Los hijos del invierno y las estrellas.
En lo alto de la montaña del sacrificio, con la hueste alineada a sus espaldas el brujo entona una canción de gloria y poder. El ritmo es lento, bajo al principio, como las luces que danzan en el cielo del norte. Es verano en Impäviraa; no se presentará la noche. El sol y la luna se deslizan juntos, por el cielo, todo el día. Las estrellas se asoman en la hora de más oscuridad. Ahora se ven, reflejadas en las heladas aguas del lago. Lo mismo que las luces del norte.
De repente la canción estalla: la voz del brujo brota de su garganta, profunda, ronca, como venida de los abismos más profundos. Y obtiene una respuesta en el cielo; las luces danzan vertiginosas, formando un espiral. La hueste choca sus espadas contra sus escudos, celebrando la respuesta favorable del dios. Es cuestión de tiempo para que aparezca: la canción ha sido bien cantada, justo en la mitad de la noche.
Las luces son tan fuertes que hasta el hielo de las montañas las reflejan ahora. El espiral del cielo es nítido. De su centro desciende una estrella, es el dios. El silencio se hace mientras la estrella penetra en la boca abierta del brujo. Una explosión de luz los enceguece a todos: atemoriza a sus enemigos, allá abajo, en la llanura.
El dios tiene forma ahora. Luce como el brujo. Recorre las filas, alineadas para la batalla: ahora escogerá a su sacrificio. Las luces del norte están encerradas en sus ojos: no brillarán en el cielo hasta que el dios regrese, después de saciarse. Ese será el signo para saber que el tiempo ha terminado, el tiempo durante el cual son invencibles, pues comparten la invencibilidad del dios a través de la hermandad de sangre que los une a ellos con el brujo y al brujo con el dios.
Las luces del norte danzan en las pupilas de su envoltura carnal al encontrar a su sacrificio, un joven de largos cabellos castaños.
El dios coloca su mano en su nuca, acerca su boca a la suya, ansiando su calor. Nygard siente su aliento helado antes de recibir el beso que hiela. Yacerá sobre el lecho de hielo, acariciado por las manos frías del dios que da la muerte. Aún así desea consumar, despacio, la unión que mata. Su vida a cambio de un don: la victoria de sus hermanos. No tiene miedo; irá a la casa de sus padres, sobre los inconmensurables océanos de aire y frío.
El ejército avanza a la batalla, poseídos por el mismo furor extático que su brujo. Vencerán: son los hijos del invierno y las estrellas.
***Lo repito para que la página me permita publicarlo.***
Los hijos del invierno y las estrellas.
En lo alto de la montaña del sacrificio, con la hueste alineada a sus espaldas el brujo entona una canción de gloria y poder. El ritmo es lento, bajo al principio, como las luces que danzan en el cielo del norte. Es verano en Impäviraa; no se presentará la noche. El sol y la luna se deslizan juntos, por el cielo, todo el día. Las estrellas se asoman en la hora de más oscuridad. Ahora se ven, reflejadas en las heladas aguas del lago. Lo mismo que las luces del norte.
De repente la canción estalla: la voz del brujo brota de su garganta, profunda, ronca, como venida de los abismos más profundos. Y obtiene una respuesta en el cielo; las luces danzan vertiginosas, formando un espiral. La hueste choca sus espadas contra sus escudos, celebrando la respuesta favorable del dios. Es cuestión de tiempo para que aparezca: la canción ha sido bien cantada, justo en la mitad de la noche.
Las luces son tan fuertes que hasta el hielo de las montañas las reflejan ahora. El espiral del cielo es nítido. De su centro desciende una estrella, es el dios. El silencio se hace mientras la estrella penetra en la boca abierta del brujo. Una explosión de luz los enceguece a todos: atemoriza a sus enemigos, allá abajo, en la llanura.
El dios tiene forma ahora. Luce como el brujo. Recorre las filas, alineadas para la batalla: ahora escogerá a su sacrificio. Las luces del norte están encerradas en sus ojos: no brillarán en el cielo hasta que el dios regrese, después de saciarse. Ese será el signo para saber que el tiempo ha terminado, el tiempo durante el cual son invencibles, pues comparten la invencibilidad del dios a través de la hermandad de sangre que los une a ellos con el brujo y al brujo con el dios.
Las luces del norte danzan en las pupilas de su envoltura carnal al encontrar a su sacrificio, un joven de largos cabellos castaños.
El dios coloca su mano en su nuca, acerca su boca a la suya, ansiando su calor. Nygard siente su aliento helado antes de recibir el beso que hiela. Yacerá sobre el lecho de hielo, acariciado por las manos frías del dios que da la muerte. Aún así desea consumar, despacio, la unión que mata. Su vida a cambio de un don: la victoria de sus hermanos. No tiene miedo; irá a la casa de sus padres, sobre los inconmensurables océanos de aire y frío.
El ejército avanza a la batalla, poseídos por el mismo furor extático que su brujo. Vencerán: son los hijos del invierno y las estrellas.