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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo XXVIII

El banquete de bodas.

 

  

   El coro de donceles que recitaba las letanías a Ditzha tuvo un susto de muerte cuando Xilon ingresó a grandes zancadas por la nave central de la capilla del castillo y llamó a todo pulmón al sacerdote que, dentro de una cámara subterránea a la cual sólo se permitía el ingreso de los religiosos, se encontraba en estado de embriaguez espiritual.

   Al oír el llamado de su rey, el hombre musculoso, semidesnudo y con el tórax tatuado con anagramas divinos, salió de su estado de éxtasis y llegó hasta la capilla por una puerta lateral al altar mayor. La orden de Xilon era clara y simple: Partiría a Midas y no volvería hasta traer una copia del contrato matrimonial entre Ariel y Vladimir.

   Xilon no iba a permitir que su único y amado hermano siguiera conviviendo en asqueroso concubinato, teniendo en cuenta que en unos meses sería papá. Que las diosas le mandaran una enfermedad incurable si se quedaba de brazos cruzados dejando a su pequeño tener un hijo bastardo.

   Había sido Kuno quien le había dado la noticia de que Ariel esperaba un hijo; lo había hecho varias horas atrás, poco antes del almuerzo; arruinándoselo, y por supuesto, esperando lo peor. Sin embargo, la reacción de Xilon no había sido la que su esposo se esperaba. El hombre no había destrozado la habitación donde se hallaban, ni jurado cortar la cabeza de Vladimir, ni nada de eso. Todo lo contrario. Después de oír la noticia dada por Kuno, Xilon cayó sentado sobre su lecho, como si su cuerpo se le hubiera llenado de plomo, y después de unos segundos de asimilación, lloró por casi una hora.

   Al término de ese plazo, Kuno lo vio erguirse y recuperar de nuevo sus facies adustas. Lo siguió cuando lo vio ponerse en pie y salir de la habitación, temiendo que ahora sí viniese lo peor, empero, luego de seguirlo por los pasillos del palacio hasta las torres donde vivían los sanadores, pudo ver que Xilon no tenía macabras intenciones.

   Xilon indagó a los galenos, para total estupor de éstos, sobre los riesgos que podía correr un doncel que se embarazara recién iniciando la pubertad. Los sanadores, perplejos ante la pregunta, tranquilizaron a su rey buscando datos en numerosos tratados de medicina que se hallaban repartidos en dos grandes bibliotecas llenas de gruesos volúmenes empolvados y amarillentos.

   La respuesta del gremio de facultativos fue unánime: No existía un riesgo mayor para un doncel recién desarrollado en comparación a uno más maduro. La clave de un buen embarazo consistía en una sana alimentación, cuidados sanitarios básicos y pocos sobresaltos. Y en Midas, bajo la asistencia de Vincent, el mejor sanador de Jaen y de Midas, aquellos tres puntos podían subsanarse de forma satisfactoria, pensó Xilon.

   Sintiéndose entonces más tranquilo, se concentró en sus actividades diarias, en especial, en todo lo referente a la boda del día siguiente.

   Aún no convencía a Kuno de asistir con él a Earth, pero sabía que si éste no aceptaba, debía obligarlo, cómo su rey y señor. Aquel sería el primer acto público al cuál asistirían como reyes de Jaen, y no iba a permitir que el capricho del midiano fomentara habladurías en la plebe y en la corte sobre posibles inestabilidades conyugales. La lengua del pueblo y de los mismo nobles era muy ágil a la hora de tejer falsas especulaciones, sobre todo cuando se veía a los reyes mostrarse en público sin sus parejas. En su caso, su matrimonio con Kuno era todavía muy frágil, así que no podía dejar que ni su corte ni los extranjeros se percataran de ello. Además, su pueblo no estaba muy convencida  por su decisión; no les gustaba la elección de un príncipe extranjero como consorte, más aún teniendo en cuenta  de que el duque Fabricio de Ladrhis, un noble muy respetado en Jaen, siempre había sido el candidato más nombrado para ocupar la posición de la cual gozaba ahora Kuno.

   Las malas lenguas decían el duque había sufrido un ataque de histeria al enterarse de que Xilon había regresado a Jaen casado con el príncipe midiano. El rumor se había expandido tan rápido, que sólo dos días después de iniciado, llegó a oídos del mismísimo Ariel, exagerado con tintes sangrientos y demenciales. Ariel se revolcaba de la risa imaginando al estúpido doncel tirado sobre un charco de sangre, con las venas abiertas mientras gemía su agonía. Era algo tan  escandaloso e improbable, que sabía que no era cierto, empero, caricaturizar esa escena tan melodramática le resultaba divertidísimo.

   Y es que la relación entre Ariel y el duque Fabricio siempre había sido muy tensa. Dos años atrás, el duque había contratado a unos magos para que lanzaran una maldición al menor de los príncipes, y  Ariel contrajo una terrible pediculosis que le obligó a rapar, a ras de cráneo, su hermosa cabellera platinada. Como repuesta, Ariel lo invitó una tarde soleada de verano a tomar el té en los jardines de palacio, y le sirvió una torta que Fabricio apuró con calma,  alabándola luego por su exquisitez.

   Al término del postre, del cual Ariel no probó ni una cucharada, el príncipe reveló el ingrediente principal de la receta, lamentando que se hubiese agotado: “La torta que te acabas de comer, querido, se hizo con todos y cada uno de los piojos que me sacaron mis sirvientes”, sonrió ante la mirada atónita de su invitado.

   Cabe decir que Fabricio nunca más aceptó una invitación a palacio y sus magos nunca más molestaron al príncipe.

 

 

 

   Sentado bajo la sombra de un almendro, Milán tomó una decisión; una que no le gustaba, pero que debía aceptar.

   Mientras meditaba al respecto, sintió las pisadas de Nalib, quien venía acercándose a sus espaldas, haciendo crujir las hojas secas que dejaba aquel otoño.

   El príncipe de Kazharia, al que en un principio confundió con su hermano Paris, le había salvado la vida aquella noche en la cabaña. Nalib se había refugiado en Earth desde la noche de la invasión a su reino, y desde las sombras, con la ayuda de los pocos hombres que habían huido con él, logró montar un intenso trabajo de espionaje contra los Dirganos, logrando dar con Milán en aquella casucha abandonada.

   El y sus hombres se tomaron la precaria vivienda  y cercaron a sus enemigos, ofreciéndoles piedad si se rendían. Pero los Dirganos, leales y fieros en su misión, prefirieron morir, antes que entregarse como prisioneros de guerra. Hicieron estallar la cabaña al verse acorralados y sin posibilidades de victoria. Un solo Dirgano logró sobrevivir, huyendo entre las sombras; y Milán, que se encontraba herido y desvalido, fue puesto a salvo por el poder de Nalib, quien pese a estar fuera de la estancia en el momento de la explosión, logró envolver al midiano en una capa de energía que le protegió de las llamas, desconectándolo al mismo tiempo de todo vínculo mágico que tuviese o estuviese manejando.

   Fue debido a esto, que la conexión mágica que Milán mantenía con Henry a través del talismán que éste llevaba en la muñeca se vio momentáneamente interrumpida, y fue también por eso que el brazalete resbaló de la muñeca de Henry cuando iba de camino hacia la cabaña, haciéndole creer que Milán estaba muerto.

   Milán era consciente de ello. Sabía que en esos momentos su tesoro lo creía muerto y que era ese el motivo por el que había tomado la decisión de casarse. Tenía que ser eso. Estaba seguro de que Henry había superado cualquier sentimiento amoroso con respecto a Divan, y de que si ahora lo había escogido como esposo era sólo porque las cosas en Earth se estaban empezando a nublar y necesitaba una mano confiable y segura sobre la cual apoyarse.

   —Milán, hay algo que debes saber y que aún no te he contado. —La voz de Nalib, quién se había sentado junto a él para descansar un poco mientras afilaba una daga sobre la roca, lo sacó de sus cavilaciones.

   —Te escucho —le respondió Milán mirando al otro hombre con atención. El carácter de Nalib Elhall había cambiado estrepitosamente. En cuestión de semana había pasado de ser el joven risueño, medio torpe y algo despistado que pretendiera a Kuno, a un hombre serio, dubitativo y por qué no decirlo, un tanto agresivo.

   Su aspecto también había cambiado del cielo a la tierra. Ahora tenía el cabello largo y enredado, una barba poblada y muy mal cuidada; sus dedos vivían manchados con la tinta que usaba para escribir el montón de cartas que a diario enviaba a sus diversos contactos en Kazharia e Earth, y lo mejor, tenía un plan entre ceja y ceja; unas ansias infinitas de cortarle el cuello a Jericó de Launas con la misma navaja que en esos momentos afilaba con tanto ahínco. Según le había contado a Milán, estaba seguro de que ese desgraciado asistiría a la boda de Henry, y si todo salía como lo tenía planeado, esa misma noche tendría el placer de sacarle los ojos a ese miserable Dirgano.

   Milán también había cambiado. La infección que había padecido y las noches febriles que había soportado, le habían quitado un tercio de su peso. Su rostro aristocrático y soberbio lucía ahora ajado y cansado; la ropa le quedaba dos tallas grande, obligándolo a usar a veces ropa de doncel. Sin embargo, contrario a Nalib, él sí que había cortado su cabello y rasurado su barba, poniendo también especial esmero en cuidar su herida. Necesitaba recuperarse del todo para las cosas que vendrían. Nalib como oráculo las había visto y aquellas visiones lo hacían sudar de pavor.

   —Primero necesito que me jures que no harás una tontería —le advirtió Nalib antes de soltar el mensaje.

   Milán asintió con la cabeza. Todo su cuerpo estaba en tensión.

   —Henry Vranjes está embarazado… ¡Milán! Joder, Milán ¡Espera! — Nalib blasfemó cuando vio a Milán ponerse en pie de un solo movimiento, y enfilarse hacia el campamento. El y su ejército se habían refugiado detrás de unas pequeñas colinas que limitaban con la muralla posterior del castillo de Earth. Desde ese pequeño valle se podían ver las torres más altas de la fortaleza Earthiana, pudiéndose contemplar durante la madrugada los fuegos artificiales con los que se había inaugurado la llegada del equinoccio y celebrado las vísperas de la boda real.

   —¡Que esperes, Milán! —bufó Nalib dándole alcance a mitad de camino, obligándolo a girar hacía él. Milán estaba todavía muy débil, mientras el Kazharino era un hervidero de emociones que incrementaban su fuerza bruta—. ¡Prometiste que no harías una estupidez! —le increpó—. ¡No actúes a la ligera!

   —¡Ese niño es mío! —replicó Milán, resoplando de angustia—. ¡Es mío!

   —¿Y cómo estás tan seguro de ello? —siseó Nalib—. Perfectamente podría ser hijo de Divan Kundera, y ser ese el motivo por el que se casan. ¿No te parece?

   Los ojos de Milán se entornaron con violencia y Nalib se sobrecogió un poco al verle esa mirada.

   —¿Cuánto tiempo tiene? —gruñó el midiano con un tono peligroso.

   —Soy oráculo, no médico —le respondió el Kazharino fastidiado—. No sé cuánto tiempo tiene. Pero algunos de mis hombres que han logrado verlo dicen que ya se le nota.

   —Si ya se le nota debe tener más de un mes —calculó Milán con los ojos llenos de lágrimas—Definitivamente, es mío.

   —¡Eso no cambia nada!

   —¡Eso lo cambia todo! No dejare que Henry se case con otro esperando un hijo mío. No lo dejaré.

   —¡Mi visiones no están sujetas a si ese niño es tuyo o no, Milán! —Nalib apresó a Milán con sus manos y éste se revolvió tozudo—. No dejaré que estropees mis planes por tu absurdo juego romántico —le advirtió enseñándole el filo de su arma.

   —No soy tu prisionero —espetó Milán.

   —Y nunca te he tratado como uno —le recordó Nalib—, ni quiero hacerlo —añadió—. Pero si me obligas, Milán, te advierto que así cómo no dudé en salvarte la vida, no dudaré en quitártela. Mi familia está en juego y no dejaré que nada me detenga.

   Milán lo miró directo a los ojos y vio en ellos esa frialdad que le hizo confundirlo con Paris la primera vez que lo vio, luego de su rescate. Había resolución en esa mirada, resolución y fiereza; ambas acompañadas, sin embargo, por un matiz de comprensión y ternura.

   —Yo también tengo una familia en juego… ahora lo sé. —susurró entonces relajando su cuerpo, dejándose caer sobre la hierba seca.

   —Precisamente por eso debes dejar de actuar como un necio. Ahora ya no es solo tu tesoro lo que está en juego —le sonrió Nalib, acuclillándose para ponerse a su altura, colocándole la mano diestra sobre el hombro—. Ahora tienes una familia que proteger. Eso es lo único en lo que debes pensar.

   —Nalib, ¿existe alguna posibilidad, aunque sea mínima, de que tus visiones estén equivocadas?

   —¿Equivocadas? —La pregunta hizo que Nalib sonriera y su rostro se serenara, mirando a Milán con infinita ternura—. – Sí, es posible, Milán —respondió finalmente—. Las diosas son las únicas infalibles. Aunque te confieso que mis oráculos nunca me han traicionado y que yo creo en ellos.

   —¿Apuestas tu vida en ellos?

   —Sí, lo hago. Y ahora tú deberás decidir si también crees en ellos o no.

   Nalib dejó a Milán en medio del campamento, echado sobre la hierba. Durante una hora entera, el midiano rezó con sollozos a Johary, pidiéndole paz y fuerza para el sacrificio que haría.

   Necesitaba mucho valor para aceptar el casamiento de Henry con alguien diferente a él. Necesitaba llenarse de mucho tesón para soportar la idea de que Henry iba a estar en otros brazos, de que sería besado por otros labios y acariciado por otras manos. Era como si le martillaran el corazón. Sabía que eso era preferible a lo otro, a ese horrible destino que había visto Nalib si la boda no se realizaba. Mientras hubiese vida siempre existiría la posibilidad de recuperar a su amado, pensó entonces para darse ánimos, en cambio, si la muerte caía sobre todos ellos, no habría esperanza.

   << Lo siento, tesoro. Lo siento >>sollozó en voz baja. A derredor suyo, todo el mundo empezó a preparase para esa noche… la boda real de Henry Vranjes “El tesoro de Shion”.

 

 

 

   Paris había pasado horas sin saber dónde se hallaba. Desde su rescate, durante el asedio a la prisión de Kazharia, donde estuvo prisionero, y luego de haber sido amordazado y vendado como un vulgar reo, su sentido de la orientación lo había abandonado.

   Sin duda estaba en otro reino, pensó, pues no dudaba de haber sido trasportado durante horas sobre el lomo de una cabalgadura muy veloz, a lo largo de cuyo trayecto el clima se fue poniendo cada vez más frio y los rayos de luz, débiles tras la venda de sus ojos, se fueron extinguiendo cada vez más.

   Estaba en una celda más espaciosa y menos húmeda que la de Kazharia, pudo notar con sólo entrar en ella, aunque no pudo comprobarlo hasta que no le quitaron la venda de los ojos, dejándole comprobar el estado de su nueva prisión.

   Una vez solo, Paris se apresuró en mirar por la rejilla que se alzaba en un extremo de la celda, ayudándose de la cama para trepar hasta ella, y entonces vio la luna en cuarto creciente iluminando las laderas de una enorme cadena montañosa, y ya no tuvo duda: Estaba en Earth; estaba e Earth y además estaba dentro de palacio. Las murallas que se podían ver también desde su pequeña ventana se lo corroboraban.

   Estaba en el propio castillo de Earth y era prisionero de Henry Vranjes. Sonrió. La idea de estar en esa situación, lejos de fastidiarle o atemorizare, le había producido una agradable excitación que se concentraba en su entrepierna. Sabía que si estaba allí era porque más temprano que tarde, Henry Vranjes querría verlo y hablarle de tú a tú. Aquello lo emocionaba sobre manera. Ver de nuevo a ese mágico ser; tenerle de frente; ser testigo una vez más de la abrumadora belleza del “Tesoro de Shion” era todo lo que deseaba en la vida.

 

 

 

   Muy temprano lo sacaron de su celda. Todavía era de madrugada cuando lo arrastraron fuera de la prisión, llevándolo a los patios donde luego le dieron un largo baño, le recortaron los cabellos, le rasuraron la poblada barba con navajas de plata y le pusieron unas prendas finas de lino del color de la champaña, con unas zapatillas de cuero muy brillantes, adornadas con diamantes. También le pusieron broches nacarados y le empolvaron la nariz.

   De esta forma, Paris volvió a lucir nuevamente como el príncipe que era, y no como el desagradable reo que habían traído varias horas atrás. Estaba emocionado. Todo aquello era la antesala para su rencuentro con Henry. Estaba seguro.

   Tal como pensó, luego de un frugal desayuno en un comedor improvisado en el mismo patio donde fue aseado, unos guardias lo condujeron dos niveles más abajo. Debía estar en el área de invitados y eso no le agradó, porque le hizo dudar si sería realmente Henry Vranjes la persona con la que se entrevistaría, o si éste le habría cedido los honores a algún subalterno.

   La idea le descompuso el ánimo y por un momento creyó que devolvería el desayuno. Pero los guardias no le dejaron retrasarse, y a rastras lo hicieron entrar a una de las habitaciones del ala izquierda de aquel corredor.

   Era una recámara pequeña pero muy bien iluminada. París miró a derredor y notó que el lugar tenía vista a los jardines, por lo que calculó que estaba ubicada en las zonas interiores. No era por lo tanto una habitación en demasía importante, aunque estuviese muy bien decorada con una mesa redonda en un rincón, un librero en la esquina derecha, un ropero empotrado en la izquierda y la cama pulcramente limpia en el centro. Las ventanas estaban abiertas y los visillos se movían al compás de la brisa matinal. También había un óleo que retrataba las cataratas de Bond, una de las caídas de aguas más impresionantes que pudieran existir, y por ende, uno de los sitios más bellos de Earth.

   —¿Le gustan las cataratas, Alteza? — La voz suave y monocorde sacó a Paris de su letargo, obligándole a girar hacia el sitio desde donde Henry, de pie ante él, lo miraba con hipnótica parquedad.

   Paris ni siquiera había oído cuando las puertas de la recamara se habían vuelto a abrir, pero ahora sí que podía ver perfectamente cómo Henry entraba a la pieza mientras sus guardias cerraban las puertas a sus espaldas y se alejaban de allí a largos pasos.

   —Majestad… —susurró el Kazharino, perdiendo el aliento.

   —He pedido que nos dejen a solas y no nos interrumpan —aseguró Henry, dispuesto a ir al grano en ese asunto. Por ello, avanzó hasta su invitado y con un gesto benevolente lo invitó a tomar asiento.

   Paris lo obedeció, sentándose en el sillón que tenía frene a él, y entonces Henry se apresuró a servir dos copas de vino con la que luego propuso un brindis para romper el hielo. Paris la tomó y bebió un poco, viendo cómo Henry bebía también del líquido. 

   No tenía miedo de que lo envenenaran. Estaba seguro de que no lo matarían hasta que revelase el nombre del sitio donde estaba “El libro de las diosas”. No podía creer que algo como eso lo hubiese convertido en el rehén más importante de los cinco reinos en ese momento. Sin embargo, no iba a desaprovechar su oportunidad y si Henry Vranjes quería la ubicación de ese libro, tendría que darle lo que él le pidiese.

   Henry sonrió en ese momento, como si pudiese leerle los pensamientos. Paris se revolvió en su asiento y entonces Henry puso su copa sobre la mesa que estaba a su lado, cruzando una de sus piernas con estudiada sensualidad.

   —¿Sabe porqué esta aquí, Alteza? —preguntó con un tono que pareció más bien un suave ronroneo.

   —Quieres el libro de las diosas —contestó Paris, tuteándolo, sintiendo que hervía de pasión. Henry sonrió asintiendo despacio, inclinándose un poco sobre su silla para dejar que sus cabellos cayeran sobre su rostro, hechizantes.

   —Sí, eso quiero —aceptó con una mirada perversa—. La pregunta ahora es, ¿qué quiere usted, Alteza? ¿Acaso lo sabe?

   Paris soltó la copa y avanzó hacia Henry. Henry, quien también se había puesto de pie, al verlo avanzar, lo detuvo con sus manos estiradas hacia el frente, dejándolas reposar sobre el pecho del varón.

   —Será bajo mis reglas —dijo secamente, tratando de alejarse. Pero Paris no le permitió hacerlo y de un bruco movimiento lo tomó entre sus brazos, ciego de deseo. 

   —Estas en desventaja y lo sabes —gruñó como animal en celo—. No tienes derecho a ponerme reglas. ¡No te burlarás de mí de nuevo como lo hiciste en Midas, ayudado por ese miserable de Milán Vilkas! —le advirtió en tono peligroso—. ¡Esta vez serás mío!

   —¿Estás seguro de que llevas ventaja? —Henry detuvo su forcejeo, retando a Paris con su mirada—. ¿Estás seguro de que yo deseo más el libro de las diosas de lo que tú me deseas a mí? —siseó con un jadeo lascivo.

   A Paris le temblaron las piernas, sintiendo que podía escurrirse hasta el suelo bajo el poder de esa mirada. Henry intentó zafarse de su agarre, pero una vez más el rudo varón no se lo permitió. A pesar de la negativa de Henry, Paris lo retuvo con toda su fuerza y lo besó con total y absoluta entrega. Sería aquel el último beso que le diera en la vida, porque estaba seguro que ese rey, de belleza perturbadoramente maligna, iba a matarlo luego de que le revelase el paradero de aquel libro.

   A Paris ya no le importaba nada, ni siquiera su vida. Lo único importante para él era tener a ese doncel entre sus brazos. Lo tendría, lo haría suyo aunque fuese una sola vez,  y luego moriría feliz, dichoso, embriagado de felicidad por haber tenido la dicha de poseer, aunque fuese por un breve instante, a ese magnífico tesoro.

   A Paris no le importaba nada. No le importaba morir, si con su muerte pagaba por la satisfacción de haber conocido la calidez de ese cuerpo, la estrechez de aquellas entrañas; la inmensa felicidad de poder vaciar su último placer en el cuerpo más tentador y perversamente bello que las diosas hubieran creado jamás.

   Con una bofetada, Henry lo alejó de su boca. No había dormido en toda la noche pensando en lo que tendría que hacer para que Paris le revelase el paradero del “Libro de las diosas”, presintiendo que a última hora se arrepentiría de todo lo que planeaba, tal cual estaba sucediendo.

   Había ordenado a guardia echar llave por fuera de la recamara, porque necesitaba sentirse entre la espada y la pared, de modo que le fuera fácil recordar el motivo que lo llevaba a realizar aquello.

   ¡Se estaba prostituyendo por un libro! Un libro que no le interesaba, pero que necesitaba para poder recuperar “La amatista de plata” y con ella devolverle la vida a Milán.

   Con el libro de las diosas en su poder, Henry sabía que sus enemigos estarían en sus manos, obligados a cumplir sus requerimientos. Por lo tanto, no tenía más opción que entregarse a Paris Elhall, aunque la sola idea le produjese nauseas. No pensaba entregarle nada más que cuerpo, nada más. Sin embargo, cuando Paris lo tomó entre sus brazos con apremiante locura y lo besó con apresuradas ansias, Henry temió que las cosas se le salieran de control y que en esa nueva batalla, que no libraba en campos abiertos ni con espada en mano, no tuviera las herramientas necesarias para salir bien librado.

   Tuvo entonces, por tanto, que usar un poco la fuerza para apartar a un impetuoso Paris que no le daba tregua. Para Henry, Paris era un enemigo más, pues estaba seguro de que antes de negociar con él había estado negociando con los Dirganos, siendo de forma indirecta responsable por el secuestro y posterior asesinato de Milán.

   Si, sin dudas, Paris también tenía que pagar, pensó Henry, tomando al varón de la mano para llevarlo al lecho, donde apremiante, Paris lo tumbó, empezando a desnudarse.

   El pacto se selló y Paris aceptó las reglas. Sólo lo harían una vez, sólo una. Y no abría besos ni caricias de parte de Henry. Paris entraría dentro del cuerpo del doncel y se retiraría no más correrse, entonces diría en qué lugar se hallaba el libro de las diosas y todo terminaría allí.

   —Como tú desees, “Tesoro de Shion”—fue lo que dijo Paris al cerrar el trato, respirando  a bocanadas cuando el cuerpo de Henry estuvo totalmente desnudo ante sus ojos.

   Era perfecto, pensó Paris. No tenía ni una sola cicatriz, a pesar de las múltiples confrontaciones que había lidiado con sus pretendientes. No había ni un sólo acumulo de grasa que afeara la elasticidad de sus músculos marcados y tonificados. El vello púbico, negro como sus cabellos, rizado y abundante rodeaba el sexo dormido, empero, maravillosamente apetecible, y los glúteos, como dos montañas Dirganas, blancas y empinadas, estaban firmes y redondas. Por último, Henry soltó la  larga trenza que llevaba, y su cabellos cayeron sobre su pecho, extraviando de la vista de Paris lo pezones que éste ya anhelaba probar con su boca.

   Henry se introdujo del todo en el lecho y se acostó sobre sus espaldas. Si Paris deseaba otra posición, no le importaba, no iba a moverse de ese lugar ni a participar en nada. Durante todo el tiempo que durara aquello, pretendería no sentir nada ni ori nada; cerraría los ojos y pensaría que todo aquello sólo era un mal sueño, una pesadilla de la cual terminaría por despertar en algún momento.

   Tembló cuando finalmente sintió a Paris posarse sobre él; se crispó cuando sintió esa lengua paseándose por una de sus mejillas. Enseguida pensó en Milán y sintió que no iba a ser capaz de resistir aquello, pero con la templanza que caracterizaba su carácter se obligó a permanecer acostado y le pidió valor a Shion.

   Cuando la boca de Paris se introdujo en su oreja, Henry sintió por primera vez la gruesa y dura virilidad del hombre chocar contra su pelvis. Paris le devoraba el cuello, impaciente y febril. Con un inquietante jadeo, Paris posó sus manos sobre el vientre levemente abultado de Henry, acariciándoselo: posiblemente jugando con la fantasía de que le bebé fuera suyo.

   Henry sintió náuseas ante aquello, pero para ese momento, el varón ya se había apoderado sus pezones, succionándolos hasta que la leche trasparente que los donceles producían en esa etapa de la gestación salió, escasa y dulce, mojándole los labios. En ese momento, Henry se arrepintió completamente de todo aquello y se dio cuenta de que por más que quisiera no iba a poder hacer eso de ninguna manera.

   Rápidamente, empujó a Paris con todas sus fuerzas y trató de buscar la puerta, recordando con pavor que él mismo había dado órdenes a sus guardias de cerrarla con llave desde afuera. Era terrible, y ni siquiera podía contar con Divan pues éste se encontraba al otro extremo del palacio, organizando los últimos detalles de la boda.

   —¡¿Qué sucede?! No te irás a arrepentir ahora, ¿verdad? —bramó Paris, parándose del lecho con los ojos brillantes de locura.

   —¡No te me acerques! —advirtió Henry, y se echó a correr, llegando a tropezones hasta un armario empotrado que había al otro extremo de la recámara.

   << Un arma. Tiene que haber un arma >> pensó desesperado, revolviéndose con afán cuando, en medio de su inútil búsqueda, Paris lo asió por sus cabellos con brutal y desmedido afán, lleno de una fuerza y una violencia que rayaba en lo sobrenatural.

   —No vas a escapar esta vez, “Tesoro de Shion” —siseó el varón, ardiendo de lascivia.

   —¡Suéltame! ¡Suéltame! —chilló Henry desesperado, viendo cumplirse lo que tantas veces temió. Finalmente, su belleza y ese extraño magnetismo que despertaba en los hombres, se estaba volviendo en su contra, dotando a su agresor de un deseo carente de razón. Ya lo había visto muchas veces en las miradas de sus pretendientes (en todas, con excepción de Milán), y siempre había sido capaz de contenerlos.

   Pero esta vez ya no sería así, supo cuando sintió a Paris arrastrarlo hasta una mesa e inmovilizarlo contra ésta. Henry quedó boca abajo, con su pecho y vientre recostado sobre la madera, y sus brazos apresados contra su espalda por la fuerte mano de Paris.

   Se sentía imposibilitado para defenderse, pues el golpe contra su vientre lo dejó fuera de combate y totalmente mareado. Su embarazo le había hecho perder condición y energías y no tenía las fuerzas necesarias para luchar contra ese huracán de demencia en que se había convertido Paris Elhall.

   Con las lágrimas corriendo ya fuera de sus ojos, pensó horrorizado en la posibilidad de que su bebé se hubiese lastimado por el golpe, pero en ese momento esa preocupación fue remplazada por un dolor más agudo y terrible que la descarga de un látigo.

   Paris, totalmente fuera de sí, se empujó sin mayores preámbulos en aquel cálido interior que tantas veces había deseado, y recostando su peso sobre el cuerpo de Henry, se abrió paso con violencia.

   Henry sintió que algo punzante como un arpón de carne le perforaba las entrañas y gritó con tanto ahínco que pensó que sus cuerdas vocales se desgarraban al mismo tiempo que lo hacía su trasero. Paris parecía poseído por los espíritus de todos aquellos desdichados que habían muerto bajo el filo de su espada, y que ahora regresaban buscando lo que en vida no habían podido obtener. No se cansaba, y ya no necesitaba ni siquiera sujetarlo de las manos porque Henry, carente de fuerzas, sólo tenía aliento para evitar que su vientre chocara contra la mesa. Los embates dentro de su pasaje lastimado no podía evitarlos; ese ritmo lascivo y perverso que Paris imponía en sus caderas ya era inevitable y Henry sólo se aferraba de la mesa para sostenerse mientras esperaba el momento en que todos esos fantasmas del pasado y el pretendiente en turno se cansaran por fin de él, y con la simiente de su gozo lograran de una vez por todas matar esa terrible obsesión que solo los había conducido a la muerte.

   Con un ronquido sordo, Paris se vació dentro de Henry y se dejó caer sobre el esbelto cuerpo, sin retirarse del doncel. Trataba de retormar el ritmo normal de su respiración luego del violento orgasmo, pero Henry no le dio tiempo de descansar y lo empujó, irguiéndose con rabia hasta sacarlo dolorosamente de su cuerpo ultrajado.

   Paris cayó sobre las alfombras de aquel salón con unas facciones de absoluta beatitud en su rostro. Era como si, en vez de haber cometido una violación, hubiese tenido alguna especie de experiencia religiosa, dejando purgadas todas las cuentas pendientes que tuviera con la vida. Henry lo miró y atribuyó esto al efecto del veneno que le había colocado en el vino, veneno del cual él también había bebido.

   —¿Dónde está el libro de las diosas? —preguntó Henry en leves susurros.

   —En las ruinas de Ambrad, debajo de los túneles que conducían al altar del templo —respondió Paris, temblando de pies a cabeza—. Voy a morir, ¿verdad?

   —Si —respondió Henry con una mirada heladísima.

   —¿Cómo?  —quiso saber Paris.

   —Puse veneno en el vino que bebimos hace un rato.

   —¿Que bebimos…?

   —Sí, que bebimos —La mirada de Henry pasó de fría a perversa—. Yo tomé el antídoto antes de entrar aquí. El veneno no me hará ningún daño.

   —¿No confiabas en tus encantos para atraerme? ¿Pensaste que podía importarme más mi vida que poseerte, tesoro?

   Al oír aquella palabra, a Henry se le secó la boca y un gesto de espanto le hizo doblarse con espasmódico dolor, vaciando su estómago sobre el tapizado.

   —El veneno tardará en actuar, Paris Elhall —dijo cuando se recuperó de las náuseas. El susodicho alzó el rostro y lo miró, luchando contra la parálisis que comenzaba a entumecer su cuerpo.

   —Nunca hubiera cambiado el libro de las diosas por evitar esta agonía —jadeó—, pero sí lo he hecho por tenerte a ti, tesoro de Shion. Perderte después de haberte tenido es la peor agonía que un hombre puede tener. Es necesario que lo sepas.

   Henry se estremeció cuando Paris lanzó un gemido y su cuerpo se arqueó en agonía. Aquel veneno lo tendría así por horas y horas, pues Henry en persona lo había preparado, justamente para producirle a Paris una gran agonía como castigo por haber tocado su cuerpo.

   Henry no usó ese veneno como método de presión para sacarle a Paris la información que necesitaba, pues sabía de sobra que con sus artes de seducción lo lograría. Henry sabía que los hombres que caían bajo su embrujo no sentían el menor miedo a la muerte. No obedecían a ninguna razón ni lógicas humanas.

   Por eso ahora, mientras observaba a Paris Elhall revolverse con espantoso sufrimiento a sus pies, Henry sintió una infinita compasión por él. Le asqueaba y le enternecía al mismo tiempo. Era como un ser diminuto y débil, como lo habían sido todos sus pretendiente con excepción de Milán.

   Cuando Paris comenzó a sangrar por la nariz, Henry se le acercó y se puso en cuclillas a su lado, envuelto aún en su espectacular desnudes.

   —Paris Elhall, no eres más que un pobre humano miserable —le dijo acariciando suavemente su mejilla. ¿Deseas que te ayude a terminar con tu sufrimiento?

   —Mi hermano… Nalib… dijo que yo… moriría de amor —resopló el Kazharino—. Será… un placer… morir por tu mano… Tesoro de Shion.

   Y entonces, de esta forma, Henry llevó ambas manos hasta el cuello de Paris y apretó con todas sus fuerzas. Mientras el aire abandonaba por completo los débiles pulmones de aquel infeliz, Henry lo miró a los ojos, como había mirado a cada uno de los pretendientes abatidos con su espada y le sonrió.

   Paris murió asfixiado bajo las manos de Henry, pero al expirar, su rostro no presentaba ninguna huella de sufrimiento ni agonía. Su cadáver parecía sonreír y gozar de una gran paz… una terrible y macabra felicidad.

 

 

 

 

   El banquete de bodas inició sin contratiempos. Henry apareció puntual en la capilla mayor de palacio, hermosísimo en su traje blanco y sin un solo rastro de violencia que evidenciase la pesadilla que había sufrido en la mañana. Sólo Divan, de pie, frente a las escalinatas del altar lo sabía todo, y había tenido que hacer de tripas corazón para no abofetear a su futuro esposo cuando se enteró de lo ocurrido.

   Cuando Henry le dijo que debía hacerse con Paris, Divan pensó que le sacaría la información con métodos de dolor y no de placer. Por eso estalló furioso cuando uno de los donceles de compañía de Henry lo buscó a eso del medio día, para decirle que su señor había sido lastimado.

   Divan corrió entonces a las habitaciones de su prometido, empujando las puertas de un solo golpe, encontrándose con un Henry desnudo y tembloroso, sobre cuyo cuerpo maltrecho trabajaban con ahínco los senescales.

   Al verlo así, tan frágil y herido, la rabia de Divan se apagó y sus deseos de reprenderlo se esfumaron. Lo que hizo fue acercarse al lecho y abrazarlo con todas sus fuerzas mientras Henry se deshacía en un desgarrador llanto.

   Gracias a las diosas, el bebé estaba en perfectas condiciones y no había sufrido ni el menor rasguño. Sin embargo, Henry lucía un poco pálido y estaba muy adolorido. Divan pensó, incluso, en aplazar la boda, pero la sola idea le pareció a Henry el mayor de los exabruptos. Le aseguró que la boda se haría, que la recuperación que los facultativos pronosticaban para dos días, él la lograría en cinco horas.

   Y así lo hizo.

   Henry caminó por la gruesa alfombra con toda su majestuosidad. Parecía más una aparición divina que un rey, y la corona, que desde hacía años no usaba con frecuencia, le daban un porte de grandeza exquisito.

   Los nobles, venidos desde los cuatro puntos cardinales, quedaban sin aliento al verlo desfilar detrás de los sacerdotes de Shion, que precedían el rito sagrado. Sólo Kuno, sentado junto a Xilon, en la tercera banca del ala derecha, lo miró con desprecio cuando pasó por su lado.

   Henry recorrió todo lo largo de la nave centrar, llegando finalmente hasta el sitio donde Divan ya le esperaba, sosteniendo una vasija que contenía el agua sagrada de la fuente de Nuville, como símbolo de pureza, lo cual dio mucho de qué hablar entre los invitados.

   Pero Henry no se dejó amedrentar y continuó con su ceremonia sin romper ninguna parte del protocolo. El rito matrimonial de Earth era largo y solmene. De todos los reinos era el único donde aún se celebraba en la lengua madre, pese a que por ello, no todos pudiesen entenderlo.

   Durante la segunda parte del rito era necesario apagar las lámparas bioenergéticas para que los novios encendieran el fuego que dejaban arder durante el tiempo que duraran los banquetes. Si el fuego se apagaba antes de la madrugada, el rito se consideraba nulo y quedaba terminantemente prohibido consumarlo hasta pasado un mes, plazo en el cual se repetía nuevamente. Si en tres ocasiones, el fuego se apagaba antes del tiempo establecido, ello significaba que el enlace no era del agrado de Shion, y entonces los novios debían buscar nuevas parejas.

   Los sacerdotes dejaron el fuego consumiéndose ante el altar, y el coro, ubicado en el balcón del campanario, entonó los canticos a Shion. A Henry se le arrugó el corazón imaginando a sus padres ante aquel altar muchos años atrás, y el miedo que sintió ante el pensamiento de que su historia también terminara en tragedia hizo descender una lágrima hasta su mejilla. Divan, a su lado, la notó y la limpió, tomando de paso la mano enguantada sobre la que depositó un dulce beso.

   Los cánticos terminaron y empezó la parte final. Henry y Divan unieron sus manos diestras, recibiendo la bendición final. Ambos entendían a la perfección la oración del sacerdote y la repetían con perfecta dicción. Luego, los padrinos, uno por uno, y en un total de diez por cada novio, los ungieron con esencias perfumadas mientras arrojaban al fuego frutos secos para conjurar la esterilidad.

   Benjamín se había mostrado incómodo durante toda la ceremonia. Estaba esplendoroso aún vestido de luto, y aunque sabía que lenguas viperinas estaban en ese mismo instante comentado sobre su presencia en una boda a pocos días de los funerales de su primogénito, él había decidido asistir. Y no sólo lo hizo por la curiosidad casi morbosa que le producía ese enlace, sino también porque sabía que Milán muy seguramente debía estar por allí, rondando por los alrededores, espiando todo muy de cerca.

   Y a él le correspondía estar allí, muy cerca de Milán, apoyándolo, brindándole consuelo, consolándole en aquella pena.

   Benjamín se llevó una mano al pecho y suspiró. Se sentía supremamente acongojado. Como papá y como hombre que había conocido la pérdida del amor sabía que aquella brumosa noche de otoño y de luna creciente era sin duda el día más triste que Milán hubiese vivido jamás.

 

 

  Unos minutos antes de la media noche, cuando los banquetes se hallaban en todo su apogeo, con la nobleza divirtiéndose en medio de bengalas, rondas de bailes, vino y pompa, y el pueblo, tras las murallas, se  agolpaba en las calles en fiestas juglares derrochando alegría, los sacerdotes entraron nuevamente al templo para verificar el fuego.

   Milán, que se había camuflado en los jardines del palacio, como solía hacerlo en sus épocas de espionaje a Henry, oyó el sonido de las campanas, anunciando la conservación del fuego y por tanto la validez del ritual. Ahora los desposados se retirarían a sus habitaciones y consumarían la unión.

   Aturdido de dolor, se dejó caer entonces sobre la tierra fría de aquel lugar, llorando de pena ante su última esperanza desvanecida. Con cuidado tomó el único retoño de rosa negra, que logró conseguir en los jardines de un campesino Earthiano, y lo trasplantó en el mismo lugar donde Henry, tiempo atrás, había tratado de cultivarlas sin éxito.

   En cuatro meses volverían a verse, y para entonces, las flores estarían abiertas en todo su esplendor. Sería en ese momento cuando Henry se enteraría de que él vivía, y si su corazón aún le pertenecía, no permitiría que nadie los separara otra vez.

   Pero por ahora no podía ser. Por lo pronto debería ser un espía de nuevo; un amante loco en las sombras, un enamorado tonto sin posibilidades…

   Pero sólo por cuatro meses.

   Continuará…

 

 

 

 

 

 

 

 


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