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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Emboscada.

 

   Alan esperaba atento la llegada de Divan.  Una vez lo identificó, tras el brillo del sol que ya se empezaba a ocultar, sus ojos destellaron y sus labios curvaron una gran sonrisa. Hizo una reverencia.

   —Mi señor, imaginé que aún estaba en Midas. Me he enterado de que nuestro señor Henry aún no regresa a Earth. ¿Ha sucedido algo, mi señor?

   —¡¿Por qué rayos regresaste, idiota?!       

   —¿Eh? —El tono agresivo de Divan crispó a Alan. Divan chasqueó la lengua. Cuando un esclavo era abandonado en otro reino rara vez regresaba. Tal vez Alan no lo sabía, pero en Jaen comprar la libertar era mucho más fácil que en Earth.

   —Pregunté que por qué regresaste —repitió Divan—. ¿Acaso eres un tonto de remate?

   —¿Uhm? —Sí, definitivamente Alan seguía sin comprender. Sin embargo, hizo caso omiso a las palabras de Divan y volvió a sonreír. Sus ojos relampaguearon con un brillo genuino e inocente.

   —Me gusta Earth, mi señor —dijo finalmente—. Es la única tierra que conozco y mi señor Henry es el único rey al que quiero servir. No importa si nunca soy libre. Realmente no me importa.

   La ceja derecha de Divan se levantó. Si, sin duda ese chico era un tonto de remate. Suspiró. Si eso quería, perfecto, lo llevarían de regreso. Llamó a unos esclavos y pidió que lo recibieran y le dieran algo de comer, pero antes de partir, Alan volvió a hablar.

   —Mi señor… ¿Por qué usted y el rey Xilon tienen una marca de nacimiento idéntica en la espalda? —. La pregunta fue hecha con un tono tan calmado que Divan sintió que se le congelaba la sangre. Su rostro palideció, y de un movimiento tomó a Alan de un brazo y lo arrastró junto a unos arbustos, muy lejos del bullicio de los esclavos y los soldados que prestaban guardia.

   —¿Qué has dicho? —le preguntó una vez lo tuvo acorralado—. ¡Repítelo!

   —C Cuando viajamos desde Dirgania, un día nos bañamos en un rio y yo vi que usted tenía una marca en la espalda, u una marca bastante grande y visible —Alan comenzó a garabatear con sus manos tratando de dibujar la imagen en el aire. De repente, se sentía muy nervioso—. Y luego, en Jaen, durante un incidente que hubo en los patios, yo vi esa misma marca en el mismo sitio de la espalda del rey Xilon. Era la misma marca, estoy seguro.

   El silencio y la parquedad de Divan eran sobrecogedores. Alan sintió que empezaba a sudar, Divan lo mantenía sujeto del brazo y no parecía tener intensiones de soltarle.

   —¿Le has contado esto a alguien más? —preguntó finalmente. Alan negó con la cabeza.

   —Si mi señor no quiere que cuente esto, juro que no lo contaré  nunca a nadie —jadeó. Divan sonrió de forma escalofriante.

   —Me aseguraré de ello.

   La tarde terminó de caer definitivamente sobre Midas. Alan fue colocado en brazos de un soldado que lo llevaría a Earth, y lo dejaría a salvo en alguna aldea cercana. Entre las cosas de Alan, Diván colocó un saquito lleno de oro. Con ese dinero, Alan tendría para comprar su libertad y la de toda una familia si eso quería. A cambio, el muchacho había quedado mudo para siempre. Divan le había sacado la lengua él mismo, y luego había pedido a uno de los galenos de palacio que lo sedara y le cicatrizara la herida.

   Alan yacía dormido en brazos del soldado que lo llevaría a Earth. Divan lo miró por última vez y suspiró… Nuevamente su más grande secreto había estado a punto de descubrirse.

 

 

 

    Henry decidió que debía regresar lo antes posible a Midas para contarle a Divan sobre sus últimos descubrimientos. Estaba casi seguro de que fuese quien fuese el ladrón de la amatista de plata, también estaba detrás de la invasión de Kazahria, y lo más probable, tras la búsqueda del libro de las diosas. En fin, se trataba de un peligroso enemigo.

   Milán también se había terminado de acicalar. Ahora era él quien llevaba la antigua cinta dorada de Henry, cubriéndole la frente. “Quiero que sea el símbolo de que ahora te pertenezco”, le había dicho sonriente mientras la ataba a su cabeza. Henry se sentía más feliz de lo que pudiera recordar y tanta felicidad lo hacía sentirse aturdido.

   —¿Tesoro, pasa algo? —le preguntó Milán mientras buscaban sus cabalgaduras. Henry negó con la cabeza y emprendieron el regreso. La noche los cubría como un manto.

   Cabalgaban despacio. Pensaban que lo mejor era ir en calma para no alertar a cualquier posible espía que se hallara en el área. Sin embargo, todo parecía estar en calma, demasiado para el gusto de Henry, a decir verdad.

   —¿En qué piensas, Tesoro? —Henry negó con la cabeza. Pensaba muchas cosas realmente, pero antes de hablar al respecto debía ordenar sus ideas. Milán asintió en silencio y siguieron la marcha. Habían decidido volver por el mismo camino que había usado Henry en su último viaje, y Milán estuvo de acuerdo: Atravesar la llanura midiana era más fácil que meterse por los espesos bosques de Earth, demasiado oscuros y fríos en época de otoño; habría demasiada neblina también. Llevaban ya medio camino hecho cuando se encontraron con aquello: Un ejército armado les esperaba.

   —Son mis hombres —tranquilizó Milán, antes de que Henry desenfundara su espada. Los había reconocido por los blasones y por la forma de agruparse—. Seguramente mi padre los envió en nuestra búsqueda —agregó sonriente.

   Y no se equivocó. Cuando estuvieron mucho más cerca, los soldados se inclinaron ante su príncipe y los escoltaron por ambos flancos.  El viaje se volvió mucho más relajado debido a esto, y Henry relajó la tensión que había estado sintiendo durante casi todo el camino. Milán iba al lado del líder de sus hombres; se estaban poniendo al día sobre los últimos acontecimientos y Milán dictaba algunas órdenes.

   Faltaban pocos kilómetros para el arribo a Midas, incluso, ya se podían ver las murallas del inmenso palacio cuando sucedió aquello.

   Fue todo tan rápido y repentino que algunos solo sintieron todo cómo un mal sueño.

   Una bengala azul, que estalló como una lluvia, iluminó el cielo. Inmediatamente después, un sinfín de fuegos pirotécnicos bañó el firmamento midiano, compitiendo con las estrellas que esa noche se alzaban en lo alto. Por la cercanía del sonido, era claro que estaban siendo lanzadas desde Midas, aunque muy lejos de cualquier aldea. Milán conocía todas las celebraciones de su reino, y sabía que para las más cercanas, las de invierno, faltaban poco más de dos meses. ¡Esas luces eran una trampa! ¡Un truco!

   —¡Nos atacan! —gritó a todo pulmón, interponiéndose para cubrir a Henry. Tal como había presentido, un ejército se acercaba a ellos. ¡Los habían estado esperando!

   Un grupo grueso de soldados earthianos cayó a la primera arremetida; el resto creó un surco dentro del cual quedaron resguardados Henry y Milán. Los escudos los protegían de las flechas que caían sobre ellos, pero les restringían el ataque. Los soldados se juntaron formando una gruesa coraza que impedía el paso de cualquier elemento que viniese por el aire, pero por desgracia, les franqueaba la vista hacia el enemigo.

   Nadie pudo percatarse del avance progresivo y demoledor de los Dirganos…nadie lo hizo hasta que fue muy tarde.

   La ofensiva por aire no mermaba, el grupo de los earthianos cabalgaba tan rápido como podían; intentaban llegar lo más rápido posible al interior de los terrenos surcados por las murallas, pero el hecho de tener que huir y al mismo tiempo tratar de proteger sus vidas, les hacía el andar más lento. 

   Cuando el ataque se incrementó, el número de flechas creció y creció, como un enjambre de abejas. La oscuridad hacía más difícil identificar los ataques, y los earthianos no tuvieron más opción que agruparse aún más, con el fin dejar menos huecos en la defensa. La aglomeración de monturas y escudos se volvió casi un nudo. Escapar se hizo una tarea imposible.

   —¡Henry! —exclamó Milán tratando de mantener a su tesoro lo más cerca posible. En medio del gentío de humanos y bestias se sentían sofocados. La situación era una verdadera pesadilla y la angustia del batallón, que a cada paso perdía varios hombres, los hizo temer seriamente por sus vidas. Se tomaron fuertemente de las manos. Pasara lo que pasara se quedarían juntos. Entre los gritos de los soldados y los empujones sintieron que de repente  algo andaba muy mal, terriblemente mal.

   Una espada atravesó de lado a lado a uno de los soldados earthianos. Henry vio al hombre caer y ahogó un lamento. Sus ojos se encontraron de frente con el asesino, quien sonreía mientras agitaba su espada ensangrentada. Tenía los cabellos platinados y una horrible mirada rojiza: Era un dirgano.

  —¡Están dentro, Milán! —gritó empuñando con más fuerza su espada. El dirgano que acababa de mirar a los ojos se abalanzó sobre él, con el acero filoso destellando bajo la luz de la luna. Henry tomó aire y contuvo el golpe de su oponente. El dirgano pareció confundido por la inesperada fuerza de ese doncel, y después de un zumbido, cortesía de la espada de Henry, la cabeza de cabellera platinada terminó extraviándose entre los cascos de los caballos.

   —¿Estás bien? —preguntó Milán, sudando frio.

   —Sí, pero no creo que ese haya sido el único —contestó Henry, casi resoplando—. Debe haber más —afirmó—. Tenemos que estar muy atentos.

   —Bien —Milan asintió—. No te separes de mi lado —advirtió entonces. Acababa de constatar las palabras de Henry, al observar que otros hombres de cabelleras platinadas cruzaban velozmente ante sus ojos. El enemigo había penetrado el cerco humano, los muy miserables atacaban por cielo y tierra a sabiendas de que podían herir a sus propios compañeros. Definitivamente estaban ante enemigos que no parecían tener escrúpulos ante nada. Y un enemigo que salía al campo de batalla sin miedo a la muerte, era un enemigo que tenía la mitad de la batalla ganada. 

   Milán también había sacado su espada. Cada vez eran más y más las cabelleras plateadas que incursionaban dentro del campo de lucha; parecían incluso igualados en número con los earthianos. En el suelo, un montón de cuerpos caídos creaban un tapiz macabro. Caer, aún estando vivo, significaba el fin: los asustados caballos terminaban pisoteando a todo aquel que se interpusiera en sus caminos.

   En medio de aquella locura, Henry se encontró de nuevo en medio de la lucha. Con su espada realizó un profundo tajo en el brazo de un dirgano; el hombre bramó como fiera herida soltando su espada, y su estomago fue abierto a gran profundidad. Cuando el infeliz trató de devolver las vísceras a su lugar, cayó estrepitosamente de su montura y un remolino de cascos lo terminaron de destrozar.

   —Maldito bastardo —resopló Henry, al verle caer. Dio un giro a su montura y trató de volver al lado de Milán. No fue posible: Una flecha, que logró atravesar los escudos, rompió la manga de su traje, hiriéndole el hombro. Henry miró por instinto hacia su brazo lastimado e hizo un gesto de dolor. Milán percibió tal gesto y se acercó asustado. Su corazón latía a toda prisa.

   —¡Henry, por las diosas! ¡¿Estás bien?! ¡Déjame ver!

   —¡Si, no te preocupes! —Henry dejó que Milán examinara su herida, pero no permitió que le colocara nada. No era una herida profunda. No era nada para él. Lo que sí hizo fue examinar las facciones de Milán. El varón lucía preocupado, con una expresión que Henry no le había visto nunca. Sudaba. Era el miedo deslizándose por su piel. Henry podía palparlo, sentirlo.

   —Milán… —susurró, extendiendo la zurda para acariciarle la mejilla. Intentó decir algo más, pero en ese justo momento, sus ojos vieron que algo se acercaba hacía ellos—. ¡Cuidado! —exclamó apartando a Milán, y de inmediato se abalanzó sobre el dirgano, clavándole la espada.

   —¡Tesoro! —gritó Milán, azuzando su montura. El ataque de ese hombre había hecho que él y Henry se alejaran mucho. No iba a llegar a tiempo. Aún así, Henry mató al sujeto atravesándole con su espada, sin embargo, no fue capaz de sacársela a tiempo y el sujeto cayó llevándose el arma con él.

   Henry se estremeció. ¡Estaba desarmado en plena batalla!

   —¡Rayos, rayos! ¡Maldita sea! —vociferó aturdido. Milán galopaba a toda prisa para tratar de pasarlo a su montura, pero la distancia que los separaba parecía extenderse cada vez más.

   ¡Cuidado, tesoro! —gritó al ver que otro dirgano atacaba a Henry. Este, desarmado, no tuvo más opción que interponer sus manos y sostener las muñecas de su atacante, usando toda la fuerza de sus brazos. Milán cabalgó a toda prisa, esquivando todo lo que se interponía en su camino. Sus ojos no dejaban de ver a Henry, la forma como éste se resistía al ataque y la manera en que se resistía a ser tirado del caballo.

   —Resiste, tesoro. ¡Resiste! —se agitó Milán, desesperado. Dos hombres, dirganos también, se atravesaron en su camino, pero Milán los mató de un solo tajo, sin el menor miramiento. Cuando finalmente llegó hasta el lado de Henry, su espada no tuvo reparos en enterrarse en el cuello de su atacante. Henry quedó medio cubierto de sangre, pero el alivio de ver a Milán era superior a cualquier otra molestia.

   —¡Muere, infeliz! —gruñó Milán tirando el cadáver del hombre con una patada—. Nadie toca a mi tesoro —rumió colérico. 

   —¡Milán! ¡Estamos rodeados, Milán! —se estremeció Henry. Pero no tuvo tiempo de decir más. Milán lo tomó de la cintura y lo sentó junto a él en su montura. Henry miró a ambos lados y se dio cuenta de que los earthianos disminuían cada vez más, mientras los dirganos se multiplicaban como hormigas. Por un rato más, Milán se enfrentó a varios hombres, cubriendo siempre a Henry con su cuerpo. Fue en ese momento que Henry se dio cuenta que los hombres que atacaban a Milán parecían poco dispuestos a matarlo. Eso le pareció extraño, muy extraño.

   —Parece que no quieren matarte, Milán… ¿Por qué? —le preguntó en un momento de descanso. Los gritos y el choque de espadas se escuchaban por doquier, pero aún así, Milán lo oyó perfectamente.

   —No lo sé —respondió, poniéndose de nuevo en guardia. Entonces, Henry lo tomó de la nuca e intentó besarlo, pero cuando ya estaban a punto de rozar sus labios, un enemigo salido de la nada tomó a Henry por los cabellos y lo zarandeó.

   —¡Suéltame, bastardo! ¡Suéltame! —chilló Henry, pero fue inútil. El dirgano tiraba de él con la fuerza de una garra. Henry se aferró a la montura con una mano y con la otra detuvo la espada que bajaba hacia él.

   —¡Henry! —gritó Milán, y lo tomó de la cintura. Un par de hombres armados se acercaron también, y Milán no tuvo más opción que soltar a Henry para defenderse.

   A partir de ese momento, todo aquello se convirtió en una serie de sucesos horribles que varios días después, a Henry le sería imposible recordar del todo.

   Cuando Milán soltó a Henry, éste terminó cediendo al ataque del dirgano que le sostenía del cabello, y terminó finalmente por caer del caballo. Henry no recordaba bien que había sentido en ese instante, pero sí recordaba el grito de Milán y la mano extendida con la que aquel intentó desesperadamente rescatarlo.

   Pero nada se pudo hacer. Desde el suelo, con el horrible sonido de cascos rodeándole, Henry alcanzó a ver cómo una flecha se clavaba en la espalda de Milán. De inmediato, un grupo de hombres lo rodearon e intentaron apresarlo. Milán se defendió todo lo que pudo, incluso con ataques bionergéticos, pero estaba en franca desventaja, además de  exhausto.

   —¡Milan! —alcanzó a gritar Henry con desesperación; tanta, que sintió que su garganta se desgarraba. —¡Milán! —exclamó una vez más, viendo como aquellos hombres finalmente lograban darle captura y dejarlo inconsciente en su montura.

   Milán fue separado de su montura. Un dirgano, uno robusto y fuerte, lo tomó en brazos y se alejó a toda prisa. Henry sintió un dolor tan fuerte que le parecía tener una espada incrustada en el pecho. Angustiado, se puso en pie, centenares de caballo lo rodeaban, se sentía sumergido en un mar de locura y desesperación; todo lo que veía era cuerpos ensangrentados o lo que quedaba de ellos; brillos de metal entrechocando, y un desquiciante panorama de muerte.

   Corrió, trataba de encontrar un caballo sin jinete; quería ver si aún podía alcanzar al captor de Milán, pero no encontró nada. Todo era locura y caos.

   Entonces, un caballo lo tropezó. Henry cayó y cuando alzó la cabeza para mirar hacia el frente, sus ojos se abrieron de par en par. La muerte cabalgaba hacia él: un caballo desbocado se dirigía hacia él. Iba a arrollarlo.

 

   

   Dos semanas enteras trascurrieron con pesada lentitud; quince terribles días sin noticias de Milán. Henry se la pasaba absorto mirando las rosas negras que aún quedaban en el  jardín principal mientras acariciaba su vientre. Desde el quinto día, luego aquella pesadilla, había estado sintiendo fuertes malestares, pero solo hasta esa mañana sus ojos finalmente le habían confirmaron sus sospechas: Esperaba un hijo.

   Los primeros días fue una verdadera hazaña mantenerlo en cama. Era necesario que reposara para que sus heridas sanaran. La fractura de su brazo izquierdo y un flechazo en la pierna no eran un asunto complicado, pero podían ser fatales si no se les daban los cuidados adecuados. Divan pensaba lo mismo, y por lo tanto, autorizó a los facultativos  para que lo mantuvieran sedado. De esta manera, por cuatro días, Henry se mantuvo en cama. El quinto día, el día que empezaron los malestares de su embarazo, no hicieron falta más drogas: el estomago de Henry no le dio tregua, y había momentos en que no retenía ni el agua. También se mareaba mucho. La primera semana no pudo caminar más de veinte pasos sin trastabillar, teniendo que ser ayudado muchas veces por los sirvientes o por Divan, quien no lo dejaba solo casi nunca.

   Y ahora, Divan estaba allí, viendo desde la ventana del salón principal la figura de Henry. El  doncel yacía recostado en una banca del jardín, mirando las rosas.

   Lo había rescatado hecho prácticamente un despojo. Henry había sido arrollado por un caballo y resultaba milagroso que solo se hubiese roto un hueso. Era increíble también que ese niño se hubiera cuajado en su vientre, realmente increíble.

   Divan había salido aquella noche junto a otro grupo de soldados que decidieron ir en apoyo de la guardia de Milán. Pensando sobre los últimos acontecimientos en Kazharia, Vladimir decidió que era mejor que sobraran hombres y no que faltasen, y por lo tanto envió otro grupo adicional para escoltar a su hermano.  Divan decidió acompañarlos y casi media hora después se encontraba de frente con aquella batalla que se libraba cerca a las murallas del palacio.

   Divan encontró a Henry inconsciente, tirado junto a un caballo muerto. Su corazón se turbó con horror y pensó que lo encontraría sin vida. Cuando llegaron a palacio y Henry fue examinado con rigor, Divan no podía creer que solo tuviera heridas menores y una sola fractura. Realmente, Henry era un muchacho muy resistente, pensó en aquel momento. Aunque lo más sorprendente para Divan fue no verle la cinta dorada en la frente.

   Sus sospechas se confirmaron cuando Henry comenzó a vomitar y a marearse. No se había equivocado: su pupilo estaba embarazado.

   << ¿Qué va a pasar ahora contigo, Henry? >> Se preguntó mientras seguía observándolo por la ventana. En ese momento, Ariel se acercó a Henry y se sentó junto a él.

   Divan se retiró de la ventana. Necesitaba pensar.

 

 

   —El frio te puede hacer daño —dijo Ariel—. A ti y a tu bebé.

   Durante aquellos días, Ariel había sido el encargado de atender todo lo referente al embarazo de Henry. Vincent lo guiaba y vigilaba, pero era el poder de Ariel el que había hecho posible que el bebé de Henry se mantuviera a salvo a pesar de sus heridas. Los recientes acontecimientos habían limado las asperezas entre ambos, y Ariel veía ahora a Henry con un poco de lástima y lo trataba con dulzura; respetaba su dolor, su pérdida.

   —Henry, está haciendo mucho frio.

   Henry miró a Ariel. Había escuchado el concejo pero no parecía querer ponerlo en práctica. Ariel se sentó a su lado.

   —Son muy lindas —señaló Ariel, refiriéndose a las rosas.  

   —El las cultivó para mí —respondió Henry. Su voz era casi un susurró—. Son mis flores favoritas.

   —Pues son muy lindas —Ariel sonrió. Sus mejillas estaban sonrojadas por el frio—. Pero es una lástima que ya se estén marchitando —apuntó—. Se verían preciosas en invierno.

   Henry asintió y sus ojos buscaron los del otro doncel.

   —¿Tú estabas enamorado de Milán, no es verdad? —le preguntó de repente, sin ánimos de reclamar, solo de curiosidad. Sin embargo, se encontró con la negación de Ariel.

   —Yo nunca amé a Milán —afirmó éste—. Lo mío solo fue un capricho. Ahora lo sé. Después de todo lo que ha pasado, finalmente lo he comprendido. En cambió tú… —le estrechó las manos—. Lo que hiciste ese día fue increíble. Estoy seguro de que morías de dolor y aún así, tú… fue increíble.

    Henry suspiró. Cuando despertó aquella noche, cuando recordó con espanto que Milán había sido capturado por los dirganos, había tratado de escapar en su búsqueda. Estaba mugroso de pies a cabeza y tenía múltiples heridas, sin embargo, su único pensamiento había sido encontrar a Milán en los mismísimos infiernos si era preciso.

   Divan logró detenerlo antes de que lograra su objetivo, y los facultativos lo sedaron. Aún así, Ariel, que había sido testigo de todo aquello, había quedado francamente admirado.

   —Fue increíble. Yo solo haría algo así por mi hermano Xilon. De hecho, una vez lo hice, aunque no estaba herido ni embarazado. Pero una estaca se me clavó en el pie.

   Henry sonrió y acarició la cabellera platinada de Ariel. Esos cabellos platinados le producían una repulsión terrible cada vez que pensaba en ellos. Sin embargo, Ariel era, en el fondo, un muchachito encantador. Le había atendido con esmero y había cuidado del hijo que crecía en su vientre. Ariel era diferente a esos dirganos bastardos. Ariel no era un enemigo.

   Los donceles se tomaron de las manos y abandonaron el jardín. Para Henry, era hora de pensar en sus verdaderos enemigos.    

 

 

 

   En el salón privado de Ezequiel, Vladimir, Divan, Henry y el mismo Ezequiel, volvieron a repasar el plan por decimocuarta vez.

   Estaban seguros de que Milán permanecía en Earth. No podía ser de otra manera. Gracias a la astucia de Divan, quien al día siguiente, tras el rapto de Milán, envió con palomas mensajeras la orden de cerrar por completo las fronteras de Earth con Kazharia, el reino quedó prácticamente aislado; su idea puso en una especie de cuarentena a los Earthianos, los cercó por todo el norte,  pero fue lo único que se le ocurrió en aquel momento. Si los dirganos lograban llegar con Milán a Kazharia, rescatarlo sería casi imposible.

   Ahora, con el bloqueo de los límites fronterizos, los dirganos no tenían más opción que esperar dentro de Earth, donde era más que seguro que se encontraban atrapados. La otra opción que tenían, era devolverse  hasta los límites con Midas y tomar una ruta que conducía hasta la zona más este de Dirgania. Tal vía era un tanto engorrosa, teniendo en cuenta que para cruzar por ella debían pasar obligadamente por Jaen, justo por una zona que, tras el paso de “Esmaida”, se encontraba aún inundada, manteniendo al reino incomunicado con la zona norte. En pocas palabras: O pasaban por Earth o se arriesgaban a morir ahogados en Jaen. Para Henry era obvio que esas ratas no iban a arriesgar tanto. Estaba seguro de que seguían en Earth.

   Henry no temía invasión alguna sobre sus predios. Ya estaba más que visto que los dirganos solo pretendían someter a Kazharia en busca del libro de las diosas. Henry estaba seguro de que los hombres que habían secuestrado a Milán realmente iban por él, pero cometieron un grave error: Milán llevaba aquella noche la cinta dorada sobre su frente. Henry estaba seguro de que ese detalle había confundido a los dirganos, y por ello se habían llevado a Milán confundiéndolo con él. Henry le comentó  a Divan, a Ezequiel y a Vladimir sobre esto, y ellos lo vieron lógico. Los dirganos no deberían tener nada en contra de Milán, pero Henry, Henry era harina de otro costal. Quizás lo querían para sacarle información acerca de la amatista de plata.

   —¿Cree que mi hijo siga con vida, Divan Kundera? —. La pregunta de Ezequiel produjo fuertes espasmos en el pecho de Henry; sus nervios a flor de piel colapsaron y le hicieron  sentirse mareado. Divan llegó hasta su lado y le colocó una mano en el hombro. Inmediatamente después, respondió a la pregunta.

   —Estoy convencido de ello. Milán es un sujeto astuto, no sacará a los dirganos de su error. Si Milán sabe que lo han confundido con Henry, no dirá nada, y hará hasta lo imposible por saber que pretenden esos hombres. Por nada del mundo expondrá la verdad. Si lo hace, sabe que podrían matarlo, y Henry estaría en peligro de nuevo.

   Henry y los demás asintieron esperanzados. Vladimir y Ezequiel habían organizado bloques de búsqueda, liderando personalmente cada una de las expediciones. Pero los días pasaban y las esperanzas se iban volviendo cada vez más sombrías.

   —Mis concejeros me informaron que ya se están presentando revueltas en las aldeas. La gente protesta por el cierre de las fronteras —comentó Henry, recuperando la compostura. Aunque aún se encontraba en Midas, sus concejeros estaban al tanto de sus órdenes y mantenían comunicación permanente con él y con Divan a través de los mensajes que llevaban las palomas.

      —¿Cuántos días más cree que pueda mantener el bloqueo de las fronteras, Majestad? —preguntó Vladimir, frotándose las sienes. Llevaba quince días forzando al máximo su telepatía, tratando de lograr comunicación psíquica con Milán. Había sido inútil. Milán estaba bastante lejos y el poder de Vladimir aún no era tan fuerte.

   —Cinco días como mucho —respondió Henry—. No creo que pueda extender por más tiempo el bloqueo.

   —Perfecto —apunto entonces Ezequiel—. En ese caso, no tenemos tiempo que perder.

   Las funciones quedaron claramente repartidas: Vladimir viajaría a Jaen para reclutar soldados que pudieran enlistarse en las filas de Midas, en miras a una futura confrontación. Debía hacer un frente de guerra tan amplio que pudiera defender a ambos reinos, usando hombres fuertes y hábiles con la espada. Contaba solo con siete días para la selección, a sabiendas de que también debía dejar un buen numero de Jaenianos concentrados en las tareas de reconstrucción del reino.

    Divan y Henry regresarían a Earth. Henry haría trabajo de inteligencia desde su palacio, tratando de no exponerse demasiado al medio exterior, y no solo por su nuevo estado, sino porque Divan estaba seguro de que si los dirganos se percataran finalmente de su error, intentarían por todos los medios atrapar a Henry.

   A Henry no le agradaba saber que estaría encerrado en su palacio mientras Milán estaba corriendo peligro allí afuera, pero por el momento aún se sentía muy débil para debatir. Por su parte, Divan lideraría el grupo de soldados camuflados como civiles, entre los cuales se hallaban Kuno y Xilon, quienes ya completaban dos semanas en Earth. Divan iba a acompañarlos desde un principio, pero debido a lo ocurrido frente a las murallas midianas, tuvo que quedarse junto a Henry.

   Por último, Ezequiel tomaría la misión más peligrosa. Poco a poco, y con un grupo reducido pero hábil de hombres, ingresaría hasta la mismísima Kazharia. El y sus hombres se camuflarían en el mismo corazón de sus enemigos y atacarían desde adentro. Con ciertos químicos que se usaban en Midas, sería fácil cambiar el color de sus cabellos, mimetizándose como dirganos. Mientras Ezequiel estuviera fuera del reino, y con Milán fuera de circulación, Vladimir sería momentáneamente rey de Midas.

 

 

 

 

   El tenso estado de sitio tenía a los Earthianos bastante inquietos. Los soldados del ejército les decían que no había nada de qué preocuparse, y al mismo tiempo realizaban requisas arbitrarias cada vez que se les venía en gana.

   Los earthianos llevaban dos semanas de cierre fronterizo con Kazharia. La economía empezaba a resentirse; pequeñas revueltas comenzaban a surgir en las fronteras, donde los mercaderes se surtían y los aldeanos encontraban casi siempre muy buenas ofertas. Los soldados habían controlado por el momento a los insurrectos, pero si el rey no retiraba pronto esa exagerada orden, las cosas comenzarían a ponerse realmente feas.

   Kuno y Xilon escucharon éstas y algunas noticias más de boca del dueño de la pensión donde estaban viviendo. El falso embarazo de Kuno era la estratagema perfecta para pasar desapercibidos: nadie sospechaba que un matrimonio joven en espera de su primer hijo, fuese realmente una pareja de reyes extranjeros con un montón de trapos bien colocados. Kuno se erizaba cada vez que alguien le tocaba la panza, pero hasta ahora nadie se había percatado de la mentira.

   —Me dijeron que buscaban una joyería —preguntó en ese momento el casero. Las habitaciones de aquella pensión eran individuales, pero el comedor era comunitario, así que Xilon y Kuno estaban sentados en una mesa larga de roble con más de veinte personas a lado y lado.

   Xilon arrugó el ceño, ofuscado. Cuando le había preguntado al casero acerca de las joyerías más importantes de la aldea, le había pedido discreción, pero ahora ese doncel había convertido el asunto en el tema central del almuerzo.

   —Así es —respondió entonces, fulminando al hombre con la mirada—. Quería darle una sorpresa a mi esposo —apuntó mientras Kuno le servía un plato de guiso—. Sorpresa que ahora usted ha arruinado.

   El rollizo hombre se sonrojó, bajando la mirada. No había querido se indiscreto pero no le había parecido malo hacer el comentario. El asunto del cierre de las fronteras tenía muy nerviosos a sus inquilinos y quería cambiar de tema para variar.

   —¿Me compraras una joya? —inquirió entonces Kuno, rompiendo la tensión; evitando darle importancia al asunto para evitar sospechas. Su rostro fingió una emoción infinita y enseguida tomó asiento junto a Xilon para empezar a comer.

   Xilon le retribuyó con otra sonrisa y le dedicó una pequeña caricia. Estaba sorprendido: Kuno había resultado ser un magnifico actor. Ante la vista de todos, ambos parecían una perfecta pareja de enamorados a punto de convertirse en padres. No escatimaban en gestos y frases empalagosas típicas de recién casados, y Kuno aceptaba perfectamente cualquier gesto público de afecto que les ayudara en ese montaje que representaban.

   Cómo en ese momento.

   Xilon alargó su mano y acarició el cuello de Kuno.

   —No existe joya más bella que tú, esposo mío —le dijo, ante la mirada atenta del resto de los comensales—. Pero deseo cubrirte con prendas que resalten tu hermosura.

   La mayor parte de los donceles que estaban en la mesa, suspiraron; el resto torció el gesto con antipatía. Los varones más viejos parecían estar pensando: “Que habrá hecho este tonto para tener que comprarle una joya a su marido”. Y Kuno simplemente parecía decir con los ojos: “No te imaginaba tan bufón”. Xilon pareció poder leer aquello a la perfección en la mirada de su esposo, y una sonrisa genuina adornó su rostro. Realmente se estaba divirtiendo mucho.

   << ¿Será posible que todo este teatro nos ayude a ser un poco más nosotros mismos >> se preguntó en ese instante. Miró a Kuno. Quizás el también se preguntaba lo mismo.

   Dos horas después, estaban apostados a las puertas de la casa del joyero más importante de esa aldea. Varios mostradores, repletos de piedras preciosas, tentaban la vista de los curiosos, en especial a los amigos de lo ajeno. Kuno y Xilon entraron al amplio recibidor, era la joyería más grande a la que habían entrado hasta ahora. Las anteriores eran pequeños comercios llenos de baratijas de mala calidad.

   —¿En qué les puedo servir, mis señores? —El dueño del local se adelantó hacia ellos. Detrás de él apareció un hombre corpulento y altísimo. En ese momento, Xilon y Kuno se dieron cuenta de que más hombres como aquel protegían el lugar. Sin duda era una joyería importante. Quizás esta vez sí tuvieran suerte.

   —Busco algo que pueda adornar el cuello de mi marido —dijo Xilon, señalando a Kuno—. Algo fino y hermoso.

   —Ya veo —El vendedor sonrió y sacó de una de las vitrinas un tablón forrado en seda. Sobre él se hallaba una colección invaluable de las más hermosas esmeraldas—. Estoy seguro de que combinaran a la perfección con los hermosos ojos de su esposo, mi señor —dijo el hombre—. Si me permite el atrevimiento.

   Kuno hizo un mohín desinteresado. Necesitaban disimular pero al mismo tiempo preguntar por lo que realmente les importaba.

   —No sé, no sé —suspiró con desencanto—. Yo tenía pensado algo menos llamativo. ¡Una amatista! Por ejemplo. ¿Recuerdas, cariño?  ¿La que perdí en nuestro viaje de bodas? ¿La que tenía un hermoso marco de plata?

   —¿Una amatista con borde de plata? —Al escuchar las palabras de Kuno, el joyero arrugó el ceño. Se notaba que había recordado algo.

   Kuno asintió y estrechó disimuladamente la mano de Xilon.

   —Sí. Así es —anotó con rostro apesadumbrado—. Yo tenía una amatista con un borde de plata, pero por desgracia la perdí en mi viaje de bodas. Fue un regalo de mi papá. Fue horrible perderla. ¡¿Usted tendrá algo parecido, mi señor?! —preguntó tornándose ahora vivamente emocionado—. Sería magnífico si la consiguiera.

   El hombre se llevó la mano derecha al mentón y se rascó la barba. Parecía absorto en un pensamiento. Kuno apretó más la mano de Xilon.

  << ¡Por las diosas! ¡Este hombre ha visto la amatista de plata! ¡Estoy seguro! >> pensó Kuno.

   << Este sujeto parece saber algo >> meditó Xilon.

   —No. Realmente no tengo algo así —respondió el vendedor finalmente—. Pero una joya similar estuvo en mis manos hace algunas semanas. Esperen.

   El hombre se perdió tras unas cortinas mientras sus vigilantes se quedaban en la galería de los mostradores, pendientes de cada movimiento de Kuno y Xilon. La pareja no necesitaba hablar para trasmitirse sus sentimientos. Estaban seguros de estar más cerca que nunca de la amatista de plata.

   Cuando el hombre regreso, Kuno y Xilon sintieron que sus gargantas se secaban y sus lenguas raspaban como lijas. El joyero extendió un dibujo sobre uno de los mostradores. Kuno y Xilon dejaron de respirar por un instante. ¡Era un dibujo de la amatista de plata! Xilon la había visto y estaba seguro. Era esa.

   —Es esta. ¡Es igualita a la que perdió mi esposo! —dijo—. ¡¿Cómo es posible?!

   El vendedor arrugó el ceño.

   —A mí solo me parece una vulgar amatista —opinó con desdén—. El hombre que me pagó por emularla también parecía muy interesado en ella. De hecho, no quiso dejármela, solo me hizo este dibujo y me pidió trabajar sobre él.

   —¿Cómo? ¿Qué un hombre le pagó para que hiciera una réplica de esta piedra? —preguntó Xilon agitado.

   —Así es —contestó el vendedor—. Era un sujeto muy extraño. Parecía extranjero.

   —¿Y quién era ese hombre? ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo lucía? —Xilon se estaba agitando más de lo normal. Kuno le apretó la mano y sonrió.

   —Es que mi esposo quiere tanto complacerme —dijo, calmando al joyero. Con una sonrisa se recostó sobre el pecho de Xilon y suspiró—. Si pudiésemos ver a ese hombre y ofrecerle un buen precio por esa joya. Para mi tiene un significado sentimental y como usted mismo lo dijo, no es más que una vulgar amatista. Sin embargo, quisiera tanto volver a tener una igual.

   —Comprendo —El joyero se encogió de hombros. No podía hacer más nada—. Si ese hombre fuera un cliente habitual me comunicaría con él y les hablaría de su oferta —dijo apenado—, pero ese hombre no regresó nunca más a mi local. Recogió el duplicado de la amatista que me pidió y nunca más lo he vuelto a ver.

   Sin poder hacer más nada, Kuno y Xilon asintieron. Como agradecimiento al hombre, Xilon compró un hermoso rubí para Kuno, y ambos abandonaron la joyería. Tenían que regresar allí, pensó Xilon. En algún registro de aquella tienda tenía que hallarse el nombre del sujeto que había pedido hacer una falsificación de la amatista de plata. Era la única pista que tenían. No podían dejarla escapar.

 

 

 

 

 Jericó de Launas era el rey de Dirgania. Era un sujeto ruin y cruel, despreciable. Tenía un rostro de facciones cuadradas y déspotas, sumado a una sonrisita cruel que en esos momentos adornaba su rostro.

 Jericó de Launas era de momento el regente de Kazharía. Su ejército había aplastado en pocos días a los Kazharinos y el poder de la piedra que se hallaba entre sus manos, lo convertirían pronto en el monarca absoluto de todo Earth.

   Ayudar a Lyon Tylenus fue el mejor negoció que hubiese realizado jamás, pensaba en esos momentos. Por fin, su pueblo podría salir de esa tierra congelada a donde el gran pacto los había arrojado. Sus antepasados podían haber aceptado aquel trato, pero él no. Con el poder de la amatista de plata, Dirgania saldría de su tumba de hielo y por fin brillaría como el reino grande y poderoso que era. El planeta de Earth se repartiría nuevamente. No, no se repartiría de nuevo, se arrodillaría ante él.

   Recordó el día que vio a Lyon por primera vez, luego de que éste hubiera revivido. Lyon era sobrino suyo por segunda línea de sangre, hijo de un primo por parte de padre. Sin embargo, Jericó sabía que Lyon había muerto hacía más de quince años en Jaen. No podía ser posible que le estuviese buscando ¡Tenía que ser una absurda bufonada! Pensó en aquel momento.

   Cuando Lyon se presentó ante él, con la amatista de plata, la joya que lo había devuelto a la vida, Jericó colapsó. Colapsó, pero luego se rindió ante el poder de esa piedra. Jericó de Launas se había unido a Lyon y juntos planeaban crear un nuevo mundo, un mundo donde ambos pudieran reinar.

   Ahora, la amatista de plata reposaba en sus manos. Lyon se la había dado, como pago por su lealtad y su ayuda para ayudarle a encontrar el libro de las diosas. Jericó sonrió. El poder absoluto era una sensación tan cercana al éxtasis, y él podía sentirla, podía palparla entre sus dedos.

   —¿Cómo va la búsqueda del libro de las diosas? —preguntó. Lyon, que se encontraba a su lado, se encogió de hombros. Estaban tirados sobre unos almohadones de hilo y unos tapetes cálidos de gruesa fibra. A los Kazharinos les gustaba mucho tirarse en medio de los suaves tapetes, y ahora Lyon descubría por qué. El suelo de aquella nación era cálido. Tan diferente a la muerte… tan fría.

   —Aún no tengo nada, ni la más ligera pista. Pero eso va a cambiar. Apenas llegue “El tesoro de shion”, estoy seguro de que Paris me dirá donde está —respondió—. Pronto tendremos la dicha de ver en persona al famosísimo Henry Vranjes. ¿Qué te parece?

   Jericó hizo un gesto vulgar de desprecio. Odiaba con todas sus fuerzas a Henry Vranjes. Odiaba con todas sus fuerzas a Earth. Los earthianos de la época del gran pacto habían sido los culpables de despojar a Dirgania de sus tierras más fértiles, habían sido los culpables de que todo el esplendor y la vida de Dirgania quedara muerta y congelada en aquellas tierras de hielo. Los earthianos eran un pueblo maldito y despreciable. ¡Debían desaparecer!

   —¿Cuándo podré usar la amatista de plata? —preguntó—. ¿Cuándo podré constatar su poder?

   —En un mes —contestó Lyon, con una fragante mentira—. Solo hasta en un mes, cuando la piedra haya recuperado la energía que perdió al devolverme la vida. En un mes.

   Lyon sonrió. En su bolsillo se encontraba la verdadera amatista de plata. Engañar a ese rey estúpido había sido aburridoramente fácil; la ambición le había cegado y lo había vuelto increíblemente confiado. Le había entregado la falsificación, la replica que el joyero earthiano había hecho. Y Jericó había confiado. 

   Lyon no pensaba entregar la amatista de plata por nada del mundo. Según sus planes, una vez que se convirtiera en dios, y ascendiera al paraíso de las diosas, no podía dejar cabos sueltos. No podía correr el riesgo de que alguien con sus mismas ansias de poder, se le ocurriera arrebatarle su reinado eterno. Una vez se hiciera dios, encontraría la forma de deshacerse de esa piedra maligna cuanto antes.

   Mientras pensaban en esto, un sirviente se acercó y volvió a llenar sus copas. La brisa ligeramente caldeada por el clima Kazharino, mecía ligeramente los visillos de aquel salón, y el sol del atardecer era rojo como una flama.

   Lyon, sin embargo, estaba bastante molesto por los inconvenientes que habían tenido sus hombres para llegar hasta Kazharia. Estaban tardando mucho en regresar con Henry Vranjes, y eso no le gustaba nada.

   Si supuestamente, el maldito de Henry Vranjes estaba en poder de los suyos, no entendía como podía haber dado la orden de cerrar las fronteras. Era algo incomprensible. Aunque bien, la orden podía haber sido dada por sus concejeros, evitando que sacaran a su rey del país.

   Suspiró, bebiendo un sorbo de vino. Mejor no se dejaba ganar por la desesperación. Esa debilidad le había costado caro en el pasado, la primera vez que había tratado de robar la amatista de plata, quince años atrás.

 << Maldito, Divan. ¡Tú me traicionaste! —pensó, recordando aquellas épocas—. Me traicionaste a pesar de que eras mi amante, me traicionaste a pesar de ser el padre de Xilon, mi primogénito. ¿Dónde estarás ahora? ¿Aún pensarás en mí? >> Lyon se estiró sobre los almohadones y cerró los ojos. Pronto sabría de Diván, pronto sabría de todos y de todo.

   Para un dios, no había nada oculto.

 

 

 

   El palacio lucia tan vació ahora que todos se habían ido, pensaba Ariel. La compañía de Vincent le había ayudado a vencer la soledad y la angustia. Vincent, su amigo, su mayor consuelo. Ariel se había dado cuenta de los sentimientos que Vincent depositaba en él; los comprendía, a pesar de no corresponderlos con el mismo ímpetu con el que le eran obsequiados. Y agradecía que Vincent hiciera hasta lo imposible por no incomodarlo con sus pretensiones.

   Vincent no podía evitar que a veces los sentimientos lo traicionaran, no podía evitar un golpe de celos, que se hacía manifiesto en algún gesto huraño o alguna palabra de más. Ariel lo comprendía y trataba de evitar cualquier confrontación entre él y Vladimir. Ariel se hacía el tonto y Vincent lo intentaba también. Hasta el momento, aquello parecía funcionar medianamente bien.

   Ariel suspiró. En otras circunstancias, tal vez, aquella situación le haría resultado incluso divertida. Por lo menos, interesante. Pero las circunstancias había cambiado, él había cambiado, todo había cambiado.

   Nunca más volvería a ver a Xilon, nunca más volvería a su amado Jaen. El mar, el calor y la humedad del viento, los atardeceres anaranjados y las noches plateadas. Todo se había ido, se había ido para siempre.

   << ¿Qué será de mi ahora? ¿Qué me espera en este lugar? >> pensó, mientras entraba de nuevo a la habitación de Benjamín y varios donceles le ayudaban a preparar el ritual de purificación.

   << Vladimir, tengo a Vladimir, y tengo a Vincent >> se dijo a si mismo mientras separaba las esencias. Durante aquellas semanas, Ariel y Vladimir siguieron acostándose juntos, como si estuvieran casados. Vladimir lo buscaba nada más llegar a palacio, cuando volvía de sus exploraciones en búsqueda de Milán, desahogando con él la amargura de no encontrar a su hermano. Lo llevaba a ese cuarto que tenía junto a los jardines y lo desnudaba en cuestión de segundos. Ariel era incapaz de negarse, incapaz de escapar a ese abrazo que le arrastraba tan lejos, tan lejos de todo. Ariel retozaba con Vladimir en medio de la penumbra de aquella habitación sencilla y cálida. En la hamaca se mecían y se fundían hasta que se quedaban dormidos. Ariel siempre despertaba solo, pero en su cuerpo quedaban siempre las huellas de ese hombre, Vladimir Girdenis.

   << Ya no siento ni siquiera ganas de beber >> pensó, sonrojándose. Ahora sus deseos se habían centrado en el placer de estar entre aquellos brazos, sobre o bajo aquel cuerpo. A veces, cuando Vladimir se tardaba más de la cuenta en ir a buscarle, Ariel se descubría a sí mismo, ansiándolo, esperando agitado su llegada. Vladimir era más embriagante que el licor y más dulce… mucho más dulce.

   —¿Será suficiente con esto, alteza? —preguntó uno de los sirvientes. Ariel asintió y al girar la cabeza, sus ojos se encontraron con un espejo que le devolvió su reflejo: Estaba un poco pálido y ojeroso, también había adelgazado un poco.

   << ¿Me iré a enfermar? >> Se cuestionó en silencio. En ese momento el reloj dio cinco campanadas. Era la hora exacta del ritual. Ariel y sus sirvientes escucharon un ruido en el otro extremo de la habitación y corrieron a mirar.

   —Lo siento, era mi florero favorito —dijo Benjamín, sentado sobre la cama.

   Ariel dejó caer el frasco que tenía en las manos. Uno de los sirvientes se desmayó.

   —Sí. Por fin desperté —sonrió el rey. 

   Continuará…


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