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Crónicas de un noviazgo por MissLouder

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Notas del capitulo:

El pasado tendrá ahora su protagonismo.

Última escena del capítulo anterior: Yamato y Taichi se consiguen con Leomon. En el presente, ambos deciden escapar.

"Amor es, poner las necesidades de otros antes que las tuyas"

—Olaf.


Capítulo 4: Infección

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Yamato había creído que se hundía en una oscuridad que extendió sus férvidas alas, filosas y letales, para envolverlo dentro de una mano ennegrecida. Su mente divagó en ociosas espirales; pensando en Gabumon, su música, sus amigos… en Taichi. Se vio a sí mismo en un túnel sin luz, odiando la soledad que desde niño acarreaba. Sin embargo, en ese momento no sentía un sentimiento que se asemejase…

¡Yamato! ¡Yamato!

"Yo estoy contigo", había dicho su mascota. Incitándolo a levantarse, abrazándolo. "Debes seguir, Yamato, siempre estaré a tu lado. No te soltaré, aunque eso nos lleve a la muerte"

Esa voz la conocía, tan dulce y reconfortante que le hizo recordar la situación actual. Qué irónico. Aquellas palabras… no las había dicho Gabumon…

Había sido…

Su mente tocó fondo y despertó de golpe, abriendo los ojos a una imponente y desnuda bóveda azul. La luz lo cegó por unos momentos, parpadeando para notar las pocas nubes que resbalaban, dejando la sensación que flotaba sobre ellas.

—¡Yamato! —Una voz aliviada acaricia sus oídos y cayó en cuenta que, una vez más, unos crepusculares brazos volvían a sostenerlo—. ¡Gracias a Dios reaccionaste!

—¿Taichi...? —balbuceó, tratando incorporarse con los codos, sintiendo una lluvia de dolor en ellos.

Al verlos, notó los rapones que se abrían ya con sangre seca y solo pudo rodar los ojos. Se llevó los dedos en modo de pinza al puente de su nariz, tratando de ordenar el desorden de sus pensamientos. ¿Qué había pasado? ¿Qué era lo último que recordaba? Le dolía la cabeza, los brazos y, mientras los dolores fueron anunciándose, las escenas del pasado fueron despertando en su cerebro. Una llamada, un parque, explosión, digimon infectado… una luz…

Todo se aclaró. Habían encontrado a Leomon. Miró su alrededor y todo lo que le rodeaba eran tan terriblemente familiar. El cielo, los árboles, las montañas.

¿Isla file? No, no era posible.

—¿Dónde estamos? —quiso saber—. ¿Acaso...?

—Sí, estamos en el digimundo. —aclaró Taichi, a un lado de él en cuclillas. Tenía el recorrido de una lágrima de sangre bajando por su mejilla y raspones perdiéndose entre los espacios de su piel.

Quiso preguntarle si estaba bien, si se había hecho un daño mayor pero se contuvo. A esas alturas, esas insignificantes preguntas en el digimundo perdían valor. Estaban acostumbrados a eso. Se arrodilló con dificultad, encontrando una ligera molestia en el tobillo derecho y su amigo pareció darse cuenta. Lo que faltaba.

—¿Puedes caminar?

—Por supuesto —contestó, haciendo unos movimientos oscilares—. Más importante aún, ¿dónde está Leomon?

Taichi rodeó con la vista el bosque.

—Ahora que lo mencionas… —empezó, antes que unas sombras emergieran de los arbustos y ambos se tensaron.

Por instinto, Taichi se adelantó levantándose de un salto. Usándose como escudo y algo dentro de Yamato despertó una fría personificación de un recuerdo que le dejaba ácido en la boca. La última vez que ese idiota hizo eso, casi lo había perdido en las garras de un vacío que costó la vida del profesor Nishijima.

—Tai, retrocede —Se obligó a incorporarse, apoyándose en su hombro para no forzar la hinchazón que ya despertaba.

Unas voces llegaron hasta ellos, saltando finalmente de la protección de las ramas mostrando pequeñas figuras de alegría nostálgica. Al reconocerlos, inevitablemente ambos se vieron con las líneas de sus labios extendiéndose y el alivio descansando en sus extremidades.

—¡Taichi!

—¡Yamato!

Al menos, no estaban solos.

.

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[Presente]

El sol se desparramaba por arrozales para cuando finalmente llegaron a Shimane. A Taichi le sorprendió el río de colores que se desbordaba en esa ciudad, parecía otra parte del mundo totalmente diferente Odaiba. Los árboles parecían más verdes, el cielo incluso más azul. Mantas de flores y templos de altura imposible. La brisa incluso parecía más límpida.

Frente a ellos, una estructura emergía de un arco de arboledas con sutil presencia. Tenía una valla blanquecina en frente, con diminutas flores pintadas sobre la superficie. Más allá se veía una fina capa de asfalto líquido y Taichi reconoció a un lago a las cercanías. Soltó una risita.

—Así que este es el campo donde te criaste. —dijo, divertido.

—No molestes. Solo fue una temporada —refunfuñó Yamato, atravesando el pequeño jardín recién podado.

—¿Quién lo cuida? —preguntó, al ver el estado de las flores que bordeaban un camino de adoquines hasta el pórtico.

Yamato se encogió de hombros.

—Supongo que alguien debe venir de vez en cuando —reveló, terminando de introducir la llave en la cerradura de piel megalítica con adornos en dorado—. Desde que murió mi abuela, algunos vienen a pasar temporadas aquí.

Soltando un sonido gutural, Taichi lo siguió al interior de la cabaña. Era pequeña pero increíblemente fastuosa en decoración. Una sala era compartida con una cocina empotrada en cerámica; una mueblería pomposa de tapizado de cuero y paredes de vestidura blanca; el piso vestía una madera traslúcida que pese al polvo podía verse su tímido brillo.

—Wow —exclamó sorprendido.

—¿Qué? —Yamato había arrojado las llaves en uno de los muebles donde ya se había sentado.

—Nada, pensé que... —Meditó correctamente lo que iba a decir para luego negar con la cabeza—. Nada, es un bonito lugar.

Un silencio cayó y los ojos azules le estudiaron intensamente. Después de un minuto, dejó ir la idea asintiendo, recostándose en el espaldar en gesto agotado. Taichi no lo culpó. Las últimas horas fueron de bastante presión para ambos. Primero, tuvieron que escaparse de la prensa que seguía acosando sus hogares en busca de una noticia con el que llenar algunos espacios de comentaristas. Yamato había conseguido entrar a su apartamento sin llamar la atención, sacar algo de ropa para los dos y dejarle una nota a su padre. Por su parte, solo envió dos mensajes; uno a su madre, diciéndole que se iba con Yamato y que todo estaría bien; el segundo a Brutus, quizás su compañero lo considerara traición pero no podía dejar de pensar que era injusto para el guardaespaldas. Solo un «lo siento», que más tarde había sido respondido por un «Trataré de conseguirles algo de tiempo».

Brutus le había cogido cariño a los dos, y Taichi no se veía haciendo algo que le perjudicara.

Horas más tarde, ambos se encontraban en el tren de la última hora para salir de la ciudad como dos amantes fugitivos.

—¿Quieres comer? —le preguntó a Yamato, acercándose para juntarse a su lado.

Abriendo los ojos, con la mirada fija en el techo, el rubio se lo pensó. Taichi contuvo la respiración viendo la expresión, la suavidad de aquellos dobladuras, esa garganta de cisne...

—¿Apagaste tu teléfono? —respondió con otra pregunta, dándole un respingo.

—Estás paranoico, Yamato —contestó y levantó la mano para dejarle una caricia en el pómulo hinchado—. Nadie nos conseguirá aquí.

Yamato lo observó desconfiado, para soltar un suspiro resignado. Se tendió a lo largo del mueble con aire derrotado y, al verlo tan indefenso, sintió la terrible necesidad de acompañarlo como si así pudiese protegerlo. Se acostó junto a él, en ese pequeño estrecho donde sus piernas rozaban el brazo del mueble.

—Tai, aquí no cabemos los dos.

—Claro que sí, sólo es cuestión de juegos verticalidad —alegó, descansando en su costado y estirando su brazo para que la cabeza de Yamato cayera en él. Lo atrajo con su mano libre por la cintura y sus rostros no tardaron en encontrarse—. ¿Lo ves?

Una leve sonrisa dio forma a los labios del músico, mirándole a los ojos.

—Hasta que se te duerma el brazo y me arrojes al piso —susurró, más no se alejó. A cambio, su mano suave le abrazó la espalda, buscando apoyo.

—No te soltaré nunca —le murmuró, con la risa dando tumbos en su garganta.

El silencio les robó las palabras y se convirtió en una espiral de lo que parecen ser minutos. Sus dedos recorrieron la mandíbula de Yamato, acariciando esa piel blanca que brillaba siempre bajo los reflectores. En sus dedos, algunos mechones dorados se enredaron como si le saludaran. Pequeñas manitas que jugaban con su piel. Su dedo meñique y medio decidieron descender al cuello, rozando con tacto leve. No dejó de mirarlo, y tener a esa distancia aquellos ojos que hablaban de universos e infinitos.

—¿Y si yo te suelto a ti? —inquirió, con la mirada baja.

—Me aferraré a tu mano. —afirmó, con la gravedad de la pregunta sorprendiéndolo.

Yamato volvió a sonreír y cerró los ojos.

—Mentiroso. —dijo tan suave, pero tenía un abismo lleno de profundidad. Algo no le estaba diciendo. Taichi no supo que decir los siguientes segundos, dejando a sus alientos hermanándose. Amándose como hacen los poetas; en silencio y con lágrimas.

Repasando esa respuesta, frunció el ceño y obligó a Yamato a subir la vista. Encarar sus fluctuaciones y romperlas.

—No importa lo que pase, siempre estaré a tu lado —selló—. Siempre, Yamato Ishida.

Una mano le cubrió el rostro y unos labios llegaron hasta él con un ansia terrible que consumieron el resto de sus pensamientos. La boca de Yamato era salvaje como un incendio, suave como el algodón, adictiva como el dulce. Podía transformar su aliento compás a un vendaval, el silencio en gemidos y el amor en deseo. ¿No era el amor sinónimo de deseo? Una pregunta con trampas. Podías desear sin amar, pero nunca amar sin desear. Él guardaba deseos profundos hacia la persona que ahora estaba a su lado; deseos de hacerlo feliz. Deseos de verlo sonreír. Deseos de amarlo hasta que sus huesos sólo fueran ceniza carbonizada.

Todo era un juego de palabras, a decir verdad. No todas terminaban en el mismo final, ¿o era su imaginación?

El beso acabó con un pequeño chasquido, descubriendo que ambos se habían enredado en un lío de piernas largas y poco espacio. Sus brazos lo rodeaban completamente, pegando sus cuerpos y sus respiraciones agitadas. Dios, Yamato. Ya sentía su entrepierna lanzar súplicas contra la tela de su pantalón. Yamato le acunaba su cuello con pertenencia, casi subiéndose a su cuerpo, con sus manos aferradas a la tela. Mayormente eso ocurría cuando se hundían, perdiéndose en la boca del otro.

Los dedos pálidos hundiéndose bajo su suéter, coqueteándole la piel. Primero una mano, luego dos que pedían removerle la prenda y no tuvo objeción. Se la pasó por la cabeza, arrojándola a un lado y dejando su pecho al descubierto. Un aire helado arrastró un escalofrío pero fue amortiguado con las caricias rozando el punto donde estaba su corazón.

Su brazo encontró la estrecha cintura de nuevo, observándole el rostro como si quisiera dibujarlo en su memoria. Ahora, viendo esos ojos tristes que intentaban enmendar un daño cuya culpa no era suya y que, irónicamente, le veían como su salvación. Antes de decirle algo, lo que sea, aquella nevada de hilos dorados se inclinó y besó la pequeña cicatriz que surcaba el centro de su caja torácica. Su mirada se suavizó al ver como Yamato la delineaba siempre que la veía, como memorizando su grosor y recordando su causa.

Una herida no tan vieja y un recuerdo de vida. Era el resultado de una operación, de ese día que habían eliminado a Meicoomon. Todo era por aquella caída al vacío donde fue arrastrado junto, amén a su memoria, con el profesor Nishijima. Sin saberse, había presentado un par de fisuras en sus costillas que, posterior a la batalla que vivieron, pasaron a mayores que le dejaron con un dolor infernal en el pecho.

Lo peor vino después, la falta de aire y, más tarde, la oscuridad. Recordaba unos brazos acunándole, gritando su nombre. Una voz que era fuego cálido para él. Días siguientes, despertó en la cama de un hospital conectado a docenas de cables y la mano dulce de Yamato sosteniendo la suya. Dormía a su lado, con pesadas ojeras y, según sus fuentes, su mejor amigo se negó rotundamente a apartarse de esa habitación.

Recuerda poco, pero ese día se enteró que tuvo una fractura en una costilla que amenazó con herirle un pulmón. Tuvieron que asistirle de emergencia y estuvo tres días sin recobrar el conocimiento. Los doctores lo atribuyeron a causa post traumática y que era común con aquellas caídas. Había casos donde las personas presentaban consecuencias o las dolencias días después cuyo peligro era aún más potencial.

Lo demás, no importaba. Había sobrevivido y vuelto en sí con una sonrisa apenas curveada. Yamato por su parte, lucía un revoltijo de cansancio, desorden y estrés. No parecía haber dormido e incluso rebajó unos cuantos kilos. Empero, al verle, cuando esos ojos azules se encontraron con los suyos; algo brilló en ese rostro tan hermosamente desalineado.

Lo llamó, deletreando aquel nombre y éste le respondió. Lo vio levantarse e inclinarse sobre él… No se dijeron nada, con el alivio grabado en esas facciones y demostrándolo cuando los dedos pálidos acariciaron su piel.

—Hasta que despiertas…, idiota.

No lo hizo, pero al oír como esa voz que se forzó en salir, tuvo la certeza que, esa tarde, Yamato quiso llorar.

—Necesito llamar a Brutus —dijo Yamato, sacándolo de sus pensamientos.

—Yo le dejé un mensaje.

Silencio.

—No te enojes —Intentó mejorar el ambiente—. Me cae bien.

Yamato suspiró, no dijo nada más.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —preguntó con indulgencia, sonriéndole. Aprendió que sus sonrisas le podían hacer retroceder los humores bajos y no requerían empeño para hacerlas genuinas.

—No lo sé, hasta que ordene mis ideas. —se sinceró, sin sonar abatido—. Voy a dejarlo. Acabaré con esta puta farsa. No puedo más.

—Yama…

—Esto se ha convertido en el infierno que quiero evitarme. Hiroyi sólo es un farsante que se está llenando los bolsillos con mis canciones —Cerró los ojos, el recuerdo silenciando las palabras que eran tan filosas como astillas—. Todos pensamos lo mismo. Puedo lidiar con la demanda.

—Yamato, eso es demasiado arriesgado. Ese idiota te amenazó con meterte a la cárcel sino cumplías el contrato —le recordó con mesura—. ¿No faltaban seis meses para que terminara el contrato?

Recibió una sacudida de cabeza.

—Sólo si vendemos una cierta cantidad de discos. No llevamos ni la mitad. —respondió, dejando caer nuevamente la cabeza en su hombro y acurrucándose a su pecho—. Me he asesorado con el abogado que llevó el divorcio de mis padres. Tengo el dinero para llevarlo.

—¿Puedes dejarme leer el contrato más tarde? —pidió, delineándole el cuello—. Quizás pueda ayudarte.

Una ceja rubia se alzó con una pizca escéptica.

—¿Y qué harás, oh, elegido del coraje?

Una carcajada abandonó los labios de Taichi.

—Tienes la fortuna que tu mejor amigo está estudiando leyes.

—¿Mejor amigo? —Recogió las palabras de la oración con incredulidad. Aquellos labios que habían permanecido muertos la mayor parte del viaje, dieron paso a una sonrisa torcida, envolviendo los brazos alrededor del cuello—. Quiero saber tu definición de mejor amigo, Yagami.

Taichi esbozó una sonrisa, moviéndose mecánicamente para situarse encima de él.

—¿Quieres que te la explique o te la demuestre?

Yamato abrió las piernas. Fue así de fácil su respuesta.

.

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—¿Y cómo es que llegaron aquí? —preguntó Agumon, siguiendo los pasos de Tai quien se encogió de hombros.

—Quizás fue la misma distorsión —se le ocurrió.

Yamato, que iba en el lomo de Garurumon, suspiró cansado.

—Está a punto de anochecer, necesitamos buscar un lugar donde acampar.

Taichi ya lo había estado pensando, y aunque su memoria a veces se volvía difusa, podía recordar una cueva que antes los había resguardado dos veces. Le preocupaba el tobillo de Yamato y, si bien a no ser serio, aún tenía un golpe en la cabeza que revisarse. En el camino, se habían conseguido a los otros Digimon que, a su decepción de ser solo ellos, proporcionaron la ayuda que estuvo a su alcance. Para su sorpresa, sus mascotas digitales habían conservado las pertenencias que ellos trajeron en su última visita.

Gomamon les entregó el kit de primeros auxilios de Joe. Piyomon, Gatomon y Palmon, les proporcionaron las mochilas que habían traído sus compañeras. Recordaba que con tanta actividad digital, siempre volvían al mundo real con las manos vacías. Nunca se imaginó que los Digimon se molestaran en buscarlas, y conservarlas.

Les tomó un cuarto de horas encontrar la cueva, y ya la noche había caído sobre ellos con un río de estrellas que sonreían en las alturas.

Revisando las desgastadas y polvorientas bolsas de las chicas, encontraron solamente unas mantas y algunos utensilios sucios. No necesitaban más, realmente. Yamato y él no eran hombres de mucha estética. Consiguieron unas latas de sopa empaquetada, pero ambos dudaban de su caducidad. El tiempo siempre giraba diferente en el digimundo.

Yamato se bajó lentamente de Garurumon y se apoyó en el lobo unos segundos. Taichi tendió una de las mantas y se refugiaron frente a una pequeña fogata que Agumon encendió.

—¿Estás bien, Yamato? —le preguntó su mascota, a lo que éste asintió con aire retraído. Era como si dudara sentarse junto a él y Taichi sinceramente no podía culparlo.

Ahora su relación eran aguas turbias y cables tensos. El silencio de la cueva era amortiguado por los sonidos exteriores de la noche. Sonidos no comunes. Aleteos tal vez, pero Tai sabía que esas aves no eran los animales que se frecuentaran en la tierra.

—Buscaremos un poco de comida —anunció ahora el pequeño Gabumon, sirviendo de apoyo a su compañero quién cojeó hasta sentarse a su lado con una ligera mueca.

—Tengan cuidado —fue la petición de Taichi—. Leomon podría estar por los alrededores.

Con un asentamiento exagerado, ambas mascotas desaparecieron en la bruma de la noche. Taichi tomó una bocanada de aire. Estaba a solas con Yamato, en el digimundo para variar. Quiso ocuparse las manos, hurgando sin demasiado interés la mochila de Joe. Le temblaban un poco y se quiso golpear por ello.

"Mantén la calma", se dijo.

Un leve gruñido lo sacó de sus cavilaciones y girando la cabeza vio a Yamato quitarse el zapato revisando su tobillo.

Notó la ligera inflamación y suspiró de alivio.

—Es sólo una torcedura —habló rompiendo el silencio y atrajo la atención de su amigo —. Me he hecho muchas jugando. Solo necesitas masajear la zona para destensar y tomar algunos analgésicos.

Hizo una pausa, dándose cuenta del ceño fruncido del rubio. Tras un par de segundos, asintió.

—¿Hay alguno en lo que trajo Joe? —preguntó—. Ya no me duele tanto, descansar en Garurumon lo alivió.

Efectivamente, habían varias cajas de analgésicos y antinflamatorios. Algunas estaban vacías y no era de extrañar si consideraban los estragos que pasaron en su anterior viaje. Le pasó una tableta a Yamato, quién se la tragó sin agua y no dijo nada al respecto. Metódicamente, empezaron a tratarse las heridas superficiales. Limpiar los cortes con alcohol, cubrir algunos con vendas y remover la sangre seca.

Un dolor en la cabeza que había estado desplegándose y arrastrando desde que llegaron, empezó a manifestarse rápidamente, enviando ligeros rayos que le hacían cerrar los ojos. Era una presión molesta y por el golpe que recibió esperaba que no fuera grave.

Sintió un roce ligero caerle a la piel, y al abrir los ojos notó que los dedos curiosos de Yamato estudiaban su rostro. No. El corte en el nacimiento del cabello, un poco más arriba de la sien.

—¿Te duele? —le preguntó, en su voz escapándose las gotas de preocupación.

—Un poco, no es nada —Le quitó importancia, tratando de ignorar el tacto dulce que producían aquellos dedos—. Estamos más que acostumbrados a esto.

Otra vez silencio. Taichi lo sentía asfixiante, pero podría acostumbrarse a él. Ya había pasado, así que aprendió a no sentirse incómodo.

—Oye —lo llamó Yamato después de varios minutos. Hizo un sonido gutural que lo había oído pero no volteó a verlo, no deseaba encontrarse con aquella mirada tan místicamente azul. Lo que provocó que la siguiente oración no fuera suave, sino impaciente—: Taichi, mírame.

Cerró los ojos. ¿Por qué Yamato hacía las cosas tan difíciles? ¿No veía que intentaba alejarse para aplacar lo que estaba desatándose en su interior? Volvió a separar su mente de los pensamientos que iban a beso que le había dado, la discusión, la separación…

—¿Qué pasa? —Giró la cabeza y se encontró con espectro de irritación consumiendo la expresión de su amigo. Se arrepintió al momento.

—¿Hasta cuándo seguirás con eso? —preguntó al fin, los clavos en cada palabra que se insertaron en su corazón. No lo sé y no has hecho nada para merecerlo.

Esbozó una triste sonrisa.

—Es lo mejor —dijo, volviendo su voz de acero—. Esto es un problema, para ambos. —admitió.

—¿Por qué no hablas conmigo, entonces? —Se volteó, ahora encarándolo.

—Yamato, no sigas —pidió, haciendo un ademán de mano—. Mira, no pasa nada. No has hecho nada. ¿Por qué insistes en sacar el tema? —añadió, molesto—. ¿Por qué sigues actuando como siempre? ¿Qué no piensas que soy raro?

Yamato se mordió el labio, apretando los puños. No puedes golpearlo, se decía, no aún.

—¿Por qué debería? —Terminó diciendo—. Sigues siendo tú. Sigues siendo Taichi.

Tai se rió amargamente.

—¿Aún cuándo quiero besarte? ¿Aún cuándo te veo, recordando ese día que lo hice y soñando con repetirlo?

Yamato lo miró con desafío, tragó y finalmente lo dijo:

—Hazlo.

—¿Qué?

—Lo que oíste. Hazlo —Hubo una pausa, luego frunció el ceño—. No lo harás, ¿cierto? Te equivocas conmigo, Taichi, tú eres el que está asustado.

El rostro del chico coraje se abrió en sorpresa desmesurada. Su boca quiso soltar algunas palabras, pero todas se perdieron en algún punto en su garganta. Finalmente, se recompuso, aspirando fuerte, ahora ambos frente a frente.

—Entonces, ¿puedo hacerlo ahora?

El rubio asintió lentamente. En su rostro se veía la vacilación, y sin embargo, se veía decidido. En verdad, Yamato estaba dándole la opción de besarle una vez más. Se acercó un poco, sus miradas encontrándose. El castaño con el azul, y resultaba curioso pensar que esos eran los colores de sus crestas. Yamato era como un ser hecho por las manos del cielo. Tenía su azul y el dorado del sol en su cuerpo. Él, en cambio, no podía encontrar familiaridad del color naranja pero sabía que éste estaba en su piel. Volviéndola brillantemente bronceada, y oscureciéndose en su cabello. Como si el fuego pasó por él y dejó sus huellas.

Al ver detenidamente a su amigo, se dio cuenta que en verdad tenía un aspecto agradable pero sabía que eso no era lo que le gustaba. Su corazón palpitaba por las atenciones de Yamato. De su esencia. Tardó tanto en darse cuenta que ahora resultaba casi un chiste.

Seguían mirándose y subió la mano lentamente, rozando aquella que estaba ahuecando su cara. Sintió el leve estremecimiento en el otro y fue fácil ignorarlo. El roce de la piel ardía, los labios rosados entreabriéndose, tragando fuerte porque no detuvieron lo que estaba torciéndose. Se acercó lentamente, con cuidado, y de alguna forma Yamato respondió como si fuese sido atraído.

Era tan fácil sostenerle la mano, un eco familiar al coincidir en tacto, Yamato lo usó como un ancla, apretándole suavemente los dedos. Las apartó con cuidado, dejando que descansaran frente a ellos.

Aún se seguían mirando, las palabras pesaban en la lengua y la saliva era gelatina. Deseó probar de nuevo esa boca de textura suave, comprobar si lo que su sueños le recordaban era cierto. O solo ficción de su propia mente.

Una cercanía peligrosa, que le permitió conocer nuevamente el aliento, y tuvo la seguridad que ya ambos estaban cerrando los ojos esperando el ansiado contacto. Sus narices a penas se tocaron, los labios se rozaron un poco pero hubo una pausa. Una vacilación, porque fue como si el tiempo se colgara y un recordatorio se encendió en su mente:

Yamato quería a Sora… Sora quería a Yamato. Yamato solo lo hace porque soy su mejor amigo, y su cresta solo influye en hacerme feliz. No es algo que sea reciproco.

Él lo sabía. Lo había visto. Sora había declarado sus sentimientos, y él incluso la había apoyado incitándola a hacerlo. El capullo dejó de serlo porque su cresta de coraje le rugió que la felicidad de ambos era la suya. Eso era un insólito riel de amor.

Qué tonto, ahora se daba cuenta que eso dolía un poco. También tuvo un sentimiento hacia Sora cuando eran más jóvenes, pero ella eligió y lo respetó. Después de todo, debía aprender de lo que veía, no de lo que decían. Sus ojos podían capturar que, aunque era endeble, entre esos dos podía nacer un tierno amor que profesara palabras nupciales.

¿Qué estoy haciendo?

Con ese pensamiento, se detuvo y se alejó al momento.

—Lo siento, tienes razón. Soy yo el que está confundido.

Viéndose desconcertado por la brutalidad del cierre, Yamato no tuvo tiempo de enojarse o hacerle saber de su enojo cuando sus digimon aparecieron con esas mágicas sonrisas inocentes. Taichi los envidiaba.

Debía ser agradable vivir en la ignorancia.

—x—

Yamato despertó con un golpeteo en sus oídos. Abrió los ojos perezosamente, encontrándose acurrucado abrazando a un Gabumon dormido. Su pelaje le proporcionaba calor, lo que le llevó a suponer que eso fue lo que provocó que su mente cediera al cansancio, cuando tenía esas raíces de fuerte enojo hacia Taichi y las ganas de estrangularlo.

Estaban dándose de la espalda y no habían vuelto a hablar desde aquel acercamiento. No era persona de mentirse a sí mismo, era una de sus cualidades; castigarse con la verdad y aceptar lo que es. Y la sinceridad de ese momento era que había estado a punto de besarlo. Había querido besarlo. Incluso lo deseó y fue un pensamiento extraño.

No creía que solo por un beso robado decidiera voltearse de bando. Las mujeres seguían siendo su centro, pero Taichi era especial para él. Era su mejor amigo y quería que todo volviera a la normalidad. Pensó en las ganas que tuvo antes de abrazarlo, cuando regresó de la muerte. Pensó cuando sostuvo su mano, porque le daba fuerza a lo invisible. Pensó en la cercanía, cuando se encontraban separados… Pero… Sí, siempre había un pero. Taichi siempre era su excepción para todo.

Se incorporó, descubriendo que el sol empezaba a ponerse sobre las montañas y sus rayos penetraban la penumbra. A su lado, Taichi seguía durmiendo con Agumon. Notó que los vellos de su piel estaban erizados por el frío que se rizaba entre ellos, tras la fogata apagada. Se acercó y posó una mano en el brazo, sacudiendo lentamente.

—Taichi… —llamó suavemente y éste gruñó—. Taichi, despierta.

—Sí, llámalo. Lo necesitamos despierto. —dijo una pequeña voz y su cuerpo instintivamente dio un respingo.

El sentido de alerta de su amigo también se activó, despertándose súbitamente. Sus digimon de la misma forma, saltando como la práctica les había enseñado, colocándose frente a ellos en defensa.

—No tienen qué alarmarse, ¿acaso no se acuerdan de mí?

Esa voz. Yamato enfocó los ojos, y aunque el contraluz no agudizaba totalmente la imagen, logró ver sobre ellos una figura de forma ovalada con alas a sus espaldas. Tenía una especie de báculo en su mano derecha y el color de su piel estaba salpicado de rosado.

—¿Piccolomon? —Taichi fue el primero en reconocerlo.

—Es bueno verlos de nuevo, niños elegidos. —saludó Piccolomon con su habitual aire confiado—. Aunque los motivos, no tanto.

Piccolomon, había pasado tanto tiempo desde la última vez que lo vieron. Si después del reinicio, los digimon recuperaron sus memorias; eso era buen presagio… ¿cierto? Taichi compartió una mirada significativa con él, y no tuvieron que decirse nada para entenderse.

—¿Es la distorsión otra vez? —quería afirmar Yamato.

—Residuos, pero sí.

—¿Por qué? Se supone que… —Taichi hizo una pausa, pero su mirada se mantuvo firme. El rubio admiraba eso de él—: Se supone que Meicoomon ya no existe.

El digimon volador descendió, situándose frente a ellos. Su mirada era sabia y antigua cuando volvió a hablar:

—Meicoomon fue eliminado, tienes razón, más no purificado —respondió Piccolomon—. La distorsión ha ido propagándose, infectando digimons nuevamente. No sabemos la fuente, y hasta ahora, hemos contenido con la ayuda de los digimon sagrados pero no es suficiente. Necesitamos una vez más su ayuda, niños elegidos. Genai solo está esperando lo inevitable.

—¿Qué ponemos hacer nosotros? —inquirió Yamato. Su voz sonó fuerte y se dio cuenta que no quiso ser tan brusco—. No pudimos salvar a Meicoomon y ya no somos niños elegidos. No podemos ayudar.

Lo dijo con tanto acopio y apremio, como si quisiera convencerse a sí mismo. Ellos ya no eran elegidos, ya no. Esa es una verdad que tuvo que aprender. Una mano se colocó sobre la suya, calmándolo. Cerró los ojos, conteniéndose. Taichi seguía sobre su palma, como recordándole que seguían ahí. Gabumon también se colocó a su costado, diciéndole silenciosamente que no estaba solo.

—Ni siquiera sabemos cómo llegamos aquí y tampoco sabemos cómo regresar —confesó Taichi, las palabras en una tonalidad suave y segura—. Fuimos atacados por Leomon y cuando despertamos estábamos aquí. Se supone que la entrada al digimon ahora es inestable…

Su oración quedó a medias. No dijo que, por ahora, sólo el D-3 podía penetrar las barreras y Koushiro seguía investigando en cómo encontrar otra forma de acceso, pese a que sus hipótesis no eran seguras.

—Y sin embargo, están aquí —concluyó Piccolomon con una sonrisa en sus apretados labios.

Guardaron silencio. Piccolomon vio esa aura, bajando la mirada hasta sus manos que, sin darse cuenta, seguían juntas. Se separaron bruscamente, con el calor ascendiendo por el rostro.

—Si quieren saber su propósito —continuó, volviendo a remontar vuelo y salir de la cueva—. Síganme, verdaderos niños elegidos.

Continuará.

Notas finales:

Para éste capítulo, tomé varias cosas en cuenta que son:

1. La idea de las mochilas pérdidas se me ocurrió, cuando vi el capítulo 17, que los chicos estaban de regreso al mundo real y no tenían las mochilas que se habían llevado.

2. Shimane lo menciona Takeru en tri, que vivieron allí una temporada.

4. Quise añadir una herida en Taichi por la caída en el barranco, porque aunque Nisishima lo haya protegido, es casi imposible que haya salido fresco limón.

Gracias por leer.


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