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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo XXIX

   Un corazón noble.

  

   El embarazo había convertido a Ariel en un muchacho increíblemente dócil. Desde que tomara conciencia de su nueva situación y descubriera aquellos terribles sucesos que rodearon su pasado, parecía otro.

   Por fuera seguía siendo el mismo chico estilizado e infantil, ese al cual las hormonas no le habían causado ni el más ligero cambio. Sólo su vientre, ahora del tamaño y la circunferencia de un melón, daba muestra de su estado. Era en él más notoria la gravidez que en Henry; tal vez por ser más alto y delgado que éste último.

   Se le veía contento a pesar de las circunstancias y los recientes acontecimientos. Pasaba muchas horas en la biblioteca privada de Ezequiel, la cual le gustaba más porque tenía vista a las colinas y mejor iluminación que la de los escribas. En ella mataba días enteros leyendo tratados insultantemente voluminosos de medicina antigua y pociones curativas. A veces empezaba su lectura un poco después del alba y sólo volvía al mundo ordinario cuando Vincent o Vladimir entraban a buscarlo para merendar. Estaba fascinado con el arte de los facultativos, una magia que parecía más cosa de diosas que de humanos. Comprender el cuerpo, sus mecanismos y los misterios que éste encerraba era tan apasionante y divertido. La vida toda era un maravilloso enigma, un acertijo encantador. Sólo había algo que le maravillaba aún más que todo aquello; algo que le arrebolaba el alma cada vez que lo sentía, y eso era el movimiento de su hijo. Ariel estaba fascinado con la indescriptible sensación que era sentir otra vida creciendo dentro de su cuerpo. Era algo que ningún libro podía expresar.

   Vladimir, por su parte, estaba más que satisfecho con la conducta de su ahora esposo. Le había sorprendido gratamente verlo aceptar sin rechistar la orden dada por Xilon sobre bendecir su relación. La mañana de la boda, a pocas horas del matrimonio de Henry y Divan, Ariel se levantó muy temprano y por primera vez en todos esos días dejó aparte sus estudios para permitirle a sus donceles prepararlo para el ritual.

   Resultó ser todo un experto en las tradiciones de su pueblo, pues recitó la oración a Ditzha en Dirgano antiguo con la misma fluidez y precisión que si lo hubiese hecho en Kraki, y supo hacer con absoluta corrección el nudo del lazo que debía atar en la cintura de Vladimir.

   La boda fue sólo una mera formalidad porque desde que se había enterado de su embarazo, Ariel se había estado comportando como un fiel y amante esposo. Tanto así, que Vladimir se había quedado congelado la primera vez que le escuchó responderle con un respetuoso: “Si, Vladimir”, acompañado de un suave asentimiento de cabeza. No podía recordar ni siquiera cuál había sido su orden, pero aquella respuesta jamás la olvidaría. Era como si el pequeño príncipe hubiera reaccionado a alguna especie de estimulo biológico que le decía que aquel al que tantas veces había mirado por encima del hombro era su marido y como tal le debía respeto.

   Tampoco formó algarabía cuando supo que no asistiría a la boda de Henry. El pacto hecho con Kuno le impedía salir de Midas, por lo tanto aguardó las noticias con paciencia y permaneció encerrado junto a sus libros mientras el resto de la familia real se encaminaba con rumbo a Earth. Ni siquiera aceptó que Vincent se quedará acompañándolo. Todo lo contrario. Le pidió medio en broma, medio en serio que asistiera como compañía personal de Vladimir y que impidiera que coquetos cortesanos se le acercaran.

   Ya habían pasado dos días y sólo faltaba uno para que finalizaran los banquetes de boda de Henry y Divan, y Vladimir y compañía regresaran a palacio. El estudio de la botánica útil para la anestesia lo había mantenido entretenido, aunque no dejaba de preguntarse qué habría pasado en aquellos dos días. ¿Los Dirganos se habrían presentado? ¿La boda se habría llevado a cabo sin inconvenientes? ¿Xilon habría asistido?

   Agobiado por las duda, abandonó la biblioteca buscando aire. Además, ya había oscurecido y no le gustaba leer al amparo de velas. Subió las escaleras y llegó hasta la habitación que compartía con Vladimir. Las puertas de la terraza estaban abiertas y, entrando a ella, se posó en el balcón justo en el momento en que se activaban las fuentes.

   El agua cristalina subía en un chorro potente para descender luego como una regadera de siete metros de altura. La fuente principal, situada en el centro de una gran alberca, se encendió primero junto con las luces bajo el agua. Luego, las fuentecillas con forma de cabezas de león, que en tierra firme rodeaban la piscina, se activaron con un hermoso efecto dominó. Ariel quedó tan admirado que la criatura saltó en su vientre y él sonrió contemplando el espectáculo de la luna en cuarto creciente reflejándose en el estanque junto a las estrellas de una constelación milenaria.

   Recordó de inmediato a Vladimir y tembló de deseo. Varias semanas atrás salió con él de paseo y conoció un lugar ubicado a considerable distancia del castillo. Era un lago escondido detrás de un bosque espeso. Entrar era complicado por la abundante maleza, pero una vez allí todo era mágico.

   Ariel había escuchado muchas historias jaenianas sobre monstruos marinos y leyendas del mar, pero ninguna le había maravillado tanto como las historias contadas por Vladimir sobre los espíritus del bosque.

   Caminaron un rato por los alrededores, llegando hasta la abadía donde había vivido Kuno durante casi cinco años. Después volvieron al lago y se bañaron desnudos bajo el sol del ocaso. Hicieron el amor dentro del agua y fuera de ella, siendo aquella vez el momento en el que Ariel descubrió lo erótico que era el sexo al aire libre.

  
   Volvieron a ir a aquel lago dos días antes de casarse, y ese día durante las pausas del amor, Ariel volvió a preguntarle a Vladimir sobre su pasado. Por un momento, cuando lo vio mirarle serio, creyó que nuevamente se negaría a responderle, como sucedió aquella vez en Jaen, durante el juego donde perdió la voz. Sin embargo, esta vez, Vladimir, dejándose caer sobre sus espaldas, le contó su historia con lujo de detalles. Recuerdo  a recuerdo. Fue hermoso conocer de sus propios labios aquella historia. Era triste, como lo son todas las bellas historias, pero las diosas habían querido que así sucediese…

   Antes de convertirse en príncipe de Midas, Vladimir Girdenis fue un campesino de las llanuras, hijo mayor de un agricultor y un sanador ilegal que sufría constantes persecuciones por parte de los facultativos avalados por la corona. El entonces adolescente odiaba a todos los que consideraran a su papá un curandero de poca monta y un vulgar hierbatero, y pensaba que el rey era el responsable de perseguir cruelmente a los médicos que consideraban la medicina a base de plantas más eficaz que la basada en cristales.

   El papá de Vladimir fue encarcelado en varias ocasiones, acusado de practicar ilegalmente la medicina. En una ocasión, incluso, un falso testigo lo acusó de crear pociones para abortar. Esa vez estuvo en un juicio encabezado por el mismísimo padre de Vincent de Hirtz, quien en esa época lideraba el gremio médico de la corona Midiana en el ducado de Hirtz.

   Vladimir temió de veras por la cabeza de su papá, pero gracias a Johary las cosas resultaron favorables para su familia, y su papá junto al entonces duque de Hirtz, terminaron trazando una fuerte amistad que se extendió a sus hijos.

   Un año más tarde, cuando por fin el rey había accedido dar el aval al médico campesino para que practicara su arte sin trabas burocráticas, la muerte sobrevino al humilde hogar en forma de un fuego abrasador que consumió por completo la modesta casita donde vivía la familia.

   Vladimir perdió en una noche a sus padres y sus dos hermanos pequeños. El fuego comenzó en los cultivos de arroz, cuando un par de ladronzuelos dejaron caer una antorcha en medio de su fuga. Rápidamente, las llanas se extendieron por toda la plantación hasta alcanzar la vivienda de madera y palma donde la familia pernoctaba. La habitación de Vladimir estaba sola porque al muchacho le gustaba dormir afuera durante el verano, pero sus padres y sus hermanos si se hallaban dentro de la casa.

   A media noche lo despertó el humo y los gritos de algunos vecinos, a quienes la lumbre fosforescente de las llamas había alarmado. Azorado, intentó entrar por la puerta trasera, las cual no había alcanzado el fuego; sin embargo, una viga ardiendo le cerró el paso.

   Vladimir se quemó las manos tratando de quitarla de su camino. Y para cuando vio que aquel esfuerzo era inútil y que era mejor buscar otra entrada, ya estaba rodeado por las llamas.

   Se desesperó observando las lenguas de fuego que intentaban enlazarlo y daba un brinco angustiado cada vez que un fogonazo le rozaba. El calor era abrumador y el humo lo enceguecía por completo. Entonces, se dio cuenta que dentro de su hogar no se escuchaban gritos ni golpes, y que sólo el crepitar de las llamas y la algarabía de los vecinos acompañaba los latidos de su corazón martilleando en sus oídos.

   Cayó sobre la tierra aturdido de pena. Aquel silencio en su vivienda sólo podía significar lo peor. Su familia había muerto asfixiada, quizá mucho antes de que él mismo se percatara del incendio. Se tumbó del todo esperando igual destino, aguardando la muerte, pero fue la salvación la que llegó a él en la figura más increíble que se hubiera podido imaginar.

   Una ráfaga de viento, creada con la más espectacular bioenergía, rompió las llamas y creó un túnel por el que ingreso su salvador. El hombre, con un brillo sublime dado por el fuego, llegó hasta él, alzándolo en brazos hasta ponerlo a salvo. Cuando Vladimir volvió a reaccionar estaba sobre la cabalgadura de su héroe, aferrado a su espalda. Entonces, Ezequiel Vilkas giró su rostro sucio de hollín y le miró de pies a cabeza. El general de la guardia real negaba con la cabeza, acostumbrado ya a las acciones temerarias del rey.

   Vladimir miró a Ezequiel estupefacto y éste le correspondió con una mirada inquisidora. El rey tuvo que ver en los ojos del muchacho algo que le agradó, pues no dudó en llevarlo a palacio consigo y nombrarlo a los pocos días hijo por adopción. El nuevo príncipe, sin embargo, no fue acogido de forma inmediata por la nobleza. El propio Benjamín, a diferencia de sus hijos, se mostró renuente a aceptarlo en su familia, y no fue hasta que vio al chico por primera vez, con las manos heridas, el cabello chamuscado y esa mirada altiva y sincera, que reconoció en él a un noble innato. Cuando Vladimir vio a Benjamín por primera vez, inclinándose respetuosamente, el rey consorte dejó de lado su orgullo y sentándose a su lado lo ayudó a curar de sus heridas.

   Así fue como Vladimir Girdenis se convirtió en un miembro más de los Vilkas. Con el paso de los meses fue sacudiéndose la timidez inicial, mostrando finalmente su carácter curioso y risueño. Hizo gran amistad con Milán y le juró una lealtad eterna a Ezequiel. También amo entrañablemente a Benjamín, aunque fue Kuno el que más caló en su corazón.

   Desde el instante mismo en que Vladimir vio al pequeño príncipe, reconoció en él a sus hermanitos perdidos, y por eso le promulgó de inmediato el mismo afecto que había tenido para con sus consanguíneos.

   Cuando llegó la adolescencia de Kuno, y con ella los malintencionados rumores de que mantenía una relación licenciosa con su hermano adoptivo, Vladimir se alejó un poco de él por respeto a su pudor, entablando, casi de inmediato, una relación pública con Vincent.

   El resultado fue el esperado. El escándalo y la demagogia hicieron todo el trabajo. A los pocos días de haber sido vistos besándose durante una fiesta en palacio, los antiguos rumores se evaporaron como lluvia al sol y la nueva víctima de la comidilla de la corte y el pueblo pasó a ser el actual duque de Hirtz.

   Ariel suspiró, mirando la noche calma. Vladimir le había confesado que amó a Vincent con todo su corazón, y que no lo había usando vilmente para callar los rumores sobre Kuno; sólo había cometido el error de tratar de usar la situación a su favor. Sin embargo, Vincent no lo vio así al principio, y al enterarse de aquellos rumores sintió tanta rabia que no dudó en avergonzarlo públicamente, engañándolo con uno de los comandantes del ejército que Vladimir mismo entrenaba.

   El asunto llegó a volverse tan escandaloso que Milán en persona tomó cartas en el asunto, degradando al uniformado aún en contra de la voluntad de su hermano, e inmediatamente después, redactó una consigna, apoyado por su padre, en la que rompían lazos de amistad con el ducado de Hirtz.

   Avergonzado por su tonto y  precipitado actuar, Vincent trató de arreglar las cosas, pero Vladimir ya no le aceptó de vuelta. Tres días después, Vincent se marchó a Jaen pues ya no tenía cara para mirar a su padre de nuevo, y allí, en el reino del mar, obtuvo un importante cargo como médico real. El duque trabajaba todavía en palacio a la muerte de Jamil Tylenus, y  Ariel confió en su palabra cuando éste le dijo que su padre había fallecido por causas naturales de un ataque al corazón. Xilon le había dado la misma versión luego de los funerales, pero ya Ariel no le creía ni una sola palabra de su hermano.

   Al caer definitivamente la noche, Ariel entró de nuevo a su habitación y encendió un pequeño candil. No quiso llamar a ningún sirviente para que le ayudara a desvestirse, porque prefería estar solo. En momentos como aquellos siempre lo había acompañado la bebida, pero desde que había llegado a Midas ya no sentía ganas de beber. Parecía como si esas ansias se hubieran quedado en Jaen, reposando junto a sus padres.

   Ahora, concentraba sus deseos en otro punto. Se sentía hervir cada vez que pensaba en su esposo, en todas las cosas que le había enseñado en solo un mes; en la forma como lo poseía, haciéndole sentir como un indefenso pajarillo en las garras de un tigre. Vladimir lo había convertido en hombre, su fiereza natural lo había desojado como una margarita y le había quebrado la vanidad.

   Sin embargo, a pesar de todo, lo que más hacía sonreír a Ariel era el amor furioso que sabía que Vladimir sentía por él y por el hijo que esperaban. En las noches, mientras dormía, lo escuchaba hablarle a su vientre y cantarle al ser que aún no nacía. La criatura parecía responderle, porque se movía con violencia al punto de que algunas noches lograba despertarlo. Ariel se quedaba quieto, haciéndose el dormido, mientras sonreía internamente. Le gustaba sentirse amado y atendido, y aunque extrañaba en demasía a su querido hermano tenía que reconocer que en toda su vida nunca había sido tan feliz.

 

 

   A Vladimir se le hacía muy difícil buscar a Benjamín entre la multitud de parejas que se agolpaban en la pista de baile. La última vez que lo había visto estaba conversando con los condes de Simarion, y parecía estar realmente desesperado porque mientras hablaba no dejaba de tocarse la trenza y miraba a todos lados. Hasta Vincent había salido hasta la terraza para ver si lograba verlo entre los jardines o quizás perdido en el laberinto de setos. Pero nada; no había ningún indicio de su paradero.

   Su papá buscaba a Milán, o por lo menos eso pensaba Vladimir. Si estaba en lo correcto, lo mejor era que actuaran con prudencia; sospechaba que la noche auguraba acontecimientos importantes.

   Durante aquellos dos últimos días, Vladimir no había podido comunicarse telepáticamente con Milán, y aún no podía entender por qué éste no había tratado de detener la boda de Henry.

   Inquieto, sacó de su bolsillo el reloj de cristal que solía pertenecerle a Ariel y miró la hora en él. Eran casi las nueve. En Midas apenas estaría oscureciendo y seguramente Ariel ya habría abandonado la biblioteca. Sonrió. Le habría encantado traerlo con él porque sabía cuánto adoraba las fiestas; sin embargo, reconsiderando la idea, lo mejor había sido que se quedara. Su embarazo era más que evidente y la verdad no iba a tener paciencia para soportar que los burgueses y los nobles lo miraran con desdén y lo despreciaran.

   No soportaría ver que los jóvenes de su edad le dieran la espalda por temor a estarse relacionando a un doncel de comportamiento disipado. Con Henry la cosa era a otro precio: Era el rey y el anfitrión, mientras que en ese reino, Ariel sólo era un príncipe extranjero. No lo habrían tratado nunca con igual consideración de haber sido visto en público con una barriga de casi un mes a sólo dos días de su boda.

   Vladimir apretó un poco más su copa, pensando en que Ariel tuviera una razón más para sentirse avergonzado. Ya suficiente tenía con todo lo sucedido. Desde el día en que se enteraron de las fatales consecuencias dejadas por el triangulo amoroso entre los reyes de Midas y Lyon Tylenus, Ariel era incapaz de mirar a Benjamín a los ojos. Se sentía terriblemente mal pensando que tal vez era él quien debía haber muerto en lugar del otro niño.

   Benjamín no podía estar más en desacuerdo con esa idea, y por eso la mañana de la boda, mientras Ariel se acicalaba, el rey consorte entró en la recamara que Ariel ocupaba antes de desposado, y colocándose a sus espaldas lo sorprendió amarrándole el cabello con unas cintas bordadas en oro.

   “Espero que tu matrimonio este lleno de alegría y amor”, le dijo atándoselas en las hebras platinadas. Luego, poniéndose frente a él, lo abrazó con calidez. “Eres la felicidad de Vladimir y el papá de mi nieto. Luego también eres mi hijo”.

   Aquel gesto distendió las cosas, pero aún así, Vladimir sabia que Ariel no se sentía todavía completamente en confianza. Por eso duraba días encerrado en la biblioteca entre sus libros y no hablaba durante las comidas. Sin embargo, estaba mucho más contento de lo que lo conociera jamás. Siempre había intuido que ese niño malcriado ocultaba algo realmente escalofriante detrás de esos ojos llenos de rabia y ahora sabía que era.

   Vladimir había usado su legeremancia con Ariel. Había avanzado tanto en su poder que no necesitaba su autorización para escudriñar en su mente. Sin embargo, lo hacía durante los momentos de intimidad, pues la mente aturdida por el placer era más fácil de invadir.

   Las primeras cosas que vio no le sorprendieron mucho, porque ya las conocía. Estaba al margen sobre la canallada perpetuada por Jamil cuando le rompió los brazos y también sabía sobre su poco prudente gusto hacia la bebida. Vladimir sabía que a Ariel, por lo menos antes de su llegada a Midas, le gustaba empinar mucho la botella, lo que no sabía era como había empezado ese gusto.

   Descubrirlo fue escalofriante.

   Fue durante la tarde en que lo llevó al lago por primera vez. Mientras hacían el amor sobre la húmeda hierba, Vladimir penetró algo más que su cuerpo, y adentrándose en los recuerdos de aquella oscura mente, se encontró con una terrible escena. En ella, un Ariel de poco más de diez años entraba al despacho privado de su padre, aprovechando que éste se encontraba fuera. El niño sacó un tomo empolvado y desmadejado de la pequeña estantería de libros de aquel lugar y buscó rápidamente una página que ya tenía memorizada. Al encontrarla, aparecieron ante él unas imágenes explicitas de hombres en acoplamiento. Se sonrojó y rio bajito. Días atrás, uno de sus amigos le había hablado sobre el libro confesándole que lo leía a escondidas de sus padres, camuflándolo bajo el empastado de un tratado de culinaria. Ariel recordó que su padre tenía un ejemplar en su despacho y decidió entrar a buscarlo apenas tuvo la oportunidad.

   La travesura le costó cara.

   Ariel estaba tan entretenido en esa inocente curiosidad que cuando le hablaron al odio tiró el libro, que de lo viejo que era se desojó en el aire. No tuvo ni oportunidad de explicarse porque Jamil lo sujetó con fuerza lanzándolo de espaldas sobre el escritorio. Ariel pataleó pensando que su padre lo golpearía por encontrarlo viendo indecencias. Por eso, cuando el varón inclinó su rostro, lo tomó de la barbilla y lo besó, el pobre niño no hizo más que pasmarse de la impresión y dejarlo hacer.

   Pasaron algunos segundos antes de que Jamil lo empezara a desnudar. Ariel pensó, en su inocencia, que su padre quería marcarle la piel a golpes, y cuando lo vio desajustarse el cinto acentuó más esta teoría, encogiéndose de miedo.

   Pero los golpes nunca llegaron. Jamil terminó de bajarse los pantalones y la ropa interior, mostrándole al pequeño príncipe su sexo grande y erguido.

   Ariel se echó hacia atrás, desnudo sobre la mesa. No podía intuir lo que podría pasarle porque las escasas imágenes que había alcanzado a ver en aquel libro erótico no eran suficientes para poder vislumbrar las inmundas intenciones de su padre. No obstante, sí sabía que aquello estaba muy mal. La mirada de locura en los ojos de Jamil le decían que no recibiría una golpiza ordinaria como pensaba. Recibiría algo peor. Mucho peor.

   Gritó todo lo que le dieron los pulmones al verse aferrado por el macizo hombre que, con su musculoso cuerpo sobre el suyo, lo ahogaba. Lloró como no recordaba haber llorado nunca antes mientras seguía implorando ayuda entre sollozos.

   Jamil le hablaba en Dirgano, diciéndole obscenidades de un calibre que él aún no alcanzaba a comprender. Lo llamaba Lyon y lo lamía, lo besaba en los labios y le agarraba los genitales. Ariel se revolvía en sus brazos con una angustia que le subía a la garganta en forma de un nudo enorme. Jamil lo apretaba con libidinosos bríos, separándole las piernas para poder penetrarle. Ariel sentía la masculinidad de su padre intentando abrirse paso entre sus glúteos, pero con gran resistencia se lo impidió. Finalmente, agotado de sus esfuerzos inútiles, Jamil soltó una bofetada sobre el rostro del pequeño, quien segundos antes había logrado hacerse con un abrecartas que se hallaba sobre el escritorio.

   Cuando el rey bajó su brazo y descargó el golpe, Ariel le clavó el objeto plateado en todo el deltoides, y lo hizo con tanta fuerza que el filo ensangrentado le salió del otro lado.

   Hubo un grito terrible. Justo en el momento en que Jamil se incorporó, bramando de dolor, Xilon entró en la oficina con rostro de poseído. Al ver la escena, sus facies se pusieron lívidas, como si en cualquier momento fuera a expirar. Se abalanzó sobre su padre con la violencia de un toro y de no haber sido por la intervención de la guardia real, que venía a pocos pasos del entonces príncipe, sin duda lo habría matado.

   Después de aquel día se vio siempre a los príncipes muy juntos. Xilon no le perdía ni pie ni pisada a su hermano y éste lo agradecía. Todo aquello lo había dejado con los nervios de punta y más cuando dos meses después comenzaron a levantarse rumores acerca de que Xilon conspiraba para matar a su padre.

   Ariel vivía intranquilo, angustiado. Su carácter se fue volviendo huraño y agresivo. Estaba siempre de mal humor, e incluso, algo sádico son sus sirvientes. Su rabia sólo mejoraba cuando se encerraba en su recamara y su felicidad consistía, en su mayor parte, en la botella de vodka escondida bajo su colchón.

   Una mano grácil y delgada asustó a Vladimir al posarse sobre su hombro. Dejando de lado los turbios recuerdos que lo habían estado embargando durante esos últimos minutos, el príncipe giró su rostro y unos ojos azules y grandes, que lo miraban con atención, lo sorprendieron.

   Al reparar de pies a cabeza al dueño de tales ojos, descubrió que se trataba de Gregory Van Zhan, futuro conde de Simarion. El muchacho, pulcramente vestido de negro, con una guerrera cerrada hasta el cuello, gemelos plateados y el cabello ocre recogido y escondido bajo un sombrero oscuro de alas, estiró su mano enguantada. Era un doncel bello y sombrío, como un hermoso espectro.

   —Es un placer verle alteza; no era mi intención asustarlo —se excusó el jovencito con una respetuosa reverencia—. Sólo pasé a brindarle mis condolencias.

   —Muchas gracias —respondió Vladimir, escrutando sin reparos los ojos tristes que lo miraban con dolor —, aunque creo que las condolencias deberían ser mutuas —agregó con brutal sinceridad—. Sé que usted amaba a mi hermano.

   El rostro desolado se volvió más sombrío, y por esos ojos apagados corrieron varias lágrimas. El jovencito sollozó ligeramente, conteniéndose.

   —-Mis padres consideran escandaloso que le guarde luto a un hombre que nunca fue mi marido, pero no me importa —anotó un momento después con voz quebrada—. Guardaré luto a Milán hasta que yo también me muera. Lo juro.

   —Pero eso no es justo, excelencia —replicó Vladimir mirándolo con compasión—. Es usted muy joven y bello para resignarse a tan amarga suerte.

   —El amor es terco alteza. —El muchacho sonrió de medio lado—. Milán lo sabía… y yo también lo sé.

  Devolviendo la sonrisa, Vladimir trató de añadir algo más, pero justo en ese momento sonaron las trompetas en las puertas principales del castillo. De inmediato, los invitados corrieron hacia las terrazas para mirar quienes eran los recién llegados que se habían quedado rezagados, apareciendo con dos días de retraso a los banquetes de boda. En aquel momento también, Vincent se acercó a Vladimir y al conde Gregory.

   —Es Jericó de Launas —dijo—, parece que finalmente ha decidido presentarse.

   Vladimir suspiró. No veía a Benjamín por ningún lado y eso no le agradaba en lo absoluto. Sintió un retortijón en el estomago. Presentía que las cosas se pondrían feas, muy feas.

   —No puedo creer que haya tenido la desfachatez de presentarse después de la infamia cometida contra Kazharia y contra Midas —anotó Gregory empuñando las manos con furia. Vladimir y Vincent asintieron al tiempo.

  
   De repente, uno de los guardias anunció la entrada de los reyes anfitriones. La pareja de recién casados se hacía presente de nuevo después de un día de ausencia para cerrar los banquetes.

   Henry vestía nuevamente de negro, al igual que Diván, quien caminaba a su lado. Se sentaron en sus tronos y se tomaron de las manos. Los presentes se encontraban de pie ante ellos mirándolos absortos. En ese momento, varios guardias entraron en la estancia arrastrando una mesa de platino que dejaron frente a los reyes. Los invitados empezaron a murmurar sobre cuál podía ser el contenido de la vasija que se hallaba sobre la mesa, y como respuesta, Henry le sonrió a Divan y éste le estrechó la mano, devolviéndole el gesto.

   —Nobleza Earthiana y extranjera —habló entonces Henry, pausadamente—. Agradezco a todos su presencia en mis dominios y su participación en los banquetes de mi boda. Ahora, para cerrar este acontecimiento, propongo a todos ustedes un juego. ¿Les parece bien?

   Las palabras de Henry azuzaron a la audiencia. El público aplaudió y gritó vítores. Una exaltación generalizada dotó la escena de abrumante tensión.

   —Dirgania es una nación que tiene por cabeza a un rey asesino y miserable —continuó el doncel, con fuerza y poderío, obteniendo más ovaciones—. Por eso hoy, aquí, les mostraremos que no les tenemos miedo y que no se saldrán con la suya. Intentaremos hacer un pacto con ellos esta noche pero de no obtener la respuesta que esperamos no cederemos ni un ápice. Earth entrará en guerra con Dirgania y la aplastará. ¿Están conmigo?

   La muchedumbre estalló en gritos de apoyo. Llevaban esperando eso desde el cierre de las fronteras y el acoso de los Dirganos a ciertas aldeas Earthianas. Los húsares de los regimientos avanzaron jurando lealtad con el puño sobre el corazón; los nobles se mostraban un poco más renuentes, pero terminaron por ceder.

   Antes de que Jericó de Launas y compañía cruzaran del todo las puertas del castillo de Earth, Henry ya sabía que en pocos minutos se rompería definitivamente el “Gran pacto”. Los tiempos de paz habían terminado. Se acercaba de nuevo el tiempo del dolor y la muerte. Los Dirganos lo habían querido así. Las diosas lo habían querido así.

 

 

   Continuará…





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