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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 5

Confesiones.

 

El espejo le devolvía una imagen irreconocible. Por más que se mirase en incontables ocasiones y se buscara en sus ahora opacos ojos azules, ya no se encontraba. Estiraba sus dedos  y acariciaba su reflejo tratando de convencer al ser que tenía enfrente que le trajese su pasado de vuelta. Pero la imagen que este le devolvía se lo negaba, consolándolo únicamente con una lágrima solitaria.

Kuno se sentía demasiado confundido, herido y ultrajado mucho más allá de la carne. Había tenido un susto de muerte durante la noche cuando al despertar de su intranquilo y ligero sueño, se había topado con la silueta de un chicho mirándolo desde arriba. Y casi hubiera pegado un grito de no haber sido por que el chico avanzó un paso y la luz de la luna le pegó en toda la cara, revelando su identidad: Se trataba ni más ni menos que del propio Ariel Tylenus en persona. Entonces el chico le había contado la verdad sobre los motivos que había tenido Xilon para hacer lo que hizo, como si esperara que por ello todo se solucionara. Pero… ¿Todo podía solucionarse tan fácilmente? Kuno pensaba que no.

No recordaba ya cuantos años llevaba enamorado de Xilon Tylenus. Estaba consciente que los roces entre ambos reinos impedirían un compromiso entre ambas familias, pero aun así, la esperanza de que algún día una comitiva de Jaen se presentara a Midas, y el príncipe heredero se bajara de su semental para pedir su mano, nunca había dejado de pulular en su fantasiosa cabecita. Pero ahora, todo se había estropeado.

Aunque hubiese tenido como motivo vengar la supuesta deshonra de su hermano, Xilon no podía quedar exento de culpa. Lo que le había hecho había sido un crimen horrendo e irreparable, y él no podía perdonárselo jamás. ¡No podía casarse con él! ¡Ya no era el príncipe de sus sueños, ahora era su verdugo!

Se echó a llorar de nuevo. ¿Por qué tenía que estar pasando todo así? ¿Por qué en esas condiciones? ¿Por qué las diosas eran tan crueles? ¿Por qué habían acercado a Xilon hasta a él en circunstancias tan horribles?

En esas estaba, gimoteando sobre su acolchado lecho, cuando la guardia de su puerta anunció la llegada del facultativo. Kuno le ordenó el paso con un escueto “Adelante”, y el anciano hombrecillo entró a la habitación solo, sin ayudantes, cargando el bolso de sus instrumentos.

—Buenos días —saludó con una sonrisa que le iluminaba el ajado rostro—. ¿Cómo amaneció hoy, alteza? ¿Mejorando?

—Solo del cuerpo —respondió Kuno, taciturno.

El facultativo esbozó una sonrisa triste y fue hasta la mesa de la esquina a preparar sus instrumentos. Mientras lo hacía, su paciente se desnudaba. A medida que desenredaba los nudos de su camisola y la bajaba hasta la cintura se iban revelando las diferentes magulladuras. Algunas estaban moradas y dolían, otras ya eran simples rasguños que empezaban a cicatrizar. Pero sus manos aun estaban en carne viva y punzaban mucho bajo los vendajes.

Kuno sabía que aquellas quemaduras en sus manos eran lo único que no encajaba en la versión que había dado sobre lo ocurrido. Por eso las cubría con guantes cuando sus donceles o sus familiares entraban. Vladimir había sido el más sagaz y le había preguntado si le había ocurrido algo en las manos, pero él había hecho acopio de toda la tranquilidad que logró reunir diciéndole que solo tenía frio. Esperaba que su hermano le hubiese creído, pero presentía que no… por lo menos no había preguntado más.

Pensaba en esto cuando el facultativo finalmente se acercó. Kuno no podía evitar llorar cuando tenía que abrir de nuevo las piernas y permitir que el anciano le colocara aquel emplasto entre los glúteos. Sin embargo, aquella pasta mentolada le había ayudado mucho. En solo cuatro días había dejado de sangrar para defecar y ya podía sentarse de nuevo. Aun así, era vergonzoso tener que mostrar su deshonra de aquella forma. Cada vez que lo hacía el rostro de Xilon volvía a su mente, frio, déspota y cruel.

Entonces, de repente, aquella duda que tanto lo consumía volvió a su mente como un relámpago. La entrañas volvieron a retorcérsele con dolor y las nauseas subieron a su garganta. Esa duda era lo que menos lo dejaba dormir en las noches.

—Senescal —preguntó con voz temblorosa y mirada vibrante—, ¿Cuando estaré seguro que no…? ¿Cuándo sabré si no…?

Kuno no fue capaz de terminar la pregunta, pero aún así el anciano entendió a la perfección cual era su duda.

—Lo que su alteza quiere saber es cuando estará seguro de no estar embarazado ¿Verdad? —preguntó con dulzura.

El príncipe asintió.

—Pues, mi pequeño señor. Por desgracia hacen falta aun once días para salir completamente de dudas. —El facultativo no quería preocuparlo pero tampoco quería mentirle. Hasta que no se cumplieran quince días de la posible fecundación y los ojos del doncel no cambiaran de color, no se podía estar seguro que este no se encontrara preñado.

Y así se lo explicó a Kuno. Pero este estaba demasiado agitado para comprender.

—Pero… pero —intentaba replicar—. ¿La poción de me diste, senescal? ¿La poción para no concebir? ¿No servirá? —inquirió suplicante.

—Es lo que esperamos, alteza. —El anciano se sentó junto a él en el lecho ayudándole a vestirse de nuevo—. Pero las pociones para no concebir no son del todo efectivas, mi joven señor. Según sea las voluntad de las diosas funcionan o no.

“Las diosas se pueden ir a los infiernos”, tuvo ganas de responder Kuno. Pero su temor a recibir un castigo peor por su blasfemia, si eso era posible, le hizo callar.

—Hijo —volvió a hablar entonces el facultativo mientras le examinaba las manos. La carne aun estaba expuesta, y aunque las heridas no se habían infectado, el tejido lucía muy inflamado—. Hijo, mis ojos te vieron nacer —lo tuteó—, mis manos te extrajeron de las entrañas de tu papá y te pusieron en sus brazos. Hijo, tu papá entenderá esto, debes contárselo aunque sea a él. —Alzó la vista en busca de respuesta. Pero lo que se encontró fue con el rostro crispado del otro doncel.

—No… no… —Kuno negaba con la cabeza y con un hilo de voz—. Usted me lo prometió, senescal. —Alzó más la voz recogiendo las manos—. Me prometió que no contaría a nadie lo que sabe  y mantendrá su promesa. ¡La mantendrá! ¡La mantendrá, senescal! ¡Júremelo!

No sin algo de desconsuelo, el hombre lo miró y luego de algunos instantes asintió cabizbajo volviendo a su labor. Kuno le sonrió con ternura cuando terminó de vendarle las manos.

—Senescal —le dijo con voz baja—. Si usted supiera quién me hizo esto sabría también porque no debo revelar nada. He leído algunos libros sobre las guerras anteriores a El gran pacto. No creo que sea justo romper un tratado de tantos años solo por mi honor.

—¿Y qué pasará si en quince días sus ojos nos revelan la llegada de otro príncipe? —La pregunta hizo que Kuno se crispara. Miró sus manos vendadas de nuevo y luego subió la vista hacía el anciano que ahora estaba parado junto a la cama.

—No lo sé —respondió, como si la respuesta nunca fuese a llegar a su mente—. Pero tengo once días para pensarlo —creyó.

 

 

La noche volvía a caer sobre Jaen. El sol se había hundido por completo en el horizonte donde el mar y el cielo se juntaban, esperando de nuevo al alba para repuntar. Las luces bioenergéticas eran por ello las únicas que alumbraban la habitación de Xilon; la cual, a pesar de esto, se encontraba casi en penumbras.

Xilon se encontraba de nuevo en la habitación de la fortaleza que ocupaba desde hacía varios días. Estaba recién llegado de un corto viaje que había hecho desde la misma noche que recibió aquel sobre lacrado proveniente de Midas. Se había hecho con un puñado de hombres, había partido sin muchas explicaciones, y había vuelto hacia poco más de dos horas, pidiendo solo que le trajeran compañía.

Y sus hombres sabían perfectamente a qué tipo de compañía se refería su señor, pues dicha compañía llevaba casi dos años calentándole el lecho.

Dereck, se llamaba el doncel, y había sido un prostituto del puerto antes que Xilon pusiese sus ojos en él, una tarde de abril cuando lo vio en una trifulca en la que había tenido que mediar. El dueño del burdel donde el chico trabajaba iba a ser desalojado por un noble señor que quería aquella casa de placer para convertirla en una cervecería, mientras el dueño del lugar alegaba que la  propiedad era suya y que pagaba sagradamente sus impuestos por el local. Al final Xilon había decidido que putos y cerveza podían convivir perfectamente en un mismo sitio y les daría un aporte para ampliar el lugar si prometían no armar más revuelo.

De esta forma se firmó el acuerdo y ambos demandantes agradecieron la justicia real: El cervecero con nueve barriles de su cerveza y el proxeneta con el mejor de sus chicos. Xilon había disfrutado de ambos regalos, pero el segundo le había gustado más. Pago una gran suma por él, convirtiéndolo en su amante personal; de manera que el chico siguió trabajando en la cervecería- burdel, pero ya no permitía que ningún varón le tocara más allá de algunos manoseos mientras repartía el licor.

Y en aquel momento Dereck se encontraba sobre él haciendo lo que más sabía: calmar el corazón de su señor exprimiéndole el sexo. Dereck era el único prostituto que Xilon conocía, capaz de lograr dos orgasmos consecutivos en un varón. Aunque el chico le decía que realmente se trataba de un solo orgasmo que prolongaba hasta el límite haciendo que se sintiera doble. Pero a Xilon no le interesaban realmente lo mecanismos de aquello, solo le interesaban las sensaciones que ese muchacho le brindaba entre las piernas. Por ejemplo, lo que hacía justamente en ese instante con la boca. La saliva espesa del chico mezclándose con sus fluidos, el calor de su cavidad y los juegos con su lengua. Dereck succionaba tan bien como lo hacía una esponja. Y mejor aun, porque las esponjas no eran suaves ni febriles como aquellos labios.

Después de casi veinte minutos de trabajo oral, Xilon se corrió en la boca de su amante. Dereck levantó la cabeza y se sentó a horcajadas sobre él mientras tragaba de un solo golpe la simiente de su príncipe. Desde sus primeros encuentros con Xilon había aprendido que a este le gustaba ver como sus amantes se tragaban su semen por completo, sin desperdiciar nada.

—La luna llena ha pasado, Alteza. Desde ayer han terminado mis días fértiles y puede entrar en mí sin temores. —Dereck comenzó a balancearse sobre su pelvis. Las luces bioenergéticas caían sobre su piel recalcándole el bronceado; sus cabellos eran largos como los de todos los donceles, grises como nubes cargadas de lluvia y ondulados en las puntas. Era esbelto y fibroso, de nalgas generosas y sexo firme; su cara era ovalada como un huevo, pero sus ojos dorados eran bellos y raros. Sus labios gruesos y carnosos también lo eran, sobre todo por la forma como a veces parecían sonreír sin hacerlo.

Xilon lo miró fugazmente, su mente parecía estar en otro lado. Extendió su mano y se permitió acariciarle un pezón mientras se recuperaba de su reciente orgasmo. Luego, apretó un glúteo firme y con un movimiento rápido puso al chico bajo él.

Ambos estaban completamente desnudos. Debajo de la cama ardían carbones que calentaban el lecho y les protegían del frio nocturno que traía el recién llegado otoño. Dereck separó sus piernas y permitió que Xilon comenzara a tantear entre sus glúteos, preparándolo para la copula. Y no era que el príncipe fuese un amante muy considerado, era solo que debía entretenerse en algo mientras recuperaba la erección. Y ese algo era estirar el culo en el que pensaba meterse.

Después de casi quince minutos, Xilon estuvo listo y él también. Sin muchos reparos el varón lo penetró de una sola estocada y con su siempre monótono y silencioso ritmo empezó a corcovear sobre él. Dereck gemía a conciencia, despacio y quedo, como sabía que le gustaba a su amante, mientras este siempre callado y taciturno lo embestía. En esos momentos era cuando el chico se preguntaba cómo había terminado enamorado de un hombre así. Xilon era un absoluto pedazo de hielo, con un corazón más digno de un dirgano completo que de un medio jaeniano, nacido bajo el rumor del mar. Sin embargo, Dereck había descubierto que bajo esa gélida e inquebrantable fachada se escondía algo más, algo que no sabía aun si era bueno o no descubrir del todo.

Xilon era un hombre sin palabras, sin emociones, sin disculpas y sin ruegos. Pero por momentos parecía solo un pobre cachorrito perdido de la manada. Dereck había aprendido a conocer a aquel hombre, a descifrar sus silencios y sus miradas; había aprendido a leer entre sus suspiros y sus ronroneos. Y por eso supo que esa noche a su señor le pasaba algo. Sin embargo no dijo nada, continuó callado recibiéndolo en su interior, hasta que fue el mismo Xilon quien puso en evidencia lo que Dereck estaba presintiendo.

El príncipe empezaba a sudar, los pujidos secos y templados que acudían a su garganta ante la inminencia del orgasmo, se hicieron audibles. Pero a pesar de esto Xilon no se corrió. Momentos antes de alcanzar el clímax, el príncipe se había incorporado, había mirado a su amante por un instante, pero para su sorpresa, el cuerpo que yacía bajo el suyo no era el del puto del puerto de Jaen. En vez de aquel, Xilon se había encontrado con el pequeño midiano de cabellos morados y ojos zafiro, retozando complacido entre sus brazos.

—¡Por Ditzha! —exclamó, incorporándose aterrado. Dereck se resintió un poco ante la brusca salida de su cuerpo, pero prefirió guardar silencio ante la situación—.¿Qué rayos me pasa? —Xilon se llevaba las manos a la cara y suspiraba profundamente. Aquella visión había sido como meterse desnudo en un lago congelado. Y le desconcertaba, le desconcertaba mucho—. ¿Qué rayos es lo que me está pasando? —volvió a preguntarse.

Pero esta vez Dereck si reaccionó. Incorporándose junto a su príncipe, le puso una mano en el hombro, dubitativo. Esperó por un momento a que Xilon se calmara un poco y entonces sí habló.

—Se que ha sucedido algo, alteza. Lo supe desde el mismo instante en que entré a esta habitación. ¿Me lo quiere contar?

Y Xilon lo miró. Pero esta vez lo miro diferente a como lo hubiese mirado jamás. Sus ojos no traslucían deseo o frialdad, ahora estaban llenos de angustia, desesperación y miedo. Dereck se acercó un poco y lo besó en los labios, le miró con sus penetrantes ojos dorados, y Xilon no supo cómo ni por qué… pero se lo contó todo.

 

Y así con el caer de la noche, cayeron también las mascaras y ambos hombres conocieron dos rostros diferentes que no se habían mostrado antes. Aquella noche se tejió entre ambos la primera puntada de lo sería una compleja relación.

—Mis oídos no quieren creer lo que su boca me ha contado, alteza. —Dereck se sentía aturdido. Se empezaba a preguntar si había sido buena idea intervenir. No podía concebir que el hombre que tanto amaba hubiese hecho algo así. Para él Xilon era de esos hombres tan atractivos y magníficos que jamás tendrían necesidad de recurrir a la fuerza. Pero Xilon no le respondió nada. La culpa y el remordimiento le robaban las palabras. Estaba confundido y demasiado arrepentido por lo que había hecho, y al mismo tiempo algo en su corazón parecía haberse despertado. No podía engañarse, no podía dejar de pensar en Kuno Vilkas, ni en cuanto había disfrutado el hacerlo suyo.

—¿Qué piensa hacer entonces, alteza? —La pregunta de Dereck lo obligó a recomponerse. Se paró un momento del lecho y fue por un poco de vino hasta una mesa del fondo. La luz de la luna que atravesaba el ventanal y las cortinas de seda, iluminó la magnífica desnudez de ese cuerpo de guerrero. Y Xilon, estirando uno de sus brazos, agarró una carta que se hallaba sobre la misma mesa donde se hallaba el vino.

—Léela. Me la mandó mi hermano Ariel hace varias horas. No le dije que estaría en esta fortaleza pero él me conoce demasiado bien para deducirlo.

 “Ariel, el responsable de todo este embrollo”, pensó Dereck atrapándola en el aire. El proxeneta del burdel- cervecería le había enseñado a leer y a escribir, y Xilon lo sabía. Leyó cuidadosamente la enmienda y luego la cerró devolviéndola a su dueño. Xilon la recibió mientras apuraba su último trago de vino.

—Bueno. ¿Qué opinas? —le preguntó.

—Opino que su hermano es un temerario mi señor, con todo respeto. Hacer semejante locura.

—¡Locura por la que no volverá a salir de palacio hasta que se case! —juró Xilon llenando de nuevo su copa—. Recorrer el camino de las agujas sin escolta… y todo por ayudarme —remató, sin poder evitar una pequeña sonrisa. A pesar de lo enfadado que estaba con Ariel, no podía dejar de sentir una latigazo de orgullo por lo que este había hecho.

—De todas formas el pequeño príncipe encontró buena información, alteza —comentó Dereck—. En esta carta dice que Kuno Vilkas no ha contado nada a su familia y que parece más dolido que furioso. Eso es muy interesante.

—¿Interesante?

—Así es. —Dereck asintió, estirándose sobre las colchas—. El honor herido de un doncel es algo muy peligroso, alteza. Pero en este caso me parece que hay muchas cosas a su favor. A mí me parece muy diciente que ese chico no haya dicho nada para inculparlo.

—Estará avergonzado por lo que pasó. Teme la ira de su familia… no lo sé, no lo sé. Pero no creo que sea por defenderme —Xilon lo miró fijo.

—Pues yo creo que hay un poco de todo eso, pero también hay más —opinó el doncel—.Creo que una parte de ese chico espera que usted mismo repare el daño que le hizo.

—¿A qué te refieres? —Xilon de verdad no estaba comprendiendo nada. Dereck suspiró.

—Alteza —intentó recapitular—. Según lo que he leído, Kuno Vilkas gustaba de usted antes de lo ocurrido ¿verdad? —Xilon asintió—. En ese caso el pobre muchacho está completamente decepcionado. Su príncipe se convirtió en verdugo, lo lastimó. Pero su corazón aun espera una reparación; espera que el verdugo se vuelva a convertir en caballero.

—¿Dices que ese chico está esperando que me presente y le ruegue perdón?

—¡Absolutamente!

—¿Apostarías mi cabeza en ello?

—No. Usted apostará su cabeza en ello, alteza. —Dereck sonrió sentándose de nuevo—. Creo que usted debe adelantarse a la situación, mi señor. Usted debe volver a  Midas y pedir la mano de Kuno Vilkas.

Los ojos de Xilon se abrieron como platos. Volver a Midas podía significar no volver a salir con vida de allí. Sin embargo, su amante tenía razón. Si esperaba más tiempo posiblemente Kuno terminara hablando y finalmente todo estallaría. Y Xilon estaba tan avergonzado por lo que había hecho que no pondría reparos en entregarse a la justicia midiana… a la justicia de sus peores enemigos.

—¿Sabes?… tienes razón —dijo volviendo al lecho y tirándose junto a Dereck. Este se puso a horcajadas sobre su pelvis acariciándole el pecho—. Vendrás conmigo, por cierto —ordenó serio —. Si llego a perder la cabeza en Midas, también pediré que corten la tuya.

El doncel sonrió y le besó el torso lentamente. En ese instante recordó algo interesante y subiendo el rostro a la altura del príncipe se lo manifestó.

—No sé si lo haya pensado, alteza, pero tan preocupante como perder nuestras cabezas es el hecho que su semilla podría estar creciendo dentro de ese muchacho. ¿Tiene idea de que hará si eso ocurre?

Xilon se puso rígido no más escucharlo. ¡No había considerado aquello en lo absoluto!

 

 

 

“No hay quinto malo”, rezaba un viejo adagio Midiano. Y con esta consigna Kuno se resolvió a salir por primera vez de sus habitaciones luego de exactamente cinco días de estricto confinamiento. En honor a la verdad, se encontraba físicamente bastante recuperado; ya solo tenía unos pequeños moretones en la cara y en el cuerpo. Y el dolor bajo entre sus piernas ya no le impedía caminar.

Decidió que lo mejor era entonces salir y volver a su rutina. Si no lo hacía, su familia podía empezar a sospechar y podían descubrir su mentira. Además, no podía vivir encerrado, tenía que superar lo ocurrido por más duro que fuese.

 Los corredores de la mansión central estaban especialmente silenciosos aquella mañana. Sus oídos se habían acostumbrado al silencio de su recamara los días que se mantuvo encerrado. Pero aun así, tanta calma y tranquilidad le resultaban asfixiantemente inquietantes. Sentía que algo estaba raro, que algo se acercaba. De repente, un ruido rompió el ruido de sus pasos, justo un poco antes del recodo que conducía hacia una de las escaleras principales. Tanto Kuno como el doncel que lo seguía detuvieron la marcha y en pocos instantes, una figura harto conocida, se hallaba ante sus ojos.

—¡Alabada sea Johari! —exclamó el midiano al reconocer a Henry Vranjes como el hombre que se hallaba ante él—. No es posible, mi hermano es un…

—¡Demente! —completó el mismo Henry, con rostro congestionado de rabia.

—Iba a decir obstinado —corrigió Kuno. Y en ese instante la figura de Vladimir, que a todas luces veía siguiendo a Henry, también apareció en el corredor.

—¡Le he dicho que no me siga! ¡No quiero oír sus explicaciones! —le gritó el rey al verlo llegar tras él. Desde lo ocurrido dos noches atrás en los jardines, no confiaba en ese sujeto y no quería que se le acercara. Pero Vladimir, al ver de nuevo a Kuno se olvido por completo del otro doncel, y de un solo movimiento se acercó a su hermano alzándolo en brazos.

—Mi pequeño precioso. Por fin has salido de ese encierro ¿Cómo te sientes?

—Estoy mucho mejor, gracias Vlad. —Kuno le sonrió a su hermano con radiante genuinidad—. Perdón por haberlos preocupado.

—Mi pequeño, luz de mis ojos. No hay nada que perdonar. Estoy tan feliz que estés bien. —Volvió a dejarlo en el piso con cuidado y emocionado se hizo con las manos enguantadas de Kuno. Los ojos del príncipe se crisparon ante el roce, pero Vladimir no pensó que fuera por ello. Iba a preguntarle qué ocurría, pero antes de hacerlo, otra voz, una que sí había captado bien lo sucedido, se le adelantó.

—¿Le ha sucedido algo en las manos, alteza? —Henry le miró inquisitivamente.  Tenía claro que esa familia guardaba cosas muy turbias.

—No, ¿Por qué habría de ocurrirme algo en las manos, Majestad? —Kuno se tensionó un poco y retiro sus manos. Luego esbozó una sonrisa tratando de parecer casual. Pero el daño estaba hecho y Vladimir se había mosqueado.

—¡Kuno, enséñame las manos! —le exigió su hermano—. Vamos, déjame verlas.

—No, no me pasa nada. Vamos, es una tontería. ¿Qué tal si bajamos a los jardines a desayunar?

—¡No! —Vladimir lo retuvo del brazo antes de que se marchara. Le miró de una forma tan seria que Kuno sintió miedo—. ¡Vas a enseñarme tus manos ahora mismo! —exigió.

Entonces Kuno, sintiendo que el corazón le empezaba a saltar en el pecho y el miedo caía sobre él como el más temible de los ejércitos, hizo lo más tonto que pudo ocurrírsele. Se echó a correr por todo el corredor que había recorrido antes, pensando en la protección de su recamara. Se encerraría allí para siempre o por lo menos hasta que no hubiese ninguna huella en su cuerpo que le delatara. Pero sus pasos confundidos y aun lentos por los rezagos del maltrato, no fueron más rápidos que los de su hermano, y Vladimir en pocos metros logró capturarlo alzándolo de nuevo.

—¡No, suéltame! ¡Déjame, Vladimir! ¡Déjame, por favor! —Kuno comenzó a patalear y a chillar como un poseso. Sus sollozos se alzaron sobre el canto de los pájaros y los rayos de sol iluminaban sus lágrimas.

—¡Quítale los guantes, ahora! —le ordenó Vladimir al doncel de su hermano sin hacer caso a las suplicas de este—. ¡Vamos a saber qué es lo que está pasando aquí!

—¡No! ¡No! ¡No!

Pero a pesar de sus suplicas Kuno no pudo evitar que le quitaran los guantes. Sus manos vendadas y quemadas quedaron a la vista de todos y Vladimir lo volvió a soltar, estupefacto.

—Esas son quemaduras —confirmó Henry alcanzándolos. Se sentía responsable por lo que estaba sucediendo y quería saber cómo concluía—. Me han contado que se cayó del caballo, alteza. Pero una caída no quema las manos —apuntó, con sorna.

—Gracias, Majestad. Estoy seguro que sin su maravilloso aporte nos hubiese resultado imposible llegar a esa conclusión. —Vladimir había perdido toda su cortesía. Algo estaba sucediendo, algo que no le gustaba nada. Rápidamente tomó a Kuno de un brazo, a Henry Vranjes con su otra mano, y dejando al doncel de compañía en el pasillo, se encerró con sus dos acompañantes en la primera cámara que encontró. Kuno se tiró sobre la cama de aquella habitación nada más entrar, y de nuevo empezó sollozar con descontrol.

—Muy bien Kuno, empieza a hablar ¿Cómo te quemaste las manos y por qué no querías que nadie las viera? ¿Estás ocultando algo? ¿Qué fue lo que verdaderamente pasó aquella tarde? ¡Habla! —Vladimir comenzó a recorrer la habitación, tenso como un arco. Desde el mismo día del accidente de su hermano estaba presintiendo que algo no andaba bien. Sobre todo al enterarse que ese mismo día una comitiva de Jaen había estado de visita—. Kuno…—acució de nuevo—. Estoy esperando.

—¡No me ha pasado nada! ¡No me ha pasado nada!

—¿Es verdad que Xilon Tylenus estuvo aquí hace cinco días? ¿Tú lo recibiste? ¿Hablaste con él?

Kuno alzó la vista de forma tan rápida y asustada que Vladimir detuvo su marcha y se acercó hasta el. Se colocó en cuclillas a la misma altura que la de su hermano y miró de nuevo sus manos.

—Kuno —repitió más intranquilo que rabioso—. ¿Qué pasó?

—Vladimir… —El menor de los príncipes se sacudió. Los ojos y la preocupación de Vladimir le perforaban como una espada. Ante aquella mirada y aquel amor tan genuino siempre quedaba desarmado, y esta vez fue igual. Apretó fuerte los ojos—. Xilon Tylenus me deshonró —confesó.

—¿Qué? —Vladimir sintió como si una flecha le hubiera atravesado la cabeza. Sintió que se quedaba en blanco, que sus pensamientos se perdían en su mente y que un frio inexplicable le calaba hasta los huesos.

—Lo lleve a las criptas… —continuó Kuno, hipando—. Cuando quedamos a solas… en los antiguos sarcófagos… él… él… —Pero no pudo terminar.

 En aquel momento vio como Vladimir se ponía de pie y caminaba varios pasos como un autómata. Kuno se estremeció al verle en ese estado y lanzó un grito cuando su hermano de un manotazo derribó todos los adornos de una estantería que se hallaba junto a la cama.

—¡Por las diosas! —se estremeció también Henry llegando hasta el lado de Kuno. Se sentía muy culpable por lo que estaba ocurriendo y maldecía por lo bajo el haber olvidado su prudencia por culpa de la rabia que lo dominaba desde su rapto.

—¡Hermano… Por favor, cálmate! —suplicó Kuno aceptando el abrazo de Henry—. Hermano, por favor.

—¡Voy a matar a Xilon Tylenus! —Los ojos de Vladimir refulgían con un brillo asesino. Su mandíbula crispada no conseguía cerrarse—. ¡¿Por qué ese maldito te atacó?! ¡¿Por qué?!

—Porque según él, Milán le había hecho lo mismo a su hermano Ariel. Pero era mentira… ¡Eso era mentira!

—¡Por supuesto! ¡Milán nunca ha tenido ojos más que para este hombre! —aseguró, señalando a Henry—. Hare que la cabeza de ese mal nacido adorne la muralla de Midas… Y también la cabeza de su maldito y mentiroso hermano.

—¡No! —Kuno se zafó de los brazos de Henry, y sollozando con descontrol se arrojó a los pies de su hermano—. ¡No! ¡Vladimir, por favor! ¡Por favor, no digas nada! ¡No podría soportarlo! ¡Me mataré si lo haces! ¡Juro que me mataré!

—Pero… —Vladimir se calmó un poco, mirando estupefacto a Kuno—. ¿Qué dices? —le preguntó incrédulo—. ¿No quieres retaliación? ¿Insistes en defender a ese hombre? ¡¿A ese hombre que te humillo y te ultrajó?!

Aquel reclamo hizo que Kuno sollozara más fuerte. Desde hacía años le había confesado a Vladimir sus sentimientos hacia Xilon Tylenus, y ahora no podía soportar la vergüenza por lo ocurrido. A Vladimir nunca le había agradado Xilon y no desaprovechaba ocasión en decírselo. Pero Kuno, enamorado y ciego, siempre lo había defendido de la lengua de sus hermanos en cada ocasión.

—No soportaré ser el responsable del rompimiento de El gran pacto —La voz de Kuno sonaba rasposa y débil. Aun estaba allí, a los pies de su hermano—. Cuando se escriban los anales de la historia, no quiero que mi nombre figure manchado de vergüenza. “Kuno, el deshonrado”, “El maldito” o “El ultrajado”. No quiero ser recordado así… no quiero.

—Kuno… —La expresión de Vladimir se había relajado. A él los tratados de “El gran pacto” o los estúpidos anales de historia le importaban menos que lo que le saliera por el trasero, pero el desconsuelo de su hermano le había derretido el alma. Se agachó poniéndolo de pie y estrechándolo en sus brazos. Iba a decir algo más, pero en ese momento la puerta de la recamara se abrió. Y la figura de Benjamín Vilkas, reluciente en un vestido ocre con bordados de oro, atravesó el umbral.

—¡Hasta que por fin te encuentro, Kuno! ¿Se puede saber que está pasando aquí?

Benjamín Vilkas se había desposado con Ezequiel Vilkas a la edad de quince años, siendo casi un niño. Sin embargo, a pesar de ya no ser un jovencito, su piel aun lucía la lozanía de la mocedad. Tenía un cuerpo voluptuoso como el de Kuno, pero era más alto que su hijo menor. Sus cabellos eran tan verdes como las aceitunas, y los ojos, oscuros como el café y sagaces como los de un zorro, siempre parecía ver mucho más allá de lo aparente.

Entró del todo a la recamara y los dos donceles ancianos que le seguían entraron con él. Sus hijos y Henry Vranjes le hicieron una reverencia cordial para recibirle. El mismo día de su regreso de Kazharia, Benjamín había marchado de nuevo con rumbo a Jaen, según él, luego de recibir un mensaje sobre el precario estado de salud de un anciano tío- abuelo, pariente por la línea de su difunto padre.

—Papá, ya has vuelto ¿Cómo estuvo el viaje? —dijo Vladimir soltando a Kuno. Este se había apresurado en secarse las lágrimas y esconder sus manos no más escuchar la voz de su papá. Pero sabía que esto no sería suficiente.

—¿Estas llorando, Kuno? —Benjamín avanzó varios pasos y la luz que entraba por el gran ventanal de aquella habitación iluminó la dorada diadema que orlaba su cabeza. Preocupado, llegó hasta su pequeño hijo y le acarició la húmeda mejilla—. ¿Qué ha pasado, cariño? —preguntó.

El silencio se hizo en la recamara. La angustia volvió a recorre a Kuno como un veneno mortal. Abrió la boca varias veces sin lograr encontrar una explicación razonable, y cuando pensaba que iba a desmayarse del horror, la voz de Vladimir llegó como el más hermoso de los caballeros en su ayuda.

—Kuno se acaba de enterar que Milán mató a “Relámpago”, el corcel que lo tiró —dijo, calmado—. Por eso lloraba —sonrió con tristeza abrazando de nuevo a su hermano—, ya sabes cuánto amaba a ese caballo.

—¡Oh querido, lo siento!  —Benjamín le acarició el rostro con ternura. A pesar de su gran instinto para presentir cosas, la explicación de Vladimir realmente le había convencido. Kuno se dejó consentir aliviado, y agradeció a su hermano con una tierna mirada.

—Pero bueno, ¿Cuéntanos como estuvo el viaje papá? —preguntó de nuevo Vladimir tratando de cambiar de tema—. ¿Cómo está nuestro lejano pariente?

Benjamín resopló.

—¡Oh cariño! Es algo realmente penoso; el pobre hombre agoniza. Las diosas lo reciban pronto.

—Las diosas lo reciban pronto —corearon el resto de los presentes.

Entonces, por fin, Benjamín posó su mirada sobre el rey de Earth. Se acercó hasta él dibujando una inquietante sonrisa y con una respetuosa reverencia le saludó.

—Majestad, veo que es cierto lo que me han contado. Se encuentra de visita en nuestro reino. Sea bienvenido.

Henry sonrió aprensivamente. Su falta de prudencia había ocasionado un desenlace fatal minutos antes, así que lo mejor era dejar de comportarse como un niño impulsivo. Si Milán Vilkas le había contado a su familia y a la gente de la corte que él se encontraba de visita, por lo menos de momento, se comportaría como tal. Pero Benjamín sabía que Henry Vranjes no era un invitado en Earth, por lo menos no un invitado común y corriente. Sin embargo, no iba a hablar más de la cuenta; hacerse el tonto podía resultar provechoso y divertido a veces. “No hay enemigo más fuerte que el que nunca se muestra como tal” solía decir. Y después de saludar a su homologo Earthiano, volvió a dirigirse al menor de sus vástagos. Con una sonrisa le tomó el mentón y le examinó detenidamente.

—Estás muy pálido, querido. Tendremos que empezar desde ahora si queremos tenerte presentable para mañana.

—¿Mañana? ¿Qué ocurrirá mañana? —preguntó Kuno, muy inquieto.

Benjamín agrandó la sonrisa y lo sacó de dudas.

—Mañana, querido, será un excelente día. Mañana llegará una comitiva a palacio y con ella una persona especial. Mí querido niño… Tienes un pretendiente.

“No hay quinto malo”, recordó Kuno al instante y su fuero interno se burlo de sí mismo. Malditos fueran los adagios populares. El que siguiera diciendo que no había quinto malo, definitivamente no conocía su historia.

 

 

 

 

Dirgania, el reino blanco de Earth, rechazado por el sol, donde el verano era un mito, la lluvia se hacía presente en forma de estrellas de cristal, y los verdes campos llenos de flores solo se encontraban en los cuadros de las galerías de casas nobles. Eso era Dirgania, la perla del norte; el lugar donde el esclavo Earthiano daba fin a su viaje después de poco más de cinco días de intensa marcha.

Dirgania era en su mayor parte una inmensa y vasta llanura gélida. Pero tenía más al sur, una gran cadena montañosa nacida en Earth, con picos coronados siempre de nieve. Las tres principales cataratas pasaban más de medio año congeladas, y por ellas, se establecían rutas comerciales con Earth y Kazharia a través de caravanas inmensas y coloridas. Dirgania también tenía un gran mar, inmenso y nublado, muy distinto al de Jaen; que se perdía entre la bruma hacía las tierras de nadie, los confines de la tierra a donde ningún ser vivo había ido jamás, y donde los supersticiosos dirganos decían que el mundo se terminaba, y los demonios de inmensas fauces esperaban para tragarse las almas de los que osaran molestarlos.

El reino había sido fundado unos cien años después de Earth, de manera que era el segundo reino más viejo después de este. No obstante, Dirgania no poseía ni un tercio del esplendor, la ciencia y el conocimiento erthiano. Metidos entre aquel paraje de hielo, los dirganos parecían haberse quedado congelados como raza; estaban atrasados en conocimientos, y los habitantes de las aldeas más recónditas no se diferenciaban mucho de cualquier tribu salvaje.

Los dirganos eran demasiado supersticiosos, demasiado recelosos, demasiado cautos y prevenidos. No gustaban de extranjeros, hablaban por casi todo el reino su lengua original y en muchas aldeas nunca se había escuchado el kraki. Se casaban entre ellos para preservar la pureza de su sangre e incluso, había familias nobles tan extremistas con esta regla, que se casaban solo entre hermanos.

Lyon Tylenus, el fallecido rey consorte de Jaen fue una de las pocas excepciones a esta regla. Antes de desposarse con Jamil Tylenus, había sido el duque heredero de una de las casas más nobles de Dirgania. Pero su padre, de loca cabeza y muy dado a actividades vergonzosas, había adquirido deudas. En pocos años, luego de recibir su herencia el hombre se vio en la ruina, y la única forma que tuvo para conservar su estatus fue desposar a su único hijo doncel con aquel extranjero. De esta forma se estableció uno de los pocos enlaces reales entre dirganos y Jaenianos; mezcla que resultó atractiva al ver los dos especímenes que habían resultado: Xilon era un muchacho trigueño y aguerrido como los hombres del sur, pero viril y frio como los dirganos, y Ariel tenía la apariencia total de un dirgano pero con una pasión sureña en sus ojos de fuego.

Definitivamente los dirganos eran gente rara, pensaba también Alan, el esclavo que había partido cinco días antes de Earth. Bajó de su montura apenas atravesó el arco de la ciudad, y su vista se perdió entre el dédalo de callejuelas laberínticas que constituían aquella pequeña ciudadela. No parecía que hubiese más de quinientas casas a primera vista. Sin embargo, todo lucía tan apiñado y tan similar que podía estar completamente equivocado.

Dejó su montura a buen recaudo en una pesebrera cercana, le dio unas monedas al capataz y siguió su camino. Había caído la noche y el frio parecía salir de la tierra y clavársele en la piel como un animal de grandes colmillos. El mercado comenzaba a recogerse y los ojos de aquella gente se hundían sobre él como frías dagas. Más de uno había escupido a su lado al verle pasar y las puertas de las casas se cerraban con agudos chirridos a su paso, mientras sus dueños murmuraban algo entre dientes.

“Ojala que los dueños de las posadas tengan mejor humor”, pensó para sí mismo, mientras atravesaba la plaza. En el centro de esta había una estatua enorme de cristal con la figura de Philania, la diosa dirgana. Había varios niños con sus papás en torno a ella, entonando canticos en un lenguaje ancestral. Cuando se dio la vuelta para seguir su camino, un pequeño que iba en dirección a la estatua se le acercó e increíblemente le sonrió. Alan se arrebujó más en el abrigo de bisonte que llevaba sobre los hombros y se inclinó un poco hacia él.

—¿Sabes dónde puedo encontrar una posada, pequeño? —le preguntó. El niño con sus mejillas regordetas y sonrosadas se llevó el índice a la boca y luego de un rato señaló hacia el fondo de la calle que seguía a la plaza. Pero tampoco dijo ni una sola palabra.

Alan se llevó una mano al cinto para darle alguna moneda, pero en ese momento la voz de uno de los donceles se alzó entre los canticos en un idioma extraño y hosco. El niño corrió hacia el adulto y al llegar a él, el sujeto le dio varios manotazos en los brazos hasta hacerlo llorar. Luego miró a Alan por unos instantes, con unos ojos tan rojos como la sangre, y después con gesto huraño, volvió la vista hacia su diosa.

Resoplando, Alan retomó su camino y siguió las indicaciones del niño. Al poco tiempo se hallaba ante una edificación de tres pisos, hechos a base de un raro barro gris y feo. Las paredes lucían agrietadas y costrosas, pero el calor que provenía de su interior invitaba a pasar.

—Buenas noches —saludó en kraki. Pero en el recibidor de aquel lugar no había nadie. Alzó la vista siguiendo la dirección de una pequeña soga que colgaba de una viga y al tirar de esta el sonido de una campanilla empezó a vibrar. A los pocos instantes un doncel gordo e igual de malhumorado que el resto de la gente que se había encontrado, salía por una puerta lateral, mirándolo fijamente.

—Buenas noches —volvió a repetir Alan—. Soy un viajero y busco posada. ¿Tiene usted algo que pueda ofrecerme buen señor?

El hombre se lo quedó mirando varios minutos, luego estiró su mano como pidiendo algo y Alan supo a que se refería. Tendría que pagar por adelantado por lo visto. Así que rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto y al momento extrajo de ella dos monedas de plata.

El posadero las examinó y las mordió antes de echárselas al bolsillo.

—Esto le alcanzará para tres noches y tres comidas —le advirtió en un kraki terrible—. Aquí no tenemos agua caliente, así que si no quiere bañarse con agua helada tendrá que comprarle los carbones calientes a mi marido.

—No, no será necesario —Alan llevaba dos días sin bañarse, pero no creí soportar una ducha a esas horas de la noche. Ni aunque el agua estuviese hirviendo. Tomó las llaves que le ofreció el posadero y subió a su habitación en el tercer piso.

En ese momento consideró que dos piezas de plata parecían exageradas para algo así. Primero, había tenido que subir solo. Segundo, nadie le había ayudado con su equipaje aunque este fuese solo una bolsa mediana de viaje. Tercero, el posadero no había tenido la cortesía de conducirlo a la habitación y solo le había indicado el camino mientras se tiraba en una gruesa butaca a dormitar. Y ahora por último, el sitio espantaba.

Alan estaba acostumbrado a ratoneras y pocilgas, pero nunca había tenido que pagar por entrar a una. La habitación era oscura sin ventanas, no había luz bioenergética en ella; solo en la esquina, sobre una pequeña mesita se mecía ligera, la luz de una vela. Al lado de esta había una jofaina y un jarrón de agua para lavarse la cara y los pies, pero las mantas para secarlos estaban tan amarillas y ajadas que parecían un limpión. La cama no estaba mejor. Con solo hundirse levemente en ella, la madera chilló como si fuese a desquebrajarse y de las almohadas y el improvisado y roto colchón de lana, salieron dos cucarachas tan grandes y de apariencia tan dura, que parecían pequeñas tortugas.

—¡Joder! —maldijo Alan pisándolas con su bota. Sentía unas ganas muy fuertes de mear pero no iba a acercarse al baño. Tomó su bolso y sacó de él todo lo que pudiese tener valor en caso de que le fuesen a requisar mientras no estaba, y muy ofuscado azotó la puerta antes de partir.

“El oso polar” decía el tablón de madera que colgaba por encima de la puerta de aquella cantina. Pero Alan no lo leyó; primero porque no sabía leer, y segundo porque el cartel estaba escrito en Céfilus y él a duras penas entendía ciertas palabras escritas en kraki. Aun así, atravesó las gruesas puertas del local después de mear en la nieve. El calor del sitio le reconfortó aunque nuevamente cientos de miradas se clavaron sobre él. Sin embargo, esta vez no le importó… necesitaba un trago y lo necesitaba urgente.

La cantina lucía mucho más agradable que la posada. Era espaciosa y cálida; tenía un piso alfombrado, manchado eso si, con el recuerdo dejado por los vómitos de quien sabe cuántos clientes en el esplendor de la borrachera. Y resultaba evidente que era un sitio muy concurrido, porque estaba llena a más no poder. La luces bioenergéticas que colgaban en forma de pequeños farolillos en las esquinas, era débil y monótona, pero alumbraba lo suficiente el montón de cabezas de cabellos platinados que se agrupaban en torno a las mesas.

Alan avanzó hasta la barra y se sentó. A su lado un hombrecillo calvo roncaba sobre las piernas de un doncel que miraba hacia la nada. El cantinero se le acercó y le preguntó algo en ese idioma extraño, pero Alan negó con la cabeza. Entonces el hombre suspiró y volvió a hablar.

—He dicho que qué le puedo servir amigo —dijo con el mismo mal kraki que Alan había oído antes, aunque no tan terrible como el del posadero—. ¿Qué quiere tomar?

—Deme una cerveza —pidió Alan. Pero el cantinero hizo un gesto tan extraño que el muchacho lo reconsideró—. ¿Qué pasa con la cerveza? ¿No hay cerveza por acá? —preguntó confundido.

El cantinero se encogió de hombros.

—Por supuesto que hay cerveza —respondió—. Pero la gente de esta zona no toma eso. Con este frio se consumen licores más fuertes.

—¿Licores más fuertes, eh? Pues, dígame entonces ¿Qué puede ofrecerme?

—Serkires (Extranjeros) —bufó el cantinero en Céfilus, pero Alan no le entendió. Vio como el hombre iba hasta el fondo de la barra y de un barril sacaba una pequeña cantidad de un licor transparente que le sirvió en un pequeño vaso. Alan lo apuró de un solo golpe y le sobrevino una repentina tos. Aquello era lo más fuerte que hubiese tomado en su vida, y en ese momento se preguntó cómo era que ese licor no se evaporaba en el aire con solo salir del barril, siendo que parecía alcohol puro. Las miradas de los demás presentes volvieron a caer sobre él y los parloteos de los clientes se apagaron para convertirse enseguida en grandes carcajadas de burla. Hasta el doncel que acariciaba al hombrecillo calvo se burló y el cantinero se agarraba el estomago antes de ponerle otro trago en son de disculpas.

Pasada la vergüenza, Alan continuó bebiendo en silencio. El cantinero había resultado más gentil de lo esperado; sonreía y lo trataba con cortesía. Clientes son clientes, pensaba Alan mientras el licor le calentaba la sangre. Después de casi dos horas, el fuerte licor le calentó también los pensamientos.

  —Y entonces… me fui a golpes…con ese idiota cuando se enteró que… me tiraba a su amante. —Alan completamente ebrio comenzó a contar anécdotas de su vida en el palacio de Earth. El cantinero lo miraba como haciendo que le importaba mientras lavaba unos vasos. Había escuchado esa historia cientos de veces en miles de acentos diferentes y cada vez era más aburrida. Sin embargo por unas monedas extras era capaz de vencer el tedio y por ello acució al chico a seguir hablando.

—Entonces ¿Qué hizo el rey de Earth? —le preguntó, peinando sus gruesos y platinados bigotes—. Me cuentas que estaba presente en el momento de la pelea. ¿No tomó cartas en el asunto? He oído que es un hombre muy severo.

—Por supuesto, nos castigo… —anotó Alan con la voz pastosa por la embriaguez. Y luchando contra la modorra que empezaba a cerrar sus parpados continuó—. Su majestad nos obligo… a guardar celibato… por dos meses… y en ese tiempo… el chico por el que nos peleábamos… se buscó otro. —Alan remató su relato con una risa tonta. El cantinero llegó a pensar por un momento, cuando el chico agachó la cabeza, que se había quedado dormido. Pero entonces, Alan alzó el rostro y tomando al cantinero por el cuello le atrajo cerca de él.

—No vayas a contar nada —le dijo en susurró mirando a ambos lados con torpeza—. ¿Conoces la promesa de mi señor?

—¿A su voto de castidad te refieres? —Por supuesto que el cantinero lo sabía. Quizás no hubiese sitio dentro de los cinco reinos donde no se conociera al “Tesoro de Shion” y su leyenda.

Alan asintió.

—Pues bien… es posible que mi señor… ya no sea casto y puro.

—¿Cómo? —curioso, el cantinero le miró fijo. Aquel chico estaba ebrio pero él había lidiado con demasiados borrachos como para no reconocer cuando decían algo en serio—. ¿Qué estás tratando de decir? —le preguntó de nuevo con insistencia—. ¿Por qué dices que Henry Vranjes ya no cumple su promesa?

—Porque lo han secuestrado —respondió Alan, sin medir las consecuencias—. Por fin ha sido capturado como invitaba la leyenda —explicó—. Uno de sus pretendientes ha logrado raptarlo.

—¡¿Qué?! —El cantinero se alejó del abrazo de Alan. Esa noticia era los más fascinante que le hubiesen contado en años—. ¡Por las diosas! —exclamó antes de llevar dos dedos a su boca y provocar un silbido que atrajo la atención de toda la taberna. En un solo movimiento brincó sobre la barra, y cuando todos los presentes miraron hacia él, gritó a todo pulmón—. ¡Fluocad yi baki, anzi fini! (¡Escuchen esta noticias, amigos míos!) ¡Henry Vranjes, “Shion ralin”, ung sam cafim! (¡Henry Vranjes, el tesoro de Shion, ha sido secuestrado!)

Una inmensa exclamación comenzó a subir de tono dentro de la cantina. Muchos hombres borrachos ni siquiera habían entendido lo dicho por el cantinero, pero contagiados por la agitación general se sumaron al bullicio. Entonces, en medio de la algarabía, un hombre se puso de pie. Durante todo ese tiempo se había mantenido silencioso y de espaldas a la barra bebiendo solo en un rincón. Pero al escuchar la revelación del cantinero su cuerpo se había crispado y el vaso que contenía su bebida se había hecho añicos ante la presión de su mano.

Alan que se había recompuesto un poco por el escándalo, lo vio avanzar hacia él con la cabeza baja y pasos firmes y toscos. El sujeto estaba completamente cubierto por una pesada capa de lana negra y su rostro se escondía entre las sombras de la taberna y la poblada barba enmarañada. El hombre se posó frente a él y alzó el rostro. Alan sintió un estremecimiento al verlo. El sujeto tenía unos brillantes y fríos ojos azules, pero sus cabellos y barbas eran negras como la tinta; su rostro era rudo e inexpresivo como las estatuas de piedra de Earth, pero su presencia era aun más imponente y macabra.

Entonces, sin mediar ninguna palabra, el sujeto alzó a Alan como si este no pesara más que una simple bola de heno. Lo arrastró por toda la taberna hasta la salida y una vez fuera, lo arrojó sobre la nieve. Alan reculó intentando alejarse del hombre que volvía a marchar hacia él. Intentó decirle algo en kraki pero su lengua estaba aun más embolada por el miedo. El sujeto lo tomó por el cuello y lo alzó de nuevo. Alan pensó que se había orinado en los calzones pero solo era la nieve derretida.

—¿Qué es lo que acabas de decir allá dentro? —preguntó entonces el sujeto en un kraki magistral.

Alan lo seguía mirando aterrado y solo negaba con la cabeza.

—Yo… yo. —Fue lo único que le salió finalmente y el sujeto fastidiado lo soltó de nuevo. Su mirada había perdido tensión, pero su rostro seguía como tallado en piedra.

—Esto tiene que ser obra de Vatir —dijo luego de un rato escupiendo en la nieve—. ¡Y tú! ¡Ponte de pie! —ordenó a Alan— Si es cierto lo que le acabas de decir allá dentro a ese cantinero, y si viniste hasta aquí mandado por Vatir, ya no tienes que seguir buscando más… Yo soy Divan Kundera.

 

 

Continuara…

 

 


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