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En la orilla por Zeltinzin

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En la facultad ya no existen lo que propiamente se dice “recreo”, “descanso” o “minutos para ir al baño y comerte aunque sea un chocolate”. Todas las clases son corridas y no da tiempo ni para acomodarte las ideas o las ojeras. Me gustan mucho las matemáticas, pero después de un horario corrido de 7 am a 1 pm mi cerebro queda frito. Es justo y necesario comer o por lo menos estirar las piernas en los jardines de la facultad.

La facultad se caracteriza no solo por dejar locos a los estudiantes por tantas matemáticas, además tiene la oferta de comida más amplia de todo el campus. Hay un pasillo enorme cerca del estacionamiento donde se vende de todo, desde las cosas más sanas, como fruta picada, batidos con ingredientes exóticos y supuestamente con muchas buenas “propiedades”, hasta las típicas frituras, refrescos y manjares llenos de grasa que tapan arterias.

No es que sea un tragón de lo peor, pero este día se me antojaba el manjar tapa arterias. En general trato de cuidar mucho mi cuerpo, salgo a correr todos los días. No soy el típico machote marcado, aun así con mis dieciocho años mi vientre con esos típicos cuadritos, los brazos marcados y la espalda ancha me hace muy atractivo.

Me decidí por comer una torta atascada de carnes frías. Buscaba asiento con mi comida gigante, cuando vi al chico de los cabellos negros sentado en una mesa, completamente solo y leyendo un libro, tal vez repasando los apuntes. Sin perder tiempo me sete junto a él.

-Hola – forma típica de iniciar una charla.

-Hola – respondió él, alzando la mirada de su lectura. Nunca había estado tan cerca suyo, lo único que sabía con certeza sobre su cuerpo es que era ligeramente más bajito que yo. Por su camisa guinda se notaba un cuerpo bien trabajado. No es nada pero nada feo.

-¿Cómo te llamas? – continúe.

 -Leonardo ¿y tú? – bonito nombre.

-Rodrigo. ¿Qué estabas leyendo?

-Repasaba un poco la clase de geometría de hoy

-¿No te pasa que en las clases hay momentos en los que no entiendes nada? – su cara se iluminó, sus ojos brillaron.

-¿A ti también te pasa? Pensé que era el único.

-Bueno…pues creo que sí eres el único – me reí. Leonardo sonrió, su cara se transformó en la de un niño inocente.

-¿Entonces tú entiendes todo?

-Sí y no. Durante mucho tiempo mis padres me metían a clases particulares de matemáticas, mucho de lo que dan los profesores ya lo sé. Pero se nota que no eres el único que anda medio perdido. Unas chicas que se sientan hasta atrás tienen una cara de espanto peor que la tuya.

-¿Y cómo sabes que tengo una cara de espanto? ¿Me espías?

-No…si…digo no…pero… - me miraba curioso, de forma inesperada me sentí descubierto y muy nervioso. No lo veía pero sabía perfectamente que mis mejillas se tonaban rojas. A un lado de sus notas vi un libro “La ciudad y los perros” se titulaba ­­–¿Te gusta leer? – hábilmente cambie de tema.

-Me encanta, es lo que me mantiene cuerdo. Con tantas matemáticas siento que voy a explotar.

Estuvimos hablando durante un buen rato hasta que decidimos irnos. La noche se cernía sobre nosotros y las fuerzas descendían. Lo acompañe a su carro, una camioneta Jeep, se nota que no le falta dinero.

-Me voy, nos vemos mañana, yo tengo que tomar el metro – estaba triste por tener que dejarlo.

-No te puedo llevar a tu casa, pero si quieres te dejo en cerca del metro para que no camines tanto – sin pensarlo accedí.­­­­ En el camino, que desafortunadamente no era muy largo, pusimos un poco de música, le gustaba el jazz igual que a mí, podríamos ser la pareja perfecta.

-Gracias por traerme.­

-No hay problema, nos vemos -  me estrechó la mano.

Una chispa se encendió  en mi alma, una chispa que se acercaba a un polvorín.

______

Maldito frio. El invierno se acerca y con él las esperadas vacaciones. Llevo dos años estudiando aquí, pero nunca había llegado tan temprano como hoy. Son las 6:20 de la mañana, las clases empiezan a las 7, ¿cómo diablos llegue tan temprano?

En una de las jardineras note un punto rojo, tiritaba y se movía de arriba abajo. Por pura curiosidad y porque no hay bancas me acerque para sentarme.

-¿Cómo me reconociste? – era Rodrigo. Ese punto rojo era su cigarro consumiéndose. Tenía consigo su característico café hirviendo.

-Fácil, eres un único loco que fuma todo el tiempo y fuma a las 6:20 de la mañana – mentí, no tenía idea que era él.

-Este es mi quinto cigarro.

-Te va a dar enfisema, deja ese vicio.

-¡Jamás!

-Vamos a subir al salón, aquí hace muchísimo frio.

-Vamos pues.

Nuestro salón quedaba hasta el último piso del edifico B. Desde las alturas se apreciaba bien las imponentes siluetas del Iztaccíhuatl y el Popocatépetl engastadas en la inmensidad del cielo matutino. En el estrecho prisma de metal, Rodrigo y yo nos apilábamos el uno sobre el otro, estábamos muy cerca, podía escuchar sus dedos crujir.

De repente sentí un brutal pellizco en la pierna.

-¡Estas idiota o qué! – a veces no lo entendía.

-Es divertido molestarte – otro pellizco, ahora en el brazo.

-En serio, para. Sí duele.

-Ese es el punto, que te duela – amago con darme otro. Lo empuje el me empujo. Tenemos 20 años, pero siempre que estamos juntos y muy solos nos comportamos como adolescentes idiotas de 15 años. Atino darme dos más, en el estómago y en la mejilla.

-¡Basta! Me vas a dejar una marca – los dos reíamos como niños.

Todo era risas hasta que el café se derramo por todo el elevador cayendo sobre mi camisa y mis pantalones. Sus risotadas no se hicieron esperar. Lo peor es que esta no es la primera vez que pasa.

-Carajo, cuantas putas camisas tienes que arruinarme. ¡Esta es la quinta! – salimos los dos del elevador. El último piso estaba totalmente a oscuras, era tan temprano que los vigilantes ni siquiera habían prendido las luces. Dentro del baño no era diferente. Para medianamente ver Rodrigo prendió la lámpara de su celular. El café se enfriaba.

-Déjame ayudarte – seguía con una sonrisa en la boca. Maldito infeliz. Me quitó la chamarra y la camisa. Me pasó su chamarra, vaya que hacia frio.

-Mañana te exijo que la traigas lavada y perfumada.

-¡Sí, señor! – dijo cuadrándose como militar. No pude evitarlo y me reí  junto con él.

Subía el cierre de la chamarra cuando Rodrigo apagó la lámpara. Lo próximo que sentí me dejó helado. Unas manos igual de frías que el aire bajaban el cierre y sin ningún pudor tocaban todo mi vientre y pecho. No me moví, no supe cómo reaccionar. Las manos pararon y se dirigieron a mi cara, para plantar unos labios sobre los míos. Mis piernas se hicieron gelatina. Sus besos saben a café, huelen a cigarro y me llevan al paraíso.

Notas finales:

¡Gracias por leer! No olvides dejar tus comentarios.


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