“Corre” se decía a sí mismo... “Corre, más rápido o te alcanzarán.”
Lo intentaba, corría a todo lo que sus piernas daban, pero al parecer no era lo suficiente como para perder de vista a aquellos seres desagradables y atemorizantes; lo perseguían desde hace días. Estaba cansado, sentía que dentro de poco sus piernas cederían y aquellos entes terminarían con su vida.
“Vamos, Takanori, acelera.”
Era casi media noche, las calles estaban desiertas, había corrido demasiado, sabía que nadie le ayudaría, que nadie podría salvarlo de lo que le esperaba… ni siquiera él. Se mezcló con la oscuridad de la noche y aprovechando su baja estatura se escondió entre los escombros de un deplorable edificio, con temor avanzó por los pasillos corroídos, llenos de cierta sustancia carmesí que reconoció al instante y trató de ignorar conforme se adentraba más.
Agotado de huir, apoyó la espalda contra una pared y se dejó caer al piso sin cuidado. Estaba cansado, hambriento, sediento y angustiado. No sabía qué hacer, no tenía a nadie a su lado, ya no. Su agitada respiración llegó al punto de un ataque de pánico, todo su cuerpo temblaba, sus párpados abiertos desorbitadamente, halaba sus negros cabellos con desesperación. Se arrinconó en una esquina, enrollando sus rodillas, posando la frente sobre estás, soltaba lamentos que le desgarraban el alma; ahogaba en su garganta un llamado a gritos, sin emitir sonido alguno aclamaba el nombre de sus compañeros caídos.
Sus labios resecos y partidos ardían, su organismo pedía alimento y descanso. No había manera de cumplir el pedido, no existía.
No entendía cómo había sucedido, cómo de un momento a otro todo se volvió un caos.
Aun no asimilaba lo ocurrido, esta situación era tan apocalíptica, que parecía más una pesadilla que la realidad.
Recodaba con pavorosa nitidez la muerte de sus amigos. El primero en morir fue Reita, tan repentino e inesperado fue que ni tiempo tuvieron para advertir que uno de los escorpiones gigantes se había acercado y de un sólo movimiento atravesó el pecho del rubio con su afilado aguijón. Luego de correr sin detenerse a través de la ciudad devastada, un grupo de escorpiones, de aproximadamente metro y medio de altura, les cortó el camino; sin algún objeto con el cual defenderse, los siguientes en morir fueron Aoi y Uruha, los cuerpos sangrantes siendo traspasados y agitados por las largas colas, mientras reiniciaban la persecución. La última muerte que presenció fue la de Kai, quien lo cubrió con su cuerpo evitando que la ponzoña de un bicho de tamaño extraordinario, en comparación a los demás, lo atacara; luchó por recuperar al semi inconsciente castaño, pero el miedo y los otros bichos acercándose le hicieron retroceder, soltando a Kai y haciendo caso a la gastada voz:
—Huye.
Así lo hizo, perdiéndose de vista logró esconderse. Pero sus sollozos y gimoteos alertaron a aquellas alimañas misteriosamente desarrolladas, encontraron su ubicación.
No reconocía lo que veía, estaba desubicado. Dobló en una esquina… craso error, entró a un callejón oscuro, mugriento, que cortó su línea de escape; se detuvo antes de llegar al final, la pared era demasiado alta como para intentar saltarla y su débil estado físico le impedía forzarse a subir. Volteó hacia la salida deseando que aún no lo alcanzaran, pero antes de que pudiera volver a correr los vio aparecer frente a él con las colas elevadas, sus ponzoñas preparadas para atravesarlo y sus pinzas listas para atraparlo.
Retrocedió hasta chocar con la dura pared, sudor frío lo bañaba, temblaba cual cachorro indefenso, así se sentía y así se veía ante aquellos seres que parecían brillar en la oscuridad bajo la opaca luz de luna.
La luna menguante que se cernía sobre la ciudad sin vida.