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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Notas del capitulo:


 

 

Capitulo 3

Secretos.

 

Milán dejó el área de las caballerizas y se adentró hasta los patios de armas. Vladimir le vio acercarse con paso rápido y rostro adusto. Llevaba en las manos la daga que le había regalado Ezequiel el día que cumplió la mayoría de edad; la blandía con fuerza haciendo que las gotas de sangre que manchaban su hoja, cayeran exánimes a tierra.

Vladimir se puso de pie para recibirle cuando lo tuvo casi a su altura. Los soldados que se encontraban jugando dados a su lado también lo hicieron, sumando a sus respetos una reverencia cortés.

Milán los despidió con un gesto de mano, y la banca que estaba frente a Vladimir quedó vacía para él. Se sentó.

—¿Lo mataste? —Vladimir se sentó también y siguió echando los dados sobre la mesa que tenía frente a él. Preguntó aquello sin levantar siquiera la vista. Milán guardó silencio viendo el movimiento de los dados. Se entretuvo un rato mientras uno de los lados se decidía a caer. Cuando el numero dos quedó boca arriba, finalmente respondió.

—Era necesario. Si no lo hubiese hecho yo, lo habría hecho nuestro padre a su regreso. A pesar de todo era un ser noble, merecía morir por una mano noble.

Vladimir asintió, estaba de acuerdo. Sin embargo, algo en todo aquello no estaba bien. Algo no encajaba.

—¿Cómo crees que lo tome Kuno? —inquirió instantes después recogiendo sus dados y guardándoselos en los bolsillos. Milán solo se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió finalmente—. No creo que bien. A pesar de todo, nuestro hermano le guardaba un gran aprecio desde niño. 

—¿Cómo pudo hacer algo así? —Vladimir preguntó eso más para sí que para Milán. Estaban consternados, no podían creer lo que había sucedido, especialmente Milán. No podía creer que su día feliz se hubiese estropeado de aquella forma. ¡No era justo! Al parecer ambos pensaban lo mismo, ya que los dos guardaron silencio por un rato. Vladimir sacó unas hojas de tabaco del interior de su abrigo y las comenzó a mascar. Pasó unas a Milán, pero este solo se dedicó a juguetear con ellas entre los dedos.

—Yo tampoco lo comprendo —dijo luego de un rato—. Yo tampoco lo comprendo.

En aquel momento un soldado cruzó ante ellos por un lado de la mesa,  y saludando con una reverencia preguntó:

—¿Qué haremos con el cadáver, alteza? ¿Dónde lo pondremos?

—Sácalo rápido antes de que Kuno se percate de la situación —respondió Milán con la vista baja. Se llevó las manos al rostro. Repentinamente se sentía muy cansado—. Y lava esto —agregó entregándole la daga.

El soldado tomó el arma y se inclinó levemente antes de partir. Milán suspiró acostándose por completo sobre la banca. Tanto él como Vladimir se habían quedado anonadados. Tras su regreso de Earth, con su preciado rehén a bordo, se habían encontrado con la noticia de que Kuno, durante su paseo matutino, había caído estrepitosamente de su caballo y se había herido seriamente. Ambos hermanos se habían apresurado en ir a verle, incluso Milán se olvidó por algunos instantes de su querido “Tesoro” para velar por la salud de su hermano. Pero Kuno no se había dejado ver de nadie. Chilló como un loco cubriéndose con los gruesos edredones de su cama cuando sus hermanos hicieron el intento de traspasar el umbral de su recamara. Luego de eso, Milán se había entrevistado con el jefe de la guardia de Kuno, pero este solo le había dicho lo mismo que decían todos: que el príncipe había caído de su corcel. Finalmente, no les quedó más remedio que aceptar la versión, pero en el fondo, ambos presentían que algo más había ocurrido aquella tarde en ausencia de ellos, en especial Vladimir, que conocía muy bien a Kuno y sabía que era un experto jinete.

—¿Y qué harás ahora con Henry Vranjes? —le preguntó el príncipe adoptivo a su hermano poniéndose de pie. Estaba cansado y quería retirarse lejos de allí.

Por toda respuesta Milán solo sonrió fugazmente, más concentrado en la bóveda celeste cuyas estrellas comenzaba a encenderse en el firmamento. Al día siguiente regresarían sus padres de Kazharia y él tendría que explicar qué rayos hacía el rey de Earth en Midas. No sabía cómo tomarían sus padres aquello, pero por lo menos esperaba que lo hicieran mucho mejor que el primer ministro. Al pobre hombre le había dado un soponcio cuando lo vio llegar con “El tesoro de Shion” en brazos. No lo había seguido pero sus hombres le contaron que le habían visto tirado en la capilla central rezando a Johary en todos los dialectos de Midas.

Que rezara todo lo que quisiera, pensó Milán en ese momento. El no le tenía miedo a Johary, no le tenía miedo a Shion; solo le tenía miedo a una cosa. Y esa cosa era morir sin su “Tesoro”. Volteó la vista hacía el lugar que antes ocupaba su hermano, pero la encontró vacía. Entonces volvió la vista al cielo y volvió a sonreír.

 

 

 

El viejo facultativo se encontraba trabajando sobre el cuerpo maltrecho de Kuno. Había pedido que le dejaran a solas con su paciente para trabajar mejor. Era un viejo doncel que había servido a la familia real por años y que había visto nacer a los dos príncipes. Mientras curaba las heridas del doncel, enjuagándolas con vinagre y especias hervidas, se iba dando cuenta que la versión que daba el muchacho sobre lo ocurrido estaba muy chueca.

Encorvado por lo años y apartando un grueso mechón canoso de su cabellera, empapó unas gasas en un ungüento mentolado que frotó en las manos en carne viva de Kuno. Se sentó sobre la cama con la confianza que le daba su estatus, y con esa misma confianza se atrevió a buscar la verdad.

—¿Me contará que pasó realmente esta tarde, Alteza? —preguntó buscando alguna pista en aquellos ojos vacíos. Pero Kuno no le respondió. Su cara inflamada por los moretones y los raspones estaba fría e inaccesible, como un trozo de hielo dirgano.

El galeno suspiró y le limpió las heridas de la cara, aplicando luego la misma pomada que le había untado en las manos. Con delicadeza le alzó el camisón por encima de sus piernas y vio grandes moretones también entre los muslos. Un presentimiento horrible lo invadió, y sin evitar una mueca de disgusto separó las piernas del príncipe, escudriñando entre sus glúteos.

Kuno se resistió un poco pero sabía que debía dejarse revisar. Confiaba en aquel viejo hombre y en su silencio; y además, necesitaba que le ayudara a evitar que concibiera. De solo pensar en algo así, las nauseas subían a su garganta y le agriaban el paladar. Fue por eso que a pesar del pudor y de la vergüenza abrió sus piernas por completo y la evidencia de lo realmente ocurrido se abrió ante los ojos del galeno.

— ¡Por las diosas! —gimió el pobre anciano con cara de espanto—. Hijo mío… ¿Qué te han hecho?

El dolor genuino del médico conmovió a Kuno. El príncipe comenzó a sollozar con descontrol mientras el otro hombre lo cobijaba entre sus brazos, como cuando era un niño pequeño y debía convencerlo para darle las medicinas. Después de un rato, se paró y buscó unas gasas limpias con las que le curó los desgarros dejados por el ultraje. Kuno apretaba fuerte los ojos por la sensación de ardor que producía el vinagre en sus heridas abiertas. Le dolía muchísimo mantenerse boca abajo y no quería imaginar cómo sería cuando tuviera que hacer del cuerpo.

—Creo que ya sería demasiado osado preguntar quién le ha hecho esto, Alteza— habló de nuevo el viejo una vez terminó la curación—. Aun así déjeme aconsejarle que lo cuente a sus padres.

—¡No! —Kuno abrió la boca después de muchas horas. Su cuerpo volvió a temblar ante la idea de que sus padres o hermanos se enteraran de lo ocurrido. Sentía que de hacerlo no podría verles más nunca a la cara. La vergüenza lo consumía—. ¡No! —repitió de nuevo, esta vez haciéndose con las manos del facultativo—. Prométame que no contará nada, Senescal, ¡Prométamelo! —comenzó a sollozar casi histérico.

El viejo doncel se quedó dubitativo, pero finalmente accedió con un asentimiento de cabeza. Su voto de oficio era sagrado, y si su paciente no quería revelar nada él no podía contradecirlo, incluso, por más terrible que le pareciera guardar silencio.

—Gracias —sonrió Kuno levemente tumbándose otra vez sobre sus mullidos almohadones. Terminada por completo la curación, bebió como si fuese un antídoto la pócima que el galeno le ofreció. Rezó a Johari con todas sus fuerzas por que esta fuera tan buena como el médico le decía, y que su vientre no acogiera ni diera fruto la semilla de ese infeliz. Había tenido que hacer de tripas corazón para engañar a su guardia. Tras la salida de Xilon de las criptas, sus guardias un tanto  mosqueados habían ido a buscarle. Kuno escuchó los pasos que se acercaban y haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban se había puesto de pie y había arreglado sus ropas, segundos antes que estos alcanzaran la boca del túnel. “Alto”, les había gritado antes de que entraran y de inmediato solicitó la presencia de sus donceles. Estos lo llevaron a sus aposentos por unos pasajes secretos y de esta forma nadie pudo ver sus heridas. Antes de la llegada de sus hermanos, Kuno ya había encontrado la mentira perfecta para cubrir todo aquello. Y el jefe de la guardia y el líder de su corte no tuvieron más opción que ayudarlo a esgrimirla.

 

 

 

 

El castillo del reino de Earth no solo se hallaba bajo las sombras de las ominosas nubes que amenazaban con dejar caer una de las últimas tormentas del verano que terminaba, sino también, bajo la oscuridad de la incertidumbre. Las horas transcurrían  de una forma más lenta de lo habitual; tanto, que parecían burlarse de la angustia que dejaban a su paso al no traer noticias sobre el rey del lugar.

—¡Mi señor, Vatir! ¡Mi señor, Vatir! —gritaba un esclavo, varón, entrando a toda prisa hasta la sala del trono. Los guardias de la entrada le cerraron el paso al verlo harapiento, descalzo y sudoroso. Pero Vatir, como segundo hombre más importante dentro de aquel palacio, hizo un gesto con su mano permitiéndole la entrada. El esclavo se apresuró a su encuentro, echándose a sus pies bajo las escalinatas del trono.

—¡Habla! —dijo Vatir, con un tono petulante—. ¿Traes noticias de nuestro rey? ¿Lo han encontrado?

El esclavo negó con la cabeza.

—Solo su caballo, mi señor. “Lucero negro” regresó hasta el castillo; los hombres de la guardia lo llevaron a los establos… pero…

—¿Pero qué?

Poniendo cara de aflicción, el esclavo alzó el rostro mirando a su señor.

—De nuestro amadísimo rey no sabemos nada mi señor —respondió, con la misma aflicción en la voz—. No hay rastro de él.

Vatir sonrió imperceptiblemente. Sabia de sobra el paradero de su señor, y el nombre del que con toda seguridad lo tenía bajo su poder. “Veo que mi ayuda le fue útil, príncipe Milán”, pensó para sí, poniendo ahora un rostro compungido con el cual disimular el goce interno que se arremolinaba en su espíritu. Bajó totalmente las escalinatas del trono y se acercó al esclavo.

—Ponte de pie —ordenó, echando un vistazo sobre el sirviente. Estaba sucio pero era robusto y fuerte; podría resistir un largo viaje. Además, recordaba haberle visto con varios niños en días pasados, probablemente fuesen sus hermanos. Así que regresaría, muy posiblemente.

—Ve al reino de Dirgania —le dijo entonces, entregándole un sobre lacrado con el mismísimo sello del rey—. Busca a un hombre llamado Diván Kundera; háblale sobre lo sucedido y enséñale esta enmienda. Vendrá de inmediato, te lo aseguro —sonrió, altanero.

El joven asintió saliendo del lugar con presteza para llevar a cabo su misión. Encontraría a ese sujeto aunque se escondiera debajo de la tierra. 

Mientras tanto, Vatir se encaminó hacia sus habitaciones. Todo le estaba saliendo a la perfección. Los días que Divan Kundera tardase en llegar a Earth le darían el tiempo exacto para realizar la segunda parte de su plan.  La noche era perfecta, digna de un gran espectáculo; solemne para su victoria. Vatir se miró al espejo, sus cabellos rubios, su cabeza ovalada y fina, y sus ojos sedientos de poder eran perfectos para el cargo que en poco tiempo asumiría. Los otros concejeros reales lo escuchaban en todo y le dejarían tomar todas las decisiones importantes. No empezarían un conflicto con Midas sin su consentimiento. Y por supuesto, él no pensaba consentir eso. Por lo menos no hasta que estuviese sentado en el trono que antes ocupara su señor; el trono que por años había soñado… el trono que aquella joya misteriosa que Henry Vranjes guardaba en el templo de Shion le concedería.

 

 

A la mañana siguiente, un poco antes del desayuno, los reyes midianos hicieron su arribo a las murallas de la ciudad, y media hora más tarde se enteraban de todo lo ocurrido en su ausencia. Ezequiel se había puesto lívido al enterarse que su homologo Earthiano había sido llevado a palacio en brazos de Milán. Pero luego, al ver a su hijo con cara de exultante regocijo, no pudo hacer otra cosa que abrazarlo fuerte y felicitarlo por su victoria. Los ministros seguían pensado que era una locura y que los problemas con Earth no tardarían en llegar, pero Milán y Ezequiel coincidían en que Henry Vranjes al aceptar el reto de sus pretendientes también debía aceptar las consecuencias de su derrota. Así que Milán no estaba haciendo nada malo, solo tomando lo que por derecho le correspondía.

Mientras tanto Benjamín había subido a las habitaciones de Kuno. El muchacho tampoco había querido recibirlo, por lo menos no hasta que terminara la revisión de la mañana que en ese momento realizaba el galeno. Ezequiel se le unió minutos más tarde en los corredores que daban a la habitación; su marido permanecía de pie junto a la puerta, con mirada preocupada y rostro expectante. Ezequiel se le acercó un par de pasos y le habló.

—¿Cómo se encuentra Kuno? No puedo creer que ese animal lo tirase. Siempre fue una bestia muy dócil. Aunque bueno, después de todo era solo un animal.

—Hay animales más de fiar que ciertos humanos. —Benjamín lo miró secamente por varios  instantes, volviendo luego la vista a la puerta cerrada de la recamara de su hijo. Ezequiel comprendió aquellas palabras y suspiró.

—¿Aun estás enojado por lo que sucedió en Kazharia? —preguntó socarrón—.Ya te he pedido disculpas. Fue una tontería —apuntó.

Pero entonces, Benjamín, esbozando una ligera sonrisa, volvió a mirarlo con resentimiento.

—No, cariño mío —dijo con un tono mordaz y frio—. Yo no estoy enojado por lo de Kazharia… Y tú lo sabes muy bien.

Ezequiel carraspeó incomodo siendo salvado por las puertas de la recamará de Kuno que se acababan de abrir. El viejo facultativo apareció ante ellos con uno de sus ayudantes escoltándole. Antes de que las preguntas de sus señores se hicieran presentes, él mismo se apresuró en responder.

—Estará bien. Solo tiene algunas contusiones y otras heridas que ya suture. Dentro de pocos días, con el reposo adecuado, estará como nuevo. —Y con una respetuosa reverencia, se marchó.

 

 

 

Henry despertó a media mañana. Habían trascurrido solo quince horas desde su rapto, pero para él había pasado casi un siglo. Sentía la mente sumamente embotada y el cuerpo muy pesado; estaba acostado sobre una cama con dosel, cuyo mosquitero se cerraba en torno a él. Se incorporó totalmente y miró todo a su alrededor, explorando con su mirada inquisidora aquel lugar.

Era una habitación grande, fue lo primero de lo que se percató. La paredes eran de una piedra gruesa muy bien pulida, y las cortinas purpura le daban, a pesar de la claridad del sol que ya se filtraba a medias, un aspecto sombrío. Henry se levantó corriendo el mosquitero para salir. La herida de su brazo punzó, pero ya no sangraba…alguien la había curado. Notó también que tenía la misma ropa que llevaba puesta en el momento de su rapto y ni siquiera le habían quitado las botas.

Con sigilo avanzó lentamente por todo lo ancho de la habitación. Lo primero que había hecho naturalmente había sido buscar la puerta, pero esta, como ya se esperaba, se encontraba cerrada por fuera. Sin más que hacer por el momento, se puso entonces a mirar los recovecos de aquel lugar. Había baúles apostados en las esquinas, con grandes candados sellándolos; había una mesa de noche cerca a la gran cama, con una jofaina, sabanas pequeñas y un jarrón con un vaso para el agua. Miró esta última con algo de duda, se moría de la sed pero no se atrevía a tocar nada de aquel lugar; por lo menos no hasta hablar con ese degenerado, atrevido, de Milán Vilkas.

Milán Vilkas, pensó con odio. Y justo en ese momento, como convocado por sus pensamientos, las puertas de aquella recamara se abrieron y la silueta erguida, esplendida y orgullosa del príncipe de Midas apareció en todo el umbral de estas.

—Majestad —saludó con un tono y una sonrisa que su invitado consideró burlona—. Me alegra que haya despertado. Sea bienvenido.

Henry lo fulminó con la mirada. Los hombres de la guardia volvieron a cerrar las puertas tras el paso de su príncipe, y este avanzó con pasos seguros hasta la altura de su tesoro.

— ¡No se acerque un paso más! —Henry lo amenazó con furia sin retroceder  ni un ápice. No traía ni su espada ni ninguna otra arma, pero sus palabras fueron suficientes para detener a Milán. Respiró profundo para llenarse de tranquilidad, permitirse lucir alterado era algo que no quería ni debía mostrar. Entonces vio a Milán caminar hacía dos sillones que reposaban en el otro extremo de la habitación. El príncipe llegó hasta ellos y de un solo movimiento se echó sobre uno; estiró una mano ofreciéndole el otro, pero Henry ofendido y soberbio guardó su posición.

—Creo que podemos resolver esto de una forma diplomática. —Milán sacó unas llaves del interior de su abrigo y comenzó a juguetear con ellas. Henry las miró comprendiendo lo que significaban.

—La única diplomacia que yo tendré con usted, será su cabeza colgada de la muralla más alta de Earth—respondió, seco y rudo como el desierto de Kazharia.

Milán hizo un gesto de dolor con todo el sarcasmo posible.

—Eso no me gustaría —apuntó, sobando su cuello—. Me gusta mi cabeza donde está. Y además, prefiero contemplar Earth desde la terraza de su habitación.

—Pero… ¿Qué dice? ¡Maldito, sinvergüenza! —Henry perdió el aliento mientras se sonrojaba hasta las orejas. El descaro de ese miserable no dejaba de sorprenderlo. Apartó la mirada apretando sus manos con rabia. Milán seguía jugueteando con sus llaves, produciendo un suave tintineo que lo exasperaba.

—Esto le traerá problemas con Earth —susurró el rey finalmente, una vez recuperó la compostura—. Mis ministros no toleraran esta falta de respeto.

—Otros reinos, incluido Midas, han tolerado que usted haya matado a fuerte y valientes caballeros —replicó Milán, mirándolo serio esta vez—.Le recuerdo que usted acepta de mucho agrado los retos de sus pretendientes.

—¡Eso no es cierto! ¡Yo nunca he retado a ninguno de eso infelices! ¡Ni lo rete a usted tampoco!

—Cabalgar por Earth sin escolta me parece a mí una invitación muy clara, Majestad. —Milán se puso de nuevo de pie y se acercó hasta las ventanas de la habitación, descorriéndolas. El brillo del sol iluminó por completo la recamara, y cuando Milán abrió las puertas que daban a la terraza, la brisa suave de fines de verano inundó la estancia.

—Usted ha aceptado los retos de sus pretendiente desde hace muchos años y eso todo Earth lo sabe —volvió a hablar, acercándose lentamente a Henry—. Usted nunca buscó ponerle alto a su leyenda, y gozaba con sus victorias. Por eso me parece que ahora debe asumir las consecuencias de su derrota.

—¡Yo no fui derrotado! —Henry miró con altanería el talismán que adornaba su muñeca —. Usted ganó por esto.

Milán alzó una ceja.

—¿En serio? Pues yo no lo creo —avanzó dos pasos más. Esta vez Henry si retrocedió—. Recuerdo haberle vencido limpiamente antes de colocarle ese talismán. Eso solo se lo puse para poder traerlo hasta aquí sin necesidad de lastimarlo.

Henry bajó el rostro avergonzado. Por más que le doliera, aquello era verdad. Con un suspiro se acercó hasta las puertas de la terraza desde donde se podían ver las inmensas colinas que rodeaban el castillo.

—Es obvio que sé cuáles son sus intensiones, príncipe Milán —habló con aplomo, luego de varios minutos. Su mirada parecía ausente, indiferente—. En verdad tengo que darle crédito por haber logrado llegar hasta este punto. Usted es el único que lo ha logrado. Pero también es cierto que aquí no acaba la historia. El hecho de que me tenga oculto en sus predio y que me haya capturado de una forma bastante… ingeniosa —miró el brazalete de nuevo —, no significa que usted tenga algún poder sobre mí, ni que yo tenga que acceder a sus deseos. Yo nunca hago esa clase de convenios. Además ¿Cómo le piensa comunicar a sus padres que me tiene prisionero en su palacio? No creo que a ellos les agrade saber que su hijo mayor se dedica como deporte a secuestrar nobles —hizo una pausa tras la cual, obsequió a Milán una sonrisa altanera—. Ellos a diferencia suya si parecen ser personas decentes, aunque quien quita; tal vez sean una familia de desvergonzados y este ridículo comportamiento le venga de cuna.

Habiéndolo escuchado atentamente, Milán esbozo una sonrisa tras el término de aquel breve monologo. Y acto seguido, le dedicó una mirada que se debatía entre el sarcasmo y la lujuria. Henry pensó por un momento, cuando lo observo erguirse de la pared en la que se había recostado minutos antes, que se le lanzaría encima. Sin embargo, Milán solo volvió hasta el asiento que antes ocupara, dejándose caer con todo su peso.

—Tengo que enfatizarle que soy el único miembro de la familia involucrado en esto— comentó a continuación a modo de información. Aunque aquello no fuese del todo cierto: Vladimir estaba al corriente.

Pero a Henry no le interesaba realmente si el resto de los Vilkas apoyaban o no aquello. La rabia que se empezaba a despertar en su corazón le preocupaba mucho más. Por años pensaba haber puesto sus sentimientos en un lugar recóndito de su corazón, a dormir, a morir. Y ahora de repente, el sello bajo el que los había guardado había sido roto; todo su trabajo se quebraba, como un templo antiguo y sagrado destruido por el ataque de una catapulta. No podía soportarlo.

En ese momento Milán volvió a sonreír en su asiento, como si desde allí estuviese leyendo los pensamientos de su “tesoro”. Este se sobrecogió un poco pensando en aquella posibilidad, pero rápidamente esquivó tales ideas.

—Escúchame tesoro —habló Milán, tuteándolo por primera vez—. Yo sé bien que no eres ningún tonto, y que sabes bien lo que quiero. Has comprobado también que he adquirido con los años habilidades especiales para el rapto —sonrió socarrón—, pero mis habilidades no terminan allí. También con los años me he vuelto muy bueno en el espionaje y espero que también me haya vuelto bueno en el chantaje.

—¿Chantaje? —Henry volvió a mirarlo fijamente, con esos ojos como la noche—. ¿De qué forma podría usted chantajearme? —preguntó, no sin algo de temor. La idea de que ese hombre supiera algo de la amatista de plata llegó por un instante a su mente, pero él decidió quedarse callado. Esperar.

—Digamos que todos tenemos un lado oscuro, mi tesoro. Y yo conozco el tuyo— apuntó Milán.

Henry pasó saliva pesadamente. Milán lo notó y volvió a sonreír.

—No, no se preocupe, mi bella obsesión —le calmó—. Todos tenemos un lado oscuro. El mío —le miró lascivo—… es usted.

—Desvergonzado…

— Si, quizás. —Milán se acomodó en el asiento, cruzando una de sus largas piernas—. Pero no más que usted. ¿Quiere oír por qué? —preguntó luego con un largo suspiro que pareció más de placer que de cansancio.

Inquieto por aquella pregunta, y por supuesto, aun más por la respuesta, Henry se vio a si mismo asintiendo. Y entonces sin más dilación, Milán empezó su relato:

Henry llevaba varios meses sin salir del castillo. Las causas, desconocidas para Milán, quien se encontraba en un estado muy parecido al de un alcohólico en abstinencia y para el cual, estas podían deberse a alguna enfermedad. Aterrado, escribió una apresurada nota al que por años se había convertido en su más preciado ayudante dentro de aquel castillo: Vatir, el concejero Earthiano. Milán no sabía por qué aquel hombre había decidido ayudarle, aunque lo presentía. Sin embargo, de momento contar con su ayuda era vital y no iba a desaprovecharlo; luego, si aquel hombre traicionaba a su “tesoro” ya se las vería bien con él.

Sus manos temblaban al escribir la enmienda que iba a enviarle. Estaba tan ansioso que la caligrafía le salía chueca y en ciertos trazos la tinta se choreaba estropeando el pergamino. Después de nueve intentos por fin tuvo algo medianamente presentable.

 “Apreciado Vatir”, comenzaba diciendo aquel mensaje; y luego, continuaba: “Sé de sobra que no he hecho más que abusar de tu gran solidaridad para conmigo. Sin embargo, debo decirte que llevo muchos meses sin la medicina para mi corazón. Bien sabes tú, que sin ella, mis días en este mundo están contados. Me apena mucho incomodarte por lo que enviaré personalmente a recogerla; espero te encuentres atento. Con aprecio: Tú amado padre.

Al término de aquella lectura, Vatir había sonreído. Le causaba mucha gracia las palabras con las que aquel príncipe, loco de amor, se las arreglaba para camuflar sus mensajes en caso de que fueran leídos por ojos indiscretos. En el fondo sentía pena por él y su corazón enfermo de amor, tal cual lo decía en aquella carta. Esa misma noche quemó la enmienda a la lumbre de la chimenea de su recamara y arregló todo para que Milán Vilkas pudiese entrar al castillo en total anonimato.

Milán había llegado con la caída de la noche. Camuflado en una gruesa capa negra se había adelantado hacia los jardines, esperando la llegada de Henry. Vatir le había dicho que justamente, su señor, se recuperaba de una caída sufrida meses atrás y que una pierna y un brazo rotos le impedían cabalgar aún; era por eso que no había abandonado el castillo por tanto tiempo. Aquello era verdad, y Milán lo comprobó instantes después cuando unos sonidos se hicieron audibles hasta el lugar donde se hallaba: el tronco de un alto y robusto sauce.

Henry apareció por el recodo de un largo corredor situado al lado de los jardines. Iba seguido de su escolta, cojeaba, y su brazo derecho se sostenía en cabestrillo. Los ojos de Milán se cerraron con fuerza. No soportaba ver a su dulce amor, herido ni maltrecho, aunque esto no le robara atractivo a su presencia. A pesar de las heridas y de la marcha vacilante, Henry lucía tan hermoso e imponente como siempre. Vestía de negro, su color habitual, un jubón de grueso lino con bordados en oro de figuras tribales. Su cabello pendía lacio por la falta de brisa de aquella noche, mientras la cinta de su frente brillaba con la luz de las opacas lámparas bioenergéticas apostadas por todo lo largo de aquel corredor.

Caminó por todo aquel pasillo seguido a pocos metros por Milán. Durante un momento se detuvo y Milán vio como despedía a su guardia para subir por las pedregosas escaleras que daban hacía una torre. Se perdió por la inmensa oscuridad de aquellas escalinatas y por un rato, Milán pensó que no volvería a verlo más aquella noche. Sin embargo, Henry apareció pasada aproximadamente media hora y tomó un camino distinto a sus habitaciones; posiblemente, tratando de evitar a algún miembro de la corte que se hallara aun despierto a esas horas, pensó Milán. Y no se equivocó.

Henry tomó la ruta de las cámaras de los esclavos. Era muy tarde, casi la media noche y los corredores se hallaban desiertos y oscuros. Algunas luces bioenergéticas, calibradas a lo mínimo de brillo a aquellas horas, era la poca luz que expandía por aquellos corredores, pero aun así el rey parecía conocerse de memoria aquel camino. Seguro lo usaba con más frecuencia de lo que creía, pensó Milán, sonriendo. Le encantaba cuando descubría alguna particularidad de su tesoro.

De repente algo interrumpió la marcha de Henry. Algún sonido pareció atraer su atención, pues el rey había girado su cuerpo en un ángulo perfecto para luego dirigirse hacia el umbral de lo que parecía ser una pequeña habitación en penumbras. Milán se estiró un poco más desde su escondite para percatarse mejor de lo que sucedía. Por lo que alcanzaba a ver, Henry veía algo por la rendija de la puerta de aquella recamara. Con sus dedos sigilosos, había empujado un poco más la puerta para que su espacio de visión se hiciera mayor, y al parecer, lo que había encontrado dentro de aquel cuarto parecía ser muy interesante a juzgar por la cara de sorpresa que tenía. En ese momento Milán pensó que daría tres dedos por saber que estaba mirando su tesoro con tanto fervor, pero de repente, Henry se llevó las manos a la boca y se alejó de la puerta varios pasos. Milán lo vio jadeante y con el rostro arrebolado. Ahora pensaba que daría su mano entera para saber que estaba pasando, y por qué Henry, luego de quedarse mirando aquella puerta como si hubiese algo demoniaco dentro, había avanzado de nuevo hasta ella con pasos sigilosos.

—¿Qué sucede tesoro?—se preguntó, con un susurro casi inaudible. Y la respuesta, clara y rotunda llegó minutos después.

Arrebolado y ansioso, Henry había dejado reposar su cuerpo sobre el arco de piedra que hacía las veces de umbral. Había empujado todavía un poco más la puerta, hasta que Milán, estirándose todo lo que le daba el cuerpo, fue capaz de ver a medias lo que a su “tesoro” tenía tan admirado: Se trataba de una pareja de esclavos; un doncel y un varón, desnudos, sudorosos y trémulos, tirados sobre un catre sucio y largo en todo el centro de aquel salón, iluminados por una pequeña lámpara de aceite que tenían a su lado. Los jóvenes muchachos copulaban como bestias en un establo, y sus gemidos atravesaban el silencio de la noche, el canto de los grillos, y los pregones de algún juglar a los lejos, para llegar hasta ellos claros y apasionados.

El esclavo doncel hablaba en un dialecto saguay bastante enrevesado, pero a pesar de esto resultaba claro en ciertas partes lo que estaba diciendo: “Munikif, munikif fan arti” (Tómame, tómame más fuerte). Y cuando lo decía, su compañero se empujaba más contra él tomándolo por detrás como hacían los animales.

Una sonrisa, adornó los labios de Milán. Era lasciva y divertida. Gozaba sabiendo que Henry sucumbía a los deseos prohibidos de la carne al quedarse contemplando a sus dos esclavos en plena copula. Sabía que su “tesoro” luchaba contra sus deseos pero que estos le estaban venciendo, haciéndole permanecer allí, espiando aquello. Su sonrisa se ensanchó aun más cuando un movimiento de Henry y la posterior posición que adoptó, mostraron claramente lo que estaba haciendo.

Mirando a todos lados hasta asegurarse de estar solo, el rey optó por recostarse contra el umbral de piedra y lentamente bajar su mano hasta su entrepierna, buscando por los pliegues de su ropa su sexo duro y palpitante. Llevaba la mano hasta él y luego la retiraba bruscamente, cerrando fuerte los ojos, así varias veces hasta que se rindió. Cuando el esclavo que estaba siendo penetrado empezó a gemir con todas sus fuerzas, Henry ya no se contuvo más y metiendo la mano por completo entre las capas de ropa que llevaba encima, tomó su miembro con fuerza para darle placer. Nunca lo había hecho antes, pero como pudo comprobar, había cosas a las que solo guiaba el instinto.

Desde su distancia, Milán le vio reclinarse y comenzar a darse placer. El gemido que salió de su garganta casi lo hizo delatarse, pero alcanzó a llevar la mano a su boca y acallarlo. Era alucínate lo que sucedía; ver a su “tesoro” así, tan transparente, tan perdido en sí mismo, no como el rey, no como el tesoro de Shion, solo como un hombre igual a todos, como Henry Vranjes, como su tesoro. Se inclinó también sobre el árbol que lo escondía y siguió mirándolo imperturbable. Los gemidos sofocados de Henry, su boca resoplando, sus ojos abiertos por momentos y por otros, fuertemente apretados. Y la mano entre sus ropas subiendo y bajando, crispada. Aquello era lo más bello que Milán hubiese visto jamás. Disfrutaba aquel instante con el pensamiento de ser él quien un día fuese responsable de aquel placer; de la idea de que fuese su boca la que le hiciese estallar. Y tal como pensaba, sucedió. Henry estalló finalmente en un orgasmo único y potente que le dejó la mano pegajosa y el corazón aturdido de culpa. Milán vio que tras el orgasmo se separaba bruscamente de aquel cuarto y con rostro despavorido, mirando su mano como si fuese algún hado maligno, se echaba a correr lejos de allí.

Ya no lo siguió más. Había visto más de lo que hubiera soñado jamás y se sentía satisfecho. Ahora estaba seguro que Henry Vranjes no era el ser de piedra ni de hierro del que hablaba el pueblo. Había carne dentro de aquel pecho, carne que sentía y que latía con pasión. Se echó sobre la tierra del jardín para calmar su espíritu y reposar un poco. Había humedad en medio de sus piernas, pues por primera y única vez, se había venido sin ni siquiera tocarse.

 

Pero esta última parte del relato, Milán no se la contó a Henry. El pobre ya estaba más colorado que un carbón dentro de una hornilla y había tenido que buscar asiento en la cama donde había despertado. Por primera vez desde que empezara aquello, se sentía al borde de las lágrimas, y su orgullo estaba tan lastimado como un florero roto.

—¿Qué cree que piense la nobleza de los diferentes reinos, su corte y el pueblo en general, cuando se enteren que su máximo ejemplo de recato, pudor y castidad, es un pervertido que se satisface mirando esclavos copulando? —Milán tenía el rostro transido de jubillo. La palidez que su pregunta había generado en su acompañante era de enmarcar.

—Usted… usted… usted ¡No se atreverá! —Henry brincó de la cama a pesar de que sus piernas temblaban—. ¡Usted no tiene pruebas sobre lo que vio!

—¿Quién necesita pruebas con los sacerdotes de Shion? —replicó el midiano, triunfante—. Se cuanto te acosan y te vigilan esos hombres, siempre constatando que cumplas tu promesa. Fue una suerte que ninguno de sus espías estuviese vigilándote aquella noche.

Una lágrima se escapó del ojo derecho de Henry. Este se apresuró en secarla lo antes posible. Para su desgracia todo aquello era verdad; los sacerdotes de Shion eran su sombra y sus jueces más estrictos. No era necesario que Milán Vilkas presentara ninguna prueba en su contra, solo con el hecho de hacer correr un rumor de tal magnitud, Henry podía darse por perdido. Su leyenda, todo lo que había construido por años caería como un castillo de arena, y su dignidad quedaría totalmente mancillada; los sacerdotes de Shion no le perderían ni pie ni pisada y su vida se convertiría en un infierno. Alzó el rostro compungido, luego de meditar en ello, y miró a su anfitrión, sentado, feliz, luciendo esa sonrisa que ya empezaba a odiar. En casi cuatro pasos llegó hasta él y de un solo movimiento se la borró de una bofetada. Estaba tan encolerizado y se dejó llevar tanto por la rabia que no tuvo tiempo de responder cuando Milán se levantó bruscamente y tomándolo en brazos le sorprendió con un beso.

Henry luchó por desasirse de su abrazo, viró la cabeza liberándose momentáneamente de los labios del príncipe, pero el talismán aun lo tenía débil y lento por lo que no pudo resistirse mucho tiempo antes de que su boca fuese tomada de nuevo. Milán lo besó con ansias, un beso muy diferente al que le dio de camino a palacio; lo tenía completamente pegado a su cuerpo y su diestra se perdía entre el manto de cabellos azabaches. Entonces, de repente, cuando su lengua trataba de avanzar dentro de su boca, Henry se prendió de él con todo lo que le daba su furia y terminó el beso con un mordisco áspero y cruel que desgarró el labio del príncipe, dejando su boca sucia de sangre. Escupió al piso cuando Milán lo liberó y fue su turno de sonreír mientras este se limpiaba la sangre con la manga de su guerrera.

—Acepto que me tiene en sus manos, Alteza —le dijo, volviendo a la cama resignado. Milán lo miraba fijo—. El problema será ahora… qué tan bien podrá lidiar con esta presa.

 

 

Continuará…

 

 

 


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