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Magnífica Obsesión por Sebastian M

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14 de febrero de 1890

Me deshice del guante blanco que cubría mi mano izquierda y observé el símbolo del contrato.  Si partíamos posiciones ahora, tardaría tres días en desaparecer. No pude evitar experimentar una vaciez que no me era familiar.  Me separaría de Ciel y, lo más probable, era que jamás volviera a verlo.  De alguna forma, una parte de mí estaba apegado a ese adolescente problemático.

Observé con pesar el estado de la mansión y decidí que lo mejor era servir el almuerzo en el jardín.  De esa forma, podría arreglarlo todo sin la interferencia de uno de los sirvientes o del mismo Ciel. Sería lo último que haría por él.  Después de todo, no podía marcharme dejando una mala impresión.

Me dirigí a la cocina.  Tenía que pensar en algo rápido para preparar antes de la llegada de la señorita Elizabeth.  ¿Sería yo acaso quien hiciese el acto más demoníaco solo para ahorrarme el cocinar como humano? Miré a mi alrededor.  Maylene aún estaba recogiendo los trozos de porcelana, Finny estaba lejos y Bard seguramente huyó despavorido de lo que podría hacerle. Una sonrisa surcó mis labios.  Aquello sería lo mejor que podría tener durante ese asqueroso día.

Sentí el calor de mi verdadero ser aflorar a través de mis ojos mientras me movía velozmente por toda la habitación.  Lechuga, tomate, pepinos.  Aceite y huevo convertidos en mayonesa, luego en aderezo.  Unos emparedados estilo italiano y un vino espumante para acompañar el almuerzo. Contemplé mi creación con satisfacción.  No era exactamente lo que había pensado servir pero, luciría bien al lado del parfait de frambuesas que daría como postre.

Ahora la mesa.

De inmediato llegó a mi mente el laberinto de arbustos que estaba en la mitad del jardín.  Como Finnian estaba aún ahí, no me quedó otra opción que arrastrar la mesa para exteriores como si fuese un humano común y corriente. Aburrido.  Definitivamente aburrido.  Ser un humano era algo que no terminaría nunca de gustarme.  Sobre todo ahora, cuando estaba tan molesto, era cuando más necesitaba de poseer mi forma demoníaca para saciar mi ansiedad.

Cuando la mesa estuvo en su lugar, procedí a vestirla con mantel de encaje.  No podría utilizar la platería que quería pero, todavía quedaba una que era lo suficientemente lujosa para impresionar a la joven dama.   La vajilla blanca con un delgadísimo borde dorado.  Oro de dieciocho kilates porque Ciel no aceptaba menos.

Luego, busqué las rosas que el jardinero había aniquilado y las deshojé, utilizando los pétalos para trazar un camino a través del laberinto hasta llegar a la mesa.  Dejé caer algunos sobre ésta también.  Un toque perfecto para una mujer enamorada, porque sí de algo no dudaba, era que la señorita Elizabeth era mucho más madura que su futuro esposo.

-Terminé. – Murmuré para mí mismo, justo en el instante en que escuchaba el ruido de las herraduras de los caballos chocando contra el camino de piedra que se cernía frente a la mansión.  La señorita Midford estaba llegando. 

Me compuse el traje y salí para recibirle.  Ella venía observándolo todo desde la ventanilla.  La emoción se leía en sus ojos y, yo hubiese deseado decirle que se iba a casar con un verdadero asco pero, nunca hubiese hecho semejante cosa por más enojado que me encontrara.  Por el contrario, extendí mi mano enguatada para tomar la suya, cubierta a su vez por un guante de encaje blanco.  Sus uñas perfectas se podían notar a través de éstos. – Bienvenida a la mansión Phantomhive, señorita Elizabeth. – Le saludé, haciendo una reverencia para ella. – Acompáñeme.  El joven amo espera por usted.

-Gracias, Sebastián. – Dijo ella, con una sonrisa en los labios.  Era realmente bella para su edad. Aunque fuese algo que no admitiera a viva voz. – Pero, ¿te encuentras bien?  Pareces triste. - ¡Ah! ¡Esa niña me estaba leyendo más allá de lo que quería!

-Por supuesto, señorita.  Es solo que estoy un poco cansado pero, le aseguro que en ningún momento eso provocará alguna tensión en su estadía.

Ella me devolvió otra sonrisa.  Quizás era su forma de decir que le alegraba el que no estuviese mal en realidad.  Mientras, yo le guiaba al estudio de Ciel por otra puerta y otro camino.  No quería que en ningún momento se acercara al desorden que abordaba el comedor y la cocina.

Llamé a la puerta del estudio de mi amo para luego, abrirla de todas formas. – Joven Amo, la señorita Elizabeth ha llegado.

-¡Ciel! – Exclamó ella, emocionada y corriendo a sus brazos antes que él pudiese decir cosa alguna. - ¡Te he extrañado tanto!

El conde se puso de pie y le devolvió la mejor de sus sonrisas mientras le abrazaba suavemente. – Feliz día de San Valentín, Elizabeth. –

La sonrisa de ella se ensanchó, atreviéndose a besarle la mejilla. – Feliz día de San Valentín para ti, Ciel.

Yo les observé desde la entrada y, por un instante sentí ese calor en mi pecho una vez más.  Esta vez era diferente.  Cerré la puerta.  Estaba deseando algo realmente estúpido.  Quería ser yo a quien él tocara. ¿En verdad quería eso? Deslicé un dedo en el nudo de mi corbata, aflojándola ligeramente.  Tantas emociones en un solo día estaban haciendo estragos en mí.

Regresé a la “escena del crimen” y arreglé todo tan rápido como pude.  Sin embargo, la brillantez del piso no me convencía.  Tendría que fregarlo nuevamente.  La loza rota había dejado rayones y polvo a su paso.  No era algo que fuese a dejar así. 

Fui a la cocina y regresé con un paño y un balde de agua.  Me arrodillé y comencé a fregar aquel suelo que acostumbraba mantener en perfectas condiciones.

-Sebastián, sirve el almuerzo. – Su tono seco pero, a la vez dubitativo me hizo salir de mis cavilaciones y levantar la vista, sin percatarme de la posición poco propia que tenía frente a él.

-Como ordene, Bocchan. – Respondí, levantando la vista y encontrándome con su mirada. – Perdone mi comportamiento.  No debería limpiar frente a su prometida.

Ciel se tomó un segundo para responder.  En sus ojos había un deje de una emoción que no podía describir en una sola palabra pero, estaba seguro que en cuanto la joven se marchara, él querría tener una charla, aunque fuera breve, con mi persona. – Olvídalo.  Elizabeth y yo podemos ir solos hasta la mesa para que puedas prepararte y servirnos.

-Agradezco su consideración. Serviré el almuerzo en el laberinto. – Sonreí. – He trazado un camino con pétalos de rosa para que ambos lo recorran hasta la mesa.

-¡Siempre tan espléndido! – Musitó la señorita Midford, jugueteando con un rulo entre sus dedos. - ¡Vamos Ciel! – Tironéo a mi amo de un brazo, llevándolo con ella al exterior.

Yo me puse de pie y fui hasta mi habitación para cambiarme la camisa y los guantes.  La primera comenzaba a verse arrugada y poco presentable para atender a una visita y, los segundos estaban empapados por el agua con que limpiaba. 

El último par de guantes que me cambiaría para él y, posiblemente la última ropa humana que utilizara en algún tiempo.  La decisión estaba tomada.  No había nada que hacer.

Miré a la otra cajita que había adquirido la noche anterior.  La tomé y la coloqué en mi bolsillo.

. . .

Ciel y Elizabeth almorzaron y jugaron un poco de ajedrez antes que ella se marchara.  No es que la señorita fuese exactamente habilidosa para hacerlo pero, Bocchan le dejaba ganar de vez en cuando.  Después de eso, su carruaje partió con ella.  Los sirvientes terminaron sus labores y se marcharon a dormir a eso de las ocho de la noche.  Ninguno tenía el ánimo de cenar y, no sería yo quien les cocinara algo al trío de inútiles.

Nuevamente, Ciel y yo estábamos solos.

Anduve hasta su oficina y llamé a la puerta dos veces. “Adelante”, escuché que me decía.

-Joven Amo, he cumplido con cada una de mis labores y, creo que ha llegado el momento de devolverle lo que en algún momento me entregó, como su mayordomo principal que era.  – Desprendí el broche con el escudo de los Phantomhive y lo coloqué sobre su escritorio.

Ciel me miró con incredulidad.  Seguro, no pensó que hablaba realmente en serio. – Sebastián… No… -  Dejó los papeles en los que trabajaba y se puso de pie para llegar a mí. Sus ojos azul zafiro se entrecerraron. - ¿Lo has dicho en verdad?

Un dolor se formó en la boca de mi estómago al ver su expresión afectada. – He sido claro antes pero, voy a repetírselo para que no pierda detalle de mis palabras.  Ésta es la última noche que estaré a sus servicios.

Bocchan tomó una bocanada de aire, mirándome con profunda decepción. - ¿Te has dado por vencido?

-No.  Simplemente me he dado cuenta que no quiero continuar sirviéndolo.  – Mis propias palabras jugaban en mi contra porque en realidad, sabía que extrañaría estar a su lado. –  Así que si me permite, recogeré las pocas pertenencias que tengo.

Ciel suspiró y regresó a su escritorio. – ¿Así que es eso? ¿Qué te gustaría tener, Sebastián? – Tan orgulloso como siempre que me hizo esbozar una sonrisa al verle sacar sus cheques y escribir uno a mi nombre. – Dime un precio y gustoso te lo daré.

-Usted sabe perfectamente que no necesito de algo como el dinero. – Saque la caja de mi bolsillo y la escondí entre mis manos.

-Vamos, dime.  Te daré lo que quieras. – Reiteró.  Sus palabras cargadas de una extraña severidad.

-Ya lo he dicho.  No quiero nada. – Repetí. – Solamente quería entregarle esto antes de marcharme. – Extendí la mano y coloqué el objeto en su escritorio. – Usted me ha preguntado en la mañana qué escogería para su persona si me pidiese que le comprara un regalo y, lo he hecho.

Ciel me miró confundido, estirando una mano para tomar la cajita y destaparla. – Unos zarcillos de zafiro. – Musitó, observándolos con profunda atención. – Tal como los que usaba hace un par de años atrás.

-Exactamente. Creo que lucían perfectos en usted.

-Gracias.

-Ahora me voy.  – Llevé una mano a mi pecho y me incliné para reverenciale. – Ha sido un gusto servirle, señor. El símbolo del contrato desaparecerá en tres días. – Sentencié. Él enmudeció.  Sus ojos relucieron ante la luz que provocaba el fuego de la chimenea. No lo quería pero, lo aceptaba y, eso me hacía las cosas más fáciles.

Salí de su oficina y fui a mi habitación.  ¡Otra vez ese dolor!  No hice mayor caso de él.  Llegué a mi recámara y comencé a buscar una caja de madera, algunas cosas que guardaba.  Lo coloqué todo dentro y di una última mirada a aquella habitación blanca y simple que había sido mía durante cuatro años.

-No creas que te dejaré ir tan fácilmente. – Dijo la voz de Ciel detrás de mí.  Y no entiendo qué sucedió en ese momento.  Bien pudiese haber sido el contrato.  También pudo ser otra cosa.

Me giré para encontrarme con su mirada penetrante. - ¿Ah no?  ¿Qué hará entonces? – Inquirí con presunción.  No existía nada que pudiese hacerme.  Ciel era mi amo pero, eso no significaba que no pudiese rebelarme.

-Lo que sea pertinente. – Murmuró, avanzando hacia mí y moviendo el mechón de cabello que caía sobre mi mejilla. - ¿Qué los demonios no son sensibles a la lujuria?

-Lo somos en sobremanera. – Respondí, mi cuerpo parecía haber perdido su voluntad momentáneamente y, lo único que hacía era quedarse ahí parado, contemplando su rostro tan cerca del mío.

-Yo puedo darle a tu cuerpo uno que lo satisfaga hasta que tome lo que desea. – Su aliento golpeó mis labios y pude sentir un deje de bourbon en él.  ¿Había bebido antes de llegar hasta mí?

-Deténgase, Bocchan.  Lo que hará no será de su agrado después. – Estaba conteniéndome porque en verdad sus labios me tentaban hasta lo más profundo.

-Quédate conmigo, demonio… – Esa alma suya me seducía increíblemente.  Cada movimiento, cada respiración.  La desesperación y la ambición de Ciel eran deliciosas. – Solo esta noche y si no estás convencido mañana, pues te marchas.

-Solo esta noche. – Repetí, sonriendo contra sus labios.  

-Así es. – Murmuró, tomando mi rostro con una mano y finalmente, besando mis labios generosamente.

De inmediato se separó de mí y, yo no pude evitar recorrer mis labios con mi lengua.  Definitivamente, Ciel había dejado una marca en mí.  Una que no era capaz de comprender.


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