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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 4

 

El robo.

 

Un día después de su partida de Midas, Xilon regresó a Jaen. Había vuelto a tomar la vía al mar, pues, si en su viaje de ida se consideraba apresurado, ni que decir en el de regreso. Ariel lo esperaba ansioso, ávido de respuestas. Pero incluso él, tuvo que esperar hasta la mañana siguiente para entrevistarse con su hermano. Xilon había llegado y se había encerrado en sus habitaciones sin saludar a nadie. Y Ariel, considerando que su viaje a Midas tuvo que ser muy desagradable, decidió no acosarlo y esperar a que este lo buscara.

Y efectivamente, Xilon lo buscó no más despuntó el alba. Ariel estaba a punto de entrar a la gran alberca que tenía justo al lado de su recamara para tomar el baño que le estaban preparando sus donceles de compañía, cuando la gran puerta de esta se abrió y uno de los guardias apostado en ella anunció la llegada de su hermano.

—Pónganme la bata de seda y déjenme a solas con mi hermano —ordenó—.Vayan preparando mientras las esencias de baño y tibiando el agua.

Los donceles asintieron; vistieron al príncipe, y luego se perdieron detrás de los cortinajes que separaba la cámara del baño. A los pocos instantes Xilon entró a la recamará y el rostro de Ariel se iluminó.

—Hermano mío ¿Cómo estuvo tu viaje? —saludó, apresurándose en acercarse y besarle la mano. Pero el rostro de Xilon parecía un muro infranqueable—. ¿Qué pasó? ¿Qué sucede? ¡Por las diosas, responde! —suplicó casi jadeante.

Pero Xilon solo salió hasta la terraza de la habitación, recibiendo la brisa del mar y echándose sobre un pequeño muro pedregoso del parapeto. Ariel lo siguió consternado.

—Hermano… ¿Qué ha sucedido? —inquirió con el corazón casi en la boca. Algo no estaba bien—. Dime que pasó en Midas.

—No habrá boda, Ariel —soltó Xilon de repente, sin mirarlo, sin prepararlo—. Tú no te puedes casar con Milán Vilkas.

El corazón de Ariel, que había estado latiendo furioso durante todo ese tiempo, pareció detenerse bruscamente, y un suspiro ahogado brotó de su garganta.

—¿Cómo? —preguntó casi sin voz—. ¿Qué has dicho?

Xilon suspiró, sobándose bruscamente las sienes. Tenía una expresión tan sombría que parecía haber envejecido diez años en solo un par de días.

—He lavado tu honor —habló un instante después con la mirada clavada en el mar jaeniano. Su hermano lo miraba con lágrimas en los ojos, esperando una aclaración. Temía lo peor.

—¿Lavado mi honor? —inquirió entonces abalanzándose a los pies de Xilon. Ahora sí que estaba completamente desesperado. ¿Sería posible qué…?—. Por favor dime que no has lastimado a Milán —suplicó casi con agonía—. ¡Por favor dime que no le has hecho nada a Milán! ¡Dímelo!

—No le he hecho nada a tu precioso Milán. —Xilon se zafó del agarre de su hermano casi con violencia—. No es a él a quien he lastimado. Por lo menos no directamente —aclaró.

Lívido de horror, Ariel se puso de pie. Aturdido siguió a su hermano hasta el otro extremo de la terraza a donde Xilon se dirigía ahora.

—He cobrado oro con oro y plata con plata —decía este, evocando un antiguo adagio popular—. He lavado tu deshonra con deshonra —remató, dando media vuelta, mirando a su hermano a los ojos por primera vez—. Mancillé la pureza de Kuno Vilkas… en su propio castillo.

Ariel quedó rígido como una estatua y se llevó ambas manos a la boca, gimiendo con espanto. Por un momento le pareció que aquel hombre frente a él no era su adorado hermano, y que todo aquello no era más que una cruel broma. Pero la expresión sombría y rígida de Xilon le mostró que este no mentía y que una terrible desgracia se avecinaba.  Temblando como una pequeña rama en medio de un vendaval, buscó asiento en el muro que antes usara su hermano. No encontraba palabras en aquel momento, sentía un nudo horrible en la garganta y solo podía hipar con descontrol.

—No llores. —Xilon se acercó hasta él, sentándose a su lado para tomarlo de los hombros —. Eso era lo que esa gente se merecía. Ariel, cuando llegué a Midas… ¿Sabes dónde estaba tu adorado Milán? —preguntó, obligando a su hermano a mirarle. Ariel alzó la vista intimidado.

—¿Donde?

—Estaba en Earth…buscando a Henry Vranjes ¡Milán se burlo de ti! ¿Es que no lo entiendes? —farfulló furioso, estremeciendo a Ariel—. Ese miserable solo te usó… ¡Te trató como a su puto!

—¡No! —Fue ahora el turno de Ariel para zafarse bruscamente del amarre de su hermano. Se alejó varios pasos dándole la espalda—. ¡No! —repitió más fuerte, histérico — .¡Milán no me uso como su puto, Xilon! —sollozó con un fuerte espasmo—. Milán nunca me ha tocado. Milán nunca…

—¿Qué? —Xilon se puso de pie de un solo movimiento. Su rostro antes rojo de la rabia se puso tan blanco como la nieve en un solo instante.

—Milán nunca me ha tocado. —Ariel cayó sobre el suelo de la terraza sollozando, aturdido de angustia—.¡Yo mentí! —chilló con el poco aire que aun tenía—. ¡Mentí! ¡Milán nunca me ha tocado! ¡Yo mentí!

—Mentiste… —Xilon repitió aquello como un autómata. Su rostro había demudado de la estupefacción a algo muy parecido a la obnubilación. Ariel subió la mirada por unos instantes y cuando sus ojos se encontraron con los de su hermano, vio en ellos tanto vació y tristeza que cuando este caminó hasta él con pasos estudiados, Ariel creyó que lo tiraría por el balcón. Pero Xilon solo pasó por su lado, ignorándolo, sin mirarlo siquiera. Y como si fuese solo un cuerpo arrastrado por la inercia, abandonó la habitación.

 

 

 

El puerto de Jaen estaba ubicado en toda la capital del reino. Todos los días enormes y pequeñas embarcaciones llegaban provenientes de diferentes puntos de Earth en busca de provisiones, comercio de esclavos, o, a pesar de los controles del estado, contrabando. El bullicio de aquella zona era eterno; había ventas en las callejuelas arenosas, trafico de víveres y metales preciosos, subastas de esclavos y por supuesto, desfiles incontables de putos en busca de bolsillos generosos que quisieran vaciarse entre sus piernas.

Xilon observaba todo aquello desde  el balcón de una fortaleza cercana. Había decidido trasladarse allí por algunos días, pues de quedarse en el castillo principal cerca de Ariel, estaba seguro que hubiese podido cometer otra locura. ¿Cómo había sido capaz su hermano de mentirle de aquella manera? ¿Cómo había podido orillarlo a cometer un acto semejante? ¿Y ahora que iba a hacer? Había mancillado a Kuno Vilkas de una manera horrible e irreparable y no podría detener a Ezequiel y a Milán si estos pedían reparación exigiéndole a su padre que lo entregase a la justicia de Midas.

Con un suspiro miró de nuevo hacia el puerto. El inmenso mar de Jaen, anaranjado por la luz del ocaso, le brindaba algo de la paz que necesitaba. Pero aun así no era suficiente para que olvidara que estaba metido dentro de las fauces de una enorme bestia salvaje y que no habría escapatoria para  él.  Y ahora, un poco más despejado, no podía culpar del todo a Ariel. El odio que él y su padre Jamil sentían hacía los Vilkas venía desde mucho antes, y lo sucedido con Kuno había sido más culpa de tanto odio acumulado que de la mentira de su hermano. Entonces, mientras pensaba en ello, buscó por debajo de la guerrera y de la camisa que vestía,  y extrajo de debajo de estas un guardapelo de oro donde llevaba el retraso de su fallecido padre. Lyon Tylenus lo contemplaba desde aquel retrato con una sonrisa, misma que Xilon llevaba extrañando desde hacía muchos años, y que siempre lograba hacerle sentirse seguro por más duros que fueran los problemas.

—Papá, papá, si siguieras conmigo —susurró a la imagen, besándola—. Tú no me dejarías ser tan torpe. ¿Por qué te fuiste, papá? ¿Por qué de esa forma? —No pudo evitar que se le salieran las lagrimas. Se recostó sobre el muro adyacente al balcón y sin reparos sollozó al amparo de la brisa vespertina. Extrañaba demasiado a su papá.

Al rato un guardia tocó a su puerta. Xilon se secó las lágrimas apresuradamente y le invitó a pasar. El soldado se acercó con una bandeja de plata sobre la que se hallaba un sobre lacrado y pequeño.

—Llegó al castillo principal esta tarde, Alteza —comunicó el guardia con la cabeza baja—. El concejero de palacio considero que podía ser urgente y solicito que un sirviente lo trajera hasta aquí. Acaba de llegar.

—Muy bien, puedes retirarse —Xilon esperó a que el guardia se retirara y entonces sí abrió el sobre. Había reconocido el sello y sabía de dónde provenía… Venía de Midas.

 

 

 

Aquella tarde, a varios kilómetros de donde se hallaba Xilon, otros ojos contemplaban el mismo retrato que este guardaba en su guardapelo. Para Ariel, la persona que se hallaba plasmada en el enorme retrato colocado en la pared principal de la sala del concejo, no era más que un completo desconocido. Su papá, Lyon, había muerto mientras lo daba a luz y él nunca lo había conocido; no lo echaba de menos como su hermano, y lo más importante, no le generaba ningún sentimiento. Era inquietante, puesto que su papá había muerto para que él viviera, pensaba, pero ni siquiera este pensamiento lograba generarle ni la más mínima empatía. Volvió a mirarlo de pie frente al oleo y por un momento se estremeció: cada vez se parecían más, el mismo perfil delicado y aguileño, los mismos labios finos, los cabellos platinados, el mentón angular, las orejas pequeñas, y los ojos… solo estos eran diferentes. Los ojos de Lyon eran como dos esmeraldas brillantes y  refulgentes mientras los de Ariel eran dos preciosos y fervientes rubíes, que en ese momento, estaban más rojos aun a causa del llanto. Se secó los restos de lágrimas a toda prisa y salió de aquel salón. Lo había decidido… salvaría a su hermano.

 

 

 

El crepúsculo había caído por completo en Jaen. La luz naranja del sol agonizante bañaba con sus últimos rezagos las habitaciones del menor de los príncipes quien se encontraba extrañamente agitado. Se encontraba caminando de extremo a extremo de su habitación, inquieto, mientras el doncel de compañía que se hallaba a su lado esperaba de pie en una esquina con la cabeza gacha. De repente, el sonido de la puerta los sorprendió a ambos e hizo detenerse a Ariel.

—Alteza, un esclavo de los establos viene con uno de sus donceles —dijo uno de los guardias desde el otro lado—, dice que usted ha solicitado su presencia.

—Déjenlo pasar. —Ariel se apresuró en recibirle de pie junto a la puerta. El esclavo ingresó solo y los guardias volvieron a cerrar las puertas. Una vez frente al príncipe el chico, casi un muchachito, varón, de cabellos cortos y ojos castaños, se inclinó respetuoso.

Ariel gruñó un poco… el esclavo olía espantoso.

—Dicen mis donceles que conoces un camino a través del cual se llega a Midas más rápido que con cualquier otro camino —le dijo, alejándose un poco—. ¿Es eso cierto?

—Si, Alteza. —El esclavo asintió temeroso, agachando la mirada—. “El camino de las agujas” lo llaman. Toma solo cuatro horas estar en la aldea más cercana al castillo de Midas.

Perfecto. ¿Entonces crees que podrías guiarme?

Ambos, tanto esclavo como doncel de compañía, quedaron estupefactos con aquel pedido. Alguno de los dos trató de replicar, pero Ariel se adelantó hablando de nuevo.

—Necesito llegar a Midas con la caída de la noche, necesito entrar a Palacio y estar aquí para mañana, y necesito que me ayuden.

—Pero… Alteza, —Ahora sí que el esclavo replicó. — “El camino de las agujas” es terriblemente peligroso —informó, seguro—. Es un camino lleno de ladrones y malhechores, por eso casi nadie lo usa… menos un príncipe.

—Exacto. —Ariel sonrió. No era un sonrisa como tal, era más una mueca divertida; miró de nuevo al esclavo, esta vez reparándolo de pies a cabeza, y luego de unos instantes se acercó por completo pasando un dedo por las ropas mugres y hediondas—. Si el camino de las agujas es un camino no apto para un príncipe —dijo, convencido—, entonces tendré que dejar de ser un príncipe por esta noche. ¿Tienes otras ropas cómo esta que me prestes? Y te agradecería si no estuvieran tan sucias —añadió, con sorna.

El esclavo asintió anonadado y el doncel de compañía fue enviado por las prendas. Aquello era una locura, pensaban ambos sirvientes. Pero no les había quedado más opción que obedecer a su joven señor. Al cabo de un cuarto de hora, Ariel se miró en el espejo de cuerpo entero asintiendo a su reflejo con aprobación.

—Perfecto —anotó, reparando en las telas rasposas de grueso dril, la correa oxidada que amarraba su cintura, la capa hedionda de hilo y el dedo gordo del pie derecho que se asomaba por la bota percudida y rota. Todo parecía estar en orden con excepción de un detalle.

—Tendremos que hacer algo con su cabello, Alteza —opinó el esclavo—. Se ve demasiado cuidado para ser el de un esclavo.

—Es cierto. —Ariel convino mirando su mata de cabellos platinados más brillantes que la luna—. Y este olor a lavanda —gruñó, oliéndolos—. Esto me delatará.

—¿Y si al salir del castillo lo lava en el mar, Alteza? —propuso el doncel de compañía, aun muy nervioso por todo aquello. Pero para su sorpresa, Ariel pareció encantado con su propuesta.

—¡Claro! —sonrió, feliz—. ¡Eres un genio, chico! Lo lavaré en el mar y también mi cuerpo. El salitre despejará un poco el olor acido de estas ropas pero me darán un aspecto sucio.

Y diciendo esto, se prepararon para partir. Ariel amarró a una bolsa percudida, un pequeño saquito con un montón de monedas de oro, y le ofreció al esclavo darle tres más de esas al regreso si no lo mataba en el camino para robársela. No sería la primera vez que un esclavo mataba a su amo durante un viaje para robarle, y eso Ariel lo sabía muy bien. También se había guardado un pequeño reloj de cristal en uno de los bolsillos de sus calzas, para que la brújula que este traía les sirviera de guía en caso de extravío. Por último, se dirigió a la pared izquierda de su recamara; con cuidado quitó un pequeño cuadro tras el que se hallaba una pequeña palanca y la giró. Un sonido rocoso y áspero hizo eco en la habitación, y luego de ello, un muro que parecía solido e infranqueable, comenzó a virar lentamente hasta mostrar un pasadizo secreto, oscuro y húmedo como una tumba.

—Saldremos por aquí —anunció Ariel, haciéndose con una lámpara bioenergética que se hallaba en su recamara—. Este túnel termina del otro lado de las murallas del castillo y así no seré visto por nadie en palacio. Hasta mañana y que las diosas nos acompañen.

Pero en ese momento, el doncel de compañía pareció perder los nervios por completo, y echándose a los pies de Ariel comenzó a sollozar.

—¡Por favor, Alteza! ¡Por favor, detenga esta locura! ¡Si alguien descubre esto, o si a usted le pasa algo, yo moriré!

—En ese caso, —Ariel se agachó hasta él apresándolo fuerte del mentón. No había ni un atisbo de compasión en su mirada—. Será mejor que te asegures bien que nadie se entere de mi partida. Tu vida, mi querido niño no depende de mí —le sonrió de forma escalofriante, tirándolo más fuerte del mentón—, depende de que tan hábil seas para encubrirme… de lo contrario, ruega porque me pase algo en el camino… tendrás una muerte más misericordiosa a manos de Xilon.

Y mientras su doncel quedaba temblando como una hoja, Ariel partió con el esclavo entrando a aquel tenebroso túnel. Había tenido momentos muy amargos a lo largo de su vida, pero nunca se había sentido tan resuelto como en ese instante.

 

El camino de las agujas resultó más pesado de lo que Ariel se imaginó en un principio. Sabía que no sería un camino de seda y menos con ese nombre, pero no pensó que tanto. Habían conseguido monturas en Jaen, en la aldea más cercana del castillo. Allí usaron las primeras dos monedas de oro y luego, de acuerdo al plan, Ariel se había dado un baño de mar que le dejó el pelo teso como la paja, y la piel percudida del salitre y la arena. Ahora, con la noche ya sobre ellos, atravesaban, con la lámpara bioenergética a punto de expirar, un camino pedregoso y empinado cada vez más espeso.

—Aquí dejamos las monturas, Alteza —informó el esclavo bajando de la suya—. Debemos seguir a pie.

Ariel no supo si sentirse aliviado o no. Nunca había cabalgado tanto en su vida y la rasposa tela de sus calzas mas el trote de la cabalgata le había escaldado la piel de los muslos. Sin embargo, el camino que se alzaba no parecía mejorar; era como una gruesa y gigantesca red de hiedra que se le antojaba imposible de cruzar. Su esclavo le ayudó a bajar del corcel y luego sacó un largo machete de la bolsa de viaje que había colgado de su hombro.

—Tendremos que irnos abriendo paso por algunos lugares —advirtió, agudizando la mirada—. También nos servirá contra algún ladrón.

—Está bien —Ariel asintió, dócil. Estaba demasiado nervioso para ponerse remilgoso.

Comenzaron a avanzar despacio y en silencio. La lámpara bioenergética titilaba en las manos del príncipe hasta que finalmente se apagó. El esclavo la tomó y la echó a un lado del camino. Había sido lo mejor, le dijo. De esta forma llamarían menos la atención aunque tuviesen que guiarse ahora por la luz de la luna, que aquella noche casualmente estaba llena.

De esta forma siguieron avanzando hasta que un sonido los alertó. Parecían voces bajas y gruesas, y risas roncas, muy asperas. El esclavo agarró bruscamente a Ariel y lo escondió detrás de unos arbustos mientras él se refugiaba a su lado. Entonces, vieron como una pequeña tropa de forajidos pasaba muy cerca de ellos; estaban armados con hachas, machetes y mazas y parecían estar bastante ebrios. Ariel y su esclavo prácticamente dejaron de respirar mientras los sujetos se alejaban jocosos. Cuando la caravana se alejó lo suficiente para ya no ser vista ni odia, ambos resoplaron con fuerza.

—Eso estuvo cerca —comentó el esclavo poniéndose de pie y ayudando luego a Ariel a incorporarse—. Sera mejor que ahora sigamos por aquí —señaló un sendero más al oriente—. Es preferible que tomemos un camino diferente al de esos forajidos, si no queremos volver a toparnos con ellos.

—Pues tú sabrás. —Ariel se quitó unas ramas que habían quedado clavadas en su cabello ya totalmente seco y reanudó la marcha detrás de su esclavo. Por momentos se sentía muy nervioso por no tener idea de cuánto faltaba o de donde se encontraba. Era posible que hubiera andado en círculos y no se hubiese percatado; todo era perturbadoramente igual, abrumadoramente confuso. En tres ocasiones más se habían topado con pequeños grupos de forajidos, pero gracias a las diosas nunca habían sido descubiertos; sentía que los pies le ardían, las botas gastadas que tenían no eran suficientes para protegerlo de la maleza punzante que sobresalía por el camino y que punzaba como agujas. Empezaba a entender ahora porque ese camino se llamaba así. De la inmensa vegetación, camuflada entre aquella oscuridad, sobresalían ramas tan filosas como una espada, tan punzantes que le habían herido el rostro y los brazos en varias oportunidades.

Se sintió patético en aquel momento. Odió por un instante haber nacido tan privilegiado y desconocer tantas cosas rudimentarias; detestaba que algo le quedara grande, no poder lograr un objetivo, resultar incompetente.  Pero por Xilon debía tragarse su orgullo, su hermano lo valía; de nada le serviría a este su arrogancia y desdén si los midianos llegaban a pedir su cabeza. Una extraña determinación comenzó a surgir en su interior, rara en él que estaba más acostumbrado a replegarse antes los problemas que a darles la cara. Sin embargo, ahora el más afectado por su imprudencia y su mal juicio podía ser la persona que más amaba: su precioso hermano, que más que hermano era un padre, y por esto no podía permitirse ser cobarde. Esta vez tenía que salir de su caparazón y enfrentar la situación.

—¿Cuánto falta? —preguntó a su guía justo en el momento en que salían a un pequeño claro de luna. El otro muchacho miró a ambos lados y por un momento pareció confundido.

—¿Me presta su reloj, Alteza?—pidió estirando la mano.

Ariel lo miró estrechamente antes de entregárselo.

—¿Estamos perdidos?—quiso saber, sin poder evitar estremecerse un poco. Pero su esclavo sonriente de nuevo negó con la cabeza.

—Para nada —aseguró—, solo quiero constatar algo.

Y mientras lo hacía, Ariel aprovechó para tomar un poco de agua y preguntarse si su doncel había logrado mantener en secreto su fuga. A los pocos minutos el esclavo le devolvió el reloj y reanudaron la marcha; ya solo faltaban dos horas para la media noche y debían darse prisa en llegar a la aldea Midiana llamada Vesubio. Mientras terminaban de avanzar por aquel agreste camino, Ariel se preguntó qué iba a decirle a Kuno Vilkas cuando lo tuviera cara a cara. Sí era que lograba llegar hasta él y no lo arrestaban a mitad de camino, claro. Nunca había tenido una buena relación con el hermano de Milán y sabía que este tampoco le tenía en muy alta estima. Así que dudaba incluso que lo dejara explicarse; solo esperaba entonces que por lo menos la edad más madura de ambos hubiese mermado un poco su animadversión y que por lo menos le dejara hablar y contarle que todo lo ocurrido había sido culpa de su mentira y que por ello, su hermano había actuado de aquella forma. Esto no remediaría mucho las cosas, estaba seguro, pero también sabía que Kuno gustaba de Xilon. Lo había notado en las fiestas en las que se habían topado y eso podía ser una ventaja. Quizás con la promesa de una reparación en el altar las cosas pudiesen solucionarme. Con los donceles el honor maltrecho no necesitaba tanta sangre como con los varones.

Resopló. Definitivamente su doncel de compañía había tenido razón: A toda vista lo que se disponía a hacer era una tontería a gritos. Pero por lo menos  tenía que intentarlo; tenía que al menos intentar reparar en parte el desastre que había causado.

—Hemos llegado, Alteza. —Su esclavo interrumpió sus pensamientos tomándolo de la mano para llevarlo hasta el final de aquel camino. Ariel abrió la boca anonadado contemplando Vesubio desde el pequeño risco donde se hallaban. La aldea aun tenía bastante movimiento pese a la hora, y hasta ellos llegaba incluso el bullicio de los mercaderes de la plaza rematando sus últimos víveres del día. Los carromatos comenzaban a movilizarse de regreso a las casas y se veían aun las luces de algunas casitas apiñadas entre las callejuelas, y el humo de chimeneas ascendiendo juguetonas hacia el cielo.

Y luego, al final de aquel pequeño valle, se alzaba otro montículo de mediana altura; una meseta árida y firme sobre la que se asentaba la ciudadela real: Un castillo enorme de piedra, imponente y orgulloso; rodeado de unas murallas soberbias, vigiladas por tres magníficos fuertes.

—El castillo de Midas —suspiró Ariel, mirándolo como embrujado. De repente la certeza de estar en las fauces de un lobo se hizo tan certera que le dolió el estomago. Pero de inmediato se recompuso mirando de nuevo a la aldea—. ¿Cuánto tiempo nos tomará llegar al castillo? —preguntó entonces. El esclavo se lo pensó un momento.

—Posiblemente la hora que falta para que llegue la media noche, Alteza —respondió finalmente—. Pero, yo me pregunto… ¿Mi señor tiene un plan para entrar al castillo?

—Así es. —Ariel no dudó en responder—. Ese es el motivo por el que he traído todo este oro —le dijo haciéndose con el saquito de las monedas—. Habrá que comprar algunas conciencias para traspasar esas murallas, chico. Pero… ¿Ya ves?  Eso no será un problema —sonrió. Y con esa certeza, comenzaron a descender.

 

 

 

La luna brillaba redonda y sublime para alguien más aquella noche. Vatir había tenido que aplazar su visita al templo de Shion durante dos días, los cuales, duró poniendo calma en Earth y convenciendo a los concejeros de esperar la llegada de Divan Kundera, antiguo regente del reino. Para su fortuna, los honorables señores habían aceptado sus disposiciones. Todos juraron mantener a raya a los vasallos de las diferentes casas feudales para que no fuesen a levantar armas contra Midas y mantener también bajo estricto silencio la desaparición de Henry. Habían llegado a la conclusión, que era mejor no alarmar al pueblo.

Con estos pensamientos Vatir descabalgó y amarró su montura cerca de las cataratas. Su guardia había quedado a poco menos de un kilometro de distancia, lejos, donde no pudieran intervenir, donde no pudieran arruinarle los planes. Sonriente y lleno de júbilo se acercó hasta el camino estrecho que conducía al templo, alzó la vista y quedó extasiado.

La visión que le mostraban sus ojos, además de majestuosa e imponente, era su futuro mismo. Se sentía feliz de que por fin tantos años de servilismo exagerado se viesen recompensados de verdad. No era que Henry Vranjes le hubiese tratado mal. No, todo lo contrario; había sido un excelente y honorable señor. Sin embargo, esto no le era suficiente; se sentía demasiado importante para pasarse el resto de la vida cuidándole las espaldas a un hombre que se defendía mejor que muchos caballeros juramentados y que seguro, después de su rapto, tendría que romper esa tonta promesa que guardaba y casarse con el príncipe de Midas para salvaguardar su honra. En cambio para él se abría todo un mundo nuevo. Por fin tenía la oportunidad de conseguir aquel tesoro que le permitiese hacer lo que quisiese, con quien quisiese, cuando quisiese y donde quisiese; estaba al corriente de las consecuencias de esto, pero prefería vivir diez años con poder y gloria que quien sabe cuánto tiempo en la simplicidad del anonimato.

Se paró por contados minutos frente a las puertas del templo, dejando que unas facciones de absoluto cinismo se apoderaran de su rostro. Un escalofrío de satisfacción recorría cada uno de sus nervios al pensar en la cara de Diván cuando llegara a palacio y él le mostrara la amatista de plata, luciéndola en su cuello de monarca; diciéndole que a partir de ahora era su nuevo rey. Su rostro se iluminaba de placer de solo pensarlo. Definitivamente haría pagar a ese mal nacido todas y cada unas de la humillaciones a las que lo había sometido años atrás cuando se creía la máxima autoridad de Earth porque poseía la tutoría de Henry Vranjes tras la muerte de los antiguos reyes. Esa era en definitiva una de sus principales prioridades.

De esta forma, terminó de recorrer el camino hacia el templo .Su mano cálida, apremiante, tocó ligeramente la gruesa puerta de roble; había estudiado aquel truco bioenergetico durante años y estaba seguro que resultaría a la perfección. No se equivocó. La energía, concentrada en su mano por varios minutos, fluyó hacia la madera; el inmenso portalón del templo comenzó a brillar destellante como un sol, y entonces Vatir dio unos contados pasos hacia un lado, contando mentalmente los segundos que le tomaría a su molesto obstáculo volar en mil pedazos. 

Mientras esto sucedía en la entrada del templo, a unos cuentos metros de allí, perfectamente camuflados entre las maleza del bosque que rodeaba las cataratas, dos cuerpos muy atentos a todo lo que pasaba observaron como una increíble explosión acaba con la entrada del templo más importante de Earth. El estallido fue tal, que incluso, algunos fragmentos incandescentes llegaron hasta escasos pasos de donde ellos se hallaban. Pero Vatir estaba muy lejos de imaginar que estaba siendo espiado. El brillo de las inmensas paredes del reciento lo cegó luego de aquella explosión; sus ojos acostumbrados a la penumbra que reinaba desde hacía varias horas, necesitaron la protección de sus manos para someterse al casi irreal despliegue de luz. Finalmente, con pasos firmes, y cuando sus ojos ya no sufrían por los brillos plateados, se atrevió por fin a entrar al templo; estaba anonadado. Jamás, en sus todos sus años había contemplado tal esplendor.

Caminaba muy sigilosamente, temeroso si cabe, reparando cada detalle con minucioso detenimiento. Vio la pila bautismal de finísimo mármol donde habían bautizado generaciones enteras de reyes. Metió su mano y comprobó que de momento no tenia agua y tampoco tenía rastros de humedad; era evidente que llevaba años sin ser usada, de seguro desde el bautismo de Henry hacia ya veinte años. Entonces se colocó en cuclillas para observar su base de más o menos un metro de altura, donde la figura de la diosa sobresalía en alto relieve, portando un libro antiguo con una inscripción en saguay: “Boricochanas lasmi, Boricochanas filmar” (Hijos del agua, Hijos de la luz), rezaba la leyenda que absorto miraba, y de inmediato recordó como su papá le obligaba de niño ha aprender la lengua original de Earth. Recordó también que siempre le pareció una gran pérdida de tiempo hacerlo: con el cese de  las guerras los diferentes reinos pactaron educar a los habitantes bajo el kraki, dialecto comercial hablado en los cinco reinos, y que se había convertido  desde El gran pacto en el idioma oficial de todo Earth. Ahora se encontraba feliz de haberle hecho caso a su papá y haber aprendido bien el saguay. A medida que se desplazaba por la amplia habitación, muchas más frases como esta aparecían a su vista; algunas labradas en finos hilos de plata sobre los pilares centrales, y otras que parecían salir de los muros por encima de hermosos cuadros con los retratos de las cinco diosas, mostrando su lema representativo. 

Shion, sentada en un trono de piedra, semidesnuda y cubierta con una seda transparente aparecía en el  vitral enorme ubicado en lo más alto del altar mayor del templo; en su cabeza llevaba una corona de fuego, y sobre los cristales teñidos del vitral se alzaba el lema de Earth: “Blesforantes” (sabiduría). En la pared lateral izquierda, diagonal al ábside principal, primera de afuera hacia dentro, Johari aparecía en un gigantesco oleo, montada en un Winaliu: criatura mitológica consistente en un delfín alado y con cola de dragón. En su mano, agitándola por encima de su cabeza, portaba una espada sin filo, mostrando que el verdadero “Timporus” (Honor) en la guerra, consistía en el valor y en el honor más que en la victoria.

Frente a ella, justo encima de la pila bautismal se dejaba ver Ditzha. Cubriéndose solo por su larga melena roja, la diosa del amor se arrancaba el corazón regalándoselo a los humanos para que aprendiesen a amar con total y absoluta “Marfurie” (Pasión), mientras Latifa  en el cuadro de al lado, iba envuelta con un ropaje grueso y negro, dejando solo a la vista sus ojos llenos de “Esratus” (Coraje), cruzando sin protección alguna un largo camino solitario, donde miles de flechas viajaban a su encuentro. Por último, frente a ella, se hallaba Philania. La diosa de los dirganos era inmortalizada en la pintura, encadena a un acantilado en alta marea; resignada a suerte lloraba su condena mientras entregaba su vida como prueba de “Sindelas” (Lealtad) con su pueblo.

Vatir espabiló, trayendo de nuevo su mente a la realidad. Por un momento no había podido escapar de la magia de esas bellas criaturas que eran adoradas como deidades. Ese templo era sin duda tan increíble y espectacular que no podía apartar la necesidad de estudiar hasta sus más finos detalles. A pesar de esto y en contra de su voluntad, el tiempo apremiaba. En pocas horas el sol volvería a aparecer en lo alto y el no debía ser visto por nadie saliendo de aquel lugar. 

Fue entonces cuando avanzando del todo pudo verla finalmente. Ante sus ojos estaba aquella piedra fantástica, la amatista de plata, esa joya mágica que podía conceder todo lo que se le pidiese y a cambio solo pedía la vida. A él se le antojaba un trueque fabuloso. Si a fin de cuentas la muerte era el fin de todos los humanos, usasen la amatista o no, por lo menos el llegaría a tal fin cubierto de riquezas y gloria.

Extasiado, subió los cinco escalones que lo ponían delante de la pequeña caja de cristal que la contenía en su interior. Ya estaba a punto de tocarla cuando de repente un extraño presentimiento le hizo detenerse un instante. ¿De veras era tan fácil?, pensó. ¿Realmente solo debía alzar la caja y sacar la piedra? ¿Y Shion? ¿Lo castigaría? ¿Intentaría detenerlo?

Apretó los labios con fuerza y entrelazó las manos bajo su mentón, paseando la cabeza en diferentes ángulos que le permitiesen ver si aquel aparentemente inofensivo estuche lo era en realidad. En efecto no parecía estar sujeto a ningún hilo que activase un mecanismo de dagas voladoras ni artefactos explosivos. Pero no podía predecir nada. También pudiese ser que fuese la gema misma la que se auto defendiera hiriendo al ladrón o quemándole las manos… que iba a saber él. Lo poco que tenía claro sobre ese misterios objeto era que tenía un poder único que podía conceder cualquier deseo que se le pidiese, y que si se usaba con fines personales como el pretendida hacerlo, su vida se limitaba a diez años. Esa escasa información fue lo único que pudo rescatar de la conversación entre los agonizantes padres de Henry y Diván Kundera; la cual escuchó por mera casualidad diez años atrás, cuando estos, moribundos en su lecho de muerte, se confesaban ante el antiguo regente y le entregaban la custodia de su único hijo.

Desde ese momento supo en el fondo de su retorcida mente, que algún día estaría en el lugar donde ahora se encontraba. Por lo tanto, ya estaba bien de tanta duda; tomaría la joya fuese como fuese. Con esta idea, se incorporó lentamente y luego dobló un poco las piernas para quedar a la misma altura que la pequeña cajita, suspiró pesadamente empañando ligeramente los relucientes cristales de esta. Había que darle crédito a que sus manos solo temblasen ligeramente teniendo en cuanta la delicada situación en la que se encontraba. Y así, poco a poco, con el corazón mostrando la ansiedad que el resto de su cuerpo callaba, fue retirando la única  protección que rodeó por años al que consideraba ya su tesoro.

Permaneció con ella por contadas fracciones de segundos, sujetándola en el aire, realizando inspiraciones profundas; esperando ver si algo sucedía. Miró a ambos lados, adelante y atrás, pero no había nada, no sucedía nada; todo parecía inalterable. Entonces, de un solo movimiento retiró la cobertura totalmente y se arrojó al suelo… por si las dudas, en caso de que algún mecanismo secreto de filosas chuchillas lo decapitaran o algún veneno mortífero saliera de algún agujero cercano a la piedra. Pero nada de esto ocurrió. Y la ridícula posición en la que se encontraba solo le hizo soltar una risa. Suspiró, y un poco más calmado, se puso de pie de nuevo dejando la caja de cristal en el piso. Ahora nada lo separaba de su amatista; ya la podía ver en un collar que no se quitaría nunca, siendo la esclava de todos sus caprichos. Era preciosa, una diminuta, redonda, violeta y mortal tentación envuelta en un marco de plata. No necesitaba protección de trampas, ella misma lo era; una letal trampa que consumiría su cuerpo poco a poco mientras satisfacía sus más oscuras extravagancias.  

De repente, Vatir sintió una ventisca que entraba por la puerta destruida. No podía ser por otro sitio, pues aquel lugar no poseía ventanas. Aun así no permitió que esto lo distrajese; apretó con fuerza los ojos y alargó su mano, temeroso de nuevo ante la aun posibilidad que la piedra lo quemase o le hiciese algo. Sin embargo, volvió a equivocarse.

Primero fue un leve roce, luego sus dedos la apresaban por completo; ahora era su nuevo dueño, la tenía totalmente en su poder… Y la piedra no le había hecho nada. No le había lanzado lejos de forma sobrenatural, no le había vuelto polvo, ni siquiera le había quemado la mano. Sonrió. La “amatista de plata” por fin era suya. Pronto todos sus sueños se harían realidad y el sería rey de Earth.

Pero entonces, justo en ese instante, el ahora ladrón, volvió a sentir una brisa tan helada que parecía más digna de Dirgania. Sorprendido por esta extraña sensación, volteó su cuerpo por completo hacia el sitio de donde supuestamente provenía la ventisca. Y lejos de la brisa helada o la soledad que esperaba encontrar, sus ojos lograron ver despavoridos el brillo de un puñal que cortaba el aire a gran velocidad y que sin contemplaciones se incrustó en su pecho. 

Vatir cayó estrepitosamente, sintiendo un fuerte sabor metálico en la boca y un líquido espeso manchar sus labios. La sangre salía a borbotones de su pecho y las punzadas álgidas de su carne le quitaban el aliento. Sin embargo, para él, aquel dolor no tenía punto de compasión con el que sentía al ver la amatista que momentos antes sostenía con poder, rodar con un sonido ligero muy lejos de su alcance. Boca arriba como se encontraba pudo contemplar entonces algo que no había vislumbrado antes: En la cúpula de aquel templo, un hermoso vitral mostraba a las diosas en una noche sin estrellas, llorando desconsoladas, tomadas de la mano en una montaña mientras sus lágrimas caían en tierra convirtiéndose en humanos. 

Vikasus boricochanas hitnez ” (Bellos hijos del dolor), leyó en susurro antes de percibir unos pasos que se acercaban, y ver la mano enguantada que recogía la gema . Quiso subir la mirada y descubrir  quien había osado arrebatarle la felicidad, pero solo logró sumergirse en un dulce y eterno sueño mientras escuchaba una frase familiar:

 —No es nada personal.

 

 

Henry se arrebujó en una gruesa capa afelpada y salió de la recamara. Luego de su conversación con Milán este le había dejado sin cerrojo en la puerta, y los guardias nunca la impedían el paso si quería salir. Era obvio que ese absurdo príncipe estaba tan confiado en que no escaparía que ya ni siquiera lo vigilaba. Las llaves que le había enseñado aquella tarde solo eran una metáfora. Milán Vilkas lo tenía amarrado con unas cadenas mucho más difíciles de soltar que las de hierro.

Optó por tomar un poco de aire desde la exedra que se hallaba más cerca a los jardines centrales. Debía analizar detenidamente los giros que la vida le había dado en tan escasas tres días y que en aquel momento lo tenían más que mareado. El roció de la noche le sentaría bien, pensó mientras bajaba de la torre y decidía que haría con la bendita propuesta de Milán. Tenía claro eso sí, que jamás se dejaría arrastrar por los tormentosos deseos de ese degenerado. Pero era mejor manejarlo con inteligencia, jugar bajo sus reglas, pues ese príncipe daba muestras de tener el control en todos los sentidos. Era indiscutible que lo tenía agarrado por donde más le dolía: en su reputación. Durante años, Henry había construido un palacio más fuerte que su mismo castillo, una  fortaleza  labrada con los principios de moral más estrictos, y que exhibía con orgullo en todos los confines de Earth. Por ello no podía permitir que ahora una pasión malsana y mundana lo derribase como si estuviese hecho de arena.

Por mucho tiempo no había entendido cual era su empeño en mantener esa falsa dignidad, pero tras la partida de su tutor Divan, tres años atrás, lo había comprendido a la perfección: Esa fachada de espiritualidad inquebrantable era lo único que lo hacía sentirse vivo de alguna forma; era como un tesoro precioso sepultado en lo más profundo de un isla desierta, tan sola y vacía como su vida.

Reflexionando sobre ello, bajó por completo hasta el inicio del jardín, y cruzando un pequeño caminito pedregoso entró en la exedra y se sentó en una banquita. La brisa de la noche lo golpeó ligeramente y Henry se llevó el abrigo a la cara captando el delicioso perfume que de este emanaba. Enseguida recordó que aquellas ropas le pertenecían a Milán, porque las de Kuno que iban a prestarle en principio, le quedaron pequeñas. Resopló, alejando el acolchado tejido de su cara. ¿Por qué Milán Vilkas le hacía eso?, se preguntó, ¿Por qué le producía tanto placer arrebatarle lo único de lo que verdaderamente se sentía orgulloso? No parecía una persona que necesitase algo, ni parecía tan desquiciado como sus anteriores pretendientes. Todo lo contrario, se le antojaba un hombre valiente, cortes, formal y con mucho sentido común. Daba la impresión de tenerlo todo bajo el control de su mano; era como si manejase cualquier cosa con solo espabilar. Y Henry lo notó durante la mañana, cuando al salir un momento hacia los patios de armas, pudo observar el entrenamiento de Milán con los soldados de la guardia.

Entonces… ¿Qué era lo que sucedía? ¿Por qué ese hombre tan cabal actuaba tan fuera de juicio con respecto a él? ¿Qué era lo que había en él que llevaba a los hombres a asumir semejantes comportamientos? ¿Qué los hacía desvariar así? ¿Y por qué Milán Vilkas parecía tan impulsado por el mismo deseo que sus anteriores pretendientes pero al mismo tiempo actuaba tan diferente? Henry no podía estar seguro, pero presentía que de haber caído en manos de algún otro pretendiente, este ya lo habría hecho suyo a la fuerza. Milán por el contrario, si, lo había besado a la fuerza y demás, pero en ningún momento Henry sintió que se fuera a propasar con él más allá de forma violenta.

—Maldita belleza —susurró para sí. Esa parecía ser la respuesta a todas las preguntas que se planteaba. Esa magnífica aura embrujarte que cautivaba con solo una mirada, había sido su perdición. Había escuchado una vez que su tremenda belleza había cobrado su primera víctima cuando él tan solo tenía siete años. Se trataba de un obrero de palacio que se había ahorcado en los establos, desesperado de amor. Henry nunca supo si aquella historia era cierta o no, pero de lo que no tuvo dudas era que había algo muy inquietante en su belleza. Definitivamente lo suyo no era una belleza natural y meramente física; había algo más en el fondo, algo dado por esa piedra que había contribuido a su nacimiento y que sin duda le había pasado algo de su maldición. Henry se volvió a arrebujar en su abrigo pensando en aquella piedra maldita y pensando en que él también lo estaba. Maldito por esa piedra que lo había convertido en su esclavo.

“La amatista de plata”, pensó. Y de repente un escalofrió horrible lo sacudió entero; una sensación muy extraña, como de querer recordar algo y no poder hacerlo. Inquieto por tales pensamientos decidió que lo mejor era volver a su habitación; se puso de pie para hacerlo, pero justo en ese mismo momento las vio.

—No puede ser —dijo, acercándose a ellas con una ligera sonrisa—. Mis rosas negras.

Y en efecto lo eran: rosas negras, sus flores favoritas; aquellas que había tratado sin éxito de cultivaren Midas. Por mucho que había intentado hacerlas crecer en su invernadero privado, no lo había logrado en lo absoluto. Las muy caprichosas parecían odiar la tierra de Earth; casi nunca crecían y de hacerlo se secaban en pocos días como si el mismo suelo las envenenara. Por eso Henry había desistido de cultivarlas y se había conformado con otro tipo de flores. Sin embargo, nunca dejaba de pensar en sus queridas rosas negras, tan preciosas y caprichosas.

Emocionado, se acercó entonces a mirarlas más de cerca. Con mucho cuidado para no pincharse con ninguna espina, ingresó al rosal y tomó una entre sus manos absorbiendo su aroma perfumado. El olor ingresó por su nariz y hasta su alma pareció alegrarse. Esas flores sin duda, le traían felicidad.

 

 

Vladimir dormía en una habitación cercana a los patios. Nunca, desde que había llegado a palacio, los reyes habían logrado hacerle ocupar la alcoba que tenía en la mansión central por más de una noche. El muchacho aseguraba que era muy fría, muy húmeda y que el silbido del viento no le dejaba dormir. Las primeras semanas de su arribo al castillo hubo que sedarlo para que durmiera, pero con el paso de las semanas Ezequiel consideró que mantenerlo bajo drogas era peligroso y prefirió acondicionarle una antigua cámara en la planta baja que funcionaba como desván.

Recordaba también como había diseñado y tejido con sus propias manos una sabana larga de grueso hilo que, atada con gruesos cáñamos a dos de las vigas de su recamara, pendulaba en el aire y lo mecía al dormir. Milán y Kuno decían que era como dormir en una canoa en el mar, pero Vladimir solo sonreía y asentía. Y no es que no tuviera una muy buena cama adoselada en aquel cuarto, era solo que algunas noches cuando sentía más punzante la melancolía en su corazón le gustaba rememorar sus años como campesino. Y esa noche era una de esas noches.

Vladimir Girdenis, su nombre original de pila, había nacido veinticuatro años atrás, en una de las aldeas más lejanas de Midas; un poblado campesino y agrícola limítrofe con Jaen. Sus padres, un curandero y un agricultor, y sus hermanos menores, habían muerto en un incendio cuando él tenía catorce años. Y por azares del destino, su nuevo padre, Ezequiel Vilkas, le había tomado un genuino aprecio y le había nombrado hijo adoptivo. El concejo había enmudecido, la corte había reclamado y el pueblo había enloquecido de júbilo. Pero, sin importar ni lo uno ni lo otro, el rey había nombrado al chico príncipe en tercera línea de sucesión de Midas y le había adornado con varios títulos de nobleza. De esta forma, Vladimir se convirtió en un Vilkas más, y aunque no había renunciado a su antiguo apellido ni olvidado sus raíces, había encontrado en la familia real una calidez tan grande y preciosa como la que tuvo con los que su propia sangre.

Sin embargo aquella noche, Vladimir, pese a estar arrullándose en su hamaca, se sentía intranquilo. Había dejado los postigos abiertos y la suave brisa de principios de otoño junto al canto de los grillos llegaban hasta él. Estaba ebrio. Había celebrado con los soldados y con Milán la victoria de este último, y en pocas horas habían consumido muchas jarras de vino junto a un licor fuerte sacado de la caña que los soldados trajeron de Earth. Milán era el que más había bebido y sin embargo, era el que mejor parado se encontraba cuando se fueron a dormir. El en cambio estaba completamente embotado, como si todo pasara muy lento ante sus ojos. Era la primera vez que tomaba ese licor earthiano y le había caído un poco mal.

Decidió entonces que era mejor tomar un pequeño paseo por las cercanías. Tomar algo de aire y desentumir el cuerpo quizás le hicieran bien y le ayudaran a despejarse un poco. Lo hizo de esta manera y haciéndose con su abrigo salió de su recamara. La brisa un tanto fría de la noche le sentó de maravilla. En solo un par de minutos Vladimir sintió que volvía a recobrar sus reflejos; tanto así, que no le pasó desapercibido el movimiento entre los matorrales del último jardín que limitaba con los patios.

¿Quién rayos podía ser a semejantes horas?, se preguntó. A esas horas los sirvientes dormían y los miembros de la guardia que pasaban ronda no tenían nada que hacer entre los arbustos. Tampoco podían ser los mastines porque estos se soltaban mucho más próximos a las murallas y nunca tan cerca de la familia real. De repente, hubo un nuevo movimiento, y ya con ese, Vladimir no tuvo dudas que había alguien cerca. Podía ser un ladrón, pensó. A veces los esclavos de las caballerizas se acercaban al ala principal del castillo y escudriñaban en busca de algo de valor que robar. Nunca lograban llevarse  nada realmente importante, pero Vladimir odiaba a los ladrones.

Una mueca retorcida adornó su boca mientras desenfundaba su daga. Dudaba que alguien se atreviera a atacarlo allí dentro de palacio, pero en medio de la noche y con tanta soledad nunca podía dar nada por sentado. Además, si era un ladronzuelo lo que había detrás de aquellos arbustos, iba a ser muy divertido darle una pequeña lección.

 

 

 ¿Y ahora qué? Se preguntaba Ariel, escondido entre unos arbustos y mimetizado con su capa negra. Finalmente había logrado su objetivo y casi que no se podía creer que todo le hubiese resultado como calculó. Cuando él y su esclavo llegaron a Vesubio, se encontraron con una caravana que justamente sería la última en ingresar a palacio aquella noche. Era un desfile de carromatos que se había atrasado y llevaba vivieres para las cocinas reales. Ariel dio gracias a las diosas por esa casualidad y muchas monedas al mercader que le dejó subir a su carromato y esconderse entre las verduras junto a su esclavo. El hombre se había puesto un poco quisquilloso con la propuesta, pero dejó de pensárselo mucho cuando sostuvo casi medio kilo de oro en sus manos.

Así, Ariel había entrado a palacio, y también por bendición de Ditzha había logrado avanzar más allá de los patios sin ser visto. Le había pedido al esclavo que lo esperara dentro del carromato, mismo con el que saldrían del castillo al amanecer. Y recordando algunos datos que le había dado Milán sobre la mansión central en algunas de sus pláticas, logró tener idea del sitio exacto donde se hallaba la habitación de Kuno.

“Mi hermanito duerme muy cerca de Johari”, recordaba haberle escuchado alguna vez. Y por eso, cuando vio aquella fuente de mármol con la estatua de la diosa, no tuvo dudas que la habitación frente a esta era la de Kuno.

Luego de esto, solo le tocó trepar un gran árbol para llegar hasta el balcón. Por fortuna estaba en un tercer piso, y por fortuna también, él sabía trepar con bastante soltura. Desde muy chico se le había dado muy bien, especialmente cuando quería escapar lejos de muchas cosas y estar solo. Trepaba a un gran arcano que había ceca del patio de las albercas de su palacio y se quedaba por horas en la rama más alta, hasta que bajaba solo, o algún miembro de la guardia subía por él. En fin, su misión había terminado y su entrevista con Kuno estaba finiticada. Tenía que darle gracias a las diosas de que Kuno no hubiese dado la alarma cuando lo sorprendió en su habitación, y tenía que agradecer también que no hubiese contado nada aun sobre lo que Xilon le hizo. Gracias a ello era más fácil solucionarlo todo, y por lo que acababa de notar en la charla que acababan de tener, Kuno estaba más dolido que furioso. Y hasta estupefacción y algo de compresión notó en su mirada cuando le contó la razón que había llevado a Xilon a hacer lo que hizo. Por ello, estaba seguro ahora, que si Xilon se comprometía en reparar su honor tratándolo como un prometido y llevándolo al altar, los sentimientos heridos de Kuno podrían repararse.

En estas estaba, de regreso a las caballerizas cuando el sonido de pasos lo alertaron. Rápidamente buscó refugio entre los matorrales, viendo por un pequeño espacio entre las ramas la figura de un hombre alto enfundado en una capa de terciopelo negro con el escudo de armas de Midas bordado en plata. Por un momento creyó que se trataba de Milán y el corazón le saltó de júbilo, pero cuando la silueta de aquel sujeto se acercó más, Ariel pudo constatar, gracias a la larga y espesa cabellera oscura, de quien se trataba realmente… ¡Era Henry Vranjes!

Sonrojado de la ira, Ariel enfocó de nuevo la mirada, frotándose antes los ojos para constatar que lo que estos le mostraban no era una visión producto de su cansancio. Pero justamente, aquello no era una visión; era una humillante realidad. Henry Vrajes estaba allí, tan certero como él mismo. ¿Entonces lo dicho por Xilon era cierto? Milán lo había capturado. Milán y él…

 Apretó los puños con fuerza. Era un tonto, un idiota, un niño iluso. ¿Pero acaso no lo sabía ya? El propio Milán se lo había dicho en su propia cara miles de veces; le había dicho que estaba enamorado del infeliz ese de Henry Vranjes. Y él por su maldito orgullo no había sido capaz de aceptarlo. Ahora veía lo equivocado que estaba. La presencia de Henry Vranjes en aquel sitio le dejaba claro que ya no le quedaba  ninguna oportunidad con Milán. Podían decirle lo que quisieran pero resultaba muy obvio que Henry Vranjes no era ningún rehén. Un rehén no se pasearía tan plácidamente por los jardines de su captor ni sonreiría de esa forma mientras acariciaba unas rosas. Que engañado tenía aquel hombre a su pueblo, pensó Ariel en aquel instante. Se mostraba como un dechado de moral y virtud antes los Earthianos cuando no era más que un hipócrita y un traidor a Shion. “Tesoro de Shion”, si. Ya no le quedaba duda que ese hombre era una total joyita, un puto que se acostaba con un extranjero, mientras a su gente le exigía estricta rectitud. Le quedaba muy claro ahora el porqué Milán lo había rechazado siempre: era obvio que le importaba poco el corazón de un príncipe cuando el cuerpo de un rey calentaba su cama. 

Las lagrimas comenzaron a agolparse en sus ojos y en pocos instantes calentaron sus mejillas. Se las secó con un pliegue de su capa, arrugando el ceño al recordar de donde provenían esas ropas. Pero de inmediato se recompuso y dio la espalda a su cruda realidad. No quería mirar más hacia atrás. Milán había sido su primer amor y lo había traicionado; así que no merecía que llorara por él. Además, tenía demasiadas cosas por resolver como para perder el tiempo llorando por alguien que no lo merecía.

Se perdió así entre los matorrales, y camino sigiloso entre ellos como si fuera un gato. A lo lejos veía ya las caballerizas. Eso significaba que se encontraba ya en los jardines más traseros. Respiró hondo dispuesto a salir, y entonces…

—Vaya, vaya, vaya… pero ¿Qué tenemos aquí? —Ariel sintió como un fuerte brazo tiraba de él. De un solo movimiento fue sacado de los matorrales y lo siguiente que vio fue la punta de una filosa daga cerca, muy cerca de su rostro. Sintió unas ganas increíbles de llorar, pero no le salían las lágrimas. Tenía tanto miedo que no podía ni hablar. Entonces alzó la vista lentamente, y sus ojos, rojos como el fuego, se posaron sobre aquel hombre.

Era alto, corpulento y muy atractivo; un varón a todas luces. Tenía cabellos rubios y espesos hasta un poco más debajo de la nuca, revueltos y un poco ondulados en las puntas. Su rostro era cuadrado y de facciones fuertes. Tenía labios delgados, un poco más sobresaliente el inferior, y sus ojos eran tan verdes como los jades que vendían en el puerto de Jaen.

— ¿Quién eres y qué estás haciendo aquí, muchacho? —le dijo aquel sujeto examinándolo con detenimiento. Lo asió un poco más fuerte al ver que no le respondía y en ese momento la capucha de la capa que el príncipe llevaba resbaló de su cabeza, dejando escapar sus largos cabellos platinados. A pesar del salitre del mar y de lo enredados que estaban, las hebras plateadas resplandecían ante los rayos de luna.  

Vladimir miró también esos enormes y asustado ojos rojos que le devolvían el gesto suplicantes… y perdió el aliento.

Nunca había visto a aquel chico antes; de haberlo visto lo recordaría. Era imposible olvidar tal belleza. Un rostro como ese no se olvidaba, se quedaba como un tatuaje grabado en la mente con el mismo fuego que desprendían aquellos ojos. Definitivamente  nunca lo había visto, pero él sabía que a palacio llegaban esclavos casi todas las semanas, así que era probable que se tratara de un chico nuevo. Sin embargo, tampoco parecía midiano, al menos no por sus facciones. Aquel chico parecía un dirgano de pura cepa; aunque también podía haber nacido en Jaen, donde habitaba una importante población de dirganos, la mayoría, administradores de burdeles en el puerto.

—¡Te he preguntado quien eres y qué haces por este lado del palacio! —Tiró de nuevo del muchacho, esta vez sin el filo amenazante de su daga. Al darse cuenta que el chico se trataba de un doncel y de uno tan jovencito, casi un niño, había enfundado su arma .Pero su clemencia no había sido tan grande como para dejarlo ir tan fácilmente.

Ariel volvió a mirarlo. El aliento de ese hombre olía a alcohol y sus conjuntivas podían estar algo rojas por la embriaguez, pero aun así su agarre era firme y su presencia amenazante. Parecía un capataz de los establos por la pinta que llevaba: una camisa amarrada con cordones hacía adelante, desencajada sobre unas calzas de pana gris oscura y unas botas sucias y altas hasta media rodilla; sobre esto llevaba  también un abrigo muy grueso de hilo negro, y la filosa daga en el cinto.

—¿No vas a hablar? ¿Eh? ¿Es que acaso no entiendes kraki? —Esa era una probabilidad, estaba pensando Vladimir. Si el chico era un dirgano que había llegado recientemente a Midas, entonces la posibilidad que no entendiera la lengua común de Earth era alta. Muchos dirganos, los más pobres y olvidados de aquel reino, solo hablaban Céfilus, la lengua original de Dirgania. Pero entonces, cuando empezaba a pensar que estaba en lo correcto, por fin el chico abrió la boca. Dijo algo ininteligible al principio, por culpa de los nervios, pero luego, su segunda frase fue mucho más clara y firme.

—Si hablo kraki .Y solo estoy perdido ¡Suélteme, por favor!

—¿Crees que soy tonto? —Vladimir lo apretó de nuevo, esta vez acercándolo mucho a su cara. Era obvio que el licor se le estaba volviendo a subir a la cabeza y los labios de aquel niño no contribuían en ayudarle a mantener el control—. Estabas tratando de ver que podías robar ¿Verdad? A los esclavos novatos siempre les gusta tentar a la suerte, especialmente a los jovencitos.

—¡Yo no soy un ladrón! —Ariel se encolerizó. Se arrepintió en el acto de su impulsividad pero no pudo evitarlo. Le daba mucha raba que ese capataz lo estuviera tratando de aquella forma—. Suélteme por favor, señor capataz —susurró entonces más dócil. Sin embargo, al instante, alzó la vista confundido viendo como aquel hombre reía casi a carcajadas.

—¿Capataz? —repitió Vladimir controlando la risa. Ahora no le cabía duda de que aquel chico era nuevo en palacio. Solo los esclavos más novatos lo confundían al principio con un trabajador más por la forma como casi siempre iba vestido. Divertido por esto consideró que no lo sacaría de su error.

Ariel volvió a retorcerse.

—Déjeme ir por favor, ya le he dicho que estaba extraviado.

—¡No! —Vladimir lo volvió a apresar con fuerza—. No hasta que te requise y constate que no te has llevado nada. —Acercó la oreja derecha de Ariel hasta su boca y le susurró—: Odio a los ladrones.

—¡Pero yo no soy un ladrón, ya se lo he dicho!— se volvió a crispar el jaeniano tratando de alejarse. Pero su resistencia no le fue suficiente para evitar que el otro hombre lo acorralara contra un muro y le recorriera integro con sus manos. Finalmente, cuando Vladimir dio con el reloj de cristal que el doncel guardaba entre sus ropas, lo soltó un poco revisando el objeto.

—¡Es mío! —chilló Ariel, dando un salto para tratar de recuperarlo. Pero Vladimir lo alejó con su mano, examinándolo a la luz de la luna.

—Es cierto, parece que no has mentido —dijo finalmente devolviéndoselo—. Ese cristal dirgano no se consigue en Midas.

—¿Lo ve? —Ariel, indignado, hizo un pucherito que Vladimir consideró tremendamente adorable. De un movimiento volvió a acorralarlo contra el muro y haciéndose con una de las hebras de plata del cabello del chico, comenzó a desenredarla con su dedo.

—Veo que es verdad lo que me dices —le habló acercándose peligrosamente a su cara —¿Hace cuanto estás en palacio? No te había visto.

Ariel respiraba agitadamente; se había quedado estático sin poder entender siquiera sus pensamientos. El aliento de aquel sujeto lo tenía embriagado. Y su porte tan viril y tan cercano a su cuerpo le causaba un extraño estremecimiento que nunca había sentido antes. Sin embargo, haciendo acopio de todas sus fuerzas respondió.

—Llegué hace unos días a palacio, mi señor. Vengo de Dirgania —mintió.

—¿Y cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Viniste con familia? —Vladimir lo volvió a arrinconar con sus preguntas. Pero esta vez Ariel solo negó con la cabeza—. ¿Te he hecho muchas preguntas, verdad? Lo siento —sonrió el midiano. Su mano se alzó ligeramente y se llevó hasta la nariz la hebra de cabello que había desenredado con sus dedos—. Eres muy hermoso —le confesó, mirándolo lascivo.

Ariel no tuvo tiempo de replicar nada. Los labios de Vladimir buscaron su boca, y para el doncel aquello fue tan repentino y suave que sin darse cuenta estaba respondiendo al beso. La boca del varón sabía a un extraño licor, fuerte y amargo, que no había probado antes. Y su cuerpo estaba cálido como un abrigo de terciopelo. Se sentía cómodo entre los brazos que estrechaban su cintura, se le antojaban extrañamente confortables y seguros. De manera que lo dejó avanzar un poco más.

Después de un rato los labios de Vladimir abandonaron su boca y se desplazaron por su cuello, el varón introdujo una mano entre la capa del doncel y tanteó un pezón por encima de la camisa de dril. Ariel dejó escapar un suspiro y su rostro se puso tan rojo como sus ojos.

—No… —se quejó con un débil susurro nada convincente, y como respuesta Vladimir volvió a tomar su boca. Ariel respondió más ferozmente esta vez. Sus brazos se alzaron y le rodearon el cuello, mientras  sus piernas no mostraron resistencia cuando este las separó ubicándose entre ellas.

—Eres un encanto —le susurró midiano, buscando de nuevo su cuello. Volvió a tantear con sus manos, esta vez debajo de las ropas del muchacho, sintiendo ahora directamente la erección y la dureza de aquellos pezones junto a la suavidad de una piel que parecía de porcelana.

Pero en ese momento Ariel pareció reaccionar. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué permitía tales cosas?  ¿Cómo era que estaba permitiendo que ese sucio peón lo tocara de aquella forma? El era de la realeza, un príncipe, una señorito de alto linaje; era demasiado para permitir que un sucio capataz lo tocase y se extralimitase de aquella forma.

—¡No, suéltame! —dijo esta vez con mayor convicción apartando a Vladimir de un fuerte manotazo.

—¿Pero qué pasa? —Anonadado, el otro hombre intentó asirlo de nuevo. Pero Ariel alzó rápidamente la rodilla y con fuerza le descargó un golpe en los bajos—. ¡Ay, diosas! —maldijo Vladimir adolorido, sin poder evitar que el doncel se le escurriera de los brazos. Pero aquel golpe le había sacado por completo de la embriaguez; así que no sin algo de esfuerzo logró darle alcance antes de que huyera  y de una zancadilla logró derribarlo sin mucho esfuerzo.

—¡No, suéltame, suéltame! ¡Por favor! —Ariel pataleaba y palmoteaba con violencia hasta que Vladimir se hizo con sus dos manos.

—¿Qué rayos te pasa? ¿Por qué has hecho eso? —le riñó, bastante molesto. Sin embargo, viendo que los ojos del chico se aguaban, su rabia comenzó a disolverse— Vamos, no te haré daño —Su tonó se suavizó perceptiblemente—. Lo vas a disfrutar mucho, te lo juro —le sonrió pícaro.

Pero Ariel seguía remilgoso.

—No, no entiendes. No puedo.

—Necesitaras protección dentro de ese palacio —Vladimir no pareció escucharlo. De nuevo se acercó a su cuello absorbiendo el olor y el sabor salado que provenía de su piel. Un olor que le hacía olvidar que su capa no olía nada bien—. Te prometo que seré suave contigo aunque no seas virgen. Ningún esclavo lo es después de los once años, así que ni pienses en mentirme. Pero si prefieres que te trate como a un virginal doncel, lo haré. Además, cuando en palacio se enteren que te he tomado como amante recibirás mejor trato, mejor comida y nadie más te tocará sin mi consentimiento…  y créeme, no dejaré que nadie más te toque.

Entonces lo volvió a besar. Ariel pareció resignado otra vez y se quedó quieto, perdido de nuevo entre tantas sensaciones. Su razón quedaba completamente anulada ante el toque de aquel hombre, ante su mirada tan verde como un bosque y su insípida barba rubia que le hacía deliciosas cosquillas en las mejillas. Suspiró fuerte cuando las manos de Vladimir le alzaron la camisa y acariciaron su ombligo. A pesar de la oscuridad Vladimir notó el tatuaje en forma de sol que tenía en torno a este. Sonrió. Pintarse la piel era muy típico de los Jaenianos, incluso entre cortesanos y nobles. Y aunque ese chico no fuera un noble, su piel era tan suave como la de un príncipe. Dejó su boca y besó su ombligo por todo el contorno del tatuaje. Ariel dio un respingo pero no se apartó, por el contrario, hundió sus dedos entre los cabellos dorados del supuesto capataz, y gimió cuando su lengua le acarició dentro de este.

Por varios minutos, para ambos, no pareció existir más mundo que sus caricias, ni más sensaciones que las provocadas por sus cuerpos acalorados. Sin embargo, las diosas parecían tener otros planes para ellos aquella noche, y de un momento a otro la magia se rompió.

—¡Por las diosas! —Una voz alarmada se alzó por encima de los suspiros de los amantes. Ariel y Vladimir se separaron en el acto poniéndose de pie. El primero recomponía sus ropas con prontitud y tuvo la agilidad de subir la capucha de su capa antes que Henry Vranjes lo reconociera.

Henry Vranjes estaba frente a ellos, con el rostro arrebolado y casi tan asustado como los sorprendidos in fraganti. Desvió la vista a un lado antes de siquiera interesarse por reparar en el acompañante del hermano de Milán. Y apenas sus piernas recuperaron el control, se echó a correr con rumbo a su habitación.

Ariel aprovechó el momento de confusión e hizo lo mismo. Las diosas habían castigado su lascivia haciendo que el hombre que más odiaba lo hubiese salvado de cometer una locura. Escuchó que aquel capataz le gritaba que volviera, pero él no hizo caso. Se perdió entre los matorrales con rumbo a las caballerizas y la oscuridad lo protegió.

Vladimir suspiró, pero no tuvo más opción que dejarlo ir. Al día siguiente lo buscaría en los patios y en esa ocasión no se le escaparía. Por lo pronto tenía que ir junto a Henry Vranjes y darle una explicación. No quería tener problemas con Milán por algo así. De esta forma se terminó de acomodar la ropa y se sacudió el polvo que había quedado en estas. Y justo cuando estaba a punto de dar media vuelta y marcharse de allí, el reflejo de algo brillante en el suelo atrajo su atención.

Lentamente se acercó y lo recogió. Una sonrisa asomó a sus labios cuando lo reconoció: era el reloj de cristal de aquel chico. Ariel no se había dado cuenta, pero cuando Vladimir le regresó el reloj después de la requisa, se lo había metido en el otro bolsillo de sus calzas; uno que estaba roto y del cual se le salió cuando echó a correr.

—Vaya, pues va a ser que después de todo si me diste algo tuyo esta noche… —susurró el midiano, recordando que el chico finalmente no le había dicho su nombre. No había problema, pensó… ya lo averiguaría.

 

 

Continuará…

 


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