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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 23    

Traición.

 

   En Earth existían dos agüeros muy populares acerca de la mala fortuna: “Cuando los gorriones cantan durante la noche, los malos agüeros llegaban a las casas como la más mortífera de las pestes. “Cuando un cuchillo se cae de la mesa es mejor ir preparando velorio”

   Henry tembló, recordado aquello al oír el gorjeo de los gorriones en el jardín. Al mismo tiempo observó, con sus ojos ahora grises por la pérdida energética del embarazo, el brillo metálico del cuchillo tirado a sus pies.

   Sentado a la mesa, con las lámparas de cristal labrado difractando haces de luz sobre las copas y la loza, Henry comía en soledad. Desde hacía muchos años, incluso antes de que partiera Diván, solía comer solo, disfrutando apenas con la compañía de los sirvientes que se apostaban en cada esquina de la habitación, custodiando las puertas o sirviendo la mesa.

   El cuadro de Shion, la omnipotente, la benefactora diosa Earthiana, lo miraba de frente. Desde el óleo, aquellos ojos negros, brillantes como una noche estrellada, caían sobre él, destilando misterio y ambigüedad; la boca de labios jugosos, que no se sabía si sonreían con benevolencia o con la más ácida de las burlas, parecían más rojos aquella noche. Había sido justamente en ese instante, al percatarse de ese detalle, de esa siniestra sonrisa, cuando Henry había dejado caer el cuchillo y había oído el canto de los gorriones. La sensación de un dedo heladísimo acariciándole la nuca le había paralizado en el acto. Había sido aquello tan real y  tan poderoso, que Henry sintió que también se le había helado  la sangre.

   Henry se paró de la mesa y caminó hasta el fondo del salón. Junto al retrato de Shion había otro óleo importante y muy familiar para él: Era un cuadro de su familia, la familia real de Earth, enmarcado en oro. En el cuadro, Sebastián Vranjes, su papá, sentado en la sala del trono, lo cargaba en piernas. Al lado de ambos se hallaba Aaron, su padre, rey predecesor. Henry se observó a sí mismo en la pintura. No era una mentira del artista la sonrisa que lucía en sus labios, ni tampoco, el brillo vivaz de su mirada.

   << En esos tiempos realmente era  feliz >> pensó. La cinta dorada de su consagración, con la leyenda que lo marcaba como un objeto prohibido a los hombres, ya estaba sobre su frente. Pero en aquella época, bajo la inocencia bendita de la infancia, esa promesa no era algo que tuviese el poder de demudarle la sonrisa ni oscurecerle la mirada.

   Con una inclinación de cabeza, Henry notó que la felicidad le restaba magnificencia a su belleza, y comprendió que fue solo después de ser consciente de lo que estaba obligado a padecer, cuando su rostro se plagó de esa desconsoladora tristeza que lo convirtió en un ser exquisitamente bello.

   Esos eran los pensamientos que sacudían la cabeza de Henry cuando dos de sus ministros ingresaron al salón. Al verlos, Henry supo de inmediato de qué se trataba el asunto que traía a aquellos hombres a su presencia. Suspiró.

   —¿Ya están aquí?

   Uno de los ministros asintió.

   —Ya han llegado, Majestad. Y cómo era de esperarse, quieren verle esta misma noche.

   Henry asintió y dio un rodeo por el comedor hasta detenerse junto al cuchillo que se había caído de la mesa. Se agachó y lo recogió, colocándolo sobre el mantel. Miró el cuadro de Shion por última vez, y finalmente miró a sus ministros.

   —Reúnan a la corte antes de media noche —ordenó—. Hagan pasar a todos a la sala del trono. Esta noche será decisiva.

 

                                    

 

   Detrás de un cortinaje sedoso, blanco perlado, que clausuraba el trono real, se encontraba Henry. Estaba ataviado en un aterciopelado abrigo de piel que le arrastraba unos dos metros sobre el suelo; sus cabellos negros, recogidos en una larga trenza, a la usanza de todo doncel que se encontrara gestando, daría más de que hablar, pero Henry había querido llevarlos así, en parte, en homenaje a Milán.

   Para completar el atuendo, en su cabeza, una corona de cuatro dedos de alto, con pedrería tan fina que por cada diamante valía la pena hasta matar, le adornaba. Se contaba también que por  la turquesa que se hallaba en el collar que colgaba de su cuello, muchos ladrones habían perdido las manos.

   A una orden silenciosa de Henry, las cortinas se desvelaron, y entonces, frente a él, la corte se postró de rodillas.

   —¡Su majestad, Henry Vranjes, Rey de Earth, primer doncel real y Tesoro de Shion —pregonó el guardia real.

   La corte se apresuró en responder.

   —¡Shion bendiga al rey! ¡Shion bendiga a su tesoro! ¡Shion bendiga al rey! ¡Shion bendiga a su tesoro!

   —¡¿Entonces, cree usted que podrá seguir siendo el tesoro de Shion, Majestad?! —Henry alzó la vista hacía la puerta que acababa de abrirse. La corte murmuró mientras un grupo de cinco donceles atravesaba el salón por todo el centro; parcos, adustos y con sus túnicas sacerdotales cubriéndolos de pies a cabeza, los hombres atravesaron el salón y se quedaron de pie a pocos metros de las escalinatas del trono. Ninguno se arrodilló.

   Henry los miró a uno por uno. Sus rostros bellos, como delicadas azucenas, no mostraban ni un solo atisbo de amabilidad; sus cuerpos virginales, escondidos tras esos mantos de algodón, que se anudaban a la cintura con gruesos cáñamos, estaban rígidos y altivos. Las miradas de todos ellos exudaban reprobación y censura, molestia y crítica; aquellos cinco donceles eran los sacerdotes de Shion, la peor pesadilla de Henry.

   El rey observó a aquellos hombres sin musitar palabra. Los sacerdotes de Shion guardaron silencio hasta que después de un rato:

   —Usted tendrá que disculparnos, Majestad —habló el líder, finalmente. El mismo que había hablado antes—. Pero no nos arrodillamos ante los traidores a Shion —anotó.

   Un nuevo e incomodó murmullo se extendió a lo largo de la sala ante la brusquedad de aquellas palabras. La insolencia de esos religiosos no podía ser perdonada ni siquiera por sus cargos en el clérigo, opinaban algunos. Después de unos segundos, la gente comenzó a murmurar, en un tono cada vez más alto, un sinfín de opiniones. Al parecer, la mayor parte de los presentes fingían estar de acuerdo con Henry, y aseguraban estar complacidos por su embarazo, pero no se podía saber a ciencia cierta cuantas casas nobles apoyaban al rey realmente. A la hora de la verdad, todo podía ser solo estrategia, pues era bien sabido que los herederos de las casas más importantes de Earth esperaban que sus familias fueran las favorecidas con el asenso al trono, ante la imposibilidad de Henry para tener descendencia. Ahora, con este nuevo suceso, las cosas podían ponerse muy tensas.

   Tras el regreso de Henry a Earth, no había lugar en el reino donde la comidilla central de las reuniones de aristócratas no fuese el retorno del rey, tan repentino y misterioso como su desaparición, y el hecho de que Henry no luciera más la cinta que siempre llevaba sobre la frente, el símbolo de su consagración a Shion. Cuando sus donceles y concejeros más cercanos se percataron del cambio de color de sus ojos, fue solo cuestión de horas para que no hubiera un solo noble en Earth que desconociese la futura paternidad del rey. Al mismo tiempo, no existía un solo earthiano que se atreviese a asegurar quién era el padre del futuro heredero al trono. Por tanto, las especulaciones se bifurcaron en dos posibles candidatos: Por un lado, muchos apostaban a que el padre del niño era Milán Vilkas, quién siempre había mostrado públicamente interés en Henry, pero otros, más incrédulos y escépticos, creían que era Divan Kundera, antiguo regente de Earth, y quién también había regresado repentinamente junto al rey.

   Henry sabía todas esas cosas, y lo que era mejor, sabía que los sacerdotes de Shion también las sabían. Con elegancia y delicadeza se puso de pie, y sin mostrar un mínimo de rencor por las fuertes palabras que le habían dirigido minutos antes, ni sintiéndose amedrentado por los cuchicheos de los cuales era centro de atención, bajó del trono. Sus botas negras, cobijadas por su manto, descendieron por las escalinatas hasta llegar a la altura de los sacerdotes. Su belleza, sublime, dejaba sin aliento a aquellos que tenían la fortuna de verlo de cerca por primera vez. Los sacerdotes estaban confundidos, temerosos por su actitud, pero no bajaron la mirada  ni retrocedieron un solo paso cuando vieron a Henry dirigirse a ellos. No importaba si tenían que morir por su osadía. Era su deber reclamar lo que consideraban un acto de deslealtad contra Shion, la misericordiosa.

   Pero Henry los sorprendió… a ellos y a la corte.

   —Tienen razón — exclamó  cuando estuvo frente a ellos. Los sacerdotes lo miraban con expectación, algunos con algo de temor. La expectación y el temor se convirtieron en estupefacción cuando Henry se hincó ante ellos y bajó la cabeza. El líder de los sacerdotes tembló.

   —Majestad…

   —Ustedes solo hablan con la verdad —apuntó Henry en voz alta, su cuerpo también temblaba un poco—. Ustedes son fieles a Shion, sus más aguerridos soldados. Ustedes han hecho bien y yo mal, ustedes tienen derecho a estar indignados.

   En un solo movimiento, Henry giró y comenzó a caminar por el salón, señalando a los sacerdotes ante la corte. Todo el mundo guardaba silencio.

   —Un hombre solo se puede considerar grande cuando reconoce lo que es superior a él —continuó el rey, solemne—, y estos hombres, estos puros y castos donceles, son superiores a mí. Ellos prefieren la verdad a la hipocresía, prefieren la lealtad a la traición, prefieren la muerte y el orgullo al deshonor. ¡Estos hombres son dignos de Shion! Me siento conmovido. ¡Shion bendiga a sus fieles sacerdotes!

   ¡Shion bendiga a sus fieles sacerdotes! La corte toda se había enfebrecido de emoción. Henry sonrió al ver logrado su objetivo. Los sacerdotes no acababan de salir de su estupor, pero Henry no les dio ni tiempo de reaccionar cuando con dos palmadas ya estaba llamando a uno de sus sirvientes. Enseguida, un muchacho vestido todo de blanco, se acercó; en sus manos reposaba una pequeña tinaja de agua que brillaba como la plata. De repente, Henry sacó una pequeña daga de uno de los bolsillos internos de su capa y desnudó su brazo izquierdo. Los sacerdotes de Shion, respingaron con horror.

   —Majestad, no tiene que hacer esto —afirmó el líder, su mandíbula temblaba. Era obvio que sabía lo que Henry pensaba hacer.

   Sin embargo, no hubo forma de remediar aquello. Henry acercó la daga a su mano y con un profundo corte se abrió la palma. La sangre emanó de la mano hacia el agua que había en la tinaja y el agua se tiñó de rojo. Henry miró al líder de los sacerdotes y le dijo:

   —Cómo ya sabes, este es un pacto de vida. El agua de esta tinaja es la misma agua con la que fui bautizado. Haré una nueva promesa.

   — Pero ¿Por qué? —preguntó el sacerdote alarmado.

   Henry sonrió.

   —¿Sabes por qué fui consagrado a Shion?

   —Por supuesto —se apresuró a responder el religioso—. Sus amados padres eran estériles. La misericordiosa Shion los bendijo con su nacimiento y ellos, en agradecimiento, lo ofrecieron a ella. ¡Alabada sea!

   —¡Alabada sea! —respondió Henry—, pero esa no fue la causa de mi consagración— aseguró.

   —¿Cómo?

   Los sacerdotes de Shion se miraron uno a otros, estaban aturdidos. Los cortesanos volvieron a cuchichear. Henry recitó una oración y al término de ésta otro sirviente se apresuró en envolverle en gaza la mano herida. El chico que sostenía la jofaina con el agua subió al trono y la depositó junto a un pequeño altar. Después de eso, se retiró. Henry subió al trono y se sentó, se había mareado un poco.

   Abajo, mientras tanto, los sacerdotes de Shion y la corte seguían especulando. Los religiosos no comprendían cuál podía ser el verdadero motivo que había llevado al rey a convertirse en un ungido. Al contrario de ellos, Henry llevaba una consagración impuesta, obligada. Ellos, en cambio, no eran ungidos; sus votos perpetuos de castidad, obediencia y en algunos casos, de silencio, eran totalmente voluntarios. Ellos habían realizado sus votos  a una edad adulta, de forma plenamente espontanea. Se sintieron conmovidos.

   Desde su asiento, Henry también estudió sus rostros y examinó los gestos de cada uno.  Por lo pronto, no le parecía que esos hombres tuvieran algo que ver en el robo de la amatista de plata. Parecían realmente sorprendidos por lo que habían oído.

   —Majestad, díganos entonces por qué es usted un ungido —se atrevió a preguntar el líder, tomando de nuevo la palabra. Henry asintió.

   —El motivo de consagración es muy fácil —dijo con seguridad—. Yo no debí nacer —afirmó—. Por una razón que ahora no puedo aclarar, Shion me dejó claro que no pertenezco a este mundo.

   Ahora sí que la corte y el resto de los presentes estallaron en comentarios a todo volumen. La gente estaba realmente alarmada. Los sacerdotes de Shion estaban pálidos, como muertos.

   —Pero este trono —apuntó Henry con voz firme—, este trono de mis padres seguirá en manos de los Vranjes. Yo vine a este mundo por algo, y por algo, otra vida yace dentro de mí. Este trono lleva más de trescientos años recibiendo  a mi familia, y así seguirá — acarició con su mano la superficie de madera de su asiento y apretó fuerte el  brazo—. Mi apellido seguirá resguardando este trono —aseguró, mirando a los sacerdotes de Shion—. Al igual que Arturo Vranjes IV, quien lo mandó a construir, los Vranjes seguiremos reinando. Mi tatarabuelo así lo predijo. Mi ancestro, mejor conocido como “El martillo de Shion”, por su implacable sentido de la justicia y del deber, mandó a construir este trono tras su ascenso al poder. Ese hombre, al que no le importó mandar a desenterrar a su propio padre, y luego, arrastrar su cadáver por las principales aldeas de Earth, se sentó por primera vez aquí. El no aceptó sentarse en el mismo asiento de su padre: un hombre hedonista y extravagante que casi lleva a Earth a la ruina. Muchos pensaron que conmigo, la dinastía Vranjes se extinguiría, pero yo no dejaré que eso pase. Contrario a la voluntad de Shion, y del destino, yo existo, y ahora también existe mi hijo.

   Pasado el mareo, Henry se puso de nuevo de pie. Con su diestra señaló la jofaina de agua que estaba en el altar y sus ojos buscaron a los del líder de los sacerdotes.

   —Esta agua fue bendecida por la misma Shion el día de mi bautizo, y ahora esa agua lleva mi sangre. Si lo que Shion me dijo es cierto, si eso de que yo no debo estar en este mundo es verdad, en cuatro meses, cuando se cumpla un aniversario más de mi bautizo, tanto el hijo que espero como yo, moriremos. —Una exclamación general sacudió el recinto—. Pero si Shion me mintió —continuó Henry, como si hablara de alguna superficialidad—, entonces estaré absuelto de cualquier castigo por haber incumplido mi promesa. Si me salvo, tanto yo como mi estirpe seremos libres.

   —¿ Y por qué piensa que la benignísima Shion le ha mentido, Majestad? —inquirió el sacerdote con voz grave, agriando un poco sus facciones.

—Porque ya lo hizo una vez —respondió Henry volviendo a su asiento—. Tal vez, las diosas se han cansado de su papel de meras observadoras —apuntó con una inquietante sonrisa—. Y quizás, se han cansado también de nuestra servil obediencia.

   El sacerdote trató de replicar, pero en ese momento, tras un batir de la diestra de Henry, las cortinas que ocultaban el trono se cerraron, y el rey regresó a sus aposentos donde, temblando un poco por lo que acababa de hacer y decir, volvió a sentir las náuseas que lo habían abandonado desde hacía dos días.

   Henry pasó gran parte de la noche vomitando, preso de un angustia que no sabía cómo conjurar. Ya no podía arrepentirse de nada; lo hecho, hecho estaba. Si se equivocaba, no solo él, sino también la criatura que llevaba en su vientre, morirían. Pero él estaba casi seguro de no estar equivocado, estaba casi convencido de que Shion no le había contado toda la verdad acerca de su nacimiento y de la razón por la que estaba en el mundo. Estaba seguro que tras el misterio de su nacimiento y consagración había otra gran y terrible verdad, una verdad que tarde o temprano debía descubrir.

   Tratando de no pensar más en ello, se recostó entre los mullidos almohadones de su cama, intentado conciliar el sueño. No quería morir, y tampoco quería negarle a ese pequeño, engendrado con tanto amor, el derecho de nacer. Pero la realidad era infranqueable. Si era cierto que él era una aberración del destino, y si era cierto que su presencia en el mundo había desequilibrado lo escrito por las diosas antes de que el mundo fuera mundo, entonces no había opción. Por más que le doliese, por más terrible que fuera, debía volver a ese plano astral del que nunca debió salir… y tendría que llevarse a su hijo consigo.

   —Si todo lo dicho por Shion es cierto, ambos moriremos —sollozó acariciándose el incipiente vientre de poco más de tres semanas—. No quiero que tú también tengas que ser un ungido, hijo. No quiero eso para ti. Milán… Milán… cuanto te necesito —sollozó más fuerte.

   Entonces, otro doncel, tan embarazado como Henry, le hizo recostarse sobre las colchas y le soltó la trenza. Luego, buscó una jofaina y le lavó la cara. Henry aprovechó para enjuagarse la boca otra vez, apartando el sabor bilioso que había quedado en su boca tras vomitar. Cuando se hubo despejado, el doncel que le atendía lo ayudó a desvestirse y le colocó unas prendas holgadas para dormir. Henry acarició el vientre de su sirviente y sintió una patadita de parte del no nacido. Ambos donceles sonrieron encantados y el sirviente se sonrojó.

   —¿Cuándo das a luz? —preguntó Henry, acomodándose entre los almohadones. El otro joven titubeó un poco antes de responder, pues no recordaba que su rey fuera tan locuaz en el pasado. Durante muchos años le había servido, pero era la primera vez que el  rey le hablaba de una forma tan personal. No sabía lo que había sucedido con su señor durante el tiempo que éste se mantuvo fuera de Earth, y tampoco se atrevería a preguntárselo jamás, pero fuera lo que fuera, el hombre que tenía ahora frente a él era diferente al que había conocido antes. Henry se había vuelto más dulce, más humano si cabía, y eso lo alegraba.

   —Dentro de un mes Majestad, si la alabada Shion así lo quiere —respondió entonces con una gran sonrisa.

   —Shion así lo querrá —afirmó Henry sobándole de nuevo la panza.

   Cuando los sirvientes salieron, apagando los velones y dejando la habitación alumbrada por el fuego de una gran chimenea, Henry trató de conciliar el sueño rápidamente. Había dado órdenes para que sólo lo dejaran dormir cuatro horas, las suficientes para reposar todo los ajetreos del día y quedar listo para ponerse manos a la obra en su siguiente movimiento: En menos de veinticuatro horas tenía que levantar la orden de cierre de las fronteras. Cuando esto pasara, la esperanza de rescatar a Milán sano y salvo se consumiría como los leños que ardían ante sus ojos. Tendría las horas contadas para actuar, si quería obtener buenos resultados. Todo en su vida parecía tener el tiempo milimétricamente medido. Era extenuante.

 

 

 

 

   Las fiestas del arroz eran una celebración típica del pueblo de Midas. Se llevaban a cabo cada año a mediados del otoño, con motivo de la última recolección de las cosechas, y también en agradecimiento a las diosas por la fertilidad de las tierras durante el año.

   Ese año, las fiestas del arroz fueron canceladas. Los cinco días de jolgorio popular, de comparsas y celebraciones al ritmo de flautas dulces se vieron ensombrecidos y fulminados por el brumoso ambiente de tensión que se vivía en palacio tras el rapto de Milán.

   Por aquellos días, los altares en honor a Johari, que los aldeanos levantaban en sus casas, y sobre los cuales colocaban ofrendas, lucían lúgubres y escasos. La gente no se reunió en las callejuelas a danzar y a lanzar arroz y flores; la llamada  “lluvia blanca”, nombre que los aldeanos le daban a ese festín, no se celebró. Y por las aldeas de Midas no se escuchó ni música ni bailes, solo silencio y oración, recogimiento y pesadumbre.

   Benjamín era uno de los primeros en arreglar su altar cada año. Junto a su corte de donceles, en el salón principal de la mansión central, el rey consorte adornaba el óleo de Johari, rodeándola con cadenetas de rosas rojas acompañadas de manojos de trigo. El altar de Benjamín era tan esplendoroso y magnífico que atraía siempre las miradas de todos los nobles del reino, algunos incluso, viajaban desde lugares muy alejados del reino con tal de alabar el buen gusto de su señor.

   Y Benjamín no solo adornaba el palacio para aquellas fiestas; durante muchos años,  las fiesta populares se habían convertido en su principal diversión y él participaba de ellas encabezando los cabildos y compartiendo de cerca la alegría de su pueblo.

   Mas ese año, el salón principal de la mansión central estaba desierto. El  lugar que anualmente ocupaba el altar yacía vacío; el caminito de lamparillas bioenergéticas que hacía un pasaje luminoso hasta llegar al sagrario, no estaba; el alfombrado de rosas que siempre solía perfumar el salón, no sé veía, y las rosetas rellenas, que el propio rey hacía a mano para adornar el altar, hacían falta.

   Benjamín estaba de pie en el sitio donde debía haber estado el altar. La tez de su rostro lucía pálida; sus ojos tenían ojeras y  su contextura se había vuelto preocupantemente delgada. Bebía un vaso de vino. Lo hacía en los ratos en que lograba escapar de los ojos atentos de Ariel y Vincent, quienes vivían muy pendientes de su salud. Benjamín se sentía acosado por ese par, y a ratos se iba a los jardines o simplemente se encerraba en alguna torre lejana. Ya había bebido la cuarta  copa de vino del día, todo un lujo teniendo en cuenta que sus facultativos le habían prohibido beber. La última gota de vino tocó su boca cuando Ariel llegó. Benjamín soltó la copa con hastío y se exaltó.

   —¡No es broma! O me dejan en paz por un buen rato o te juro que yo también le haré un examen a cada uno de ustedes. Les tomaré la temperatura… y lo haré por el sitio más incómodo posible.

   —Pero, Majestad. Si solo lo hacemos por su bien —Ariel despidió a dos sirvientes que habían llegado con él y cerró la puerta de aquel salón a sus espaldas. Benjamín miraba el sitio donde tendría que haber estado el altar. Su mirada era sombría y angustiada.

   —No quiero más revisiones por hoy —pidió más a manera de orden. Ariel asintió colocándose a su lado. El también miró el altar.

    —Sé que lo que sucede con Milán es muy fuerte, pero debe ser fuerte. Yo sé que…

   —¡Tú no sabes nada! —Benjamín lo interrumpió con brusquedad, pero enseguida lo miró con afecto—. Tú no eres papá, pequeño. No sabes cómo me siento… aunque bueno —sonrió un poco de forma torcida—, si sigues a ese ritmo con Vladimir, muy pronto tendrás la panza llena de… mucho amor.

   —¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! —Las mejillas de Ariel se pusieron igual de rojas que sus ojos. El muchacho se mortificó mucho y bajó la mirada. Benjamín se echó a reír con ganas. Era la primera vez que lo hacía luego de su recuperación.

   — Ay, muchacho ¿De veras creías que no me había dado cuenta? —dijo con algo de retorcida satisfacción mientras tomaba asiento en uno de los muebles del salón. Ariel lo siguió, su cara seguía muy roja pero su mirada parecía sonreír.

   —Vladimir está comprometido conmigo —explicó, tratando quizás de justificarse—. Pero le juro que no ha sido mi intención ofenderlo con mi conducta, majestad. Le ruego que me perdone, por favor.

   Al oír aquello, Benjamín sólo rio más fuerte. Ese niño era una dulzura, le recordaba mucho a Kuno.

   —Cariño, si tú no has hecho nada que me ofenda. Es solo que te conocí siendo un puro niño y ahora te encuentro convertido en todo un doncel. Ven, siéntate a mi lado —Ariel obedeció quedando junto al rey. Benjamín lo tomó del mentón y lo examinó—. Querido, cuando un doncel conoce varón, se le nota —advirtió—.Tu mirada se ha vuelto más viva, brillante; tu cuerpo, tu piel, todo cambió. Y sobre juzgarte, no voy a hacerlo. No juzgué a ninguno de mis hijos, ni siquiera a Kuno, y tampoco lo haré contigo —aseguró.

   —¿Eso significa que usted aprueba mi compromiso con Vladimir, Majestad? —La mirada de Ariel se clavó en la de Benjamín. Durante los días que llevaba en Midas, Ariel había sentido mucha vergüenza con aquel doncel. No era fácil convivir con él sabiéndose el hijo ilegítimo de Ezequiel Vilkas.

   Pero Benjamín no guardaba ningún rencor por Ariel. Desde su despertar, y luego, en su posterior duelo por el rapto de Milán, Ariel había sido como otro hijo para él. Le había ayudado mucho en muchos sentidos, y Benjamín le estaba agradecido.

   —Querido, estoy muy feliz de que Vladimir haya puesto sus ojos en ti —le dijo con dulzura—. Al principio, creí que era con Vincent con quien habías perdido tu virginidad. Pero hace unos días, cuando vi la forma como recibías a Vladimir tras su llegada de Jaen, supe que él era tu hombre. Y no te preocupes por tu intimidad con él; van a casarse y son jóvenes. Solo deben mantener un perfil bajo, pero no por mí, sino por los cortesanos venenosos que nos rodean. Lo mismo le advertí a Kuno antes de su unión con Xilon.

   >> Hace años tuve un escándalo terrible gracias a Milán. El muy tonto le importó poco todo y no tuvo reparos en follarse al hijo de un conde en la misma alcoba nupcial donde Ezequiel y yo consumamos nuestra boda. Luego tuvimos ese escándalo con Vladimir y tu amigo Vincent, y sobre lo de Kuno y Xilon… ya lo sabes mejor que yo.

   —¿Vladimir ha vivido muchos años aquí, verdad? —preguntó Ariel.

   Benjamín asintió.

   —Desde los catorce años. Ya era todo un adolescente bello y lleno de energía cuando llegó aquí. A él no tuve que enseñarle muchas cosas en materia de donceles —rio bajito—. El llegó más trajinado que la carretera principal de Midas.

   —¡Por las diosas! —Ariel se sonrojó de nuevo, pero compartió la carcajada de Benjamín recordando la anécdota que el mismo Vladimir le había contado la tarde que jugaron al juego de la verdad en los jardines de Jaen. Benjamín dejó escapar un largo suspiro.

   —Hemos vivido tantas cosas en este lugar, Ariel. Tantos recuerdos maravillosos, tantas cosas que no quiero perder. Quiero a mi Milán de vuelta. ¡Lo quiero de regreso! Mi hermoso y temerario niño. ¡Lo quiero sano y salvo!

   Y con estas palabras, Benjamín rompió en llanto. Ariel lo consoló entre sus brazos mientras éste se desahogaba. Luego, el chico limpió las lágrimas del doncel mayor y le tomó de las manos.

   —Milán regresará. Yo lo sé, Majestad. Por favor, no pierda la fe.

   —Johari oiga tu voz. Ditzha nos ampare.

   —Que así sea.

   En ese momento, un sonido tenue se oyó en la puerta. Cuando ésta se abrió, Vladimir y Vincent se encontraban en el umbral. Aún había roces entre ellos, pero por lo menos ya se hablaban con decencia, sin ironías ni sarcasmos. Además, desde su regreso a Midas, Vladimir se venía sintiendo mal. En las mañanas sobre todo, unas molestas náuseas lo acosaban. Vladimir vomitaba casi todos los días al despertar, a veces de forma tan persistente que se sentía deshidratado. Vincent lo había revisado sin encontrarle nada malo, por eso atribuía los malestares a la ansiedad por el secuestro de Milán.

   Aquel día, sin embargo, Vladimir había llegado a ponerse peor. Al llegar al salón en compañía de Vincent, lucía realmente desencajado; su piel estaba cetrina y sus ojos hundidos. Benjamín alzó una ceja al verlo. Había presentido algo.

   —¡Vladimir, debes reposar! ¡Es una orden! —le decía Vincent, entrando también al salón. Pero Vladimir no parecía tener intensiones de obedecerlo, simplemente se echó sobre  el sofá que estaba frente al de Ariel y Benjamín, y se recostó poniéndose las manos en la cabeza.

   —Me siento fatal —dijo con un hilo de voz—. Realmente fatal.

   —Es por eso que debes reposar. ¡Te lo he advertido! —repitió Vincent.

  Vladimir bufó de nuevo.

   —Estamos en un momento crítico, Vincent. No puedo colapsar ahora. El reino está en mis manos ¿Es que no lo comprendes?

   —¿Pero qué es lo que te sucede? —Ariel se puso de pie y se sentó al lado de Vladimir, tratando de encontrar, por medio de su bioenergía curativa, la razón del malestar que acosaba al otro príncipe. No sintió nada. Por lo menos, nada malo.

   Entonces, Benjamín se incorporó un poco en su asiento. Sus ojos, escrupulosos y suspicaces, miraron a su hijo, reparándolo con detenimiento. Luego, acto seguido, le preguntó sin reparos.

   —¿Tienes a algún amante embarazado, Vladimir?

   —¡¿Qué?! —Aquella pregunta sorprendió a todos, pero Ariel pareció ser el más afectado. Al oír aquello, sus ojos buscaron los de Vladimir mirándolo con estupefacción y, para su propia sorpresa, con muchísimo reproche.

   —¿Vladimir eso es cierto? —le preguntó en un tono que apestaba a celos.

   Vladimir negó con la cabeza de inmediato.

   —¡No! ¡Por supuesto que no! ¿Cómo crees? Yo…

   Ariel suspiró y miró a Benjamín. Luego, sus ojos se volvieron hacía Vladimir y le miraron con discreción. Sus mejillas estaban sonrojadas de nuevo.

   —Vladimir, tu papá ya sabe lo nuestro —dijo—. Lo siento.

   —¿En serio? —Los ojos de Vladimir se alzaron mirando a Benjamín. Este le sonreía con afabilidad—. ¿No te molesta que esté con él? —preguntó entonces, un poco atemorizado— ¿…aunque él sea…?

    Benjamín negó con la cabeza. Sus labios no dejaban de sonreír. Ya todos sabían que Ariel era realmente hijo de Ezequiel. Benjamín sabía que todos lo sabían. Por eso era  necesario dejar de fingir y comenzar a sincerarse entre ellos.

   —Estoy muy complacido por lo de ustedes —aseguró el rey consorte—, y estaré más  complacido si resulta ser cierto lo que estoy pensando.

   —¿Y qué es lo que estas pensando? —preguntó Vladimir.

   Benjamín sonrió mirando a Vincent. El facultativo entendió enseguida a que se refería el otro hombre y dio un respingo. Su rostro palideció.

   —Majestad ¿Usted cree que…? —Benjamín asintió.

   —Sí, creo que este niño está preñado.

   Ariel se puso rígido cuando vio que Benjamín lo señalaba. Vladimir se incorporó por completo sobre su asiento. Vincent se acercó a Ariel y bruscamente retiró el talismán que éste llevaba colgado del cuello.

   —Ahora veremos qué pasa —dijo.

   Casi de inmediato, Ariel sintió que un fuerte mareo lo sacudía; su cuerpo cayó laxo sobre el sofá, encima de las piernas de Vladimir. Al verlo caer, Vincent llegó hasta su lado y le examinó los ojos. Estaban rosados.

   —¡Lo sabía! —exclamó Benjamín triunfante—. Lo mismo le pasó a Ezequiel cuando me embaracé de Milán. Algunas veces los varones son los que sienten los malestares de los donceles. Es algo muy adorable.

   —Y parece que era por culpa del talismán que su bioenergía se había mantenido estable y sus ojos no habían cambiado de color —anotó Vincent, sin poder evitar que su voz sonara dolida—. Felicitaciones, Vladimir —apuntó en seguida en tono ácido—. Serás padre.

   —Y yo abuelo —se alegró Benjamín—. Y tanto de tu lado cómo por el lado de Milán… Henry Vranjes —susurró entonces—… me gustaría verlo.

   —Eso estará complicado, usted no debe hacer viajes largos Majestad —Vincent dejó a Ariel en brazos de Vladimir y se incorporó. Realmente lucía muy afectado por lo que se acababa de descubrir.

   —Vincent… —dijo Vladimir con algo de inquietud, pero el facultativo solo le dio la espalda y no se detuvo hasta llegar al umbral de la puerta.

 —Con el permiso de todos me retiro. Vladimir, será mejor que reposes unos días. Cuando Ariel despierte dile que venga a verme. Checaré su estado.

   Y diciendo esto, Vincent se retiró del salón dejando a los demás en absoluto mutismo. Al cabo de unos momentos, Benjamín se acercó a Vladimir y acarició la cabeza de Ariel, quien dormía entre los brazos del varón.

   Mientras Ariel reposaba, Benjamín abrazó con fuerza a su hijo.

   —Querido, no juzgues a Vincent, él también ama a Ariel. No es fácil para él, pero lo entenderá.

   —Papá, perdóname por haberlo escogido a él —pidió Vladimir echando una mirada sobre Ariel, quien se removió un poco entre sus brazos—. Si hubiera sabido… si hubiera sabido que Ariel era hijo de…

   —Lo habrías amado igual  —replicó Benjamín con lagrimas en los ojos—. Querido, las diosas juegan con los hombres de forma cruel. Eso es algo que he aprendido de muchas formas.

   —¿Crees que jugaron contigo cuando pediste aquel deseo a la amatista de plata?

   La pregunta que durante todos aquellos días se había estado aplazando llegó por fin. Vladimir había estado deseando poder  interrogar a su papá sobre lo acontecido en el templo de Shion el día que él y Xilon entraron a robar la amatista de plata. Sin embargo, Vincent y Ariel habían temido que aquellos recuerdos intranquilizaran al rey y le hicieran colapsar de nuevo. Por eso, el tema se había mantenido en el aire. Sin embargo, ahora parecía el momento justo, el ideal.

   —Creo que las diosas juegan con todo los hombres —respondió Benjamín, mirando todo lo ancho de aquel solitario salón—. Y sobre mis motivos para usar la amatista de plata, ya te los contaré. Pero ahora no… ahora no quiero hablar de ello.

   —Está bien —Vladimir se puso de pie, alzando Ariel entre sus brazos. Antes de salir, se detuvo un instante en la puerta y observó la figura de Benjamín mirando hacía el jardín.

   —No voy a permitir que las diosas jueguen más con nosotros, papá —aseguró con una sonrisa—. Voy a traer a Milán… Lo juro.

   Y con estas palabras se alejó de allí. Benjamín, mientras tanto, volvió su vista al jardín. Las hojas marchitas decoraban el suelo, los colores ocres y rojos parecían un presagio.

   << Diosas… diosas >> pensó, y enseguida rompió a llorar.

 

                                        

 

   Sin importarle el ruido que hacía la jofaina al quebrarse sobre la plantilla de la habitación, Kuno dejó salir toda la rabia que estaba sintiendo.

   Tenía que descargarse con algo o no podría dormir tranquilo. Había sido un tonto ¡Un tonto! Había llegado a pensar que Xilon sí lo comprendía y que lo tomaba en cuenta, pero su marido había resultado tan o más inflexible que Ezequiel y Vladimir.

—¡Rayos! ¡Esta misión era de ambos! —bufó colérico—. ¡Milán es mi hermano!

   Con rabia, desenrolló el camisón de dormir que guardaba debajo de la almohada y comenzó a sacarse la ropa. Primero se quitó el abrigo de lana que había usado aquél día y que aún estaba húmedo por la lluvia de la mañana. Luego se sacó los pantalones grises que llevaba y colocó todo en forma de bultico sobre un diván. Cuando se sentó en el borde de la cama para quitarse las botas, Kuno se percató de que éstas lucían sucias de barro y también estaban mojadas.

<< Seguro ensuciaron el tapete del comedor común >> pensó.

    Aquel día había llovido, y Kuno se había mojado cuando él y Xilon salieron de la aldea para reunirse con Diván, quien finalmente había podido contactar con ellos. Después de eso, Xilon ordenó a Kuno volver a la pensión y esperar allí mientras él y Diván volvían a la joyería donde días antes habían estado, esa donde obtuvieron una pista vital que podía conducirlos al ladrón de la amatista de plata.

   Kuno había querido acompañar a los varones, pero Xilon se mostró en desacuerdo, considerando aquello peligroso. Así que por eso, Kuno se había quedado de nuevo rezagado y apartado como siempre, tratado como un doncel, como una indefensa criatura necesitada de protección. Eso lo tenía tan fastidiado que olvidó cerrar la puerta con cerrojo. Cuando se agachó para recoger las tiras de tela que conformaban su disfraz de embarazado, Kuno notó que una tenue lumbre asomaba por la rendija de su puerta. Su cuerpo se crispó y trató de apagar la luz de su recamara. 

   Fue inútil… ya lo habían visto.

   —¿Quién eres? ¡Sal de allí! ¡Ya te vi! —Con una calma increíble, Kuno se adelantó dos pasos y se paró a menos de un metro de la puerta. En ese instante, la lumbre tras la puerta pareció balancearse y retroceder. Kuno abrió la puerta de golpe y la figura de un jovencito, tembloroso y agitado, apareció del otro lado. El chico miraba a Kuno con ojos desorbitados y respiraba ansioso. Era uno de los hijo del casero, el menor.

   —Yo…yo… lo lamento… no… no quería —El muchacho titubeo mirando el vientre plano de Kuno. Su rostro, iluminado por la lumbre de un candil que llevaba en la mano, estaba pálido.—Tu… tu…  ¡Tú no estás embarazado! —jadeó.

   —¡Cállate! —De un manotón, Kuno haló al chico, metiéndolo bruscamente dentro del cuarto. Con igual violencia, lo tiró sobre la cama y cerró la puerta. El jovencito temblaba tanto que la luz del candil bailoteaba por toda la habitación. Kuno se paró frente a él y lo miró con fiereza. Estaba preparado para enfrentar la reacción que tuviera el otro muchacho, fuera la que fuera. Incluso, de ser necesario, usaría la violencia. Tal vez, él no fuera el doncel más fuerte de Earth, pero el chico que temblaba frente a sus ojos era más delgado y de menor estatura, quizás una cuarta o un poco menos. También lucía muy frágil, a pesar de que Kuno sabía que no lo era tanto, pues todas las mañanas lo veía cargar los pesados sacos de harina que su papá usaba para hacer las empanadas que vendía en el mercado.

   —¿Qué pasa? ¿No vas a gritas? —Kuno se acercó peligrosamente al chico, intimidándolo —Has visto algo que no debías ver y no puedo permitir que se lo cuentes a nadie ¿me oyes?

   —Yo… yo, yo no diré nada ¡Lo juro! —El muchacho puso el candil sobre la mesa y se puso de pie. Cuando Kuno apagó la lámpara bioenegética que colgaba de la pared, una ráfaga de viento pasó por su lado. Kuno fue más ágil, y con fuerza sujetó al chico que había intentado escapar. Cuando el muchacho cayó de nuevo sobre el lecho, Kuno se acercó a la mesa sobre la que estaba el candil y lo apagó. Se tiró sobre el chico y con su diestra le cubrió la boca; el resto de su cuerpo aplastó el otro cuerpo menudo.  

   —Tranquilo, no te muevas. Si colaboras, no te haré daño —El propio Kuno estaba sorprendido de su tono al hablar. Era ronco y peligroso—. Si prometes no gritar, te soltaré. ¿Prometes no gritar?

   Con un movimiento suave de cabeza, el muchachito asintió. Kuno lo miró fijamente, ayudado por la escasa luz que entraba por la ventana. Dudó, pero relajó un poco el cuerpo, retirando pausadamente la mano que bloqueaba la boca del otro doncel. La mano con la que le sostenía los brazos no se relajó, por el contrario, lo sujetó un poco más fuerte antes de liberarle la boca.

   —¡Ah! —suspiró el muchacho—. Gracias. Yo… yo te juro que no diré nada. Puedes confiar en mí.

   —¿Lo juras?

   —Sí, lo juro —El sonido de algunos pasos se oyeron fuera. Kuno y el otro chico se tensaron, pero ambos guardaron un silencio sepulcral. Cuando el sonido se alejó, Kuno suspiró y apretó los ojos. El otro muchacho lo miró con algo parecido al pesar.

   —¿Es por tu marido que haces esto? ¿Engañas a tu esposo para que crea que estas embarazado y no te deje?

   —¿Qué? —Unas facies anonadadas surgieron en la cara de kuno. El príncipe quedó un momento en silencio, pero al cabo de un instante su mente reaccionó con agilidad. ¡Eso era! ¡Aquella era una excusa perfecta! ¡Ni a él se le habría ocurrido nada mejor! Sonrió mentalmente antes de levantarse del lecho y dejar libre al otro muchacho. Fingiendo una terrible congoja, y escondiendo la cara entre sus manos empezó a hacer lo que mejor se le daba últimamente: actuar.

   —¡Oh, qué desgraciado soy! ¡Qué desgraciado soy! —sollozó, atrayendo la compasión del otro chico—. Soy un higo seco, una flor marchita. Estoy más seco que el desierto de Kazharia —hipó.

   De inmediato, el otro doncel se incorporó y lo abrazó compasivamente. Para la mayoría de los donceles campesinos de Earth, la esterilidad era como una maldición.

   —Pobre de ti, que maldición más terrible te ha tocado. Pero no debes temer. ¿Sabes? Los antiguos reyes, los padres de nuestro señor Henry, también fueron estériles. Pero rogaron a las diosas y éstas oyeron sus ruegos. Estoy seguro que si oras muy convencido a las diosas, ellas se apiadaran de ti.

   Kuno se limpió las lágrimas y miró al otro chico a los ojos.

   —¿Tu lo crees así? —le preguntó, con la sonrisa más ansiosa que encontró. Su acompañante asintió.

   —Estoy seguro de que las diosas escucharán tus ruegos, y te volverás más fértil que el valle de Earth. Solo tienes que rogar muy fuerte.

   —Eres muy bueno —Con una sonrisa, Kuno tomó las manos del chico y las besó.

   El muchacho se sonrojó pero logró sostenerle la mirada.

   —Tu esposo es un tonto —le dijo un instante después—. Si tú fueras mi esposo, yo nunca te dejaría. Ni aunque estuvieras seco. Puedes confiar en mí. Tu secreto está a salvo conmigo —aseguró.

   Entonces, sucedió algo que los sorprendió a los dos. Sin pensárselo demasiado, Kuno tiró a su acompañante de nuevo sobre la cama. Cuando el muchacho sintió los ojos del otro doncel clavándose en los suyos, se crispó un poco, pero no se resistió. Y las manos delicadas, pero decididas de Kuno, desataron el nudo de su camisón, haciéndolo resbalar por sus hombros tersos. No sabía por qué estaba haciendo aquello, pero la verdad era que no quería ni podía detenerse. El otro muchacho, por su parte, tampoco trató de  resistirse. Era virgen aun, y sabía que cometía un pecado horrible entregándose  a un hombre igual a él, a otro doncel, casado además. Pero las fuerzas no le alcanzaban para evitar el contacto de esos labios tiernos y dulces que sembraban besos en su cuello, en sus hombros. No pensó en las consecuencias de tales actos cuando dejó que la mano de Kuno, cálida y suave, sondeara entre sus muslos y le levantara el camisón. Tampoco escuchó a la razón cuando éste lo recostó sobre los edredones de gamuza y lo hizo suyo al amparo del viento frio de otoño y los destellos de luna llena.

   Aquella noche, Kuno gozó por primera vez de la deliciosa sensación de sentirse un varón en el lecho. Ni iba a engañarse… le gustó.

 

 

 

   Aun no cantaban los gallos cuando Xilon regresó a la pensión. Silencioso, como siempre solía ser, llegó al recibidor y se quitó las botas, para llevarlas en la mano y hacer menos ruido. Sigiloso, tanteó entre la oscuridad del recinto, sin sorprenderse por la calma que había a derredor: no podía ser de otra forma teniendo en cuenta las horas que eran. Sin embargo, sí le extrañó un poco que aquella noche hubiera vasos regados y un gran desorden en la mesa: el hijo del casero solía limpiar todo antes de irse a dormir.

   << Seguro lo recogerá mañana >> pensó entonces y subió las escaleras. Al llegar a la habitación que compartía con Kuno, notó de inmediato que la puerta estaba entreabierta. Con cuidado la empujó, y la oscuridad se hizo un poco menos densa por la luz de la ventana, aunque aún era demasiado fuerte como para dejarle ver la escena que le esperaba en la cama.

   Xilon no quería despertar a Kuno. Se imaginaba que su esposo seguía irritado por su decisión de no dejarle ir a la joyería aquella noche, y no quería discutir con él a esas horas. Por eso, se paró en puntillas tratando de hacer el menor ruido posible, y se acercó a la cama. Cuando estuvo lo suficientemente cerca al lecho, vio las ropas de Kuno y otras más regadas al lado de la cama. Al parecer, Kuno se había echado a dormir sin importarle dejar regada toda la evidencia de su falso embarazo.

   << ¿Tan furioso estaba? >> se preguntó mirando hacia el lecho.

   En ese momento los vio.

   Xilon miró la cama y vio que junto a Kuno había alguien más. Pestañeó un par de veces, creyendo que alucinaba o que sus ojos lo engañaban, pero luego, al acercarse más, pudo darse cuenta de que no se equivocaba.

   La mano de Xilon no tembló cuando levantó las sábanas, ni su respiración se agitó cuando confirmó lo que presentía. Sin embargo, dentro de su corazón, algo punzó tan feo que le obligó a contraer la mandíbula, y su rostro todo se tensó. Con calma, volvió a cubrir el par de cuerpos desnudos que dormían en un íntimo abrazo y así, sin más, abandonó la habitación. Justo en el umbral de la puerta, soltó sus botas.

 

 

   Eran un poco más de las siete de la mañana cuando Kuno se despertó. Recordando lo sucedido durante la madrugada se crispó, pero al mirar en su cama  notó que estaba solo. Al parecer, el chico con quien había pasado la noche se había ido antes del alba, previendo el hecho de que sus padres podían encontrarlo fuera de su cama.

   << ¿Aún no regresa Xilon? >> se preguntó entonces, agachándose para limpiar el desorden del piso. Cuando sus ojos se posaron en las botas que estaban tiradas cerca al umbral de la puerta, su corazón pareció detenerse.

   —¡Por las diosas! —exclamó, temiendo lo peor. ¡Le habían pillado siendo infiel!

 

 

Continuará…

  

 

 

 

 

      


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