Cuando nací no lloré. Cuando nací simplemente abrí mis ojos y miré a al techo blanco. Estaba en una habitación fría de un hospital. Mi pelo estaba pegado sobre mi pelo, ligeramente cubriendo mis ojos oscuros, aún mirado a nada pero a todo al mismo tiempo. La sensación de suciedad nunca dejó mi cuerpo hasta que algunas mantas que picaban envolvieron mi pequeña forma. Una luz amarillenta cegando mi vista.
Pero no sentí calidez en ese momento. La profunda voz susurrando en mi oído nada más que tristes y desesperadas súplicas. No, no estaba feliz en ese momento. Me sentía perdido, tan perdido. Y frío, tan desesperadamente frío. Y solo, tan solo.
Esa profunda voz ahora silenciosa llorando sobre mí. Ojos llorosos mirándome a mis casi muertos orbes. ¿Quién era él? ¿Quién era yo? Ese hombre, aunque su toque dejó calidez en mi helada piel, nunca me confortó de ninguna manera. Sus ojos, esos eran los que me estaban juzgando, odiándome, despreciándome, pero amándome al mismo tiempo.
Sus ahora fríos dedos acariciando mi pequeña cara, mis pequeñas manos, mis pequeños pies, mi pequeña forma. Su toque nada más que un agridulce adiós. Sabía que ese es el momento. El momento en el que también me dejó.
Porque es mi culpa, porque me amaba, pero no podía amarme más. Sí, es mi culpa que todo esto pasara. Es el día en el que nací y es el día en el que todo empezó y todo finalizó. El día en el que el cielo lloro. No, no porque el cielo estuviera feliz de ver un nuevo pequeño ser humano en este mundo enorme y cruel. No, el cielo estaba triste, tan triste y asustado.
Simplemente tan asustado.
Sí, el cielo lloró, porque yo no pude más.
Lo único que podía hacer era escuchar. Escuchar esos frustrados susurros a mi lado. Escuchar lo que la voz profunda estaba diciéndome. Yo, esa cosa pequeña y frágil en sus fuertes y grandes brazos. A mi lado, sus labios ligeramente rotos tocando mi pequeña oreja. Diciendo estas crueles y duras palabras que yo ni siquiera quería escuchar.
Las palabras que no olvidaría por el resto de mi vida un poco corta y loca.
Las palabras que no podría olvidar, porque me perseguían día y noche.
“Tú los mataste, ¡tú los mataste! Tú te los llevaste lejos de mí…”
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, su respiración haciéndome cosquillas ligeramente. Su triste voz ahora oscura y feroz. Sus manos acariciando la piel de mi garganta. Sus dedos envolviéndola lentamente. Sabe que soy frágil y débil, podía terminarlo aquí y ahora.
Pero no lo hizo. Me dejó sufriendo en la oscura y fría habitación del hospital. Ya no pude sentirme solo. Porque nunca estaba solo, nunca más. Pronto… habría alguien más persiguiéndome. No solo su susurro oscuro, también el muerto, conocido como la persona que maté el día de mi nacimiento.
Mi nombre es Kim Kibum.
Cuándo nací maté a dos personas.
La primera fue mi amorosa y dulce madre, que me llevó durante nueve meses de su vida.
La segunda fue mi hermano. Mi frágil hermano, sus brazos todavía me envolvían cuándo ocurrió.
Su nombre era Kim Jonghyun. E incluso cuando abrí mis ojos, pude sentirlo. Él sería el que me mataría también.