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Contigo aprendí por Gadya

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Notas del fanfic:

Basado en la canción homónima de Luis Muguel, y en una situación bastante extraña que me tocó vivir...

 

Conste que los personajes no son míos, sino de Kurumada-sama, y que no recibo ningi beneficio económico por esto T_T (qué más quisiera yooooo) 

Notas del capitulo:

Terminé! Todas las cosas que me pasaron mientras escribía este fic, creo que jamás volverán a pasarme. Cuando comencé, me sentía esperanzada, iba a ver a una de las personas que más quiero, a alguien que hacía mucho no veía... y ahora que lo termino, me siento el peor monstruo que hay sobre la faz de la tierra...  Por eso este fic va dedicado a ella... vos sabés quien sos, quizás algún día leas esto, quizás no, no me importa, igual tengo que ponerlo. En su momento hubiese querido decirte muchas cosas, pero no lo hice. Temí que sonaran a excusas, y tus lágrimas ya eran suficientes para destrozarme, como para que también me odiaras por lo que podía llegar a decir. Sabés que te adoro con el alma, y eso no va a cambiar pase lo que pase, aunque no pueda darte lo que me pedís. Yo nunca quise hacerte mal, y daría lo que fuera por volver el tiempo atrás y cambiar las cosas, o por lo menos poder cambiar yo y ser lo que querés que sea, pero no puedo... y el saber que llorabas por mi culpa entonces me hizo sentir lo peor del universo... sólo quiero que me perdones...

 CONTIGO APRENDÍ

 

La brisa fría despeinó sus rubias mechas desparramadas en el helado suelo  siberiano, llenándolas de gélidos cristales, casi brillos que, como estrellas aferradas a aquella áurea cabellera, competían con el cielo nocturno de invierno. Soledad, silencio, la estéril planicie de hielo reflejando la luna de medio día* sonriendo en el firmamento, y un cuerpo tierno de muchacho tendido en el hielo cruel de la Siberia oriental, era todo lo que, a la vista de un humano cualquiera, hubiera resaltado, mas no para él. Entornó sus ojos, claros como los hielos eternos del ártico que tanto amaba, y entre ellos, encontró aquello que había estado buscando, unos destellos azulinos que, perdidos en el blanco paisaje, diluían su ingenua calidez, intentando aparentar una frialdad mal actuada. Allí estaba, escondiéndose otra vez del entrenamiento, y posiblemente, del castigo posterior, haciéndole reír, sin saberlo, de su tonta e infantil actitud.

 

Hyoga sonrió, sintiendo las débiles pisadas escondidas en la nieve, y desperezándose felinamente, se sentó, sin siquiera mirar hacia atrás... no lo necesitaba, sabía perfectamente quién lo observaba, escondido en la blancura del entorno, aquellos pasos mal disimulados sonaban a sus oídos como la voz misma de su dueño, inconfundibles, casi musicales, envueltos en un aura de místicos recuerdos de sonrisas escondidas en el pálido horizonte, de momentos de niñez borrosos en el viento ruso, de palabras de bienvenida en unos ojos verdosos de cándido mirar… recuerdos de un nombre que, aún en las noches, escapaba de sus labios empujado por sentimientos que se negaba a aceptar, recuerdos con cuerpo de hombre, del mismo hombre que lo observaba descansar bajo el cielo estrellado…  recuerdos con cuerpo de Isaac.

 

                        Contigo aprendí

                        que existen nuevas y mejores emociones

                        Contigo aprendí

                        a conocer un mundo nuevo de ilusiones

 

Suspiró, cerrando los ojos al maravilloso paisaje que la naturaleza le regalaba, y miles de memorias asaltaron su mente, imágenes de tiempos pasados, de temores atesorados por su alma como las más valiosas joyas de su colección, todos rodeados de aquella luz verdosa que era Isaac en su vida oscura. Desde aquel día en que sus pies habían pisado por vez primera la inhóspita Siberia, el peliverde se había convertido en su protector, más maestro que su propio instructor, enseñándole que, incluso bajo la nieve, podría hallar la calidez de una maravillosa amistad, olvidando, por momentos, la competencia que entre ambos se desplegaba por la Sagrada Armadura del Cisne. Sonrió, rememorando las morisquetas que los primeros días Isaac le había regalado, en plan de hacerle olvidar su destierro de aquel orfanato japonés que había creído su hogar por el resto de su infancia. ¡Cuánto le había enseñado! Armándose de paciencia le había mostrado las límpidas estrellas, cada una con su nombre y su historia, regocijándose en su mirada fascinada; le había señalado cada pared de hielo con genuina emoción, y entre risas claras había desempolvado viejas emociones que el rubio creía olvidadas, haciéndolas brillas con auténtico fulgor. Amistad, sincero cariño, con ellas había el peliverde llegado a lo más profundo de su corazón de niño, y jugando había creado castillos en el aire, castillos de blancas paredes heladas que albergaran, confiados, las más profundas ilusiones de Hyoga, como el tesoro de un pirata.

 

                        Aprendí

                        que la semana tiene más de siete días

                        a hacer mayores mis contadas alegrías

                        y a ser dichoso yo contigo lo aprendí.

 

Lo sintió sentarse a su lado sin decir una sola palabra, actuando, como siempre, escondiéndose, al igual que él, del desesperado entrenamiento al que, cruelmente, su Maestro los sometía… Ninguno de los dos había acudido, y quizás por eso el castigo fuese peor, pero no parecía molestarles. Hyoga sonrió de medio lado, divertido de la extraña situación, no era la primera vez que lo hacían, Isaac también le había enseñado aquello. Escondidos entre las dunas blancas, varios días habían repetido aquella situación, riéndose de su Mentor, de ellos mismos y de su poca responsabilidad. Sus 13 años, disfrazados de guerreros en proceso, resentían cada tanto la niñez que, a cuenta gotas, se escapaba entre sus manos, bailando delicadamente entre la yerta estepa siberiana, y eran aquellos momentos de tontas travesuras, en los que, por unos minutos, se sentían nuevamente vivos, olvidando su helado destino de plumas blancas. Un Cisne, la forma de su camino, y sin embargo, escondidos entre la nieve, no parecían ser los herederos de aquella grácil imagen, sino dos muchachos cansados mirando el horizonte, hablando, en el silencio de la noche, con palabras mudas

 

Isaac aclaró su garganta falsamente con un ruido seco,  intentando atraer la atención de Hyoga, quien sólo se limitó a estirarse, felinamente, sobre el hielo. El silencio, entre ambos, bailoteaba torpemente, confesando secretos mudos a la nada, verdades calladas en dos pares de ojos que, sin verse, se miraban. El rubio lo sabía, sabía que, aunque quisiera ocultarlo, Isaac lo adivinaría, sin saber muy bien por qué, aquel muchacho tenía la facultad de ver en sus ojos más allá de lo que él mismo pudiese permitirle… y sus ojos ocultaban la verdad de su preadolescencia, el más oscuro secreto que le hubiera guardado jamás. ¿Cómo había podido suceder?  Hyoga no podía comprender cómo, entre tardes de horas negras, la voz del peliverde se había colado en su corazón de niño, enseñándole, entre líneas, lecciones que el mismo Isaac ignoraba estar dando. De sus silencios había aprendido a estirar los días, a despreciar al tiempo cruel que, sin compasiones, pasaba callado, simulando detenerse en cada estrella rutilante, y en esas horas robadas a las brisas blancas, había hallado en la compañía de su amigo un cálido sentimiento al cual aferrarse a pesar de todo, un cariño sin límites que lo ataba a la tierra helada, aún cuando, bajo el mar que frente a él se desplegaba, su madre le aguardase impaciente. Junto a él había aprendido a ser feliz, si, feliz, tan dichoso que no se percató del momento en el que aquel cálido sentir había descrito las volteretas del amor en su alma aniñada, y con ellas ahora grabadas, abrasándole como el fuego del infierno, le era imposible escapar de aquella mirada que, ignorante, le perseguía.

 

                        Contigo aprendí

                        a ver la luz del otro lado de la luna

                        Contigo aprendí

                        que tu presencia no la cambio por ninguna

Desde entonces muchas veces se había descubierto perdido en mares de interminables fantasías, describiendo con sus orbes azulinas los contornos de las fases de la luna, muda cómplice de sus dudas inciertas. Había reído, había llorado, se había perdido en sus ojos claros como un tonto enamorado que, inútilmente, intenta esconder su sentir de la mirada de los hombres, se había aferrado a una ilusión inventada, a una imagen deseada, a todo un discurso que jamás oiría de sus labios, como un modo de acallar sus secretos más ocultos y ver cumplidas sus imposibles quimeras. Con el paso de los días disfrazados de noche había aprendido a quererlo, a mentirse un poco a cada momento e inventarse un mundo aparte en el que sólo Isaac existiese, y jugando a ser su amigo de a ratos inventados, a verle diferente, más humano, más divino… tantas cosas había aprendido tan sólo mirando, que sin darse cuenta, se había aficionado a su imagen ya sin remedio, dulce estigma de oculto nombre que, aunque no quisiese, comenzó a perseguirlo hasta en sus sueños. Junto a él aprendió a sentir, aprendió  a ser feliz a pesar del inhóspito paisaje que nada les brindaba, y sin saberlo, aprendió a  enamorarse en silencio, casi como en un secreto de esos que el peliverde decía que cantaba el viento siberiano

 

 

                        Aprendí

                        que puede un beso ser más dulce y más profundo

                        que puedo irme mañana mismo de este mundo

 

Hyoga cerró sus claros ojos, recordando sus años anteriores en compañía de Isaac, su mundo de ilusiones, sus relatos fantásticos y sus enseñanza invaluables.  Había sido feliz, en su corazón de niño lo había sido, inventando días enteros de inexistentes preocupaciones, soñando con las manos del peliverde tomando las suyas, guiándolo a través de un sentimiento que, aún, no se vestía de fuego, pero entibiaba sus mejillas infantiles. ¿Acaso él lo habría adivinado? Tantas horas había pasado a su lado, ocultando de su mirar escenas imaginadas reflejadas en sus ojos, besos robados a sus cándidos deseos, noches en vela viéndolo dormir. Junto a él habían transcurrido sus mejores momentos, aquellos en los que, a través de su voz evanescente, el destino le hablaba grandeza, de una Diosa virgen, tan santa como su madre, de gloria y muerte vestida de sangre, mientras la helada ventisca polar le enfriaba las mejillas ocultando el carmín que las engalanaba;  aquel mismo lugar  los había visto llegar cada tarde, deshojar la vida a cuentagotas en palabras perdidas, sueños vanos, secretos confesados en silencio a la pálida llanura y entre noche y noche, la vida les había cobrado ya 6 años y algunos días, su tiempo mejor derrochado en golpes a los hielos eternos, esperando una mirada cómplice al final de la jornada.

 

Rió. Lo supiese o no, él no se lo diría. Muchas veces ya lo había oído hablar  de lo vano que creía al amor, de lo inútil que, pensaba, era desperdiciar  el corazón en querer a otra persona. Para él sólo existía la Diosa, y al igual que su Maestro, sólo a  ella había consagrado su existencia, ya se lo había dicho muchas veces. Y sin embargo, qué no hubiesen dado sus 13 años por un  beso, un  simple roce de sus labios, tan similar a los que tantas veces había soñado, que le enseñase un nuevo tipo de amor, un modo diferente de entregar el corazón y salvarse del frío destino que el Cisne les deparaba.

 

                        Las cosas buenas ya contigo las viví

                        y contigo aprendí

                        que yo nací el día que te conocí.

 

Volvió a suspirar, perdido en la marea de sentimientos estúpidos que le invadían cada vez que le tenía junto a él. ¿Qué sucedería si le pidiera tan sólo un beso? Un roce, un cariño, una mera cortesía sólo por saber qué se sentía tenerlo allí, entre sus labios, antes de que el destino de los Caballeros se lo robase de su lado. ¿Aceptaría? O como siempre que hablaba de sentires, lo regañaría, recordándole las leyes de los Caballeros de los Hielos, tiránicas reglas que exhortaban a sus súbditos a enterrar su corazón en el mismo gélido desierto que los quemaba por dentro. Pedir o no pedir, aquel dilema revoloteaba su cabeza como cada tarde, sabiendo que el tiempo se agotaba, que cada minuto que se escapase de sus manos ya no regresaría, llevándose con él los buenos tiempos de cándida amistad. Algún día tendrían que competir, y el sólo imaginar que luego ya no estaría allí para convertir en realidad su único deseo le dolía en la única realidad  a la que la Orden le pedía aferrarse.

 

-Sucede algo, Hyoga?- pregunto Isaac, hablando por primera vez desde su llegada.

 

¿Cuánto tiempo habían permanecido allí, callados, casi lejos estando cerca? No lo sabía, segundos, minutos, quizás horas. Las ideas giraban en su mente como en un caleidoscópico de ja vu, un único momento repetido cada día, una única decisión por tomar, la única que  había deseado, no tuviese que tomar nunca.

 

-Isaac, me has enseñado muchas cosas…- dijo, al fin, saliendo de su místico mutismo. -… pero aún tengo que pedirte una cosa más. Prométeme que no preguntarás nada, que sólo harás lo que te diga, y luego olvidaremos este asunto-

 

Isaac sonrió como toda respuesta. Sus ojos, enfocados en las celestes pupilas de Hyoga, parecían perderse en los destellos azulinos que miraban, contestando la pregunta que, divertida, había huido en el helado viento.

 

-Dime-

 

-No quiero morir sin saber qué se siente un beso, y lo más seguro es que lo haga. Isaac, enséñame lo que se siente un beso.-

 

El peliverde nada dijo. Sólo tomó el pálido rostro entre sus manos, para luego atrapar sencillamente los labios de su amigo en un beso dulce, casi tan suave como la nieve bajo ellos. Sin prisas, sin pausas, sin ningún otro sentimiento que no fuese el inmenso cariño que sentía por su amigo, ese mismo que destrozaba las ilusiones del rubio, confirmando que su amor, su atesorado amor de tantos años, no era correspondido. Hyoga sintió cómo la anhelada boca se separaba de la suya, y tan sólo pudo acertar a suspirar, escondiendo su decepción en el viento que mecía su cabello. Ya no valía la pena armarse de valor y confesar su verdad a sabiendas de un rechazo inevitable, y aún así, aquel maldito sentimiento pugnaba en su pecho por salir.

 

-Isaac- dijo, casi en un susurro, no muy convencido de dejar de esconderse.

 

-Dime- La voz de Isaac resonó en la amplia llanura, fría, tan fría como el hielo de Siberia, quemando el corazón del joven rubio con su inexpresivo tono

 

-Nada, olvídalo-

 

Lentamente, Hyoga se puso de pie, y sin decir más nada, se marchó. Le dolía, aquel despecho le dolía, y sin embargo, de nada se arrepentía… sin dudas, aquel muchacho le había enseñado todo, le había regalado lo mejor de su vida.

 

Sus pasos resonaron en la blanca nieve, y sin mirar atrás, dejó en aquel sitio a su amor de niñez, su amigo, su improvisado maestro, y junto a él, su corazón herido… quizás fuese mejor así, tal vez él tuviese razón.

 

La ventisca helada revolvió su rubia melena, y entre sus sinuosas curvas, se llevó bailando dos lágrimas amargas.

 

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Notas finales:

Como siempre, virus no, que la PC es mía y no tengo dinero como para hacerla limpiar todos los meses T_T


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