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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 6

 

El pretendiente.

 

   Kuno no separaba la vista de su papá mientras este lo acicalaba para el encuentro con su misterioso pretendiente. Benjamín de pie a sus espaldas, le probaba todo tipo de peinados y diademas para el cabello, mientras un romerío de donceles pululaba por todo lo ancho de la habitación, desempolvando vestidos, lustrando zapatos y brillando las joyas. Por más que había tratado de hacerle confesar a su papá el nombre de su pretendiente, Kuno no había logrado nada. Benjamín era más reservado que una tumba cerrada y ante las inquietas preguntas de su hijo, solo respondía con una picara sonrisa y un irritante: “Ya lo veras”.

   “No puede se Xilon Tylenus tu pretendiente” se decía. Parecía imposible que luego de todo lo ocurrido aquel hombre tuviese el valor y la osadía de pedir su mano. Aunque posiblemente Ariel pudiese haberlo convencido de remediar su error con un matrimonio. Sin embargo, no parecía muy probable aquella posibilidad; en efecto parecía más bien lejana y casi imposible. Tenía que ser alguien más. ¿Pero quién? Kuno se hacía un enredo con sus propios pensamientos. Mientras se veía al espejo con el cabello en todas las posiciones pensaba en lo inverosímil de todo aquello y no pudo evitar soltar un grito de desesperación.

   —¡Por las diosas, ya déjenme en paz!

   —¡Kuno Vilkas! —Del susto por el repentino alarido de su hijo, Benjamín soltó el peine que tenía en la mano—. ¡¿Qué son eso gritos?! —le riñó cuando un sirviente lo alzó y se lo devolvió—. Acomoda la cabeza que te pondré un broche.

   Kuno ladeó la cabeza a regañadientes y una esmeralda engarzada en oro se clavó entre sus cabellos. Benjamín había notado la aprensión de su hijo y la mirada aguada que tenía. Sin embargo, espero hasta tenerlo bien peinado para rodar la butaca, inclinarse y hablarle a la cara.

   —Mi amor, escúchame. —Su voz era como un suave susurro. Cuando Kuno alzó la vista para devolverle la mirada, su expresión era dulce y serena—. Solo tienes que conocerlo —le dijo sobándole el rostro—. Si después de eso tu respuesta sigue siendo no, juro que aunque tenga que pasar por encima de Ezequiel o de quien sea, nadie te obligara a casarte.

   —Papá... Papá, gracias. —Kuno dejó salir unas escasas lágrimas que rápidamente quedaron ocultas bajo una capa de polvo que uno de sus donceles le aventó en la cara usando una bellota gigante. Luego de eso, solo podía recordar que era tocado por más de una docena de manos que lo desvistieron más de quince veces y le probaron más de cincuenta pares de zapatos. Solo después de dos horas, la hermosura del príncipe, perfectamente acicalado, los deslumbró a todos.

    Kuno se dispuso a mirarse al espejo después de cambiarse él solo los guantes. Todos en la habitación tenían cara de haber caído bajo el hechizo de algún ente malvado, pues lo miraban como idiotizados y algunos suspiraban a su paso.

   —Bellísimo —dijo finalmente Benjamín, con una gran sonrisa de aprobación.

   El príncipe avanzó por lo largo de su habitación y cuando su figura estuvo ante sus ojos casi soltó un gemido de estupefacción. No quería parecer soberbio, pero estaba radiante; casi no se reconocía a sí mismo. Y no es que se viese feo antes, para nada; era solo que siempre había sido un poco desaliñado y poco escrupuloso en el arreglo, como Vladimir. Ahora en cambio parecía un verdadero príncipe… un Vilkas. Los moretones que aun se notaban en su cara habían sido cubiertos por completo con una pasta muy sutil. Llevaba un jubón verde preciosísimo decorado con troquelados en filigrana dorada y pequeñas esmeraldas; el pantalón estaba un poco ceñido, pero era lo suficientemente amplio para no lastimarlo. Y las botas, en una gamuza también verde, tenían un tacón de tres centímetros que le hacía ver elegantemente alto.

   Dio una media vuelta perfecta, los cabellos que habían quedado sueltos ondearon tras él como una capa, y Kuno miró a su audiencia dedicándoles una estudiada sonrisa. Con gusto intercambiaría papeles con Henry Vranjes y llevaría con gran ánimo aquella promesa de castidad, pero ni modo, las cosas eran como eran y que fuera lo que las diosas quisieran.

 

 

 

   Castigado en su habitación, Ariel se revolvía entre sus colchas tratando de dormir un poco. Desde su regreso de Midas el sueño le era más esquivo que una libre a un cazador. Y estaba muy inquieto también por el repentino regreso de su hermano y su precipitada partida.

   Xilon había regresado el día anterior, recién despuntado el alba, y desde su balcón, Ariel pudo ver como organizaba un puñado de hombres y emprendía de nuevo la marcha. Había ido a su habitación un poco antes de marcharse, dándole un corto beso de despedida. Pero no había querido darle ninguna pista sobre lo que se disponía a hacer.

   Ariel dio una nueva vuelta sobre los mullidos edredones y un mohín preocupado decoró su rostro. Estaba casi seguro que Xilon marchaba a Midas a pedir la mano de Kuno Vilkas y eso lo inquietaba. Le alegraba saber que estaba tratando de arreglar las cosas, pero al mismo tiempo sentía mucho miedo por lo que pudiera ocurrirle: ¿Y si Kuno decía algo? ¿Y si alguien había visto algo y se le soltaba la lengua? ¿Y si apresaban a su hermano y lo encerraban en los más profundo de las mazmorras o le colgaban de la muralla más alta del reino?

   —¡Oh, gran Ditzha, protege a mi hermano! —sollozó apresando un gran almohadón. Estaba solo en el cuarto pero con una campanilla que hizo sonar, solicitó la presencia de sus sirvientes.

   Mientras estos llegaban observó aquella paredilla que daba acceso al túnel secreto. Xilon le había puesto vigilancia del lado donde terminaba así que no podría volver  a salir del castillo sin autorización de su padre. Aquel pensamiento lo estremeció, y entonces estuvo seguro: Si a Xilon le pasaba algo, a él no le quedaría más opción que matarse. Estos pensamientos lo abrumaron hasta que dos donceles ingresaron a su habitación.

   —Tráiganme una botella de ya saben qué… La necesito.

   —Pero, alteza…—Ambos sirvientes se miraron a la cara. Desde hacía meses el pequeño príncipe se entregaba cada vez más a la bebida y cuando Xilon no estaba en palacio había días en los que pasaba ebrio por semanas enteras. Un día incluso, había protagonizado un bochornoso incidente, cuando ebrio hasta el tuétano, había desafiado a las diosas subiendo al muro de su balcón para practicar equilibrismo. El suceso había terminado con dos donceles de la corte al borde de un ataque de nervios y con Ariel reducido por su guardia y sedado por los senescales. Xilon nunca se enteró de aquello.

   —Pero, bueno… ¡¿Es que no me escucharon?! —Furioso por la desobediencia de sus sirvientes, Ariel les arrojó un almohadón y los amenazó con la mirada. A regañadientes los donceles partieron y regresaron al rato con una botella llena de un líquido rojo y dulce. Ariel mezclaba el licor con jugo de arándanos y lo bebía como si fuera refresco. Al principio no resistía más de cinco vasos, pero últimamente vaciaba aquella botella en menos de dos horas.

   Y justamente eso hacía, tirado en una litera en todo el medio de la terraza. La brisa de medio día mecía las sedosas cortinas blancas que hacían las veces de toldo y le traían un poco del olor del mar. Un doncel le llenaba la copa y otro le masajeaba los pies mientras el bebía y bebía.

   Poco a poco, sorbo a sorbo, la intranquilidad fue desapareciendo de su pecho. Ariel sonrió de gusto mientras el alcohol le despejaba de sus preocupaciones. Por un momento todos los problemas parecieron solo un lejano sueño, algo horrible pero irreal. Cerró los ojos y dejó que la imagen de aquel hombre se materializara en su mente. Aquel capataz que había conocido en Midas había rondado en su cabeza con la misma intensidad que los problemas con Xilon. No podía olvidar aquellos ojos verdes, ni la voz ronca de ese hombre; no podía olvidar su aliento a etanol, su incipiente barba rubia, ni sus besos suaves y húmedos. Durante todo su viaje de regreso, usando de escondite el mismo carromato que lo había llevado hasta el interior del palacio de Midas, Ariel no dejó de pensar en Vladimir. A su regreso a Jaen escribió una carta a su hermano Xilon contándole parte de su aventura, pues no quería mentirle más y quería que su hermano supiese hasta qué grado se arrepentía de su mentira. Sin embargo, Ariel no fue capaz de decirle nada sobre ese sujeto. Eso había sido un hecho aislado que podía guardarse solo para él.

   Terminó una séptima copa y se estiró por completo sobre su litera. Había sido una vergüenza haberse dejado tocar por aquel plebeyo, pero en su mente no existían condenas ni resquemores en ese momento. No había problemas si fantaseaba un poco en medio de las brumas del sueño… después de todo, jamás volvería a ver a ese hombre.

 

 

   El camino desde sus habitaciones hasta la sala del trono nunca había sido más largo para Kuno. Durante todo el trayecto no dejó de temblar y una vocecilla interior y molesta le advertía que huyera, que aun estaba a tiempo, porque cuando entrara por fin a aquel salón  y cruzara hacia la sala principal, la poca esperanza que aún le quedaba, le soltaría por completo de la mano y ya no podría darle la espalda a su destino.

   Estaba molesto porque no había podido acercarse fuera de la mansión central. De manera que jamás pudo visualizar ningún estandarte perteneciente a la comitiva que había llegado hacía una hora a las puertas de las murallas midianas. Tampoco sabía si se le permitiría ver a su pretendiente antes del banquete, aunque aquello dejó de importarle luego de entrar al reciento del trono y ver el apabullante gentío que ya se encontraba reunido allí.

   —Su alteza, Kuno Vilkas, príncipe de Midas, segundo en la línea de sucesión y segundo doncel real —pregonó el heraldo luego de hacer sonar un grueso cuerno. Kuno olvidó aquella molesta voz interior, avanzó y se sentó dos escalinatas por debajo del lugar que ya ocupaban sus padres después de hacerles una corta reverencia al pasar por su lado. Se extrañó que Milán no estuviese presente y tampoco Vladimir. Pero rezó a todas las diosas porque aparecieran pronto; necesitaba mucho la presencia de sus hermanos, sobre todo la de Vladimir.

   —¡Las diosas bendigan al joven príncipe! —exclamó un voz desde las galerías del segundo piso. Alzando la vista Kuno pudo ver que habían multitud de nobles, tanto donceles como caballeros agolpados en los balcones, mientras en la planta baja decenas y decenas de personas muy raras se agrupaban a lado y lado de la inmensa alfombra central. No había espacio en aquel reciento para albergar a todos los nobles, pero aun así, Kuno estaba seguro que había allí casi la mitad del número de invitados que asistió al banquete de cumpleaños de Milán.

   —Parece que tu pretendiente se trajo medio reino —bromeó Benjamín desde su asiento, rompiendo la tensión. El príncipe alzó la mirada y de repente los enormes portalones del salón se abrieron de par en par. Por los grandes ventanales bajo la cúpula del salón, entraban los rayos del sol que incidían sobre absolutamente todo el lugar y bañaban con su luz la entrada de los distintos personajes que empezaron a desfilar sobre el tapizado.

   Por casi dos horas, Kuno y los reyes midianos observaron uno tras otro, personajes cada uno más pintoresco que el anterior. Un hombre que tragaba fuego, un prestidigitador que en vez de esferas de cristal usaba dagas y un hombre que hacía danzar una cobra al son de su flauta, fueron algunos de los tantos espectáculos que vieron. Pero sin duda, el que más les había impresionado, había sido un doncel que danzaba y que a cada giro lograba cambiar sus vestimentas por completo como por arte de magia.

   Después de terminado aquello, Kuno se vio con más de doscientos regalos a sus pies; entre ellos, un par de aves de hermoso plumaje capaces de recitar en perfecto kraki poemas de más de doscientos estribillos. Entonces sí fue cuando todo aquello empezó realmente.

   Un varón, pequeño, gordo y calvo, que lucía unos mantos grises y unas gruesas cadenas al cuello se acercó hasta las escalinatas del trono y dirigiéndose a los reyes habló desde allí.

   —Majestades —se inclinó respetuoso—. Yo, Rashi Mishar, hijo de Roshimir y concejero real de Kazharia, el reino de las arenas, tengo el honor de presentarles a mis señores, sus altezas reales: Paris Elhall y Nalib Elhall, príncipes de Kazharia.

   Un agudo silencio estremeció el reciento. Desde el umbral de las puertas de aquel salón se vio como dos siluetas seguidas por una corte de doce varones caminaban hacia el trono con solemnidad. La luz incidía sobre sus rostros impidiendo por momentos que las facciones pudiesen ser bien estudiadas. Pero cuando los dos muchachos estuvieron a pocos pasos de su concejero real, sus rostros altivos y hermosos quedaron a la vista de los midianos.

   —Majestades —hablaron los dos príncipes al unísono—. ¡Latifa los bendiga!

   Por un momento Kuno se había quedado pasmado mirándolos con impúdico descaro. Por lo que podía reparar, ambos jóvenes tenían los mismos labios finos, los mismos ojos verdes, los mismos cabellos rojos y rizados y la misma nariz aguileña sobre el rostro circular. Sonrió genuinamente... Al parecer, los príncipes de Kazharia eran gemelos.

   —Su majestad, Ezequiel Vilkas. —Con una reverencia uno de los chicos avanzó un paso más que su hermano y de un movimiento retiró el turbante que llevaba en su cabeza y en cuyo centro brillaba un rubí del tamaño de un huevo—. Mi nombre es Nalib Elhall —anunció sonriente—, y soy el pretendiente de su hijo.

   Al escuchar aquello, Kuno se puso tan rojo como una amapola y sus ojos se extraviaron en los encajes verdes de su jubón. Su pretendiente avanzó a pocos pasos de su asiento y con una nueva reverencia se deshizo en halagos.

   —Es un placer tenerle a la vista, alteza. Es usted la belleza personificada.

   —No seas empalagoso, hermano —le riño el otro chico, el que llamaban Paris, notando como Kuno enrojecía hasta las orejas—. Su alteza no estará acostumbrado a tal descaro — apuntó.

   —No lo creo —replicó Nalib con una gran sonrisa—, el dueño de mis ojos debe estar acostumbrado a tales halagos a diario. Su belleza lo vale; belleza que ya sabemos de quien heredó —remató mirando respetuosamente a Benjamín.

   El aludido soltó una risilla coqueta.

   —Vaya, pero que muchacho más encantador —sonrió mirando a su marido—. Escucha bien para que aprendas querido.

   Y aquel reclamo, que todos los presentes consideraron broma, puso fin a las presentaciones. Ezequiel se puso de pie junto a su esposo e hijo devolviendo la reverencia que había recibido antes.

   —Sed bienvenidos, príncipes de Kazharia —les saludó como ahora le correspondía. Con su diestra señalo a toda la corte que había venido con los príncipes y les sonrió—. Sed bienvenidos todos sus ilustres acompañantes —dijo acto seguido—. Mis predios serán sus predios los días que estén entre los nuestros, y la hospitalidad midiana les hará sentir como en casa. ¡Que el encuentro entre nuestras familias sea prospero!

   Y diciendo esto los vítores y aclamaciones comenzaron a alzarse por doquier y un festín empezó en palacio. Veinte minutos después Kuno caminaba con su pretendiente por los jardines. Las cortes de ambos los seguían, pero les dejaban espacio suficiente para hablar íntimamente.

   Nalib sonreía a cada paso, y Kuno, sin poder relajarse del todo, le seguía entre los caminos llenos de flores. El extranjero parecía muy agradable y afable a primera vista. De cerca podía ver mejor sus risos rojos, brillantes como el carmesí, y le causaron mucha curiosidad sus zapatos de puntas retorcidas hacia dentro.

   La biografía de Nalib ya había llegado también a oídos de Kuno. Al parecer el muchacho había nacido quince minutos después de su hermano Paris y por ese corto tiempo perdió la corona y el trono. Aunque aquello no parecía importarle. Al parecer, su carácter impulsivo y algo inmaduro era severamente cuestionado en la corte de su reino. Muchos agradecían que las diosas le hubiesen negado la primogenitura y temían en demasía por la vida de Paris.

   —¿Sabes que mi raza tiene los mejores astrólogos de todos los cinco reinos? —preguntaba en ese momento el kazharino. Su voz también era dulce, como un ronroneo. Kuno asintió con una sonrisa nerviosa. También le habían puesto al corriente sobre eso.

   —¡Perfecto! —Llegaron en ese momento a una exedra y se sentaron. Nalib sacó de entre su manga un extraño pergamino lleno de insignias enrevesadas y muchos números.

   —¿Qué es eso? —No pudo evitar preguntar el midiano mientras Nalib sonreía juguetón.

   —Es una carta astral —ilustró este desenrollándola por completo—. Si me dices la fecha de tu natalicio podré predecir tu futuro… Soy el oráculo de Latifa.

   Alzando una ceja a modo de desconfianza, Kuno miró de nuevo la supuesta “Carta astral”. Los midianos eran un pueblo que confiaba más en la ciencia que en la superstición, pero la astrología era una ciencia exacta después de todo, así que podría darle una oportunidad.

   —Está bien —aceptó intrigado—. Mi natalicio fue el día 12 de abril del año 427 después de El gran pacto —informó viendo como su pretendiente comenzaba a estudiar los dibujos del pergamino colocándolos en todas las direcciones y trazando directrices con los dedos.

   —Interesante, interesante —comenzó a decir después de varios minutos, logrando ahora sí la total atención de Kuno—.  Aquí dice que estará en medio de una encrucijada y que pronto deberá elegir qué camino tomar —le dijo, serio esta vez—. Pronto las diosas le darán a escoger su destino.

   —Pero, no entiendo —Kuno había leído algo sobre las creencias de Kazharia y no estaba de acuerdo con Nalib—. ¿Cómo puede decir que las diosas me darán a elegir siendo que ustedes los kazharinos son los primeros en admitir que nuestro destino ya está escrito en las estrella y que es imposible eludirlo?

   Nalib lo miró por varios instantes. Sonrió. Su amado era más que unos ojos bonitos.

   —Kuno —respondió por fin, tuteándolo por primera vez—. Las diosas han escrito nuestro destino en las estrellas, un camino marcado del cual no podemos salirnos. Eso es tan cierto como el aire que no vemos pero que nos da el aliento de vida.

   —Entonces, no somos libres. No hay libertad donde ya todo está dicho.

   —Pues, no es así —replicó el oráculo muy confiado—. Si lo somos y te voy a explicar por qué. Nosotros no conocemos nuestro destino, por lo tanto al decidir sobre nuestros actos, aunque estos ya estén plenamente señalados en el firmamento, somos libres. 

   —Pero ustedes pueden adivinar el futuro. —Kuno no parecía dispuesto a rendirse en aquel debate—. Entonces están destinados a hacer lo que ven. ¿O me equivoco?

   —Claro que te equivocas, mi querido señor. —Pero Nalib tampoco daba su brazo a torcer—. Lo que nuestra magia nos revela es solo un mínimo grano de arena de un vasto desierto. ¿Has leído la historia de aquel rey que se enamoró de su propio papá?

   Kuno asintió.

   —¿Ya ves entonces como el rey por intentar huir de su fatal desenlace solo consiguió ayudar al destino para que todo sucediese tal cual se lo predijeron los oráculos? Al final, mi dulce niño, es poco lo que realmente nos muestran las diosas. Por más revelaciones que nos den y por más señales que nos pongan, el alma humana está hecha para albergar la duda. Por más seguros que nos mostremos ante algo, en un pequeño espacio de nuestro corazón siempre estará latiendo, fría y perversa, la maldita incertidumbre.  Y es justamente en ella donde radica nuestra libertad… en la incertidumbre y la duda, que nos hacer elegir y decidir, que nos hace actuar. Aunque al final solo seamos piezas de un rompecabezas macabro o fantástico, depende por donde se le mire, que sirve para entretener a las diosas. Es una libertad bastante trucada si lo analizamos a fondo, pero es lo que hay.

   —Suena un poco blasfemo todo eso…

   —Lo sé, y aun así lo digo… ¿Ves? Somos libres.

   Kuno iba a agregar algo más, pero en ese momento un toque de trompetas anunció el inicio del banquete. Los invitados más importantes se desplazaron hacia un gran salón decorado con los estandartes de ambos reinos y todos se disponían a sentarse en la mesa cuando las puertas del gran salón se abrieron de nuevo y un heraldo anunció la llegada de otro peculiar invitado.

   —Señores, Su Majestad, Henry Vranjes. “Tesoro de Shion”, rey de Earth y ultimo ungido.

   La imagen de Henry produjo un clamor general con tan solo pisar el umbral de aquella sala. Resplandecía como un lucero en medio de la noche, vestido como siempre de negro. Tenía una larga y gruesa túnica que le llegaba a los pies y se cerraba desde el cuello hasta las caderas con brillantes broches de plata. Sobre la tela había un perfecto bordado en forma de rosas negras y una gruesa capa afelpada en los hombros se colgaba de estos, extendiéndose hasta tocar el suelo. Su cabello lucía recogido en una compleja trenza, y de esta colgaban pequeñas campanillas que sonaban con cada uno de sus pasos.

   Cuando llegó hasta la mesa real del banquete no había ni una sola mirada que no estuviese sobre él, especialmente la de uno de los visitantes, quien había olvidado hasta su nombre con solo verlo… Paris Elhall.

   —Majes… —Ezequiel había empezado a hablar cuando las puertas se abrieron de nuevo. Esta vez el recién llegado era uno de los anfitriones: Milán Vilkas.

   —Señores, sean todo bienvenidos a Midas, lamento muchísimo la tardanza. —Milán ingresó junto a varios miembros de su guardia una vez lo anunció el heraldo. Estaba vestido de blanco cual paloma y su guerrera tenía varias insignias militares colgando de los bolsillos. La corona dorada en su cabeza tenía diamantes y zafiros, y la espada de su cinto tenía una vaina de oro puro. La mordedura en su labio, estaba del todo desinflamada y ya no se notaba en lo absoluto.

 Con un par de pasos más quedó frente a Henry quien no había alcanzado a sentarse aún, y el mismo, como el más diligente caballero, se apresuró a rodarle la silla para que hiciera los honores.

   Ezequiel volvió a tomar la palabra.

   —Altezas, les presento a mi heredero, el príncipe Milán Vilkas, sucesor al trono de Midas y segundo varón del reino.

   —¡La diosas lo bendigan, alteza! —corearon todos los invitados y Milán dedicándoles la mejor de las sonrisas se sentó en la mesa real.

   Kuno sonrió y con los ojos hizo un gesto a su hermano preguntándole por Vladimir, pero Milán no le entendió. Se había dado cuanta que el heredero de Khazaria no dejaba de mirar a su tesoro y eso no le gustó nada de nada.

   En eso comenzaron a servir las viandas. Se había preparado un menú especial con lo más típico de la comida midiana para sorprender a los extranjeros. Los platos y las bandejas se movían por todo lo largo y ancho de la mesa; la multitud de olores se confundían en el aire y en ninguna mesa se serví lo mismo que en otra.

   —¿Benjamín, querido… Ya les has dicho del percance que sufrió Kuno hace cinco días? — preguntó Ezequiel de repente tratando de abrir la conversación. Kuno se tensó ante la pregunta y se atoró con un bocado.

   —Querido, no creo que sea un tema apropiado —opinó Benjamín sin reprimir una mirada molesta—. Disgustas a Kuno… y a nuestros invitados.

   —No, para nada. —Nalib trató de romper la evidente tensión que se había formado—. Todo lo que concierna a mi amado me interesa—agregó, dulce.

   Aun así el calificativo “amado”, no terminaba de agradar a Kuno. Le parecía algo incomodo recibirlo de un sujeto que recién acababa de conocer. Pero entonces, Ezequiel avergonzado, terminó por contar él mismo lo sucedido. Los príncipes de Kazharia quedaron anonadados, en especial Nalib, quien miró a Kuno con ojos lastimeros.

   —Amor mío, no os preocupes. Estoy seguro que ni aunque mil caballos pasaran por encima de tu estampa, serían capaces de arruinar tu gran belleza.

   Kuno no sabía si aquello era una amenaza o un halago. El resto de la mesa pareció verlo como un chiste porque comenzaron a reír y Paris se arrebujó en su asiento avergonzado de la torpeza de su hermano. ¡Por las diosas como le dañaba la imagen! En esas, Benjamín miró a todos lados y pareció caer en cuenta de algo. Volvió la vista a Milán, sentado a tres asientos del suyo, pero vio que junto a él estaba sentado un duque midiano.

   —¿Dónde está Vladimir? —preguntó entonces, inquieto. Su hijo adoptivo faltaba a bastantes reuniones sociales, pero no faltaría a un día tan importante para su adorado Kuno.

   —Lo siento, papá —respondió Milán pasando un poco de vino al verse sorprendido por la pregunta—. Lo dejé resolviendo un asunto con la guardia sobre una sucesión de tierras, pero no tardará en llegar. Estoy seguro.

   —¿Quién es Vladimir? —Nalib y su hermano habían escuchado algo al respecto del otro príncipe pero no tenían muy claro quién era realmente. Kuno se apresuró a responder con una gran sonrisa.

   —Vladimir es nuestro hermano adoptivo. Nuestro padre, Ezequiel, le recogió hace diez años y le nombró príncipe y Vilkas.

   —¿Es un plebeyo, un recogido? —El tono de Paris tenía un sutil tinte de desprecio que crispó a Milán.

   —Nuestro hermano no es ningún plebeyo ni ningún recogido. Su nombre es Vladimir Girdenis y es tan príncipe de Midas como Kuno y como yo —le respondió — ¿A quedado satisfecho con la respuesta, ó necesita su alteza que le recuerde lo que es un hermano?

   —No… yo… —Paris volvió su vista al plato, avergonzado. Ezequiel y Benjamín miraron a su hijo con orgullo. En otras circunstancias quizás hubiesen reprochado la insolencia de su heredero, pero a ellos tampoco les había gustado la forma en que Paris se había expresado sobre Vladimir. Y justamente, en ese momento, el tercer príncipe de Midas hizo su arribo al gran salón. Con su típica actitud relajada, puso una mano sobre la cara del heraldo, antes de que empezara a parlotear sus títulos, y con la gracia de un felino se acercó hasta la mesa real. Un montón de cuchicheos se alzaron a su paso, pero como siempre los ignoró, acostumbrado de sobra a ellos.

   —Altezas —saludó con una reverencia—, sean bienvenidos —sonrió, sentándose junto a Milán quien le abrió un cupo a su lado. Kuno lo miró con una sonrisa de complacencia y Vladimir le hizo un guiño cómplice desde su asiento. La presencia de su hermano era lo que el pequeño príncipe necesitaba para relajarse por completo y Vladimir se riñó a sí mismo por haber tardado tanto. Explicó a Milán que el asunto de las tierras se había complicado un poco y que no pensó que los Kazharinos llegaran tan rápido. Estaba radiante al igual que sus hermanos, con una guerrera gris clara con ribetes negros. Del cinto le colgaba una espada con vaina labrada y cincelada en plata. En la cabeza no usaba ninguna diadema, no le gustaba, pues amaba su cabello suelto y rebelde.

   —Por cierto, majestades. —Nabil trató de retomar la conversación. Ahora era él quien se avergonzaba por el comportamiento de su hermano—. Mis padres se disculpan por no haber podido venir —añadió—. A última hora ciertas revueltas locales requirieron la atención de mi padre y papá decidió acompañarlo.

   —Espero que no se trate de nada grave —La voz de Henry se escuchó por primera vez. Era tan suave y hermosa como Paris la estaba imaginando y este aprovechó el momento para captar su atención, esperando no perder locuacidad frente a esa estampa de doncel.

   —No es nada que mi padre no pueda solucionar —apuntó con cierto temblor en la voz a pesar de su aplomo—. Si no hubiese tenido que acompañar a mi hermano, yo mismo lo hubiese solucionado sin problemas.

   —Maldito bufón —susurró Milán con incordio. Pero gracias a las diosas solo fue escuchada por él mismo. Ahora no le quedaba duda que ese infeliz estaba tratando de impresionar a Henry y ello le tenía hirviendo de celos. Por suerte, la llegada de los postres endulzó un poco el ambiente de hiel que se empezaba a formar. Por un lado Henry trataba de esquivar a cualquier precio las miradas furtivas de Paris y las insolentes de Milán; por el otro, Paris se había resentido con Milán por el pequeño roce sobre el asunto de Vladimir y de vez en vez se dedicaban miradas de reto disfrazadas de cortesía. Y por último, Benjamín y Ezequiel se evitaban a toda costa mientras Vladimir no dejaba de reparar milímetro a milímetro a Nalib.

   Luego de un rato de intensa tensión, el banquete terminó y algunos comensales comenzaron a retirarse.  Milán y Vladimir se alejaron un poco de la mesa, ubicándose al lado de un gran pilar donde encontraron algo de intimidad.

   —¿Conseguiste lo que te pedí? —le preguntó Milán a su hermano.

   —Por supuesto —respondió Vladimir algo ofendido—. ¿Cuando te he fallado? —Milán negó con la cabeza y Vladimir extrajo de dentro de su guerrera un frasquito transparente lleno de un líquido incoloro.

   —¿Es seguro? —preguntó de nuevo examinado el frasco—. No quiero dañarlo de modo alguno —advirtió.

   Vladimir negó con la cabeza.

   —No te preocupes, es muy seguro. Yo lo he tomado antes y te aseguro que es efectivo. ¿Cuándo lo usaras? 

   —Esta misma noche, debo apresurarme. Tal parece que me ha aparecido competencia —Milán miró de reojo a Paris, justo en el momento en que este se encontraba de pie junto a Henry diciendo algo que hacía sonreír al rey.

   Kuno también se hallaba junto a su prometido cuando de repente este sacó un anillo con un enorme brillante que quería poner en su dedo. Sabía que de aceptarlo estaba aceptando por completo el compromiso y no podía hacer eso. No podía aceptar el compromiso con ese príncipe cuando la posibilidad de estar esperando un hijo de otro aun estaba latente. Quiso retirarse y esquivar a Nalib, pero este, ansioso y enamorado insistía en colocarle el anillo. Disgustado, Kuno se zafó sintiéndose acorralado. No le gustaba que de nuevo se le estuviese exigiendo algo por la fuerza, casi podía sentir las manos de Xilon de nuevo sobre él.

   —¡No! ¡No! ¡No puedo aceptar lo siento! —chilló con todas sus fuerzas antes de echarse a correr. Los presentes voltearon a mirar y Nalib corrió tras él, seguido de Ezequiel, quien no se podía creer aquel desafuero de su hijo menor. Cuando llegó al pasillo más cercano al salón del banquete vio a Kuno y Nalib rodeado de donceles de compañía y miembros de la guardia que no sabían qué hacer.

   —¡¿Por qué me rechazas?! —preguntaba Nalib desesperado sujetándolo de un brazo— ¿No te han gustado mis obsequios? ¡¿No te agrado yo?!

   —¡No es eso! Tu no lo entiendes ¡Por favor, déjame!

   —¡Entonces, dime el motivo! No me rompas el corazón de una forma tan cruel sin un motivo. ¿No sabes que desde que te vi en el cumpleaños de tu hermano no he dejado de soñarte?

   Aquellas palabras mortificaron a Kuno. Comenzó a sollozar, pero eso solo desesperó más a su pretendiente.

   —¡Vamos! ¡Dime que pasa!

   Preocupado, Ezequiel avanzó varios pasos para ir en ayuda de su hijo. Sin embargo, Kuno estaba muy angustiado para notar la presencia de su padre. Alzó la mirada y con los ojos llenos de lágrimas confrontó a Nalib.

   —¡Estoy enamorado de otro! —soltó sin pensar. Fue lo primero que se le ocurrió.

   —¿De quién? —exigió Nalib.

   —¡De Xilon Tylenus! —Sin poder creerlo el nombre de ese hombre fue el único que le salió.

   —¿Qué has dicho? —. Su padre se había acercado lo suficiente para oír aquella declaración y sus ojos mostraban que no le había gustado nada. Kuno sintió que el alma se le salía del cuerpo y que ya nada podía ser peor. Sin embargo, en ese momento, un guardia entró desde el otro lado del pasillo, justo al sonido del cuerno que avisaba visita.

   —Majestad, que bueno que lo encuentro —dijo el soldado con voz agitada—. Una nueva comitiva se acerca señor… Es de Jaen.

   Al oír aquello, Kuno quedó tan rígido como una estatua de piedra. Definitivamente, si podía ser peor.

 

 

Continuará…



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