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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo XXXII

El enigma de la vida.

 

   A la hora nona la caravana real dejó atrás la llanura para entrar al profundo valle donde estaba asentado el campamento de Nalib. Salieron temprano de Midas, cuando aun lloviznaba, suponiendo que tiempo era con lo que menos contaban ahora que Lyon se había coronado monarca Dirgano y que Xilon había partido a su encuentro.  Benjamín decidió quedarse a cargo de palacio en ausencia de todos los varones sin poder reprimir una mueca de tristeza una vez se hubo despedido de sus hijos y de Ariel.

   Cuando por fin llegaron a las laderas, unas millas más lejos de lo que habían pensado encontrar al ejército de Kazharia, todos descendieron a las orillas de un riachuelo para dar bebida a las cabalgaduras y comer algo. A los pies de la colina, que hacía las veces de frontera natural con Earth, se veía el campamento de Nalib con apariencia de estarlos esperando. Harían el resto del camino a pie, decidió Vladimir, quien lideraba el viaje. Los aliados estaban a la vista y los caballos necesitaban descanso. A más tardar en treinta minutos llegarían a su destino.

   Ariel aprovechó la breve pausa en el camino para enjugarse la cara en el agua de la pequeña corrientilla, pensando de paso en aquella fuerza maligna que venía sintiendo desde hacía un par de horas y que se hacía más fuerte a medida que avanzaban hacia al campamento. Era algo horrible que le hacía transpirar y le quitaba el aliento, una fuerza muy similar a la que sintió la primera vez que tuvo contacto con Benjamín, luego de que éste cayera en cama.

  —¿Te sientes sofocado? —preguntó Vladimir acercándosele mientras le ayudaba a erguirse de nuevo.

   —No, estoy bien —respondió Ariel—. Pero me gustaría quitarme todas estas telas. Pesan y me irritan.

   Vladimir negó con la cabeza.

   —Debes cubrirte hasta que esté seguro de que todo irá bien, y que esta gente no se exaltará al verte. ¿Lo comprendes, verdad?

   —Sí, creo que lo comprendo. Supongo que no debo ser muy popular luciendo como el enemigo.—Ariel sonrió con amargura envolviéndose en la pesada lana—. Será mejor que nos demos prisa —dijo después—... o volverá a llover.

   Volvió  a llover, así fue. Pero para ese momento ya todos estaban bajo resguardo en plena frontera. Y lo primero que hizo Vladimir al desmontar fue ir al encuentro con Nalib, en la tienda donde ya sabía, también se hallaba Milán.

   El reencuentro fue conmovedor.

   —Hermano mío, hermano del alma. —Vladimir abrazó a Milán con fervor y le besó ambas mejillas mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Gracias a las diosas que estás vivo —gimió emocionado—, gracias a las diosas volvemos a vernos.

   —Vladimir —sollozó Milán con idéntica emoción—.Te necesitaba tanto, hermano querido. Esto ha sido una verdadera pesadilla.

   Después del intenso abrazo, ambos hombres se sentaron a un costado de la estera donde yacía Nalib. Las llagas le habían desfigurado el rostro y el príncipe deliraba en calenturas, atormentado muy seguramente por sus visiones de oráculo. Decía tantas cosas en su agonía que era imposible saber cuáles eran alucinaciones y cuales profecías.

   —Vino conmigo quien podrá curarle —aseguró Vladimir.

   —Imposible. —refutó Milán—. Retuvimos a varios Dirganos durante el ataque en Earth y ni siquiera ellos lograron sanarlo siendo como son, los más poderosos sanadores de los cinco reinos.

   —Pues el que vino conmigo también tiene sangre Dirgana y su poder es increíble —insistió su hermano—. Debes creerme y permitir que lo vea.

   —¿Y podremos confiar en ese hombre? —dudó Milán.

   —Completamente. —Vladimir sonrió explayadamente—. Es mi esposo.

 

 

  Milán se asomó por la rendija de la carpa y vio al muchacho cubierto de pies a cabeza que hablaba con Kuno, sentados ambos sobre una gigantesca roca.

   —No lo puedo creer, ¿se trata de quién creo? —susurró y Vladimir a sus espaldas no pudo ocultar la risa.

   —Sí, se trata de Ariel Tylenus.

   —¿Te casaste con Ariel?

   —Lo hice  —Vladimir sonrió con un deje de orgullo—. Ariel le devolvió la salud a papá y es posible que sea más poderoso que el mismo Lyon. No puedo pensar en un mejor consorte.

   —¿Y te casaste sólo por eso? —Milán miró a su hermano con ojos entrecerrados—. Ay, Vladimir. Espero que en unos años no te arrepientas de esta decisión. Yo mismo te advertí que Ariel no es chico fácil —le recordó.

   —Y eso ya lo descubrí muy bien por mi cuenta —añadió Vladimir—. Además, yo no lo he pasado nada mal —afirmó con tono lascivo—. Para mí que estás algo celoso, hermano.    

   —¿Celoso yo? —Milán gruñó encantadoramente. En el fondo sí le daba algo de rabia descubrir, ya sin ningún atisbo de duda, que los sentimientos de Ariel hacía él sólo habían sido mero capricho. Y no es que no lo supiese de sobra desde antes, pero comprobarlo tan tajantemente resentía un poquito su orgullo.

   —En fin... —Vladimir se echó a reír y Milán le acompañó. Volvieron a abrazarse con efusividad hasta que escucharon un alboroto al otro lado de la tienda. Milán se envolvió en un gran capuchón y corrió junto a su hermano. Llegaron ambos justo en el instante que un jefe de la guardia Kazharina se aproximaba amenazante hacia Ariel. El hombre ya dirigía su mano con toda la intensión de desenfundar su espada. Vladimir arrugó el ceño al ver el movimiento y gruñó. Nadie amenazaba a Ariel en su presencia. Nadie.

   —Si no quieres tener que sacar cuentas con los dedos de tus pies a partir de hoy, será mejor que no te atrevas a tocar esa espada —amenazó el príncipe Midiano acercándose. Sin embargo, para su sorpresa, Ariel no había hecho nada por retroceder, y no lucía amedrentado por el aguerrido soldado. El uniformado miró a Vladimir con rabia, luego miró de nuevo a Ariel y escupió sobre el suelo. Los ojos rojos del príncipe le parecían una bofetada.

   —No sé que pretende, Alteza —increpó entonces cerrando el puño con rabia—. ¡No piense que puede engañarnos! He visto los ojos de este muchacho y no cabe duda de que es un Dirgano. Llevamos semanas viendo esos ojos infernales como para no reconocerlos.

  Al escuchar las palabras de aquel hombre, Vladimir intentó cubrir a Ariel, pero antes de lograrlo, el propio Ariel se descubrió. Con algo de alivio se deshizo de aquellos pesados abrigos y quedó ligero tanto del cuerpo como del espíritu. Se sentía como un pájaro a punto de volar.

   —Mi nombre es Ariel Girdenis; de soltero Tylenus. —Ariel habló en voz alta y clara desde el primer instante, acercándose al soldado que había tratado de atacarle, haciéndolo sentirse bastante vil al darse cuenta de que había estado punto de alzar su espada contra un doncel embarazado por mas Dirgano que  fuese. —No soy Digano, soy Jaeniano —afirmó—, o por lo menos solía serlo antes de casarme con Su Alteza, Vladimir. Ahora, por lo tanto, no soy de Dirgania ni de Jaen. ¡Soy de Midas!... y soy otro aliado de Kazharia.

   Un silencio momentáneo recorrió todo el valle. Vladimir sonrió, orgulloso del valor de su esposo, y le tomó de la mano, mirando a todos los Khazarinos que tenían a derredor.

   —Debes permitir que vea a tu señor, Nalib —dijo acto seguido, dirigiéndose al soldado que había querido dañar a Ariel—. Te aseguro que podrá curarlo.

   —¿ Y cómo podemos confiar después de todo lo que hemos visto? —replicó el hombre, ya mucho más calmado.

   —Habla con él —respondió Vladimir dirigiendo su mirada hacía Milán, quien en un rincón, cubierto de pies a cabeza, observaba todo minuciosamente—. Estoy seguro de que estará de acuerdo.

  El uniformado, quien resultó ser jefe de guardia personal de Nalib, lo meditó por un momento, pero luego terminó cediendo pese a los reclamos y las exclamaciones de desacuerdo que se alzaron entre varios sus hombres. Al rato entró a la tienda y minutos después volvió a salir para conducir a Ariel hacía dentro.

 

 

   Tal como había venía sintiendo a lo largo de todo su viaje, aquella presencia terrible y poderosa tenía como epicentro aquella carpa. Ariel tocó el talismán que llevaba colgado al cuello para que se activara y le brindara protección. Sabía que ese tipo de poderes siempre osaban atacarle, como si se tratase de un animal acorralado que lo reconocía como su cazador. Sin embargo, esta vez había algo diferente en aquella fuerza. No era la misma que había logrado alejar de Benjamín. Esta era diferente; mucho más siniestra, algo así como odio puro convertido en energía canalizada para el mal.

   —Su alteza ha sido maldecido —aseguró luego de haber examinado muy detalladamente a Nalib—. Necesitaré algunas hierbas.

  Ariel extendió un papel al jefe de la guardia, en él había anotado el nombre de las especies requeridas para la limpieza. El soldado se dirigió a Milán, quien se había mantenido dentro de la carpa durante todo ese tiempo, pero éste sólo realizó un asentimiento de cabeza. Mientras tanto Ariel se preguntó quién podría ser ese hombre cubierto de pies a cabeza que parecía tener el mando total de los hombres de Kazharia, y por qué razón dicho sujeto protegía tan celosamente su identidad.

   Horas más tarde, ya muy entrada la noche, llegó lo solicitado por Ariel. El príncipe pidió le dejasen solo con su paciente a fin de que energías alternas no fastidiaran el ritual. Afuera todos esperaron pacientes durante casi dos horas bajo la lumbre de pequeñas fogatas. Al término del plazo hubo un movimiento leve en la carpa, y a los pocos instantes una cabeza pelirroja de tez morena y vivaz se asomó. Inmediatamente después, salió del todo Nalib. Estaba rozagante, fresco, casi que podría decirse que vuelto a nacer. La gente enmudeció. Aquello era increíble.

  Los Kazharinos se arrodillaron a los pies de su Señor, bendiciendo a Latifa, la que nunca desamparaba. El júbilo se hizo en el campamento y esa noche se bebió vino y se comieron hojaldres con miel. El jefe de guardia, que horas antes había intentado malograr a Ariel, ahora, postrado a los pies del salvador de su Señor, suplicaba perdón.

   Milán, por su parte, también estaba maravillado. Aquella criatura podía significar la salvación de Earth, el triunfo sobre Lyon. Vladimir estaba en lo correcto, tal vez el hijo era mucho más poderoso que el papá. De otro modo jamás habría podido neutralizar tal poder.

   —En solo un par de horas tu esposo se ha ganado la confianza y la lealtad de todo un ejército. Hay hombres que ni en años logran la fidelidad ni de un solo soldado —comentó mientras bebía algo de vino junto a Vladimir—. Por cierto, tampoco me habías contado que seré tío.

   —Seremos tíos —corrigió su hermano—. Porque el niño que espera Henry es tuyo, ¿verdad? No creo que sea de Diván Kundera como sospecha Kuno.

   —¿Kuno sospecha eso? —Milán se sorprendió con algo de enfado. —A mi no me cabe la menor duda de que ese niño es hijo mío —admitió—. No es eso lo que me preocupa ahora.

    —Lo que te preocupa debe ser muy grave si no impediste la boda de “Tu tesoro” —le increpó Vladimir. Milán suspiró.

   —Eso es algo muy complicado de contar. Todo es por esas malditas visiones de Nalib. Según sus oráculos, detener aquella boda habría traído consecuencias fatales.

   —¿Mas fatalidades que las que ya ha habido?  —Vladimir se burló apurando un poco de vino. Cuando terminó de beber soltó la copa y se estiró sobre la sedosa hierba donde estaba sentado—. A propósito —volvió a hablar recordando que tenía algo más que contarle a Milán—, no solamente serás padre y tío; ahora resulta que tienes otro familiar más... un hermano para ser más precisos.

   —¡Por las diosas! ¿Papá esta embarazado?

   —No, para nada —corrigió Vladimir—. Este hermano llegó con quince años de atraso.

   —¿Qué? —Milán arrugó el ceño sin comprender ni una sola palabra. Vladimir sonrió y giró su rostro buscando con la mirada a Ariel.

   —Se podría decir, si nos ponemos muy técnicos, que estoy cometiendo incesto —dijo.

   Milán soltó su copa comprendiendo por fin las palabras de Vladimir. ¡Ariel era su hermano! Una tos lo invadió. Vladimir sonrió y le ayudó golpeándole la espalda. Oh, sí, todo era una jodida locura.

 

 

   Nalib estaba agradecido con Ariel, de eso no tenía duda. Sin embargo, no estaba seguro que el salvarle hubiese sido lo correcto. Durante el ritual había tenido una de sus premoniciones y estaba seguro que aquella había sido una profecía real y no un engaño de su mente febril.

  Seguía creyendo a ciegas en sus visiones, en su teoría del destino escrito a fuego por las diosas; un camino del que nadie podía extraviarse aunque lo quisiera. No existían caminos alternos, sólo la ilusión de caminos alternos gracias al principio de la incertidumbre. Estaba seguro de que su destino entonces era el ser curado por Ariel, y que el destino de Ariel era morir por haberlo curado.

   Podía preguntarse si de no haber sido curado, los acontecimientos serían diferentes, pero eso no entraba en su lógica. Tal vez, la existencia actual de Henry Vranjes y Lyon Tylenus no eran alteraciones del destino sino que era así como el destino estaba concebido. Como tal vez también estuviera  concebido que él viviese para así ayudar a acabar con el segundo, asesino de su pueblo, y también con el primero, asesino de su hermano.

  Nalib se puso de pie y se unió a las celebraciones decidiendo que lo correcto había sido que él viviese, porque a partir de ahora sabía que sin importar los caminos que se tomaran, sin importar las decisiones que se marcaran como correctas, el destino llevaba a todos los hombres al mismo lugar: A la muerte.

 

 

   La sanación de Nalib se conviritó también en un agasajo para Ariel. A eso de la media noche, Vladimir, un poco pasado de copas, tomó una guitarra bastante desafinada y le cantó un par de canciones en honor a sus quince años. Los soldados por mandato de Nalib improvisaron un modesto banquete y amenizaron la celebración que duró casi hasta el alba. De esta forma, el pequeño príncipe celebró el más sencillo y pintoresco cumpleaños de su vida, aunque con más de un mes de retraso.

   Cuando nuevamente reinó el silencio, Ariel, que descansaba sobre el pecho de Vladimir, se quedó mirando el cielo estrellado. Se veía inmenso en aquella ladera, poderoso y misterioso. Se acordó entonces de Gilgamesh, el protagonista de su leyenda favorita, y pensó que tenía  que haber sido  bajo un cielo como aquel donde su héroe preferido se preguntara sobre el enigma de la vida.

   —¿Has oído alguna vez sobre la leyenda de Gilgamesh?— le preguntó a Vladimir. El varón se incorporó, recostándolo sobre su pecho y recostándose a su vez él sobre la roca. Negó con la cabeza.

   —¿Es una leyenda de Jaen? —preguntó.

   —No, es una leyenda de Midas —respondió Ariel—. ¿Quieres oírla?

   —Sí, cuéntamela.

   Ariel sonrió ante la cara como de niño pequeño que hizo Vladimir, emocionado ante el relato que estaba a punto de escuchar. Acomodándose sobre el pecho de éste, tomó aire y comenzó a narrar. La historia de Gilgamesh era para él la historia más apasionante que existía. 

   —Todo empieza con joven pastor llamado Gilgamesh, un muchacho cuya única preocupación era atender su ovejas.

   —Bien.

   —Su vida estaba bien así, sin sobresaltos, sin preocupaciones. Pero una noche, mientras cuidaba su rebaño, Gilgamesh se quedó  mirando el cielo, uno que seguramente era muy similar a éste. Desde ese día se preguntó cuál sería el misterio de las estrellas… el enigma de la vida. A partir de ese día el pobre pastor ya no tuvo nunca paz; todos los días rezaba a las diosas y les suplicaba que le revelasen aquel acertijo. Pero ellas se mostraban sordas a sus ruegos.

   >> Así pasaron años y años y Gilgamesh seguía rezando y suplicando. Un día, cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, las diosas le hablaron en sueños. Le dijeron que su respuesta estaba escrita en la roca de un altísimo acantilado y que para leerla sólo debía lanzarse al vacío. Gilgamesh se puso feliz porque sabía levitar, no moriría, pero una vez más las diosas no fueron tan dadivosas y le advirtieron que aquella respuesta estaba escrita en lenguaje divino y a cambio del poder de compresión él debía concederles su poder de levitar.

   Ariel hizo una pausa. Su rostro sonrió con admiración y sus ojos brillaron entusiasmados.

   —Gilgamesh no desistió por esto y aceptó el trato. Se lanzó al vacío sin ninguna ayuda, sin ningún truco, y mientras caía logró leer lo que estaba tallado en la roca. Así Gilgamesh conoció el enigma de la vida perdiendo la suya. ¿No te parece rematadamente bello?

   —Me parece rematadamente loco, irónico más bien —reflexionó Vladimir.

   —A mi me parece todo lo contrario. Creo que Gilgamesh ya había cumplido su misión en la vida. Seguir en este mundo habría resultado inútil, absurdo y hasta algo vulgar. Aún así a mí lo que me parece más bello es el hecho de equiparar el conocimiento al mismo nivel que la vida. No, más bien considerar el saber y el conocimiento más importantes que la vida.

   Vladimir estrechó a Ariel entre sus brazos. Tuvo que admitir que había quedado impresionado por su forma de ver la vida. Jamás creyó que un niño que para algunas cosas se mostraba tan frívolo, tuviera modos de pensar tan radicales y llenos de pasión y fervor. Para él, el enigma de la vida era justamente la complejidad de algunas almas. Y Ariel Tylenus era una de esas.

   No durmieron esa noche. Hablaron hasta la madrugada y Ariel le contó a Vladimir cómo había entregado la mitad de su dote a unos locos aventureros Jaenianos que buscaban una ciudad perdida en medio del mar. Xilon casi había colapsado al enterarse, aunque luego terminara comprendiendo los motivos de su hermano. La empresa que pretendían aquellos dos arcabuceros era tan remota e imposible que nadie más la hubiera patrocinado. Sólo Ariel, conmovido por aquel sueño perdido, lo hizo. Aquel día Jamil aprobó por primera y única vez una decisión suya, y por primera y única vez le sonrió.

 

 

 

   En el palacio de Earth se respiraba por aquellos días un aire de tensa calma. Cada mañana se pasaba revista para evitar desastres como los acontecidos unas semanas atrás durante el último día de los banquetes de boda. Divan, en cambio, no parecía volver a recuperar el aplomo que en el pasado mostrara en momentos en los que otros solían perderlo rápidamente. Mantenía todo el tiempo en estado de alerta, como si por sus venas corriese alguna suerte de sustancia estimulante. Henry se había dado cuenta de ello pero prefería ignorarlo. Excepto en la cama, especialmente en la cama.

   Divan era el claro ejemplo de lo que muchos llamaban “fogoso” en el amor, y Henry había comprobado en su propio pellejo que ese tipo de hombres eran difíciles de satisfacer. Cada noche el rey pensaba que había llegado a la cima en cuanto a placeres carnales se podía saber, sólo para descubrir a la noche (a veces a la mañana) siguiente que no iba ni por la mitad.

  La culpa por estar disfrutando de su intimidad con su marido se alejó de él desde la noche de bodas. Usando ese precioso talento que tenía para disciplinarse, logró convencerse de que su intimidad conyugal no era otra cosa que un movimiento de guerra, algo comparable a tomarse un fuerte o dirigir al enemigo a terreno desfavorable. Lo disfrutaba, no iba a negarlo, pero él no tenía la culpa de ello. Eso había resultado un regalo extra, uno que incluso lo sorprendió la primera vez que estuvo con Divan.  Esa noche, el hombre que por años fue como un padre, no se mostró paternal en lo absoluto y cumplió a cabalidad con su promesa de ser su marido en todo el término de la palabra. Henry le agradeció que fuera atento y amable pero también entregado y preciso, como cuando lo entrenaba para matar.

  Aún así, su corazón estaba muy lejos de olvidarse de Milán. Ese sentimiento estaba allí detenido, inquebrantable. Y algunas noches mientras retozaba en los brazos de Divan, pensaba en él; en los ojos miel que creyó volver a ver en el hombre misterioso que le salvó la vida, y en el niño que crecía en su vientre. Ese pequeño sería lo único que conservaría de su más grande amor, porque aunque lo trajese de nuevo a la vida ya no podría estar de nuevo con él. Había hecho una nueva promesa a los sacerdotes de Shion, una promesa a Divan, y esta vez lo mejor sería que las cumpliera hasta el final.

   << Los sacerdotes de Shion >> pensó entonces, mientras salía de la alberca y uno de sus sirvientes lo perfumaba. Por culpa de ellos había tenido que casarse y fingir un matrimonio perfecto. Sabía que aquellos hombres tenían espías, oídos que oyeran por ellos, ojos que vieran por ellos rondando en el interior de su castillo. Esos monjes ya no confiaban él, lo consideraban un traidor a Shion por haber roto su promesa. En otros tiempos habría podido ignorarlos y hasta amenazarlos, pero en momentos de guerra como el que vivían, su poder tambaleaba y era mejor tenerlos de su parte. El pueblo de Earth los respetaba como sus líderes espirituales, de manera que de querer, podían ser capaces de volcar a las masas en su contra.

   De esta forma, Henry entró a su recamara envuelto en una bata de seda. Para su sorpresa, Divan lo esperaba de pie junto a la cama. Al verlo corrió a su encuentro temiendo lo peor. Se había separado de él dos días atrás cerca del desierto de Kazharia, donde ambos lideraron una cruda batalla para recuperar el fuerte de Meller que había sido tomado por los Dirganos, teniendo Henry que regresar a palacio antes que su esposo para resolver algunas crisis internas en los poblados de Earth.

   —Divan, dime que ha sucedido. ¿Hemos retomado el control? —preguntó, sintiendo el corazón en la boca.

   —No —respondió el varón—. Y eso no es lo peor. Su excelencia, el Marques Federico, fue abatido.

   —¡Maldita sea!

   —Nos emboscaron en la madrugada usando una especie de humo que puede paralizar por horas.

   —¡Miserables!  Se aprovechan de sus conocimientos médicos para atacar.

   —No, no es así —corrigió Divan—. Ese truco es magia avanzada. Sólo un sanador de alto nivel pudo hacerlo.

   —Entonces… —Henry estrecho sus ojos de forma peligrosa—. ¿Crees que Lyon estaba allí?

   —No me cabe la menor duda. —Divan suspiró tirándose de espaldas sobre el lecho. El cansancio de tantos días de sobresaltos por fin le pasaba factura. Henry lo miró por algunos instantes y luego se acercó hasta él, mirándolo desde arriba.

   —Tenemos que buscar aliados, Divan —propuso finalmente, sentándose en la cama—. Ya se quienes eran los hombres que entraron al palacio el día de nuestra boda —afirmó—. ¿Lo sabes tú también?

   —¿Kazharinos, no es verdad? —contestó Divan.

   —¿Cómo lo supiste? —quiso saber Henry.

   —Sólo lo deduje —respondió el otro hombre.

   —Entonces, ¿Crees que tengo razón?.

   Los ojos de Divan miraron a Henry con suspicacia, su mano diestra se alzó, acariciando tiernamente el bello rostro del rey. Cuando la caricia cesó, el varón se incorporó, quedando sentado sobre el lecho. Henry lo miró con atención.

    —Sí, pero no debemos acercarnos a la ligera. Será mejor actuar con calma  —meditó Divan—. Que los Kazharinos estén en contra de Lyon no significa que estén a favor de nosotros.

   —Eso es cierto —Henry suspiró. Divan tenía razón. Ante los ojos de Kazharia él era el asesino de Paris, sucesor al trono y según le habían informado sus hombres, Nalib se encontraba gravemente enfermo, con lo que el linaje Eljall estaba a punto de desaparecer. De quedar la corona sin herederos, Kazharia saldría del sometimiento Dirgano sólo para enfrascarse después en una terrible guerra civil. Y él sería uno de los culpables de que eso ocurriese.

   —¿Y cómo va la búsqueda del libro de las diosas? —preguntó Divan de repente, recordando ese otro asunto que incomodaba a Henry.

   —Tampoco hay grandes avances por ese lado —respondió éste escuetamente. Por nada del mundo pensaba contarle a Divan que pensaba presionar a Lyon con el libro para obligarlo a revivir a Milán con la amatista de plata. —Las ruinas de Ambrad han resultado más extensas de lo que creía. Pienso que llevará semanas encontrarlo.

   —¿Y qué es exactamente lo que planeas hacer una vez tengas ese libro, Henry? —Las cejas de Divan se encontraron en un rictus de sospecha. Henry lo notó y se crispó, intentando sin embargo ocultarlo a toda costa.

   —Ya te lo he dicho miles de veces —se ofuscó entonces tratando de ponerse de pie. Divan lo apresó rápido devolviéndolo al lecho de un solo movimiento. Henry se retorció y jadeó. Se sentía realmente asustado. —. Suéltame, Divan. Me lastimas.

   —¿No estarás pensando traer a Milán Vilkas de regreso a la vida, verdad? —inquirió el varón con un rugido peligroso. Henry se paralizó. No le agradaba nada cuando Divan tomaba esa actitud posesiva, llevaba días actuando así. Lo celaba constantemente como si sospechara de sus planes. Daba miedo verlo en esa actitud.

   —¿De qué hablas? Claro que no. No pienso usar la amatista de plata, ya ves lo que sucede a quien la usa. Y ahora suéltame. En serio, me estas asustando.

   Henry vio la forma como el semblante de Divan cambiaba. En cuestión de segundos, el hombre pasó de la ira y el descontrol, a la calma y la ternura. Divan cayó sobre Henry apresándolo entre sus brazos con un fino temblor que hizo sentir muy culpable al doncel. Henry no quería mentirle a Divan, pero de momento no podía hacer otra cosa.

   —Perdóname, mi amor. Por favor, perdóname —suplicó el varón—. No sé que me sucede, es algo que no puedo controlar. Sólo quiero que no me guardes secretos porque yo ya no tengo secretos contigo.

   Y tenía razón. Divan le había contado todo a Henry. Le habló sobre la relación que había tenido con Lyon en el pasado, sobre el hecho de que Xilon era su hijo y de las razones por las que había tenido que traicionar y dar muerte al primero. Había sido una historia que había crispado los nervios de Henry, pero éste confiaba en que su actual esposo le hubiera dicho toda la verdad. Estaba seguro que Divan no le mentía, estaba seguro de ello ya que notaba algo que aunque en el pasado lo hubiera hecho saltar de emoción, ahora sólo le producía miedo y desconcierto: Divan se estaba enamorando de él.

   —Yo tampoco tengo secretos contigo — mintió el doncel con un temblor que su consorte confundió con deseo. Se tumbaron sobre el lecho y Divan le abrió la bata para descubrir ese cuerpo que tanto anhelaba. La primera noche fue difícil para él, pues Henry siempre había sido como un hijo, pero después de eso algo le había sucedido y una especie de conjuro lo habían vuelto adicto a aquella piel, a su aroma, a su calor. Ni siquiera se quitó la ropa porque a pesar de que sólo llevaba dos días sin hacerlo suyo, sentía un fuego abrazador devorándole las entrañas. Así que solo se quitó el cinto y se bajo los pantalones para luego, de forma experta, maniobrarle las piernas y hundirse en aquella carne tibia y suave.

    —¡Oh! Mi amor, me haces perder la cabeza. Quiero que seas mío, sólo mío.

   —Soy sólo tuyo Divan —aseguró Henry acomodándose a su ritmo, separando más los muslos para profundizar la penetración—. Cumpliré mis votos hasta que la muerte nos separe. No dudes de mí.

   —Ponte a gatas entonces. Voy a tomarte hasta quedarme sin aliento. Sólo la muerte podrá alejarte de mí, ¿me entiendes?

  Henry asintió sin poder abrir la boca más que para gemir. Divan a pesar de no ser un jovencito conservaba la vigorosidad de la mocedad y también lucía más guapo que muchos hombres con la mitad de sus años.

  —Mira, ¿te das cuenta? —Henry miró hacia donde su esposo le señalaba. Era el espejo de cuerpo entero donde ambos se reflejaban—. Estás hecho a mi medida.

   —Sí, es verdad. —Henry sintió una especie de sucio morbo al verse así. Definitivamente aquello no era amor sino una magnifica estrategia de guerra, una donde Divan era su principal arma. Divan era una brillante y fina arma… y Henry sólo esperaba que esa arma no terminara disparándose en su contra.

 

 

 

   Con el rostro envuelto en lágrimas, Lyon recibió a su primogénito en tierras de Kazharia. Xilon había caído a sus pies al verle y necesitó más de una hora para lograr articular palabra. Su querido papá estaba de nuevo frente a él y cualquiera que hubiese sido la magia capaz de traerlo a la vida él la bendecía.

   —No has envejecido en lo absoluto —fue lo primero que logró decirle. Lyon le sonrió mientras lo conducía a uno de los campamentos en medio del desierto. Llegaron hasta un oasis y se sentaron bajo el amparo de unas palmeras para platicar tranquilos. Estaban muy emocionados.

   —No debiste arriesgarte de esta forma —le riñó Lyon una vez acomodados—. Mis hombres pudieron haberte matado.

   —Necesitaba verte, comprobar con mis propios ojos este milagro —devolvió Xilon con los ojos llenos de lágrimas.

   —¿Y tu hermano, Ariel?—recordó el doncel de repente—. ¿También ha recibido mi mensaje? ¿Por qué no ha venido contigo? Era tan pequeño cuando lo dejé. Apenas y puedo recordar su carita de bebé.

   —No lo sé. —Xilon reconoció aquello bajando la cabeza, sintiéndose muy culpable—. Ya no vive conmigo. Lo he casado —informó.

   Aquello sí que no se lo esperaba Lyon, y el hombre se crispó, escupiendo el damasco que mordisqueaba.

   —¿Casado? ¿Casado con quien?

   —Casado con Vladimir Girdenis —respondió Xilon—, con Vladimir Girdenis, Príncipe de Midas.

   Un príncipe Midiano que no llevaba el apellido Vilkas era extraño, pensó Lyon. Pero entonces, recordó que uno de sus consejeros le había hablado sobre un campesino huérfano que había sido adoptado por Ezequiel años atrás. Sin poder contener la furia se puso en pie y le dio un bofetón a Xilon. El susodicho se crispó y se llevó la mano a la mejilla inflamada. Los ojos de su papá eran como llamas de fuego verde. Por primera vez sintió miedo de él… mucho miedo.

   —Papá…

   —¡Dime que no casaste a mi pequeño con ese vulgar recogido! ¡Dímelo!

   —¡No tuve opción, papá! —se defendió Xilon—. Han pasado demasiadas cosas que tú no sabes.

   —Ninguna justifica haber entregado a mi hijo a un sucio campesino. ¡Ninguna! ¿Hay alguna forma de anular esa boda?

   —No lo creo. —Xilon resopló y se recostó sobre el árbol que tenía a sus espaldas. —Está embarazado —dijo después—. Creo que lo mejor es dejar este asunto así.

   —Pues yo no pienso dejarlo así.

   A Lyon le tomó un par de minutos retomar la compostura, pero una vez lo hizo volvió a sentarse sobre la fina arena y su mirada se serenó. De nuevo estrechó a un tembloroso Xilon entre sus brazos y lo consoló. Luego, juntos planearon las diferentes formas en qué podían raptar a Ariel para llevarlo a Jaen de nuevo. Una vez hecho eso ya verían como casarlo con algún noble Dirgano. Con una gruesa dote podían encontrar un buen marido que lo aceptara aún estando embarazado.

   En esas estaban cuando uno de los soldados Dirganos se acercó hincándose ante ellos. Estaba sudoroso pero radiante; sus ojos rojos refulgían de puro orgullo.

   —Buenas noticias, Majestad —dijo enseñando unas insignias militares—. Hemos dado de baja al Marqués Federico y retomado el fuerte de Meller.

   —¡Perfecto! —Lyon brincó de emoción haciéndose con los trofeos de guerra—. Estamos muy cerca de llegar hasta ese perro de Henry Vranjes, y una vez lo hagamos los aplastaremos tanto a él como a su marido como los insectos que son.

   Xilon arrugó el ceño y despachó al soldado. Necesitaba tocar este tema con su papá y había llegado el momento. Lyon lo presintió y dejó que le soldado se marchara. No se podía dilatar más aquello.

   —Papá, —dijo Xilon en tono pausado—. No comprendo qué está sucediendo. ¿Por qué atacaste Kazharia? ¿Por qué quieres destruir a Henry Vranjes? ¿Qué es lo que pretendes?

   —Hijo mío. —contestó Lyon tomándolo de las manos y mirándolo a los ojos. Ya no podía ocultar más tantos secretos. Soltando una de sus manos de las de Xilon, buscó en su bolsillo extrayendo de éste la piedra causante de todo aquel desastre. Xilon gimió al verla y se echó para atrás asustado, como si una fuerza le obligara a alejarse. Era horrible, era horrible ver esa piedra otra vez.

   —¡Esa es la Amatista de Plata! ¡Es esa piedra!

   —Así es —convino Lyon—. Esta piedra me trajo de nuevo a la vida, así es su gran poder.

   —¿Por esa piedra has hecho todo esto? ¿Acaso estás encantado con su poder?

   —No, en lo absoluto. Te equivocas, hijo. —Lyon miró a Xilon con tristeza y volvió a meter la amatista en su bolsillo—. Yo solo trato de evitar los planes de Divan Kundera y de Henry Vranjes —mintió—. Los Dirganos sólo tratamos de hacer justicia porque nos tocó la peor parte en la repartición de Earth después del Gran pacto. Encerrados en esa maldita tierra de hielo, olvidados por el mundo. Hemos decidido que es ahora el momento adecuado para buscar justica. Con la ayuda de las diosas y de la amatista de plata.

   —Pero los límites fronterizos han permanecido inamovibles durante cientos de años —replicó Xilon—. ¿Por qué empezar una guerra a estas alturas?

   —Porque es hora de que las cosas cambien —respondió Lyon—. Las diosas me lo han hecho ver así; Philania, nuestra señora, me ha encomendado esta misión. Es cierto que los Dirganos invadimos Kazharia, pero dime… ¿Quién mato al heredero a la corona? ¿Acaso no fue Henry Vranjes? ¿Acaso no fueron él y Divan Kundera quienes secuestraron y asesinaron a Paris Elhall?

   Xilon asintió ante el irrefutable discurso de su papá. Se había enterado por boca de sus concejeros del horrible espectáculo en el que fue expuesta la cabeza del heredero de Kazharia el último día de los banquetes de boda de Henry. El hecho lo había sorprendido mucho, pero no imaginaba cuál era el motivo para que Henry Vranjes hubiera hecho algo así. Ya averiguaría luego.

   —Ellos nos tendieron una trampa en Earth —continuó Lyon—, jugaron sucio y nos acorralaron como si fuésemos ratas para asesinarnos cuando nosotros fuimos con toda la intención de paz. Los Earthianos no quisieron ni hablar del tema, nos atacaron vilmente.

   —Ustedes atacaron Kazharia del mismo modo —reprochó Xilon.

   —Eso fue idea de Jericó de Launas —se defendió el doncel—. Yo no podía ponerme en su contra, en esos momentos sólo podía obedecerle.

   —Pero ahora tú eres el rey. Puedes parar todo este desastre. —Xilon se llevó las manos a la cabeza, se sentía agotadísimo—. Papá, no sé si ya lo sabes pero Jaen está casi en ruinas. No podemos lidiar con una guerra ahora.

   —Nadie quiere una guerra, hijo —aceptó Lyon—, pero a veces no hay otra forma de conseguir lo justo. De todas formas intentaré mantener a tu reino al margen de esto, pero no te aseguro nada. Ya sabes que cuando una mecha se prende es difícil detener su trayectoria. Y las guerras son como una gran mecha que no para hasta estallar por completo. Sobre todo una que lleva aplazada tantos años, y sobre todo  teniendo en cuenta que ahora Divan Kundera también es rey de Earth y que sus motivos contra mi son personales.

   —¿Motivos personales?

   —Sí, Xilon. Hay algo que debes saber, hijo, y es hora de que por fin lo sepas. —Lyon miró las dunas con el sol a punto de ocultarse. Sus facciones adquirieron un cariz melancólico—. Divan fue hace muchos años esclavo en Jaen, fue el esclavo elegido para engendrarte debido a la esterilidad de Jamil.

   —¿Qué dices? —Xilon se puso muy pálido. ¿Qué estaba diciendo su papá? ¿Acaso...? ¿Acaso estaba diciendo que ese hombre, Divan Kundera, era su padre?

   —Después de eso se fugo de Jaen y se volvió a su tierra natal, Earth.—continuó diciendo el doncel—. No sé cómo lo hizo pero en poco tiempo se ganó por completo la confianza de los padres de Henry Vranjes y obtuvo su libertad. Sí Xilon, así como lo oyes, Divan Kundera es tu padre.

   —Pero...

   —Déjame terminar, por favor. —Lyon enmudeció por un par de instantes, sus ojos verdes se volvieron acuosos y su mirada se extravió en algún punto en la distancia—. Divan Kundera es tu padre, pero eso no es lo peor —dijo instantes después—, mientras yo curaba a los reyes, el muy miserable trató de sobornarme prometiéndome mucho poder si dejaba morir a los reyes para el robar la amatista de plata y así hacerse con el pode de Earth. Yo me negué, por supuesto y esa fue mi condena, cuando me negué ayudarlo se puso como loco y me amenazó. Ariel nació a las pocas semanas y tuve unos cuantos días de paz que no duraron mucho. Divan cumplió sus amenazas y por fin llevó a cabo sus planes; me mató sacándome del camino y ya ves que luego todo se dio a su favor: los padre de Henry Vranjes murieron y él se quedó con la regencia del reino. Un reinado manchado con mi sangre y con la sangre de sus señores. ¿Vez ahora quién tiene la razón aquí? ¿Puedes verlo ya con más claridad, querido hijo?

   —Sí, puedo verlo. Puedo verlo muy bien. —Xilon resoplaba de indignación y Lyon pudo sentir su corazón desbocado cuando volvió a estrecharlo en un fuerte abrazo. Xilon sabía ahora en quién debía confiar. Ya sabía de qué lado debía establecer su lealtad.

 

   Continuará....

  

  

 


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