro… mi amor ¿viniste a buscarme, no es verdad?

   —Milán… Milán, han sucedido muchas cosas horribles —informó Henry rozando las sonrosadas mejillas de su príncipe—. Es peligroso estar aquí.

   Con cuidado, Milán se separó del abrazo de Henry, un suspiro profundo salió de su pecho y pareció hacerle trastabillar un poco.

   —Lo sé —dijo instantes después, con la preocupación clavada en la voz—. Sé que los dirganos han atacado Kazharia, unos campesinos me lo dijeron cuando pasé camino al templo… Pero eso no es lo peor.

   —¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —Henry no entendió la gravedad de las palabras de Milán hasta que vio como el midiano cojeaba hasta sentarse de espaldas contra una de las vigas del templo. Ahora veía que una pierna de Milán sangraba y una tira de tela le detenía la hemorragia.

   —Henry…

   —¡Por las diosas, estás herido! —exclamó el susodicho sentándose junto a él—. Déjame ver eso —pidió destapando la herida. No era muy profunda y la hemorragia se había detenido, pero se veía bastante fea.

   —¿Henry, me amas? —preguntó Milán tomando al doncel del mentón. Henry notó  turbación en su mirada junto a un brillo anhelante, sin embargo, prefirió resistirse a la caricia.  

   —Milán, este no es momento.

   —No, Henry. Este es justo el momento perfecto —el príncipe sacó un trozo de papiro del bolsillo de su guerrera—. Este mensaje estaba clavado junto a un árbol guía en mitad del camino —anotó—. Creo que los dirganos están dejando mensajes por los caminos. Esta  nota está escrita en dirgano antiguo, me lastimé la pierna mientras la desprendía a galope del árbol donde estaba clavada.  

    Henry tomó la nota pero no entendió ni una sola palabra.

   —¡Malditos dirganos! —se ofuzcó—. ¿Qué es lo que pretenden?

   —¿Crees que son los ladrones de la amatista de plata? —preguntó Milán, quien ya sabía todo lo concerniente a esa piedra por boca del mismo Henry.

   —Estoy seguro —respondió el earthiano—. Pero no se qué más quieren ahora —. Henry echó un vistazo hacia la caja vacía donde otrora permanecía la amatista. Se paró y se dirigió hacia ella, mirando el oleo de Shion en lo alto del altar. Henry miró a su diosa sin el vehemente misticismo de antaño, pero con igual aprehensión. Después de comprobar que la joya, en efecto, ya no estaba allí, volvió junto a Milán. Fue en ese instante cuando los oyeron.

   —¡Por las diosas! ¡Vienen hacia nosotros! —Henry y Milán escucharon cómo, lo que parecía ser un pequeño batallón, se acercaba al templo. De prisa, Henry ayudó a Milán a ponerse de pie y lo sostuvo por la cintura.

   —¡Escóndete, tesoro! ¡Vamos! —suplicó Milán.

   —No voy a dejarte —jadeó Henry prácticamente arrastrándolo. Al final ambos lograron refugiarse tras una paredilla que Henry consideró segura—. Aquí estaremos a salvo —dijo escuchando como la tropa entraba al templo. Los dirganos entraron revisándolo todo y acercándose hasta el altar que prácticamente destrozaron. En una de esas, uno de los soldados dijo el nombre de una aldea earthiana, la más cercana al templo donde se hallaban. El pavor de Henry al escuchar el nombre de su aldea fue tanta, que si querer dio un respingo lastimando la herida de Milán.

   —¡Ay! —jadeó éste alertando a los intrusos. Henry detuvo la respiración pegando su rostro al de Milán; sus alientos chocaban y sus labios se rozaban. Dos dirganos pasaron a escaso pasos de ellos, pero no los vieron. Tal como había asegurado Henry, aquel refugio era muy seguro.

   Por casi veinte minutos los dirganos recorrieron el templo buscando algo que no encontraron. Pasado ese tiempo se largaron y el silencio volvió a hacerse en la edificación. Henry y Milán respiraron de nuevo y salieron del escondite.

   —¡Por las diosas, Milán! ¡Debo alertar a mi aldea! ¡Esos hombres planean atacarla!

   —¡Henry, espera! —Milán lo tomó del brazo y le detuvo.

   —¡Pero, Milán!

   —¡Pero nada! Tesoro, ¿no lo acabas de ver? Los dirganos han entrado a nuestros territorios. Si vas allí ¿cuáles crees que sean las posibilidades de que llegues vivo? Te matarán antes de que cruces la frontera.

   —¡Pero, mi gente! —Henry sentía tanta impotencia que resoplaba. Milán lo tomó entre sus brazos y lo arrulló; la herida de su pierna volvió a punzar con violencia por lo que Henry lo sentó con cuidado, esta vez junto a la pila bautismal donde lo habían consagrado.

   —Déjame ver —solicitó quitándose la guerrera para cambiar el vendaje mojado por uno nuevo. Una vez listo, Milán lo recostó sobre su pecho, entre sus piernas y lo consoló.

   —Tienes un gran ejercito, tesoro. Estoy seguro de que tus hombres podrán defenderse bien mientras tu tomas el control de nuevo. No es seguro que abandonemos el templo antes del anochecer; la oscuridad nos ayudará a camuflarnos y tomaremos un atajo que conozco.

   —¿El atajo que tomaste el día que me capturaste? —Henry miró a Milán. No había reproche en sus palabras, solo curiosidad.

   —Ese mismo —sonrió Milán—. No dejaré que te pase nada, mi vida.  Lo prometo.

   No se necesitaron más palabras. Los labios de Milán impactaron con templada violencia sobre los de Henry, sus cuerpos reaccionaron de forma inmediata; la mirada de Henry, llena de expectación, era igual a la que siempre ponía cuando sembraba sus rosas negras en el jardín Earthiano; era el mismo gesto lleno de esperanza e ilusión, rostro que mutaba a la decepción al verlas reacias y obstinadas en no crecer. Pero ahora era distinto. Con Milán, todo sería distinto, pensaba Henry.  Su príncipe no iba a pasmarse a mitad de camino, el amor que sentían, florecería; florecería para no marchitarse jamás. Los inviernos de soledad habían terminado; a su corazón llegaba la primavera.

   —¡Milán, estamos en el templo! —recordó entonces con horror, asustado ante lo inevitable. Sin embargo, Milán no iba a ceder esta vez. ¡Ya no más!

   —¡No tengo miedo de Shion, Henry Vranjes! —dijo, recostándolo sobre la piedra caliza—. Si Shion te llevara al paraíso, hasta allá iría para arrancarte de sus brazos.

   —¡Calla, maldito blasfemo! —jadeó Henry mientras su corazón latía con violencia —¡Calla!

   Y Milán calló, pero lo hizo porque su boca fue apresada por un beso. Henry ya no quería luchar más contra aquello. Si seguía pensando, si seguía temiendo, iba a ser siempre un pusilánime. Aquello estaba mal, estaba rematadamente mal, pero por una vez en su vida era así como quería hacer las cosas.

   En pocos minutos estuvieron desnudos. Milán besaba los delgados labios de Henry bajando hasta su mentón y hundiéndose en el ángulo de su cuello; un hilo de saliva se deslizó por la comisura de sus labios, mojando la piedra. Milán se acomodó entre las piernas del doncel, separándolas con suavidad; su lengua experta castigaba los pezones erectos. Notó una humedad entre las piernas de Henry.

   —Estas mojado —le dijo después de un lánguido beso. Su mano se deslizó sobre el terso abdomen y palpó entre los muslos de su amante. Henry dio un respingo.

   —Tú también —sonrió llevando su mano hasta el miembro de Milán. Sus mejillas estaban tan rojas como una flama. Sentía que hervía.

   —Mi amor… te amo tanto.

   Milán agachó la cabeza y la metió en la zona de humedad. Su boca y su lengua se enredaron en ese miembro a medias erguido y le acariciaron en toda su extensión. Henry jadeo con fuerza, su espalda se separó de la piedra y su mirada se nubló. El placer era tan tenaz como si le dieran latigazos. Si el precio de su deleite iba a ser proporcional a su gozo, le esperaba una agonía muy intensa.

   —Milán… ¡Milán! —exclamó en un sollozo. La boca que le poseía era cálida y atenta; sutil como el rocío —. Milán —volvió a exclamar, y esta vez su esencia más íntima llenó la boca del varón. Milán se apresuró en volver hasta su altura obsequiándole un beso húmedo y amargo, tal cuál era Henry.

   —Tu sabor me enloquece —admitió Milán—. Eres inconfundible.

   —Pero soy amargo —replicó Henry—. Cómo un veneno.

   Se volvieron a besar. Entonces, Henry se puso sobre Milán y se ubicó entre sus piernas. Milán pensó que su tesoro quería volver a tomarlo como siempre pasaba, pero esta vez algo diferente sucedió. Sin pensarlo siquiera, Henry se metió entre las piernas de Milán, temblaba pero no echaría para atrás; quería tenerlo, tenerlo por completo.

   —Tesoro —susurró Milán, aturdido. La boca de Henry capturó su miembro, erguido como un pilar de aquel templo profanado. Milán se recostó dejando que Henry explorara por su cuenta; empezó a sudar a pesar del frio que se filtraba por las paredes a medida que el sol se ocultaba, sus dedos se enredaron en la cabellera negra y tiraron un poco de ella. Estaba en la gloria.

   —Oh, diosas —blasfemó. Los labios de Henry temblaban y dudaban pero eran suaves como el pétalo de una flor, y su boca. ¡Diosas, su boca! —. Tesoro, estoy a punto de… —advirtió, pero Henry no lo escuchó. O hizo como si no lo escuchara, pues no retiró su boca del miembro que apresaba, y la esencia, dulce y cálida de Milán, se escurrió en su boca.

   —Sabes a miel —dijo instantes después, incorporándose. Milán lo recibió entres sus brazos y se volvieron a besar.

   El resto de la tarde lo dedicaron al placer. Milán se propuso a conciencia preparar bien el cuerpo de Henry. En medio de aquel lugar sagrado lo acarició, descubrió de nuevo cada centímetro de su piel, bebiéndolo palmo a palmo con los ojos y con la boca.

   —Milán, no quiero perderte nunca. Te amo.

   —Y yo a ti, tesoro de Shion.

   Henry suspiró profundo al sentir la mano de Milán alcanzando ese lugar entre sus piernas. Milán escupió sobre su mano y humedeció su miembro. Estaba listo de nuevo, listo para el momento para el cual sentía que había nacido. El cuerpo de Henry estaba listo y anhelante, dilatado. Con cuidado, Milán se acomodó y se empujó dentro de él. Henry lo mordió en el lóbulo de la oreja y ambos gritaron.

   —Calma, calma —gimió Milán, controlando su ansiedad—. Hemos nacido para este momento, mi vida —dijo antes de empujarse por completo.

   Sus cuerpos quedaron unidos del todo. Una lágrima resbaló por la mejilla de Henry pero Milán la bebió antes de que cayera a tierra. Henry levantó una pierna con cuidado de no lastimar la herida de Milán, quien se había resentido varias veces por el dolor. Milán le besó el cuello y los labios. La humedad de sus caricias era totalmente lasciva.

   —Duele… pero es tan caliente… —sollozo Henry, transido de deseo—. ¡Oh, Milán! ¡Milán!

   Entonces, Milán se entregó por completo a una cabalgata imparable. Henry se arqueó de forma instintiva y los jadeos de ambos llenaron el templo. El roce eran tan bravo como el acido, el calor abrasante, el deseo implacable. Milán mordió un muslo tenso y besó los labios húmedos y jadeantes. Henry le mordió los labios y le apretó el trasero. El dolor se justificaba con creces, pues detrás de él se hallaba el paraíso, un increíble paraíso.

   Sus bocas se unieron de nuevo, y se besaron con desespero. Milán atrapó el miembro punzante de Henry y lo acarició. Henry se arqueó de nuevo, con el placer poseyéndolo por todos lados, como un feroz enemigo. Jadeo alto, como un moribundo y estalló. Milán le tomó del mentón y lo besó. Su orgasmo llegó al momento, tórrido y brutal.

 

 

 

  

 

   El palacio de Kazharia sufría la invasión dirgana con ferocidad. La familia real estaba bajo la custodia de los invasores, presos en su propio castillo, como ratas.

   Lyon Tylenus estaba feliz. Sus planes le estaban saliendo a la perfección.  Haber vuelto a la vida, a través del poder de la amatista de plata, había sido más divertido de lo que había pensado. Ahora necesitaba encontrar ese libro… ese maldito libro que no aparecía por ningún lado y sin el cual haber revivido no lo serviría de nada.

   Las puertas del salón del trono se abrieron y el prisionero fue colocado a los pies de Lyon. Era Paris Elhall, príncipe heredero de Kazharia. Los días de cautiverio habían hecho mella en él. Estaba pálido y sucio, pero totalmente lúcido.

   —Paris Elhall — dijo Lyon mirándolo desde el trono donde estaba sentado—. ¿Sabes quién soy yo?

    Paris negó con la cabeza. Era casi un niño en la época que Lyon murió, y pocas veces lo había visto. No lo recordaba.

   Lyon sonrió y se paró del asiento que usurpaba. Sus hombres pusieron de pie a Paris y lo acercaron hasta su señor. Lyon tomó a Paris del mentón y lo miró fijamente. París se crispó.

   —¿Por qué hacen esto, dirganos? Mi patria es afable y pacífica. ¡¿En que los ofendimos?!

   —No nos han ofendido en nada —respondió Lyon—. Por lo menos no a mi —sonrió con maldad—. Yo busco algo que usted, alteza, puede ayudarme a encontrar.

   Paris alzó sus ojos y miró fijamente al doncel que le hablaba. La duda bailoteaba en sus ojos.

   —¿Qué buscan?

   Lyon sonrió. Su sonrisa era mordaz y tenebrosa, daba miedo. De repente comenzó a carcajearse, como un loco, y cuando el ataque de risa pasó volvió a mirar a Paris con total seriedad, como si nunca hubiera ni siquiera sonreído.

   —Quiero el libro de las diosas, niño. Tú sabes dónde está y quiero que me lo digas.

   ¡Con que era eso! Paris arrugó el ceño. A diferencia de su hermano Nalib, quien tenía el poder de ver el futuro, a él se le daba bien ver el pasado. Era por eso que Paris tenía el poder de encontrar objetos perdidos o comprobar leyendas. “El libro de las diosas” era un libro antiquísimo que había sido abandonado en un lugar muy especial antes de las guerras que precedieron al “Gran Pacto”. Se hablaba de que era un libro prohibido, herético y blasfemo. Un libro aberrante.

   —¿Quieres el libro de las diosas? —preguntó.

   —Así es —respondió Lyon.

   —¿Y qué me darás a cambio? —siseó Paris.

   —¿Qué quieres? —Lyon sintió ganas de degollar a Paris es ese mismo instante, sin embargo, se contuvo. Si ese hombre podía ayudarlo a encontrar el libro, cumplirle un deseo podía ser mejor que torturarlo quien sabe por cuantos días. A pesar de esto, el doncel se quedó de piedra al escuchar el pedido de su prisionero. Aquello sí que no se lo esperaba.

   —Quiero a Henry Vranjes, rey de Earth —respondió Paris, con resolución—. Entrégamelo y te daré el libro que quieres.

   Y eso había sido todo. Estos acontecimientos sucedieron casi un día antes de que Henry y Milán se encontraran en el templo de Shion. Lyon dio la orden de encontrar vivo a Henry Vranjes y llevarlo a Kazharia. De inmediato, sus soldados repartieron notas de aviso, dejándolas regadas por todos los bosques de Earth. Una de esas notas fue la recogida por Milán, esa que ni él ni Henry  pudieron entender. Era por eso que sin saberlo, en ese momento, Henry era el hombre más buscado de los cinco reinos.

   Lyon sonrió, ahora desde una de las grandes terrazas del palacio de Kazharia. Henry Vranjes, pensó. Con que ahora le llamaban “El tesoro de Shion” y había toda una leyenda alrededor de su gran belleza. “Es casi divino” Le había oído decir a algunos.

   La última vez que Lyon vio a Henry, éste no era más que un niñito, lindo sin duda, pero tampoco nada fuera de lo común. ¿Qué habría pasado?¿Acaso era la magia de la amatista de plata lo que aquellos hombres percibían y lo que los llevaba a ese grado de locura y fascinación? Se preguntó, de pie junto al parapeto del balcón. Sus cabellos platinados brillaban bajo la luna, combinando a la perfección con el afelpado abrigo que llevaba puesto.

   La verdad fuera dicha, tantos rumores sobre la belleza de Henry Vranjes ya empezaban a despertar su malsana curiosidad. Le estaban entrando muchas ganas de conocerlo y constatar con sus propios ojos si su belleza realmente merecía el calificativo de “Divina”. Si sus soldados eran tan eficientes como habían sido hasta ahora, no tendría que esperar mucho. Pronto, Henry Vranjes y él se conocerían frente a frente.

 

 

 

 

   Henry se había quedado dormido entre los brazos de Milán. Tuvo un sueño corto pero muy reparador. Milán, por su parte, había aprovechado para velar su sueño y constatar que el desflore no lo hubiera lastimado demasiado. Se alegró al ver que Henry estaba bien… en sus brazos.

   —Buenas noches —le besó nada más verlo despertar—. ¿Dormiste bien?

   Henry asintió respondiendo al beso.

   —Ya ha anochecido —dijo viendo la oscuridad que asolaba el lugar. La plata del recinto los iluminaba por dentro, pues su brillo nunca se apagaba, pero afuera reinaba la noche—. Creo que es hora de irnos —anunció.

   —Bien.

   Se pusieron de pie dispuestos a vestirse. El silencio del lugar estremecía, algo en él abrumaba. Entonces, la cinta de la frente de Henry brilló fugazmente. El doncel sintió un calor extraño y fuerte quemándole la frente y se quejó. Cuando Milán llegó hasta su lado para ver que ocurría, el dolor había pasado y la cinta se había desprendido de la frente del rey.

   —¡Por las diosas! ¿Te las has quitado? —preguntó Milán boquiabierto.

   Henry negó.

   —No, no se puede quitar a voluntad. Tú lo sabes. Se ha caído… Milán, mi promesa se ha roto.

   El temblor que invadió a Henry hizo que Milán lo abrasara fuertemente. Milán le quitó la cinta y la miró. La inscripción de la parte frontal desapareció al igual que la promesa de Henry, pero al otro lado de la cinta, en su respaldo, otra inscripción se hizo visible. También estaba escrita en lenguaje divino.

   — “Cuando lo humano y lo divino se mezclen, se reescribirá el destino” —leyó Henry, sin entender que podría significar aquello. Milán tomó la cinta y se la colocó en su frente.

   —No importa lo que esto signifique —dijo besándolo con ardor—. Ahora yo soy tuyo y tú eres mío. Es lo único que importa.

   —¡Oh, Milán! Milán deseó tanto que tengas razón —Henry lo estrechó entre sus brazos y lo besó. Terminaron de vestirse en silencio y antes de partir, Henry echó un último vistazo sobre el oleo de Shion.

   << ¿Podrás perdonarme? >> se preguntó, y de inmediato, casi como una revelación terrible, sus ojos se volvieron hacia la pila bautismal; en ella había una grabado que a Henry le hizo recordar algo horrible. Ahora muchas cosas cobraban sentido.

   —¡Milán ven! ¡Ven!

   —¿Qué pasa? —Milán se apresuró a ir junto a Henry. Este le enseñó el grabado que había en la base de la pila: era una imagen de Shion sosteniendo un libro. “El libro de las diosas” decía la pequeña inscripción que podía leerse sobre el mármol.

   —Milán… Xilon dijo que posiblemente la invasión de los dirganos a Kazharia se debía a que éstos buscaban algo —recordó Henry—. Pues bien —anotó en seguida—, hay leyendas que dicen que el libro de las diosas, un libro horrible y prohibido, fue visto por última vez en el reino de Kazharia. ¡Milán! —exclamó el doncel con horror—. Creo que el ladrón de la amatista de plata invadió Kazharia, creo que quiere el libro de las diosas… y creo que lo quiere para… ¡para convertirse en dios!

 

   Continuará…


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