I'm all about you, You're all about me
We're all about each other...
(Paris 2004, Peter, Bjorn & John)
Dejó que por su lengua y labios pasara el ajenjo, transando con su sabor más versos en su lengua plagada de poética. Un amargo desquiciamiento se volvió alucinación en el rostro andrajoso que le sonreía sentado frente a él, enfundado en su corbata de moño roja y el grueso abrigo de lana marrón, Verlain lucía tan siniestramente etéreo con su barba ondeando y los ojos sumidos en vana admiración.
Los señoritos franceses de la mesa contigua seguían hablando de damitas y condesas cuando una gutural risa brotó con reminiscencias narcóticas de su garganta.
La mirada de su contrario adquirió una silenciosa cuestión, el solo escapó con sus irises azules corriendo como venadito risueño.
Verlain volvió a utilizar sus ceñudas palabras en frases cargadas de ironía y suavidad. Siempre lograba descolocarle con su sutil lengua bañando los rincones de su audición.
Le gustaba mirarle las facciones emocionadas, mutando en sensaciones, marcando las cejas pobladas en una línea dura y fantasiosa. Ese caballero de bigote y melancolía guardaba tantos secretos entre los pliegues de su camisa blanca, escondía sus locuras en los bolsillos de su palabrería para no estrangular la ira en el cuello de su esposa. Y por las noches entre café y poemas solía secretearle su lujuria en el escaso romanticismo del sexo retorcido.
Verlain hizo una pausa entre su tratado de imágenes y sueños creados para tomar sin reparos ni tapujos la mano pequeña y blanca del joven maldito que le miraba con ojitos drogados. Varlain sonrió sin muchas pretensiones y juró con sus mejillas un conjuro de pasión a ese lastimero de piel blanca y orbes blanqui-zules.
En un momento de camuflada demencia y fuga desesperada el jovencito Rimbaud tomó con entusiasmo infantil el brazo quieto de su contrincante poeta. Lo alzó en promesas de viento y corrió con él por los pasillos de ese silencioso bar francés.
Verlain se dejó arrastrar como siempre lo hacía, convocando deidades inexistentes para ser salvado de su perdición rubia, se dejó llevar como corriente de silencioso nacer, y se permitió confundir contra las nubes que cubrían la cuidad.
El muchachito de risitas y secretos siguió su animal instinto recorrerle como brisa caliente, y matando su tristezas en el trayecto de álamos obtuvo ensoñaciones que volcó en amigo maldito.
Se refugiaron tan íntimos en la suciedad húmeda de un cuartucho hotel, rodeado de las putas dormidas que la noche anterior habían visitado, rodeados de humo fangoso y lujuria en versos.
El chiquillo de cabellos rubios cayó con estrepitosa presencia en el colchón duro y silenció consigo los resortes oxidados, atrayendo con renovados bríos los brazos serpentinos del figurín idiotizado del bigotudo Verlain.
Rimbaud se burlaba con sencilla ironía de las palabras muertas en la boca de su tonto amante, y gozaba con secretismo impuro de una caricia noble y caliente.
El jovencillo se sumergía en el dorado infierno de un calor robado y dotaba con fulgor inconsciente los ojos idiotizados del caballero francés que se atrevía a hacerle el amor sin poesías ni promesas.
Rimbaud y Verlain bailaban en sintonía de ajenjo y literatura, tan ajenos, tan simples, tan suyos.