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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Notas del capitulo:

Capítulo que me costó horrores la primera vez que lo esscribí y me ha vuelto ha costar horrores en la edición T.T . 

 

El rostro de la muerte.

 

   Aquel fue un día difícil para Kuno: las nauseas eran espantosas; no podía soportar ni beber agua, y en la noche los escalofríos se hicieron más intensos.  Por un momento llegó a pensar si no era mejor que confesase lo que había hecho y pusiera al corriente a Vladimir sobre la situación; sin embargo ya había cumplido con su cometido, había logrado que Ariel continuase en el campamento junto a ellos, y mientras estuviera allí todo iba a estar bien.

   Para su fortuna, durante la madrugada, la fiebre cesó; los vómitos pararon y fue capaz de tomarse unas pocas cucharadas de un suave consomé de verduras que le devolvieron el ánimo. Pudo sentarse de nuevo en el lecho manteniéndose erguido por su propia fuerza y poco a poco fue sintiendo que el peligro había pasado. Le pareció estúpido e irónico que hubiese terminado muerto por intentar evitar otra muerte.

   Ariel, a su lado, notó su mejoría; pero  aun así, le aconsejó que permaneciera en cama por lo menos dos días más hasta que recuperara las fuerzas por completo, no fuera a terminar colapsando en pleno combate. Kuno obedeció la recomendación sin chistar, pues le convenía quedarse en el campamento y usar el tiempo que estuviera de baja para estudiar los planos del castillo de Earth; debía hacerlo en los ratos en que Vladimir estuviera alejado de allí, para no correr el riesgo de que lo pillase en esas y fuese a sospechar algo.

   A la mañana siguiente, Vladimir, Nalib y Milán salieron con rumbo a las montañas. Empezarían a dar rienda al plan de sacar a los dirganos de allí y atraerlos a la planicie. Mientras tanto, Kuno se quedó en su tienda estudiando al tiempo que Ariel dormitaba a su lado, pues justo ese día, debido a unos mareos que presentó, Vladimir le ordenó a su esposo quedarse en el campamento y dejar a los otros facultativos a cargo del albergue.

  Desde su litera, Kuno miraba de reojo al otro doncel, constatando que al despertar no le fuera a encontrar aprendiéndose los planos. Ya tenía memorizada la zona de armas, los pasillos y túneles que conducían a las principales habitaciones; y los pasadizos secretos que desde fuera del castillo llevaban hasta la cámara principal del rey. A ese ritmo, en dos días más, tendría casi la mitad de los planos en la mente.

   Sonrió. Por fin podría quitarle a Henry Vranjes algo importante. Si la muerte de Milán le había sido indiferente, ya vería si la pérdida de su poder también se la tomaba tan a la ligera. Una vez su ejército invadiera el castillo, Midas tendría el poder central de Earth; y los earthianos tendrían que jugar bajo sus reglas si querían seguir contando con el apoyo de los midianos para expulsar definitivamente a los invasores. Una alianza que tarde o temprano terminaría por convertir a Earth en un anexo más de Midas y a Henry Vranjes en un lacayo de su padre. Era perfecto.

   Pero entonces, Kuno se preguntó enseguida por la suerte de Ezequiel. A pesar de todo lo sucedido esperaba que estuviera bien. Al igual que Vladimir, pedía a las diosas porque su padre sólo permaneciera incomunicado por culpa de los disturbios en las fronteras pero sano y salvo. Con la muerte de Milán y su propio matrimonio, el sucesor a la corona estaba en entredicho. De no haberse casado, él habría sucedido a su padre en el trono, pero ahora desposado, la ley jaeniana se lo impedía. Como consorte de Xilon no podía aceptar ningún título nobiliario en Midas. Era probable que Jamil hubiera creado esa ley para no ver a su familia mezclada ni política ni filialmente con algún midiano, y viendo como estaban actualmente las cosas, tal vez hasta era mejor que el anterior rey jaeniano no hubiese vivido para ver a sus dos hijos emparentados tan íntimamente con la corona midiana.

   El problema había sido que los concejeros reales de Jaen habían avisado a Xilon sobre esa ley luego de que ambas bodas se habían llevado a cabo, y tratándose de un asunto tan grave, Xilon se había negado a revocarla sabiendo de sobra los motivos tan amargos que habían llevado a su padre a firmarla, y Kuno lo comprendió.

   Al enterarse de todo el asunto y de la decisión de Xilon, Ariel había enviado un comunicado a la nobleza y al pueblo de Jaen, expresándose de la siguiente forma:

   “Me llena de inmenso gozo saber que mi querido hermano Xilon ha tomado la decisión de respetar el deseo de nuestro amado padre, que las diosas tengan en la gloria. Agradezco también a su consorte, Su majestad Kuno Tylenus, y me regocijo por su magnífica muestra de nobleza al escoger la lealtad y la obediencia a su marido sobre el poder. Manifiesto desde la distancia que apoyo rotundamente la decisión de ambos.”

   Después de esto, Xilon y Kuno no había hablado más del asunto y las cosas habían quedado así. Por lo tanto, a la muerte de Ezequiel sólo quedaba una opción para la corona: Vladimir Girdenis, y esto, sin lugar a dudas, provocaría que la corte estrilara en reclamos por el hecho de que un advenedizo tomara el trono.

   Por todo ello, Kuno sentía necesidad de apresurar sus planes, pues si se llegaba a presentar algún problema de sucesión dentro del reino, que fuera después que el tuviera a Henry Vranjes entre la espada y la pared.

   Pensaba en todo esto cuando vio a su acompañante empezar a removerse en su litera; se despertaba poco a poco estirando los brazos y bostezando fuerte; y luego sentándose lentamente se frotó los ojos adormilados y los abrió.

   —¡Kuno! Estás despierto —saludó Ariel una vez se desperezó—. ¿Cómo te sientes? —le preguntó.

   —Muy bien  —respondió Kuno doblado los planos con disimulo, lo cual no hizo falta porque Ariel no pareció mostrarse interesado en eso—. Me siento como si hubiera vuelto a nacer —sonrió.

   —Y yo me siento más tranquilo al ver que estás mejor —dijo el otro principie, y con cuidado se puso de pie para dirigirse hacia una jofaina a enjuagarse la cara—. Lo que no entiendo es por qué hiciste lo que hiciste —preguntó luego casi en susurro.

   Kuno tosió incomodo, pero se hizo el desentendido. Ese reclamo tan repentino no se lo esperaba. Realmente pensaba que ni Ariel, siendo tan buen facultativo como era, se percataría de su truco con las hierbas. Era obvio que se había equivocado.

   —N No com... comprendo lo que quieres decir —titubeó entonces en voz baja.

   —¿En serio, no lo sabes? —le contestó Ariel sin mirarlo y siguió lavándose la cara. Al terminar, llegó hasta su lado y puso frente a los ojos del otro príncipe un pedazo de la raíz que éste había consumido para producirse todo ese malestar—. -¿Reconoces esto? —le preguntó arqueando una ceja.

   —Eh... No —mintió ipso facto Kuno, negando con la cabeza.

   —Pues se trata de una raíz toxica que produce los mismos malestares que tú tuviste, y crece muy cerca al campamento —informó Ariel—. ¿Coincidencia?

   —Sí, increíble.

   — ¡Kuno! —se fastidió el Jaenianio, lanzándole las raíces—. Eres malo, malísimo para mentir —le advirtió—. Lo siento. A diferencia de mi no eres tan buen actor —le sonrió tristemente.

   Kuno bufó. Lo habían descubierto por completo y ya no valía la pena seguirlo negando. Con vergüenza agachó la mirada y frunció los labios con pesadumbre.

   —¿Se lo dirás a mi hermano? —preguntó entonces con voz de puchero.

   —No —resopló Ariel acercándose más al lecho—. Pero sí necesito saber qué te movió a hacer esta locura —advirtió—.  ¡Por las diosas, Kuno! ¡Pudiste haber muerto!

   Así que allí estaba el momento que había tratado de evitar: el momento de tener que explicar la verdadera razón de sus actos. Kuno alzó la vista mirando directo hacía los ojos de Ariel. No podía mentirle, pero tampoco decirle toda la verdad. Le dio rabia saber que había planeado toda aquella estrategia tan peligrosa para de todas formas tener que terminar confesando. Era absurdo.

   —Lo hice para que te quedaras aquí en el campamento —confesó finalmente con un suspiro. Ariel lo miró confundido—. Nalib… tuvo una visión… —se explicó—, dice que lo mejor es que tú permanezcas aquí. Pensé que si alguien importante como yo enfermaba de repente, Vladimir te haría permanecer con nosotros en el campamento...  y así fue.

   —Veo. —Ariel escuchó todo atentamente mientras una extraña sensación se asentaba en su pecho—. Así que una visión —anotó acto seguido—. ¿Qué visión, Kuno? ¿Puedes contármela?

   Kuno negó con la cabeza.

   —Por favor, no me pidas que te la cuente. Sólo confía en mí —le suplicó – Confía en Nalib.

   —¿Confiar? —preguntó Ariel sin esperar respuesta, se estremeció y apretó las manos de Kuno. Sintió miedo en ese momento, mucho. Si Kuno había recurrido a algo tan desesperado, el asunto tenía que ser de mucha gravedad. El frio invernal que asolaba la zona pareció llegarle hasta los huesos y pensó que realmente era mejor no saber nada. La sensación en su pecho se hizo más onda, más densa—. Está bien —dijo entonces con la voz quebrada—. Voy a confiar en ti... voy a confiar en Nalib.

   —Gracias  —suspiró Kuno aliviado y abrazó a su ahora cuñado y medio hermano. En ese momento el bebé de Ariel se movió y Kuno lo tocó esbozando una sonrisa. Ariel aceptó el gesto y se sintió conmovido, sin embargo, al recordar la sensación de inquietud en su pecho, un horrible terror se apoderó de él, haciéndole respingar de pavor.

   —¡Diosas! ¿La visión de Nalib no tiene nada que ver con mi bebé, verdad Kuno?  —preguntó de repente, alarmado—. ¡Por Ditzha! ¿Va a pasarle algo malo a mi hijito?

  —¡No! No es eso, Ariel. ¡Cálmate! —se apresuró a corregir Kuno—. Nada va a pasarle a tu hijo... ni a ti —tragó saliva pesadamente—. Es sólo que ...es sólo que te ves muy lindo con esa barriguita. Quería tocarla.

   —Oh, vaya. Así que era eso—. Ariel sonrió sintiéndose más tranquilo. Con cuidado se subió un poco el holgado camisón y volvió a poner sobre su vientre la mano de Kuno. Se sentía increíble.

   —¡Vaya! La piel se estira mucho —se asombró el midiano—. ¿Volverás a tenerla lisa y tersa?

   —Al principio no —contestó Ariel con un mohín de preocupación—. Pero espero que luego de algunos meses quede como nueva —sonrió de nuevo—. A propósito…—recordó de repente—. ¿Cuándo tendrás un bebé con Xilon? ¿Acaso están tomando precauciones?

   << Joder>> pensó Kuno. Allí estaba de nuevo la incómoda pregunta. En ese momento trató de evadir la cuestión con una respuesta disimulada pero se dio cuenta de que con Ariel mentir no le serviría de nada.

   —La verdad es no quiero tener hijos, Ariel —respondió entonces con la mayor franqueza.

   —¿No? ¿En serio? —inquirió Ariel  mirándolo fijamente, aunque luego de unos instantes, contrario a lo que se esperaba Kuno, sólo se encogió de hombros—  Bueno, supongo que la paternidad no es para todos los donceles —resolvió con resignación.

    —¿Entonces, no te molesta? —tanteó Kuno—. Pensé que te escandalizarías como lo hizo Vladimir.

   —Vladimir es un romántico sin remedio —sonrió Ariel—. Es tan libre, tan salvaje y al mismo tiempo un conservador y un nostálgico.

   —Vaya, te has enamorado de él, ¿verdad? —se asombró Kuno, sintiendo mucha alegría.

   —¿Y quién no lo haría? —le sonrió Ariel de vuelta. Kuno suspiró y retiró su mano del vientre de Ariel con rostro de nostalgia.

   —Creo que Xilon tampoco se muere por tener más hijos —anotó—. Creo que con el hijo que le dará ese tal Dereck le basta y le sobra. Además, tú eres como su hijo, Ariel.

   —Sí, es cierto. Y conmigo perdió todo el gusto por la paternidad, supongo.

   Un silencio cayó por un instante sobre ambos donceles. Ariel se sentía súbitamente abrumado.

   —Fuiste un chiquillo bastante difícil —meditó Kuno después de un rato, halando suavemente el cabello de Ariel, haciéndolo recordar de inmediato aquella pelea que habían tenido de niños.

   —Oh, Kuno… lo recuerdas —sonrió el otro doncel con una inmensa melancolía—. Siento tanto haber sido tan malcriado en aquella época —se excusó—, siento haberte metido en tantos problemas a ti y a mi hermano.

    Y sí, fueron muchos problemas, pensó Kuno en ese momento. Pero también supo que de no haber ocurrido ninguno de aquellos impases probablemente ahora las cosas fueran diferentes. Ni Ariel estuviese casado con Vladimir, ni él se hubiera casado con Xilon. Definitivamente, las diosas habían sabido cómo hilar todo muy bien, aunque en el proceso hubiesen cortado y herido tanto con sus hilos.

   —Creo que las cosas tenían que suceder así —dijo luego de un rato de reflexión—. Además, ya no me puedo enfadar contigo: curaste a mi papá y haces feliz a mi hermano.

   —¿Y eso basta para todo el daño que causé? —inqurió el janiano.

   —Basta para mí —aseguró Kuno—. No sabes por cuánto tiempo amé a Xilon en silencio. Sufrí mucho pensando que nunca sería para mí.

   —Y realmente has resultado bueno para Xilon — apuntó Ariel—. Antes de que ocurriera todo esto, mi hermano sólo tenía mente para muestro papá. Diosas, era horrible.

   Kuno sonrió con sinceridad y en un arrebato tomó a Ariel entre sus brazos y lo abrazó con fuerza.

   —Un día podremos recordar todo esto como si sólo fuese un sueño lejano. Un día todos nuestras culpas serán perdonadas y seremos felices —dijo.

   —Yo espero que sea así —le devolvió el abrazo Ariel—. Los hechos actuales nos han demostrado cuanto puede cambiar el destino. Míranos ahora: tú y yo comprendiéndonos, mi hermano y yo distanciados.  Vladimir y yo casados, y yo cuidando de Henry Vranjes.

   — Henry Vranjes... —Kuno entero se crispó al escuchar aquel nombre—. Con ese fue con el que más me equivoqué —anotó con desdén.

   —¿Qué dices? —replicó Ariel confundido—. Fui yo quien se equivocó al juzgarlo tan frívolamente. Ahora me doy cuenta del gran hombre que es.

   —¿Lo defiendes? ¿Tú? —se extrañó Kuno. Ariel se apresuró en defenderse.

   —No me juzgues hipócrita, te lo suplico, pero es lo que siento ahora. Cuando estuve cuidando de él, la primera vez que fue lastimado, noté que tiene una energía inmensa; tanta que no parece de este mundo. Desde aquellos días empecé a sentir una gran admiración por él y a respetarlo por su gran tenacidad. Es un hombre admirable.

   —¡Por las diosas! —se alarmó Kuno—. Así que tu también has caído bajo el hechizo de ese hombre.

   — ¡Oh, no! No de esa forma —se explicó Ariel todo colorado—. Es sólo que ahora estoy asombrado por su increíble espíritu de lucha, por su magnífica resistencia ante la muerte. Porque parece indestructible.

   —Indestructible. —Kuno bufó fastidiado y prefirió cambiar de tema. Ya encontraría él la forma de destruir a aquel ser indestructible. Hasta muy pasado el medio día Ariel y Kuno continuaron hablando. En medio de la charla salió a colación el tema de que eran hermanos por parte de padre y se sintieron felices de por fin entenderse como tales. Las horas de ese día transcurrieron lentas, como si una fuerza sobrenatural quisiese extender un poco más el tiempo y evitar lo inevitable.

   Pero lo inevitable no se podía aplazar. Y pronto todos aprendieron esa lección.

 

 

 

   La tarde fue particularmente fría y la noche prometía ser la más helada de todo lo que iba corrido del invierno. Ariel se sentó junto a la fogata junto con sus donceles de compañía y unos cuantos soldados. Ya había oscurecido y en el cielo nublado no se veían las estrellas; comenzaba también a caer la neblina, poco densa.

  Mientras el  resto de la gente cenaba, Ariel aprovechó para buscar calor junto al fuego. Esa noche no sentía hambre, aunque no había comido en horas. Le dolía un poco la cabeza y tenía tanto frio que consideró que lo mejor era irse a dormir temprano. Al día siguiente, Vladimir regresaría y se sentiría mejor, pues al tenerlo de vuelta ese terrible presentimiento pasaría. No sabía porque pero tenía la sensación de que nunca más volvería a verlo, que nunca más volvería a ver sus ojos.

  En ese momento, un grupo de soldados llegó de repente. Venían a toda prisa ensuciando la nieve. Las personas que comían junto a la lumbre y el mismo Ariel se pusieron de pie alarmadas mientras aquellos hombres caracoleaban en sus caballos para detenerse frente a ellos. A Ariel no le gustó nada la llegada intempestiva de aquella tropa, sin embargo, todo parecía estar en perfecto orden. A pesar de que venían de otro regimiento, que no había operado en la zona, aquellos hombres eran Midianos por completo: sus fisionomías de pómulos altos, rostros ovalados  y facciones algo toscas no mentían; también tenían los uniformes completos y el acento pausado tan típico en los oriundos de Midas. No había por lo tanto ninguna razón para desconfiar, en lo más mínimo. Sin embargo, a pesar de esto, algo en el interior de Ariel pedía a gritos que tuviera precaución.

   —Su alteza, su esposo manda por usted. Fue herido en batalla y está muy grave —escuchó al instante de labios de un hombre que por sus insignias parecía ser un Coronel.

   Ariel  se paralizó de angustia  y se quedó mirando aturdido la mano estirada con la que el sujeto lo invitaba a subir con él a la montura.

   —Vamos, su alteza —insistió el uniformado—. Tenemos que darnos prisa.

   —E espere…

   —¡¿Qué pasa?! —Confundido y sin saber que hacer Ariel negó con la cabeza; miró a aquel hombre a los ojos y no vio en ellos malas intenciones, pero tampoco sintió que debía confiar por completo. Para su salvación, el comandante del campamento había oído la algarabía por la llegada de aquellos visitantes y de inmediato había llegado a hacerse cargo de la situación. Fue un alivio.

   —¿Qué es lo que sucede? —preguntó con voz grave el imponente hombre mientras con su cuerpo protegía a Ariel—. Identifíquense —exigió a los recién llegados.

  Y así lo hicieron. Según sus declaraciones, venían de las montañas de la zona oeste donde habían peleado por varias semanas, intentando recuperar una aldea Earthiana. Al fracasar en esta empresa habían sido asignados un poco más al este, y por eso habían tenido el privilegio de escoltar a Vladimir en los combates de aquel día. El comandante pareció quedar satisfecho con las explicaciones y les permitió dirigirse a Ariel. El conocimiento que aquellos hombres mostraban al hablar y algunas pruebas que confirmaban sus rangos militares lo dejaron satisfecho. Además, eran Midianos, aliados. No tenían ninguna razón para mentir.

   —¿Dónde está Vladimir? —preguntó entonces Ariel con el corazón en la boca—. ¿Qué le ha sucedido?

   El soldado Midiano hizo un gesto de dolor y se señaló el flanco derecho, luego suspiró.

   —Una herida de lanza en el costado. Está sangrando mucho —informó al tiempo que señalaba con su índice la falda de la montaña—.Se encuentra en ese punto, en una cabaña ubicada en la ladera. Logramos sacarlo con vida pero está inconsciente.

   —¿Y los médicos de esa zona? –inquirió Ariel comenzando a desesperarse. Temía no llegar a tiempo. El coronel Midiano contestó sacudiendo la cabeza.

   —Sólo había uno y ha huido junto con gran parte de la gente de esa aldea.

    —En ese caso, ¿por qué no trajeron a Vladimir con ustedes? —le devolvió a Ariel—. Era más fácil atenderlo acá.

   —Temimos moverlo por el sangrado, pensamos que sería mejor que estuviera quieto —se excusó el varón—. ¿Vendrá con nosotros ahora?

  Ariel suspiró. No sabía en qué momento había empezado a sudar frio y a sentir ese temblor en las piernas. Recordó entonces la advertencia de Kuno acerca de no salir del campamento y eso lo hizo reflexionar. Tal vez, justamente por eso era que él no debía haber viajado a palacio el día anterior, por eso debía permanecer en el campamento, porque seguramente Nalib había visto que Vladimir resultaría herido y necesitaría de su ayuda. Así cuando esos hombres llegaran lo encontrarían allí y él podría ir a ayudar a su esposo. Todo encajaba perfectamente. Si tan solo Kuno estuviera despierto y pudiera corroborar sus sospechas, pero le había dado una infusión para aliviarle los cólicos que le habían vuelto a acongojar durante la tarde y no despertaría hasta el día siguiente. Así que finalmente, con la cabeza ya a punto de estallarle dejó de meditar tanto y finalmente tomó una decisión, miró al coronel de aquella tropa y le pidió que lo llevase con su esposo. Estaba decidido.

   —Pero… su alteza —lo detuvo el comandante del campamento al verlo resuelto a irse—. No puedo dejar que vaya solo con estos hombres. ¿Por qué no se llevan a otro facultativo del albergue?

   —Porque la herida de su alteza Vladimir es de gravedad y se necesita un sanador de alto nivel —replicó el soldado Midiano—. Por esa razón necesitamos llevar con nosotros a su alteza Ariel, pues tenemos entendido que su excelencia Vincent de Hirtz está en palacio. No nos da tiempo de buscarlo.

   —Eso es verdad. —asintió Ariel. Vincent había partido el día anterior a palacio a preparar unas pociones que se le habían agotado y que era más fácil fabricar dentro de los laboratorios de los magos. Sin embargo, también estaba de acuerdo con el comandante. No podía irse solo con esos sujetos. Por más soldados Midianos que fueran, en ese campamento eran desconocidos—.  No se preocupe comandante —resolvió finalmente, tratando de recordar cuantos hombres de la guardia real habían venido con él—. Llevaré a los hombres de la guardia. Esté tranquilo.

   —Son muy pocos, Alteza —le advirtió el uniformado—, recuerde que algunos viajaron con su excelencia, el duque de Hirtz.No todos siguen aquí.

   —En ese caso, le pediré a algunos guardias de Kuno que vengan conmigo también —resolvió Ariel—. Después de todo sigo siendo su príncipe —remató con una sonrisa.

   Así se hizo. Finalmente el comandante quedó tranquilo porque el puñado de hombres que logró reunir sería suficiente para escoltar a Ariel hasta el lugar que los soldados Midianos señalaban como el sitio donde estaba Vladimir. La caravana partió casi de inmediato, colocándose Ariel junto al coronel Midiano y perdiéndose en la neblina con rumbo a las faldas de las montañas. El camino fuer difícil porque a Ariel le molestaba el galope debido a su embarazo. La última vez que había cabalgado tan a prisa, su estado no estaba tan avanzado y podía hacerlo con más soltura. El coronel le preguntó si no quería que fuesen más despacio, pero Ariel hizo un gesto para restarle importancia pensando que era mejor apresurarse teniendo en cuenta el estado de Vladimir.

   << Voy a llegar a tiempo >> pensó, y durante el trayecto se encomendó a todas las diosas. No quería que le pasara nada a su esposo, no quería que muriera sin conocer a su hijo y tampoco que lo dejara solo. En ese momento, con el peligro tan a flor de piel, Ariel se dio cuenta que lo que sentía por Vladimir era algo más intenso que un simple cariño; comprendió por primera vez lo que era estar enamorado y le pareció un sentimiento maravilloso. Hizo memoria y recordó que nunca le había dicho a Vladimir que lo amaba… pensó entonces que sería lo primero que le diría apenas lo viera.

   Después de una hora de estar cabalgando pasaron junto a un bosque de pinos. La oscuridad de aquella noche parecía hacerse más intensa a cada paso y los soldados que abrían y cerraban la caravana se vieron obligados a recoger trozos de ramas tirados en el suelo y jirones sacados de sus chaquetas para improvisar antorchas que les iluminaran el camino. Cuando iban llegando casi al final de la llanura y al inicio de las cordilleras, hubo un corte abrupto en el camino. Una laguna medio congelada e inmensa se abría ante ellos; preciosa en su calma y en el brillo plateado que le dejaba una insipiente luna que se asomaba por momentos entre los nubarrones. Estaba rodeada de mucha vegetación silvestre y en sus aguas heladas flotaban cómodos, gigantescos frailejones.

   —Debemos tomar el puente —aseguró el Coronel cuando se detuvieron frente a aquellas aguas—. Dentro de un mes más se podría cruzar a caballo sin ningún problema, pero aún no. Aún no se congela del todo.

   Ariel asintió y entonces todos dieron un rodeo por todo el perímetro de la laguna hasta llegar al puente, que para consuelo de Ariel, no era colgante. Era rocoso y firme, de arcos impares reforzados con machones y tajamares que reducían la presión de las aguas. En todo el eje se asentaba una torre que cortaba la continuidad del pretil y que a cada lado ostentaba rejas en punta de lanza que se cerraban de arriba hacia abajo. Al cruzar la torre, Ariel escuchó el chillido agudo de los murciélagos y sintió a varios de ellos pasarle muy de cerca en busca de los altos ventanales. Quedó asombrado por la magnífica arquitectura y tuvo que tragarse la tentación infantil de gritar para escuchar su propio eco; pensó que sólo la impresionante arquitectura Earthiana superaba la de Midas. Para los Earthianos el arte no era un pasatiempo ni una ociosidad… era una forma de vida. Se sobrecogió pensando en cómo el arte inmortalizaba a su creador, perpetuando su memoria, hablando por él a pesar de la muerte.

   Finalmente, después de casi dos horas más de camino, llegaron hasta el inicio de las cordilleras; las más empinadas estaban ya coronadas de nieve y algunas eran tal altas que sobrepasaban las nubes. Todos alzaron la vista pensando en las intensas batallas que se estaban librando al otro lado. Se estremecieron.

   —La aldea está un poco más al norte  —anunció de repente el Coronel, rompiendo el silencio de la caravana.

   —Muy bien, vamos allá —respondió Ariel.

   Se pusieron de nuevo en marcha y marcharon casi por quince minutos más. Fue allí,  justo en ese instante, cuando Ariel volvió a tener la sensación de que algo no andaba bien. De repente, una idea llegó a su cabeza y se maldijo mentalmente por no haberla tenido cuando aún estaba en el campamento. Tembló, sentía miedo de llevarla a cabo. ¿Por qué no podía simplemente dejar las cosas así? Todo apuntaba a que esas personas eran buenas y querían llevarlo a buen recaudo junto a su esposo. ¿Por qué sentía esa horrible zozobra entonces? Esa opresión en su pecho era terrible y le robaba el aliento. Tenía que salir de la duda.

   —¿Sucede algo, Alteza? —inquirió entonces el Coronel Midiano, poniéndose algo nervioso al ver cómo Ariel dudaba de seguir la marcha. Ariel notó por primera vez en los ojos del Midiano, que el sujeto estaba muy ansioso. Tragó seco.

   —-No pasa nada —respondió con toda la calma que puedo reunir—. Sin embargo, hay algo que quisiera saber —pregunto acto seguido, preparando su pregunta capciosa—. ¿No tuvo problemas mi esposo, durante la batalla, con la otra herida en su brazo, que aún le molestaba un poco?

   El coronel dudó en responder pero luego sonrió lo más tranquilo que pudo.

   —P… Pues no —titubeó un poco sin embargo,  sintiendo la saliva espesa—. El brazo de su majestad Vladimir ha sanado muy bien. Yo mismo le vi esa herida y creo que ya ni le duele. No se preocupe por eso.

   —Veo. —Y al oír respuesta, a Ariel se le cortó la respiración. En ese momento no le quedó la menor duda de que había caído en una trampa. Aturdido miró a ambos lados y supo que tenía ventaja, había más hombres suyos que desconocidos. Pensó que era mejor no continuar cabalgando porque quién sabe a donde los estuviesen llevando. Miró al supuesto Coronel Midiano y se dio cuenta que el hombre tenía unas pequeñas perlas de sudor en la frente. ¿Cómo no se había dado cuenta de todas esas pequeñas señales a lo largo de todo el viaje? ¿Por qué caía en cuenta del engaño cuando estaban ya tan lejos? Con fuerza agarró las riendas de su montura y respiró hondo varias veces; sintió un suave movimiento en su vientre, y noto un miedo agudo revolverse en sus entrañas junto a su hijo.

   —Es curioso Coronel —dijo entonces con franqueza, habiendo tomado finalmente una decisión.

   —¿A qué se refiere? —preguntó el Coronel Midiano mirándolo con un fino temblor en su mandíbula.

   —-Es curioso que usted le haya visto a mi esposo herido en el brazo... cuando la herida de Vladimir estaba en su pierna.

   Y aquello fue suficiente. Esas palabras dichas con un tono de sutil y bajo, hicieron que el Midiano soltara las riendas de su montura y abriera mucho sus ojos. El temblor que se apoderó de él, le hizo vibrar la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Ariel quedó sorprendido porque no se esperaba esa reacción, sin embargo, no dejó que la duda lo invadiera y lentamente llevó su mano hasta la parte trasera de su pantalón, donde antes de partir, se había escondido una filosa daga.

   —Nos... ¡Nos descubrieron! —alcanzó a gritar el hombre tratando de alcanzar a Ariel, pero el príncipe, resuelto y dispuesto a protegerse junto a su hijo, estiró su brazo y sin la menor duda abrió el cuello de su oponente de un tajo. Antes de hacerlo, vio como el ahora supuesto soldado le miraba con unos ojos llenos de culpa y dolor y eso le impacto. Cuando el cuerpo del hombre cayó, Ariel espoleó su montura y apretó fuerte los ojos sin querer pensar más en el hecho de que había matado a alguien por primera vez en su vida. ¡Tenía las manos llenas de sangre!

   —¡Es una trampa! —fue lo que gritó entonces a todo pulmón. La  guardia que le seguía  reaccionó a toda prisa y le abrieron paso, sacando sus espadas para controlar un posible ataque de parte de los otros soldados.

   Pero no sucedió nada... nada que se esperaran.

   —¿Qué pasa? —preguntó uno de los guardias Midianos al ver que los otros supuestos soldados Midianos no reaccionaban, dejándolos pasar sin problemas. De repente, algo se cruzó en medio del camino y Ariel dio un tirón a las riendas de su montura para evitar el choque. Su caballo relinchó asustado mientras él trataba de controlarlo evitando que lo tumbase.  Vio entonces al frente suyo un caballo blanco y hermoso cuyo jinete le miraba con unos ojos rojos como la sangre. Era un varón de cabellos platinados hasta los hombros, cortados de forma desordenada; tenía un rostro adusto de pómulos sobresalientes, nariz muy recta y labios delgados. Era un Dirgano.

   —¡Rayos! —Ariel frenó su montura antes de estrellarse contra ese mismo sujeto. El hombre no pareció impresionado y con una sonrisa anodina lo examinó de pies a cabeza. Ariel también lo examinó a su vez. El sujeto vestía como un noble a juzgar por los brillos de su ropa, los encajes de su cuello, el sombrero y la capa. Sus ojos rojos eran fríos y atemorizantes, tanto que hasta el caballo de Ariel parecía querer huir. Cuando el sujeto avanzó con su corcel, Ariel apartó su caballo y trató de buscar una vía de escape en medio del cerco. No fue necesario pues en ese preciso momento uno de sus guardias se interpuso entre él y el Dirgano, protegiéndolo. Al instante, otros hombres de su guardia llegaron y rodaron al sujeto. Lo amenazaron.

   —No se acerque —dijo el comandante de guardia—. Y déjennos pasar.

   —¿Dejarlos pasar? —La voz del hombre era tan fría como su mirada, además su kraki era terrible—. No es mi intensión dejarlos ir —aseguró mirando a Ariel con intensidad—, no cuando apenas nos estamos conociendo, ¿cierto, Alteza?

    —¿Quién es usted y cuáles son sus intensiones? —Ariel se lo quedó mirando un momento y acto seguido le contestó en Dirgano; haciéndole sonreír de nuevo. En ese instante se escucharon terribles lamentos y cuando todos giraron a mirar, tres de los Midianos que los habían escoltado estaban tirados en el suelo con tres flechas atravesándoles el corazón.  Los cuatro restantes que quedaban trataron de darse a la fuga pero fueron alcanzados uno por uno de igual forma como los demás, hasta que finalmente sólo las monturas, asustadas y confundidas, quedaron galopando en la oscuridad.

   << ¿Pero qué rayos? >> pensó Ariel antes de mirar hacia la montaña y darse cuenta que desde allí estaban siendo observados gracias a la luz de las antorchas. Los arqueros estaban en lo alto y podían verlos mientras cruzaban la ladera. El corazón comenzó a latirle con mucha fuerza. ¡Los dirganos los tenían rodeados!  De inmediato trató entonces de recordar todo el camino que habían hecho, sintiendo un pánico indescriptible y unas horribles ganas de vomitar. Había pasado por muchas cosas en la vida, situaciones de mucho temor junto a Jamil, pero aun así no recordaba haber tenido tanto miedo en su vida.

   —¡Apaguen las antorchas de inmediato! ¡Nos pueden ver desde la montaña!—ordenó a su guardia antes de volver a espolear su montura y sus hombres lo obedecieron, dejando caer los hachones sobre la nieve y azuzando sus monturas—. ¡Síganme!

    De esta forma, Ariel hizo lo que mejor se le ocurrió. Decidió que galoparía en camino recto hasta toparse con la laguna, al llegar allí no tendría problemas en ubicar el puente pues el lugar estaba un poco más claro. Así lo hizo. Espoleó su caballo con fuerza y arrancó a toda prisa, sin importarle el peso que sentía en el bajo vientre, ni el dolor terrible que empezaba a contraerle los músculos de la espalda. Cabalgó a ciegas confiando en que nada se interpusiese en su camino ya que si se caía del caballo el golpe podría resultar fatal para su niño y quizás para él mismo pero si se quedaba resultarían muertos los dos. Ni siquiera quería mirar atrás, sentía el galope de otros caballos siguiéndole muy de cerca, pero quiso pensar que eran los hombres de su guardia y no enemigos, aunque a veces escuchara choques de espada y el ruido seco que se sucede después que alguien cae al suelo. Seguramente aquel noble no era el único hombre a caballo y habían más rondando por allí, esperando que pasaran para atacarlos.

   Era espantoso. De momento no sabía cuántos hombres de su guardia quedaban, cuántos lo seguían aún. El terror le había impedido contar a cuántos de ellos había oído caer y cuantos gritos de dolor había percibido; sólo podía galopar con desesperación con el viento en contra golpeándole la cara. Había empezado a nevar también, porque sentía la ropa escarchada; hacía mucho frio y la inmensa oscuridad lo arropaba como un manto. Ariel tenía tantas ganas de llorar, pero estaba tan asustado que las lágrimas no le salían, sólo podía escuchar a su corazón agitado palpitarle en los oídos, como campanas doblando en honores fúnebres.

   Una gota de sudor resbaló por su espalda. Ariel la sintió como una estaca de hielo. El trayecto parecía alargarse, volverse interminable con el propósito de prolongar su angustia. También a ratos, su caballo, tan asustado como él, patinaba en la nieve haciendo ademán de caerse, aunque él logró enderezarlo varias veces sin necesidad de frenar. A veces sentía que otro jinete se colocaba a su lado y a pesar de las tinieblas podía apostar que lo estaba mirando. Eran esos momentos cuando el temor más lo acorralaba, como un aura densa envolviéndose en él. Finalmente, cuando ya pensaba que no iba a resistir seguir sosteniéndose por más tiempo en la montura debido al tenaz dolor en su espalda, Ariel vio a lo lejos la tenue claridad de la luna. Aquello significaba que pronto toparía con la laguna. ¡Era su salvación!

<< Oh, diosas. Ayúdenme a llegar allí >> suplicó mentalmente sintiendo un alivio tremendo y con un gruñido apresuró un poco más su cabalgadura. Ya estaba a punto de alcanzar la luz cuando sintió que otro caballo salía de entre unos árboles cortándole el paso. Su grito estremeció el silencio que lo flanqueaba por todas partes.

   Ariel gritó de horror pero frenó a tiempo. Se llevó una mano al pecho para controlar su agitación, suspirando hondo al ver que era uno de los hombres de su guardia a quien tenía en frente.

   —¡Por Ditzha bendita! —exclamó sofocado—. Casi me matas de un susto.

   —Perdóneme, Alteza —pidió el soldado—. Tomé un atajo y llegué más rápido. ¿Se encuentra usted bien?

   Ariel asintió y se limpió el sudor de la frente con el dorso de su mano.

 —Debemos irnos pronto. Nos siguen —advirtió—. Hace quince minutos logré perderlos, pero deben estar cerca. ¡Partamos!

  Así que retomaron el camino a toda prisa. En medio de la marcha, el soldado puso a Ariel al corriente de la situación. Tal como sospechaba, sus hombres habían sido emboscados por enemigos a caballo y apenas seguían vivos cinco de ellos, incluyendo al que le acompañaba. Los otros cuatro podían ser quienes los seguían. O eso quería pensar.

   —Allí está el puente —señaló Ariel sonriendo al ver la laguna—. Si logramos atravesarlo podremos bloquearlos cerrando las rejas y cargándolas con bioenergía —anotó—. ¿Sabes hacer eso?

   —Por supuesto, Alteza —respondió el soldado—. Es una gr... —Pero el resto de la frase quedó cortada y el soldado, con una flecha atravesándole la garganta, quedó tirado en la nieve. Ariel lo vio caer pero no se detuvo; apretó los ojos con fuerza sintiendo como el miedo volvía por oleadas y se mantuvo firme en su corcel. Por primera vez decidió mirar atrás y se percató que tres hombres a caballo, Dirganos todos, le seguían a escasos metros. Eso significaba que todo su guardia estaba fuera de circulación. El puente estaba ya frente a él; quizás él no pudiera usar bioenergética como los Midianos; pero si alcanzaba el bosque de pinos podría esconderse hasta el alba. Calculó que ya había pasado la media noche, así que solo debía estar escondido por unas cuatro horas a los sumo. << Diosas, ayúdenme >> rogó.

  Y lo logró. Pero cuando por fin logró alcanzar el puente, aquellos hombres estaban cada vez más cerca y Ariel sintió que el dolor comenzaba a cortarle la respiración, mareándolo. Trató de controlar sus nervios, aferrándose más a las riendas y sacudió la cabeza pues empezaba a ver doble. Para su respiro el caballo hizo un salto perfecto y subió al puente, aunque por desgracia en aquella acción se le cayó su puñal. El sonido de los cascos sobre las rocas y su respiración jadeante era todo lo que lograba oír hasta que alcanzó la torre. Al entrar, la oscuridad se hizo de nuevo y el ruido del caballo asustó otra vez a los murciélagos. Esta vez había más, cientos; que revoleteaban locos, chillando. Ariel bajó la cabeza como acto reflejo y entonces, sintió cómo dos fuertes brazos lo desprendían con agilidad de su montura y lo sentaban en otra. Se sintió morir.

   Ariel chilló desesperado y pataleó con fuerza por puro instinto, sin saber a ciencia cierta qué quería lograr con todo eso. Sin embargo, el sujeto que lo sostenía no lo soltó; todo lo contrario, lo aferró más fuerte y salió con él de la torre. Afuera, Ariel pudo verlo a la cara y constató que aquellos ojos eran más fríos de cerca…Era él… era ese hombre.

   —Eres una fierecilla… ¿Verdad, hermoso? —le dijo aquel noble Dirgano que había visto antes, esta vez en su idioma natal—. Pero así está mejor —sonrió—. Me gusta domar fierecillas.

   —¡Suélteme!¡Déjeme ir! —se retorció Ariel, pero el sujeto se echó a reír y los  otros tres hombres que le acompañaban, hicieron coro de sus risas, como si el ver a un doncel embarazado temblar aterrorizado fuese un asunto muy divertido.  Y Ariel sentía miedo, sí, pero sentía también mucha rabia. Y si se estremecía de aquella manera, era tratando de que aquel infeliz le quitara las manos de encima porque no soportaba que lo estuviera sujetando con tanta confianza—. - ¡Suélteme maldito! —vociferó de nuevo entonces, usando también el idioma Dirgano—. ¿Quién rayos es usted? —inquirió.

   —¡Oh, disculpe usted! —respondió el sujeto con el tono de haber acabado de cometer una terrible grosería. De inmediato, soltó a Ariel y se quitó el sombrero, haciendo un gesto cortés—.  Mi nombre es Arthur de Oream, conde de Bristong, de la provincia de Baltist, al sureste de Dirgania —se presentó—. Es un gusto conocerle, Alteza.

   Ariel se quedó por un momento, sin réplica y sin movimiento. El nombre de aquel hombre no le decía nada, no lo había escuchado antes. Pensó al instante que posiblemente se tratara de un plebeyo venido a más recientemente, y que por ello aún no era tan conocido del todo. Su duda quedó aplacada cuando por fin se decidió a hablar.

   —Arthur de Oream, su nombre no me es familiar —dijo por fin—. Pero si es usted de verdad un caballero, entonces me dejará marchar.

   —Soy un caballero —respondió el Dirgano—. Y mi familia tiene un largo linaje nobiliario aunque usted no pueda recordarlo. Somos pariente en tercer grado de la familia de su papá, Lyon. Así que si es usted un doncel respetable cerrará la boquita y vendrá conmigo sin hacer escándalo. Nos esperan.

   —¿Qué? ¿A qué se refiere? ¿A dónde me llevan? —Ariel se crispó de nuevo, retorciéndose en la montura—. ¡No puedo cabalgar más! ¡Estoy embarazado! —se excusó.

   Al escuchar aquello, el Dirgano miró el abultado vientre de Ariel con fastidio, como si reparar en su estado le disgustara de forma personal.

   —Está avanzado —dijo un momento después, frunciendo los labios—. Y su Majestad Lyon que tenía la esperanza de que aún se pudiera interrumpir su gestación.

   —¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! —Ariel palideció. En aquel momento no supo que lo alteró más, si el nombre de su papá o que aquel sujeto estuviera sugiriendo tan campantemente la idea de matar a su bebé.

   —No se preocupe —volvió a hablar el hombre, acariciando suavemente la pálida mejilla del doncel—.  Aun así te tomaré como esposo. Nunca he tenido demasiada fascinación por mocosos vírgenes y dóciles. Tú en cambio, a pesar de tu juventud, pareces experimentado.

   —¡No me toque! —gruñó Ariel apartando aquella mano—. No sé si lo sepa, señor, pero yo ya soy un hombre casado —señaló su propio vientre—. Creo que es más que obvio.

   —Ya lo sé —le respondió el otro hombre sin parecer muy afectado por ello—. Pero cuando esta guerra termine y Dirgania tome el control de todo, tú sólo serás un pobre noble viudo con un niño huérfano —anotó con desdén—. Necesitarán un marido nuevo.

   —¡Mi esposo no va a morir! —chilló Ariel indignado, no pudiendo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Con rabia alzó su diestra e intentó darle una bofetada al varón, pero Arthur, atento, lo apresó fuerte y tomándolo de los cabellos, lo besó.

  A Arthur de Oream le encantaban ese tipo de donceles, había algo en aquella hostilidad que le hacía hervir la sangre de puro deseo. Abrazando más a Ariel, se frotó contra su cuerpo; menos de lo que hubiera deseado por culpa del bastardo que tenían en medio y de la resistencia de su presa. Cuando al fin lo soltó, luego de haberle dejado los labios rojos y húmedos, vio a Ariel mirarlo lleno de ira y levantarle de nuevo la mano. Sonrió pensando que Ariel trataría de abofetearlo otra vez como había intentado antes, pero lo que no espero fue que el indignado príncipe cerrara su mano y le diera un fuerte puñetazo en toda la nariz.

   —¡Maldito mocoso malnacido! –—exclamó el robusto hombre tocándose el tabique que nunca más luciría recto. Sentía la sangre correrle hasta los labios, y rabioso respondió al golpe dándole a Ariel una bofetada que casi lo tira del caballo. Ariel gimió pero Arthur le tomó de los cabellos con rabia y lo miró con esos ojos rojos llenos de ira. Estaba furioso.

   —Agradece que estás embarazado, pues de lo contrario, ten por seguro que te tomaría aquí mismo, sobre la nieve, para que veas que no es agradable fornicar mientras se te congela el culo.

   Ariel gimió de nuevo, preso del dolor, y sin poder hacer nada más, sintió cómo lo pasaban a brazos de otro de los hombres que estaban allí y se lo llevaban. Sollozó un poco. Ese último golpe fue más de lo que pudo resistir y sus mermadas fuerzas ya no daban para seguir peleando más. Se desmayó.

 

 

 

   Lyon esperaba a su hijo en una cabaña grande y confortable, la más acondicionada que encontró; pues aquel lugar era una aldea bastante pequeña, la más pequeña que hubiese visto en cualquiera de sus dos vidas. Era posible que no superara los quinientos habitantes y que probablemente fuesen todos provenientes de una misma familia que poco a poco se iba ampliando.

   Estaba ansioso porque a diferencia de Xilon, Ariel era un hijo al cuál no conocía, un hijo para el cual él era un absoluto desconocido. Además, también había escuchado que el muchacho tenía un carácter muy misántropo y hostil, lo cuál podía hacer de ese primer encuentro una situación bastante desagradable y eso no era bueno.

   Estaba junto a la lumbre de la chimenea pensado en ello, cuando escuchó el relinche de caballos que recién llegaban. De inmediato, salió a toda prisa envuelto en una piel de gacela y vio a tres varones desmontando y a un doncel alto y evidentemente embarazado junto a ellos. El doncel fue tomado con algo de violencia al ser bajado de la montura y ello desagrado a Lyon. ¡Ese muchacho era su Ariel!

   Lyon se quedó paralizado sintiendo un nudo en la garganta. No era falsa la nostalgia que le oprimía el corazón en aquel momento, la emoción por estar viendo por primera vez a aquel bebé que no alcanzó a arrullar, a ver crecer. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras Ariel se acercaba a su encuentro. Se dio cuenta enseguida de que su hijo estaba horrorizado por lo que seguramente había visto al llegar al lugar donde se encontraban, y deseó haber podido privarlo de aquel espectáculo, pero no había estado en sus manos lograrlo.

   Y era que la entrada de la aldea estaba en ruinas. La mayoría de las cabañas aun ardían; los caminos tenían todavía muchos muertos sin enterrar, siendo llorados por algunos niños a los que les esperaba la misma suerte ya fuese por el hambre o por el frio.

   Cuando lo tuvo definitivamente frente a él, Lyon le obsequió la sonrisa más dulce que se le conociera y estiró sus brazos anhelando recibirlo, pero Ariel no se movió; lo miraba como quien ve el altar del sacrificio y se rehusó a acercarse. Estaba aterrado.

   —Hijito mío, ven aquí. Déjame verte, por favor — pidió Lyon acercándosele. Ariel gimió dando media vuelta y un frio enorme lo embargó—. No tengas miedo, vida mía. Aquí nadie va a hacerte daño —volvió a hablar el otro doncel acercándose varios pasos más—. Ven, vamos adentro. Ven conmigo.

    —Déjame ir… por favor.  —Ariel pidió aquello sin siquiera girarse a ver a su padre. ¡Por las diosas! Aquel ser tenía una fuerza maligna tan horrible que le costaba siquiera mantenerse en pie… Eso no podía ser su papá, se negaba a creerlo.

   Lyon suspiró y prefirió no alterarlo más. Tal y cómo se lo había imaginado, aquello no sería fácil para ninguno de los dos. Con un suspiro resignado se quitó su abrigo de gacela, lo puso sobre los hombros de Ariel, dio media vuelta con miras a la cabaña y dando algunos pasos dubitativos se adelantó.

   —Debes tener mucho frio —apuntó entonces dándole la espalda—. Ven, entremos a la cabaña; te daré algo caliente.

  Casi a empujones, Ariel fue metido dentro de la cabaña. Al entrar casi se había vuelto a desmayar de miedo. El lugar era escalofriantemente similar al de aquel sueño que había tenido meses atrás, aquel donde veía a Lyon vestido como la muerte. Ahora veía que más que un sueño había tenido una visión profética, y que aquel individuo siniestro era realmente el rostro de la muerte.

   Varios minutos más tarde le sirvieron un caldo humeante, el cual decidió tomar solo para evitar la mirada de Lyon, quien se había sentado frente a él. El hombre lo examinaba con atención, como si no lo viese a él sino al niño recién nacido que la muerte le había impedido criar. Con cuidado estiró una mano y le acarició los cabellos con infinita ternura. Ariel se crispó pero aceptó la caricia sin apartarse. Debía aguantar, debía ser fuerte por su hijo.

   —Eres igualito a mí —dijo Lyon con una sonrisa—, aunque sacaste los ojos de mi padre —apuntó luego.

   —¿De verdad? —Ariel alzó la mirada por primera vez y se sintió incomodo ante aquel contactó. Aun así, no fue mucho lo que tuvo que aguantar ya que cuando su papá notó el golpe rojizo e hinchado que tenía en el rostro, toda la dulzura y amabilidad que parecía desbordar en el sujeto, se derritió como la cera.

   —¿Quién te golpeó? ¡¿Quien?! —preguntó Lyon saltando de su asiento.

   —Arthur de Oream, ese hombre al que mandaste por mi —contestó Ariel sintiéndose indignado.

   —¿Arthur de Oream, eh? —se crispó el doncel mayor saliendo a toda prisa de la cabaña. Al entrar de nuevo, el tal Arthur de Oream venía con él. Ariel se crispó al ver de nuevo al hombre pero el sujeto parecía más nervioso y asustado que él,  lucía muy diferente al hombre soberbio que había conocido horas antes. Eso lo inquietó.

   —¿Arthur, tu le has hecho eso a mi hijo? —preguntó Lyon señalando la huella de la bofetada en el rostro de Ariel.

   Arthur se puso pálido. Su boca se abrió y se cerró varias veces, como si su mente estuviese buscando las palabras justas para decir. No las encontró.

   —Yo… Majestad. Majestad, con todo respeto, su alteza estaba muy alterada y renuente a acompañarnos. Mire usted mismo cómo me dejó la nariz. Y hasta estaba armado, mire…

El puñal que Ariel había dejado caer junto al puente fue puesto en las manos de Lyon. Arthur lo había recogido durante el trayecto y lo había asegurado en uno de los bolsillos de su capa. Lyon, sin embargo, no pareció importarle mucho esto, ni tampoco las palabras con las que el noble Dirgano intentaba defenderse. Guardando el puñal en un bolsillo, sus ojos tomaron un brillo feroz que crisparon los nervios de Ariel y le hicieron sentir con mayor intensidad ese horrible frio que no lo abandonaba desde que llegar a aquel lugar. Algo horrible estaba a punto de suceder. Lo presentía.

   —Ay, Arthur… Arthur… Eres un hombre tan apuesto como lo era tu padre —dijo entonces Lyon en un tono tan condescendiente que su interlocutor bajó la mirada—, es una lástima que no hayas heredado también su inteligencia —remató colocando su mano sobre la mejilla del varón.

   —¡Detente! —exclamó Ariel sintiendo que el presentimiento que tenía se hacía un remolino en su estomago. Sin embargo nada sucedió y Lyon miró a Arthur dándole una palmadita en el hombro y haciéndole una seña para que se fuera. Una vez a solas, Ariel miró a su padre con horror y miró la sombra de Arthur de Oream desapareciendo tras el umbral de la puerta. El horror se asentaba más en su pecho, pero no sabía cómo explicarlo.

   —¿Qué le hiciste? —preguntó entonces sobresaltado mirando a su papá con terror.

   —No te preocupes, no volverá a tocarte —fue lo que le respondió Lyon con parquedad.

   —¿Qué es todo esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Cómo me encontraste? —volvió a preguntar Ariel sobresaltado. Sin embargo, Lyon simplemente se sentó y volvió a tomar su bebida, haciendo una señal a su hijo para que volviera a la mesa.

   —Son demasiadas preguntas, cariño. Pero te responderé la última —dijo sorbiendo su bebida con tranquilidad—. Hace varias semanas sentí una fuente de poder inmenso cerca de la frontera de Midas e Earth —informó con horrible serenidad—. Y esa fuente se mantuvo estable haciendo mi trabajo más fácil. Esa fuente de poder eras tú.

   << Diosas>> Ariel meditó un momento y concluyó que muy seguramente,  Lyon lo había detectado por primera vez el día en que curó a Nalib.

   —¿Entonces, esos hombre Midianos que fueron por mi…? —preguntó intuyendo de sobra la respuesta.

   —Campesinos de esta aldea —le confirmó Lyo—. Los forzamos a ir por ti y los entrenamos por varias semanas para que supieran qué decir. Se aprendieron el camino, incluso en la oscuridad.  Todo ello fue una maravillosa idea de Xilon. El es un experto en milicia, nos consiguió insignias, condecoraciones; lo que hiciera falta para darle credibilidad al asunto. Y como vez, cariño. Todo resultó muy bien. Por fin te tenemos con nosotros. Pronto verás a Xilon de nuevo.

¿Xilon? ¿Xilon había planeado todo aquello? ¿Xilon estaba de parte de los Dirganos? Ariel se puso muy pálido. ¡No era cierto! ¡No podía ser verdad! Xilon no podía haberlos traicionado, no podía haberse puesto del lado de los enemigos. ¡No iba a creer eso nunca!

   —No es cierto… me estás mintiendo —susurró espantado, sintiendo que se quedaba sin voz.

   —¿Y por qué lo haría? —replicó Lyon—. No entiendo, hijo. ¿Acaso no quieres volver junto a tu hermano? ¿No deseas volver a Jaen?

   —¡No! —Ariel se volvió a poner de pie a toda prisa sintiendo que un horrible mareo se apoderaba de todo su ser. Se sentía perdido, mareado, como si todo a su alrededor girara, fuese irreal y no tuviese sentido. En esas estaba cuando un grito terrible se escuchó desde afuera, haciendo que otra vez todos sus sentidos se pusieran en alerta. Se quedo callado mirando la puerta, estático y casi sin aliento. Finalmente, cuando por fin pudo reaccionar, corrió hacia la entrada de la cabaña, tomó la manija de la puerta y con brusquedad la abrió. El frio de la noche volvió a golpearlo con fuerza, pero no le impidió salir. Afuera,  los gritos espantados de la gente daban cuenta de lo que sucedía. Era el horror mismo encarnándose en realidad, su presentimiento volviéndose contundencia.

   Tirado en la nieve, Arthur de Oream se revolcaba llevándose las manos al cuello. Al parecer, sentía que algo lo apresaba porque entre espasmos de agonía intentaba librarse. Duró casi cinco minutos pataleando y luchando inútilmente con alguna clase de fuerza invisible, mientras las demás personas impotentes solo podían mirarlo espantadas, viendo como se le escapaba la vida sin remedio. Cuando aquel infeliz expiró dejando en su rostro una expresión de intensa agonía, Ariel sintió la presencia de Lyon a sus espaldas y todo el aire de sus pulmones pareció escapar de su pecho. Jadeó.

   —¿Te das cuenta? Te dije que nunca más volvería a tocarte — dijo Lyon mirando la escena con expresión divertida y entonces avanzando hasta Ariel y tomándolo entre sus brazos lo abrazó. Ariel nunca había sentido el abrazo de un papá pero estaba seguro de que no debía sentirse así de escalofriante. Aquello era la sensación más horrible que había sentido en toda su vida y sólo quería salir de esos brazos cuanto antes.

   —Eres un demonio, Lyon —dijo entonces mirando a su papá a los ojos. El susodicho, quien también le devolvía la mirada con intensidad, sólo lo miró sin musitar palabra hasta que después de unos instantes lo soltó y sin decir nada más se encaminó de vuelta a la cabaña.

   Ariel se quedó parado afuera y antes de que su papá pasara por el umbral de la puesta concentró  su energía en el talismán que colgaba de su cuello y recitó acto seguido, en perfecto dirgano antiguo, un poderoso mantra con el que sus ancestros conjuraban el mal.

   Lyon abrió los ojos horrorizado al ver cómo la fuerza de cada uno de las palabras de Ariel lo paralizaba. ¡Aquello no se lo esperaba para nada! Su cuerpo dejó de pertenecerle a cada sílaba pronunciada por  su hijo y cada paso que daba se volvió más pesado. Cayó de rodillas perdiendo todos sus poderes. Los otros Dirganos que se encontraban allí también empezaron a sentirse aturdidos por tal muestra de poder, un brillo inmenso y esplendoroso que salía de aquel colgante. Los ojos de Ariel tenían una intensidad estremecedora, una tenacidad apabullante. Le habían llevado al límite y ahora nadie podría detenerlo; ni siquiera Lyon.

   —Eres más poderoso que yo —reconoció Lyon sin poder dar crédito a lo que sucedía—. ¡No puedo creerlo! —dijo horrorizado, como si acabara de descubrir algo—.Entonces… entonces, sí eras hijo de Jamil.

   —¿Cómo? —detuvo su oración Ariel de golpe ante semejante revelación—. ¿Qué has dicho?

   —Los hijos de Dirganos con Jaenianos suelen ser más poderosos que los Dirganos puros —explicó Lyon aún de rodillas—, y los hijos de Dirganos y Midianos son bastante débiles. Es algo que muy pocos saben. Tienes un poder increíble, Ariel. Eso significa que tu padre era Jamil, un Jaeniano y no Ezequiel, un Midiano.

   —No puede ser… —Ariel no pudo seguir hablando. Sentía que un nudo horrible se le formaba en la garganta al recordar todas las cosas que le había hecho su padre… su verdadero padre.

   —Creí que Jamil era estéril… —dijo Lyon como si hubiera entrado en una especie de estupor. La verdad llegando también a él después de tantos años. A pesar de ello, ninguno de los dos tuvo tiempo de seguir comentando nada más al respecto. A los pocos minutos, una tropa armada agitó la ladea entera, llegando intempestivamente. Eran hombres de Midas. Habían ido por Ariel.

   —¡Son Midianos! —exclamó un hombre que se encontraba cerca.

   —¿Cómo supieron donde estábamos?  —inquirió Lyon recuperándose un poco y poniéndose de pie a toda prisa—. Toda tu guardia murió —aseguró mirando a Ariel.

   Ariel se tocó la cabeza.

   —Mi esposo es legeremantico,  me habló durante el camino de venida hasta aquí y le dije dónde estaba —respondió sintiendo que después de tantas horas por fin podía respirar tranquilo—. Estás atrapado Lyon —dijo entonces mirando a su papá, quien parecía paralizado de la impresión—. Ya date por vencido.

   Lyon comenzó a girar en círculo sintiéndose perdido en aquel desorden. Los ruidos de los cascos cada vez más cerca parecieron enloquecerlo  y en medio de su desesperación lo único que se le ocurrió fue el acto más vil y loco del que se pueda tener idea. Rápidamente, sacó de su capa el puñal que Arthur de Oream le había puesto en las manos, el mismo que había dejado caer Ariel junto al puente,  y sin mayor resquemor se abalanzó contra su hijo. Ariel, que no se esperaba para nada algo así, no alcanzó a reaccionar y no se percató de la situación hasta que sintió el filoso y frio metal perforándole en la cintura. Le había herido, le había herido de forma letal.

   —¡Devuélveme mis poderes! ¡Devuélvemelos para que pueda curarte!— gritó Lyon con los ojos enloquecidos de desesperación— ¡Date prisa!

   —No puedo —resopló Ariel sintiendo como la sangre brotaba por su flanco derecho. Una lágrima solitaria resbaló por su rostro y cayó sobre la diestra de Lyon—. Se trata de un conjuro irreversible y no lo puedo revertir —explicó empezando a caer en tierra—. Tú mismo deberías saberlo.

   —Hijito mío… —susurró Lyon con una voz cargada de arrepentimiento. ¡Por supuesto que no sabía eso!—. Hijo de mi vida —alcanzó a sollozar antes de que uno de sus hombres lo agarrara a toda prisa para llevárselo de allí. Lyon vio con una indescriptible angustia cómo el cuerpo de Ariel caía desplomado sobre la nieve hasta que un Midiano se acercó a recogerlo. Pensó entonces arriesgarse y pedir a la amatista de plata que curara a su hijo, pero en ese momento recordó que la piedra se encontraba en el abrigo que le había colocado a Ariel y para aquel momento éste ya estaba lejos de su vista. Una lágrima, la primera lágrima real que derramaba en años, cayó en tierra y Lyon deseó por primera de muchas tantas veces que vendrían luego, nunca haber vuelto a la vida.

 

 

  Cuando Milán vio a Ariel tirado en la nieve creyó que estaba muerto y por un instante el corazón dejó de latirle. Bajó a toda prisa del caballo, recogiendo al doncel para volver con él a la montura. Ariel abrió los ojos y lo miró sintiéndose muy mareado aunque consciente aún. La imagen de Milán junto a él le hizo creer por un momento que ya había cruzado el umbral de la muerte, sin embargo, el sonido de todo lo que le rodeaba junto a la brillante luz de la luna le permitió darse cuenta que aún vivía.

   —¿Milán? — preguntó entonces incrédulo nada más abrir los ojos—. ¿No estoy muerto, verdad? —quiso confirmar de todos modos.

   —No, no lo estás —le respondió Milán que en ese momento no sabía si reír o llorar—. Estas vivo y yo también —le sonrió dulcemente optando por escoger lo primero—. Es una larga historia.

  —¿Ha sido con esa piedra?

  —¡No! —negó rápidamente Milán—. No, en lo absoluto. No te preocupes —dijo percatándose en ese momento en la herida de Ariel—. ¡Por las diosas, estás herido! Vamos a tomar un atajo, hay que llevarte al campamento.

   Ariel resopló de dolor cuando Milán espoleó su montura. El dolor en su espalda se incrementó por el ardor de la herida y todo su vientre se contrajo con una fuerza que lo obligó a arquearse.

    —Al campamento no, llévame a palacio, con Vincent —pidió en ese momento, agazapándose contra el abrigo de Milán. Este negó con la cabeza.

   —El palacio está muy lejos. En el campamento hay buenos facultativos, tú mismo lo sabes.

   —No, no entiendes —replicó Ariel intentando respirar por el gran dolor. Acababa de darse cuenta qué era ese peso en su bajo vientre y el dolor en la espalda pues ahora el dolor era ya una contracción propiamente dicha—. Voy a dar a luz —informó.

   Milán sintió que un liquido humedecía los pantalones de Ariel y luego, por contigüidad, los suyos. ¡Ariel había roto aguas! Un jadeo salió de su boca y si no hubiese sido porque estaba muy asustado para blasfemar, hubiese gritado con todas sus fuerzas.

   —No puedo dar a luz en el campamento —volvió a decir Ariel una vez la contracción pasó y pudo hablar de nuevo —. Es un sitio demasiado precario y frio —explicó—. Mi niño morirá si nace allí, Milán.

   —Pero…

    —Por favor, Milán. Por favor, por lo que más quieras. Por Henry Vranjes y por tu hijo aún no nacido, llévame con Vincent.  Llévame con él, te lo suplico.

    << Rayos >> Milán abrazó con fuerza a Ariel y le dio un fuerte beso en su cabecita sucia de nieve. Asintió y cambió de rumbo con miras a palacio. Casi no podía creer que ese muchacho que tenía entre los brazos fuera ese mismo que tiempo atrás lo acosaba en los bailes y le sacaba de quicio. Era absurdo como habían cambiado todos en tan solo unos meses, como la vida les había obligado a madurar.

    —Eres un pequeño valiente —dijo entonces con dulzura apresurando el paso.

   —Gracias por ayudarme —le sonrió Ariel—. Ahora dime algo… ¿Vladimir está contigo?

   Milán negó con la cabeza pero no dijo nada más. Sabía que Vladimir seguía atascado en esa maldita montaña Midiana donde  los combates estaban cada vez más tremendos y por eso no había podido ir él mismo en rescate de Ariel. Sin embargo, cuando Vladimir, con una angustia infinita le pidió que fuera por su esposo, Milán no dudo en ayudar a su hermano y por eso allí estaba: rescatando al pequeño príncipe y escoltándolo ahora a palacio para que pudiera tener sano y salvo a su niño.

    —¿El sabe que estás vivo? —preguntó de repente Ariel, sacando a Milán de sus cavilaciones.

    —Sí, lo sabe —contestó Milán sonriendo de nuevo—. Siempre lo ha sabido —suspiró.

 

 

 

   En el castillo de Midas ya casi despuntaba el alba cuando Milán llegó. Benjamín se arrojó a sus brazos al verlo y Vincent recibió en los suyos a Ariel, casi perdiendo el sentido al verlo herido de tal forma. Muchas eran las preguntas que había por hacer y muy poco el tiempo para responderlas. El parto de Ariel era ya inminente a la llegada de los príncipes.

   Acomodaron a Ariel en la recamara real porque era la más airada, amplia e iluminada. Vincent esperaba poder detener la dilatación, esperaba lograr que el conducto perineal que se formaba en los donceles al momento del parto volviera a cerrarse. Sin embargo, luego de revisar a Ariel se dio cuenta que aquello no sería posible. El trabajo de parto estaba tan avanzado que con solo meter la mitad de sus dedos por aquel agujerito ya podía sentir los cabellos del niño. También estaba el problema de que Ariel había roto las bolsas que cubrían al pequeño y había perdido el líquido que se hallaba dentro de ella,  líquido sin el cual ninguna criatura sobrevivía.

   Se llevó las manos a la cabeza, impotente; con la desesperanza de un hombre enamorado y no la piadosa pero distante humanidad de un médico ante el moribundo. ¡No podría salvarlo! ¡Por las diosas, no podría salvarlo! Esa herida en su costado era mortal y en esos momentos todos sus esfuerzos se estaban concentrando en extenderle la vida hasta que diera a luz.

   Sintiendo que también moriría de dolor y con gran esfuerzo llegó entonces de nuevo hasta la cama donde Ariel respiraba cada vez más exhausto. Con cada contracción, el doncel perdía más sangre y el dolor en la cintura se hacía casi insoportable. Sudaba mucho, motivo por el que Vincent ordenó a dos sirvientes quitar los doseles y cada tanto enjuagar el rostro del príncipe con paños húmedos. En ese momento, justamente, fue él mismo Vincent quien removió el paño en la jofaina y la pasó por la frente de Ariel, aprovechando para sentarse un momento en el lecho. Ariel sintió el peso sobre su cama y sus ojos se abrieron con cansancio. Al momento divisaron el rostro de su querido amigo y una pequeña sonrisa despuntó de sus labios. Se sentía tranquilo.

   —Vincent… —susurró buscando la mano temblorosa del galeno—. Vincent, hay algo que debo pedirte —anotó—. Cuando mi hijo nazca, no te apures en atenderme a mí.  Ayúdalo a él, concéntrate solo en él. Su nacimiento se ha adelantado y sabes que no vendrá bien. Te lo suplico, por favor.

   —Haré mi trabajo como yo considere que debo hacerlo —respondió Vincent sin devolverle la mirada. De haberlo hecho se abría dado cuenta que Ariel le sonreía porque entendía muy bien su situación.

  —Está bien —convino Ariel apretando la tibia mano de su amigo—. Se que harás tu trabajo —aseguró segundos antes de que una nueva contracción le hiciera contraerse de dolor una vez más.

   Vincent no lo soportó más y salió a toda prisa de la estancia. En el corredor, Milán y Benjamín lo esperaban; ambos lucían intranquilos y apesadumbrados, muy inquietos. El rostro de Vincent no les ayudó en lo absoluto a tranquilizarse, de hecho, los asustó más.

   —¿Qué sucede? —preguntaron papá e hijo en coro al ver salir al facultativo—. ¿Va a tener al niño? —inquirió Benjamín.

   —Sí, el parto es inevitable —respondió Vincent con voz parca echándose a llorar—. Y su muerte también —remató con dolor.

   Benjamín se llevó las manos a la boca, Milán miró a ambos desconcertado.

   —¿Su muerte…? Pero…

   —Y él lo sabe —continuó hablando Vincent entre sollozo y sollozo—. Sabe que va a morir y eso no le preocupa —jadeó recostándose contra una pared—. Sólo le interesa la suerte de su niño. Sólo en eso piensa en este momento. Sólo en él.

    —Eso me parece muy respetable —opinó Benjamín disculpándose para entrar a la habitación. El olor a sangre y la tremenda humedad fue lo primero que sintió al entrar. Con cuidado sentó al lado de Ariel y dulcemente le acarició el rostro. Ariel abrió los ojos y sonrió; tomó aquella mano y la besó. Así era como debía sentirse la caricia de un papá, pensó en ese momento sintiendo una gran calidez asentarse en su pecho. Una calidez que sentía por primera vez… el amor de un papá.

    —Como me hubiera gustado ser su hijo, Majestad —confesó de repente con amarga sinceridad—. Mi vida hubiera sido tan distinta a su lado —dijo besando nuevamente la mano de Benjamín tiernamente—. Mire a sus hijos… Milán, Kuno, Vladimir… son tan ejemplares, tan dignos.

   —Tú también eres mi hijo primor —contestó Benjamín sin poder evita que se le salieran las lágrimas—. Te lo dije el día de tu boda y te lo repito ahora —recordó—. Eres mi hijo y nada cambiará el amor que te tengo. Eres tan valioso para mí como el resto de mis hijos. Vas a ser el papá de mi primer nieto —le sonrió sobándole el vientre.

   Ariel le devolvió la sonrisa con los ojos húmedos de llanto. En ese momento consideró si debía decir que después de todo Ezequiel no era su padre, pero pensó que era mejor no abrir viejas heridas y simplemente dejar las cosas así. El daño estaba hecho. Recordó entonces otra cuestión que sí debía dejar resuelta y señalando el tallado sillón sobre el que reposaba su ropa pidió que le acercaran el abrigo de gacela que le había colocado Lyon durante el breve encuentro que tuvieron.

   —Hay algo que quiero entregarle, Majestad —dijo Ariel cuando le entregaron la prenda, haciendo salir de inmediato a los sirvientes. Sin perder más tiempo metió la mano en uno de los bolsillos y para sorpresa de Benjamín sacó de allí nada más, ni nada menos que la mismísima amatista de plata—. Sé que usted es en este momento la persona adecuada para guardarla —imploró ante la negativa del rey consorte que meneaba la cabeza de lado a lado mirando con horror aquella joya—. No puedo confiársela a más nadie, Majestad. Ni siquiera a Henry Vranjes. No sé cómo pueda usarla él en estos momentos en que se encuentra tan desesperado. En cambio usted —susurró con pesar—, usted ya conoce su poder, sabe que esta maldita piedra no es cosa de juegos. Usted no permitirá que vuelva a ser usada otra vez. Nunca más.

  —Yo… yo no sabría qué hacer con ella –replicó Benjamín.

   —Precisamente por ello  —respondió Ariel —Usted mejor que nadie sabe que con esta piedra no se debe hacer nada —jadeó por una nueva contracción—. Por favor, guárdela, Majestad. Tómelo como el último favor que le pido. Se lo suplico.

   —Ariel… —Entonces, sin estar muy convencido, pero sintiendo que quizás ese era su castigo para el resto de su vida por haber hecho uso de esa piedra terrible,  Benjamín tomó la amatista entre su manos y la guardó.  Ariel le agradeció con una caricia y sintiéndose más tranquilo después de dejar ese tema subsanado,  pudo finalmente dedicarse de lleno a la última misión de su vida, a su juicio la misión más importante de todas; esa que luego de cumplida sería recompensada con la muerte.

   Vincent entró de nuevo al oírle gritar. Rápidamente lo revisó de nuevo y le avisó que ya estaba listo para empezar a pujar. Benjamín se colocó a sus espaldas y los dos sirvientes, uno a cada lado, le sujetaban las piernas. Fue un parto fácil porque la criatura era tan pequeña aún que solo necesito cuatro pujos fuertes de su papá para salir por completo. Ariel lo sintió resbalar como un pedazo de hígado, pegajoso y gelatinoso y en ese momento sintió como si una parte de su alma se saliera de su cuerpo para quedarse junto a aquel nuevo ser.

   Pero el bebé no lloró. No de inmediato. Vincent, tal como se lo había pedido Ariel, se lo llevó a un mesón que había improvisado y poniéndolo bajo la luz de una lámpara bioenergética comenzó a frotarle con vigor la diminuta espalda.

Todos en la habitación se quedaron mudos, especialmente Ariel quien, deteniendo su propia respiración, esperó con impaciencia pero con calma  escuchar la primera de su hijo.

   Luego de treinta segundos, lo más largos que Ariel experimentase jamás, la criatura lloró. No lo hizo con vigor ni fortaleza, pero lloró. Su llanto parecía más el maullido de un gatito y sin embargo para Ariel fue el llanto más vital y precioso que hubiese escuchado jamás. Aquel llanto desencadeno el suyo propio y por primera vez en lo todas esas horas de agonía, Ariel lloró también. Pero no lo hizo recordando los maltratos de su padre, su separación de Xilon, el recuerdo del mar de Jaen, ni sus terribles errores; lloró por la inmensa alegría de saber que a pesar de todo eso las diosas le habían dado la oportunidad de ser feliz, la oportunidad de amar.

   —¿Cómo vas a llamarlo? —le preguntó entonces Benjamín llorando también.

   —Jamil  —respondió Ariel sin dudar—. Se llamará Jamil.

   Y el nombre de su padre, fue lo último que dijo.

   Vincent escuchó la forma como Ariel se desplomó sobre el lecho pero no volteó a mirar siquiera. Siguió como un soldado en su oficio, atendiendo al recién nacido al cuál prácticamente bañaba con sus lágrimas. A sus espaldas los sirvientes lloraban a los pies de la cama acompañando a Benjamín en su pena. Milán llegó instantes después al escuchar los lamentos. No entró, se quedó en el umbral agarrándose la cabeza, tratando de entender semejante absurdo, pensando en qué demonios iba a decirle a Vladimir.

 

 

  

   Dos horas después de la muerte de Ariel, Vladimir llegó a palacio sin saber que había sucedido pues la batalla lo había agotado tanto que el pobre ni siquiera podía usar su legeremancia. Nunca nadie había subido tan a prisa las escaleras de la mansión central, ni atravesado con tanta angustia aquellos vastos corredores. Milán intentó detenerlo un par de veces antes de que entrara a la recamara donde yacía Ariel, pero su hermano logró hacerse paso con aspereza, loco de desesperación.

   Cuando finalmente Vladimir llegó a la recamara donde ya nada lo esperaba, Benjamín se cubrió el rostro al verle caer de rodilla a pocos pasos de la cama donde se hallaba Ariel. El varón estaba herido de dolor y fue desgarrador verlo arrastrarse hasta el lecho para tomar la mano de Ariel entre las suyas y contemplarlo mientras sollozaba aturdido de pena.

   —Encanto… vuelve encanto  —dijo abrazando el cuerpo que ya se había empezado a poner rígido—. Siempre fuiste tan rebelde, ¿verdad, amor mío? —sollozó más fuerte mirando el rostro nacarado por la palidez de la muerte—. Tan rebelde que hasta osaste irte antes de mí, dejándome este dolor —le reclamó.

   —Vladimir… —le llamó Benjamín en ese momento, tratando de sacarlo de aquel horrible impacto, pero Vladimir sólo se acostó junto a los restos de su esposo mientras el sol se alzaba por completo en el cielo, iluminando de lleno la alcoba. El reloj, el mismo que había contado cada segundo de la agonía de Ariel, marcaba las cinco y cuarto, la hora de su muerte.

   Entonces, de repente, Vladimir se levantó de la cama a toda prisa, como si súbitamente hubiese recordado algo. Corriendo como alma perseguida por algún espanto, atravesó los corredores de la mansión central seguido por Milán que, quien al verle aquella reacción, lo persiguió despavorido pensando que su hermano iba a lanzarse desde alguna de las torres del castillo.

   Pero Vladimir no subió a las torres, todo lo contrario. El muchacho bajó a los patios traseros del castillo, donde se encontraba aquel cuartucho en el que le gustaba dormir y entró en él. Milán lo vio remover algunos arcones hasta sacar algo de uno de los gruesos cofres y luego, con la misma prisa, subió de nuevo a la habitación donde estaba el cuerpo de Ariel y se acercó.

   Vladimir se sentó nuevamente en la cama y tomando el lívido brazo del cuerpo inerte, colocó en aquella muñeca fría el reloj de plata que se le había caído a Ariel la noche en que lo conoció.

   —Iba a dártelo el día que naciera nuestro hijo —le dijo al cadáver de una forma que hacía pensar que para él, el bebé también estaba muerto—. Iba a decirte que ahora sí quedábamos a mano —apretó los ojos.

   —Vladimir, el niño está vivo. Frágil y delicado, pero vivo —dijo Benjamín.

    —Ahora estamos a mano, mi encanto —ignoró Vladimir a su papá y con cuidado ordenó los cabellos plateados que se desparramaban en el lecho. Tiernamente delineó los labios violáceos y fríos que se resaltaban en aquel rostro pálido y controlando su llanto los besó.

   —El niño vive Vladimir… ¿Quieres conocerlo? —inquirió otra vez Benjamín pensando que Vladimir no lo había escuchado antes.

   Pero entonces, sucedió lo inesperado. Vladimir alzó el rostro y miró a su papá haciendo un gesto de desprecio. Acto seguido, se paró, caminó hacia la puerta y, una vez en el umbral, se volvió y le dijo:

   —No quiero conocer a ese maldito niño. Lo odio.

 

 

   Continuará…


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