No puedo explicarme por qué luzco así para ti, por qué me tratas de esta forma, si en realidad debería ser pisoteado, debería morir y desangrarme, deberías darme bofetada tras bofetada hasta hacerme gritar y llorar con la cara contra el lodo. Ésas eran mis pesadillas, las mejores.
Cuando tú me tocaste la mano, te enamoraste de la suavidad de la piel y la longitud de mis dedos, no del alma que trataba de escapar del cuerpo. Me miraste a los ojos un momento, y viste las pestañas espesas, viste el color negro, pero nunca miraste el centro, dilatado y a punto de llorar.
Eres como un niño pobre y abandonado. ¿Que no me burle de ti? No lo hago. Bueno, sí... La verdad es que disfruto mucho de tu compañía, de tu inocencia.
Pero estoy harto de tratar de decírtelo y que tú te sientes aquí, a mi lado, con los brazos blancos al descubierto y la mirada encendida pero fría, mirando el cielo, esperando algo, las nubes, la luna. Y, por cierto, jamás me mirarías más de lo que te miras a ti mismo.
Tú no eres mío. Y yo no confío en ti. Aún no eres mi juguete, así que no me divierto contigo. “Y yo no te conozco”, eso respondes mientras me miras, y duele un poco. Pero uno se acostumbra a esa negrura, tal como los pulmones de un fumador se acostumbran al humo.
¿No lo ves? Me tienes aquí tirado a tus pies, y lo único que haces es ponérmelos encima, tal como a un mueble. ¿Soy uno agradable? Quizá sí, porque duras mucho tiempo así, en silencio, jadeando sobre mí… No piensas en nada, ¿verdad?, tú, maldito mocoso. Sólo finges que hay palabras e intenciones tras tus ojos, pero estás muerto aquí, en este momento. Dentro de tus venas ya no corre sangre.
Si algo te pasara no te dolería en absoluto. No pestañarías ni al morir. No sonreirías nunca a un extraño. Pero yo derramaría una que otra lágrima, sufriría en silencio. Por eso es que no nos hemos pegado un tiro (de preferencia juntos, querido), y tú lo sabes muy bien, porque lloras con el cabello sobre la cara, con la cara mojada bajo la lluvia, tratando que ni tú mismo lo sepas. Sabes que la vida no tiene solución.
Yo lo sé (y tú me esquivas la mirada cuando sabes que lo noto, con tus ojos irritados por el llanto), pero no te diré nunca nada. Ni te daré un tiro sobre las cejas por más que me enfades, porque tu frente es demasiado bella para eso.
A veces tenemos suerte, a veces alguien muere; a veces. Pero no todo está mal, cariño. A veces ríes conmigo sin quererlo, y tu risa es preciosa y fresca como la lluvia que nos moja. Además, tu estómago hace un esfuerzo sobrehumano cuando ríes, y te duele. Pero lloras al mismo tiempo, y ahí no puedes parar.
La última vez quisiste ir al cuarto de baño a lavarte la cara y te detuve, agarrándote por la cintura con fuerza, porque sé que nada más te podría detener y que, si entrabas ahí, ya no te volvería a ver con vida.