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"Para que no me olvides" por Chaotic Kittie

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Notas del fanfic:

Espero lo disfruten y sobre todo que lo entiendan. Estuve bastante tiempo tratando de colocarme en los zapatos de este personaje, así que les dejo la lectura.

 

Notas del capitulo:

 

Las letras en mayúsculas son números en griego, explican como Eduardo comienza desde lo más alto y choca contra el suelo, hasta hundirse. 

Nota: A Perla y Lalamy, les agradezco que me aguanten todas las locuras, las quiero mucho, esto va con cariño para ustedes.

 

 

“Una luz brillante, no es más que un pequeño reflejo superfluo que denota una ilusión perfecta”

 

By Chaotic Kittie

 

 

 

Eran pasadas las diez de la noche y una débil luz era lo único propiciado por el río.

 

El aire estaba frío siendo la única prenda que llevaba consigo, su manta.

 

Eduardo escribía algunas líneas en un cuadernillo totalmente gastado, es más, la última hoja estaba siendo impregnada por un pequeño pensamiento. Leyó nuevamente cada párrafo, conteniendo sus sollozos, los que se hicieron estridentes al terminar esas funestas líneas.

 

Al igual que en días anteriores, su llanto fue solitario.

 

Desesperado, arrancó el pedazo de papel, dispuesto a desaparecer cada trazo de lápiz que había sido trabajado en su superficie. Lo rompió en gran cantidad de mendrugos y luego, lo dejó ir junto al viento.

 

Pocos minutos después, sus últimos pensamientos se hundieron en la oscuridad de la marea, era tiempo de dejar todo atrás.

 

Apoyó su cuerpo en la pared del desolado edificio, un museo abandonado que había sido su hogar por toda una semana, respiró tan hondo como sus pulmones resistieron y se dejó resbalar hasta quedar totalmente echado en el rincón.

 

Miró hacia el cielo, el cual no mantenía ninguna estela brillante, se encontraba nublado, totalmente opaco. Quizás aquel extenso infinito mostraba el interior de su ser.

 

Eduardo no tenía camino, a sus veintitrés años, había perdido lo esencial en un ser humano, un objetivo. Él había olvidado vivir, su existencia se había transformado en un frágil fantasma que había desaparecido del mapa, un día martes.

 

 

Para que no me olvides

 

 

M

 

La ciudad era pequeña, siempre había sido un buen lugar para vivir, al menos eso pensaba Eduardo cuando era pequeño. Ahora todo le parecía molesto, hasta asfixiante, como cualquier adolescente que tuviera diecisiete.

 

Él, tenía una gran cantidad de sueños que deseaba lograr de golpe en una vertiginosa carrera que lo llevara hasta lo más grande, esto se debía a su particular forma de ser. Siempre tan impulsivo, lleno de energía y sin ningún tipo de muralla que lo parase en seco.

 

Finalizaba la época escolar, por lo tanto su último año en la escuela media. Aquella era su última semana de clases y también el día de su cumpleaños.

 

Sabía que su familia le tendría una sorpresa especial, como cada año en esas épocas, por lo que decidió dar un paseo antes de llegar a su hogar. Como era su costumbre sus piernas lo llevaron hasta el extremo de la ciudad, en frente de un pequeño parque.

 

Al otro lado se divisaba el hospital, un edificio destruido por el tiempo al que no había ido demasiadas veces. Si de algo podía alardear era de su buena salud.

 

Caminó hasta la banca más alejada, sacando un cigarrillo de la cajetilla que desde hace unos momentos, traía en sus manos. Al poco tiempo, se sentó abandonando su bolso a un lado, encendió su cigarro e inmediatamente aspiró hondo ese leve humo. Se había convertido en un ritual diario.

 

El único que se fumaba al día, frente a un edificio viejo y los pocos niños que llamaban la atención de sus padres.

 

Eduardo, después de todo, disfrutaba más de los lugares tranquilos, pese a su carácter afable y su extraño don para comunicarse con la gente, definitivamente la soledad le venía mejor a su carácter.

 

No supo con exactitud cuanto tiempo estuvo así, pero la mitad del cigarro ya se había consumido y la gente ya comenzaba a irse. Entonces, se fijó en un chico que no sobrepasaba el metro sesenta de altura.

 

Tenía unos rasgos extraños, estaba quietecito en el otro extremo observando con dulzura como los últimos adultos se llevaban a sus hijos en brazos. El extraño observador se encontraba solo.

 

Eduardo dejó caer la última evidencia que tenía en sus manos y sin moverse de su lugar, dejó que sus ideas le llevaran nuevamente a sus sueños, que en aquel entonces eran totalmente alcanzables.

 

De un momento a otro, el niño se acercó, sentándose a un ladito. Sin ser capaz de hacerle saber que estaba ahí, se quedó unos instantes viendo al suelo, para luego tomar aire y empezar.

 

— ¿No crees que esto es hermoso? —preguntó, dándose la vuelta para observarlo.

— ¿Qué cosa? —dijo Eduardo, tratando de entender a su sorpresivo acompañante.

—Todo —fue su respuesta, cargada por una sonrisa.

 

No entendía muy bien a que se debía esa conversación, pero no le desagradaba en absoluto la compañía.

 

— ¿No crees que eso es exagerado? —arremetió, divertido por la espontaneidad del chico.

— No lo sé —pausadamente arregló su cabello— He aprendido a valorar mucho este lugar.

— Eso parece —concluyó la conversación.

 

Para Eduardo, no tenía nada de especial, es más no le dio ninguna importancia al asunto, menos a esa extraña forma de valorar cada instante de aquel extraño chico.

 

—Ya debo irme —se paró de repente, haciendo que Eduardo le siga de forma inconsciente—. Creo que te asuste.

—No, como crees —trató de disimular.

—Soy Ariel —se presentó, dándole un pequeño beso en la mejilla—. Espero que nos volvamos a encontrar.

 

Y lo observó partir a lo lejos, hasta que su figura desapareció.

 

Esa fue la primera vez que habló con un extraño, también fue la primera vez que valoró por completo su cumpleaños y por sobre todo, la primera vez que su corazón latió de una forma distinta.

 

 

D

 

 

 

El reloj mostraba las tres menos cuarto, por lo que en quince minutos podría salir hasta el parquecito de en frente. Le encantaba recorrer los rincones de ese lugar, después de todo era su único pase al aire libre, por lo que colocó su camiseta para estar totalmente listo.

 

A sus quince años había adquirido una libertad totalmente limitada. Su enfermedad le había cobrado caro, haciéndolo pasar la mayoría del tiempo hospitalizado en el recinto.

 

Todos los días observaba ese lugar, añorando poder salir.

 

Sus ojos verdes se posaron nuevamente en la ventana, estaba listo, aún así recordaba los meses anteriores en que sólo podía ver desde lejos.

 

Apoyó su cabeza en el vidrio y sonrió como muchos otros días. Otra vez se encontraba en la misma banca, fumando el mismo cigarro de todos los días. Para Ariel era magnifico verle hacer aquello diariamente. Era como si el tiempo no pasase, como si los segundos no tuvieran importancia, como si se pudiera vivir eternamente.

 

Por ello le había hablado el mes pasado, por eso tanta confianza. Al final se había convertido en un amigo a la distancia, aunque el susodicho no lo supiese.

 

La enfermera llegó pronto, sin ninguna expresión familiar, ella era una de las reemplazantes y no quería mucho a Ariel, ya que le parecía un niño mimado. No obstante para ser sinceros no deseaba encariñarse con el chiquillo de ojos verdes, porque sólo le causaría dolor una vez que su cuerpo desapareciese.

 

Ariel sabía que estaba desahuciado, no había esperado vivir tanto, extrañamente para él, la vida lo trastocaba de otra forma. Su punto de vista era diferente, hasta extraño. La ansiedad que sentía por saber una fecha exacta ya no le molestaba, estaba resignado.

 

—Ariel —dijo, quedándose cerca de la puerta.

— Ya voy —arregló sus cabellos, tratando de verse algo presentable, la verdad es que su cara denotaba cansancio.

 

Se acercó hasta la enfermera, sus labios pálidos se hundieron en su mejilla. Luego del cariñoso saludo, Ariel salió por los pasillos, acompañado a lo lejos por la mujer que tomaba con ternura su cara.

 

El chiquillo pasó a observarse en uno de los reflectores que estaban en la esquina, aplastó una de sus tantas mechas rebeldes, humedeció su boca con la lengua, aunque no sirvió de mucho, ya que simplemente estaban demasiado resecos.

 

Suspiró algo fastidiado para después desaparecer del lugar con alegría.

 

Últimamente estas salidas se habían transformado en encuentros furtivos con un chico, del que no conocía ni el nombre.

 

 

C

 

 

Ya no asistía al colegio, se había licenciado sin honores, torpemente había estado dentro del montón, pero eso no le afectaba demasiado. Esta vez había cumplido con sus expectativas, más bien con la de sus padres.

 

El verano seguía transcurriendo y aquel día Eduardo se vistió con una bermuda color azul y una polera, con algún estampado de los tantos grupos musicales que le gustaban. Su cabello había crecido un poco más, por lo que a veces tapaba sus ojos, haciéndole ver gracioso según Ariel, el niño del hospital con el que se encontraba cada martes.

 

Había agarrado la mala costumbre, de ir hasta el otro extremo de la ciudad tan sólo para sentarse en aquella banca y mantener una liviana conversación con su acompañante. No quería admitirlo pero se había encaprichado con Ariel.

 

Salió temprano, ese día sentía que algo bueno le pasaría, así que cuando el sol estuvo en todo su esplendor sobre su cabeza y el sudor ya era más que palpable, divisó a Ariel desde lejos.

 

No sabía que le encontraba, había estado tratando de hacer una lista, su cara pálida y sus labios torneando el morado, siempre traía una enormes ojeras bajo los ojos, su cuerpo era demasiado delicado, hasta le daba miedo tocarle. Sabía a que se debía, pero tampoco eso le detuvo.

 

Con su sonrisa eterna le besó en la mejilla, como cada día desde que habían establecido un lazo, porque así lo definía Eduardo, como un lazo que no se podía deshacer, tampoco tenía la intención. No era amistad, porque el sabía que a los amigos no se les miraba de la forma en que el lo hacía.

 

Tampoco es que fuera un experto en sentimientos para él estaba claro, cada vez que sentía un leve roce de su simpático Ariel, aún sin tener una condición sexual definida, estaba seguro.

 

Lo que sentía era amor.

 

Su corazón se remeció con fuerza y rió tontamente al colocarle nombre a sus sentimientos, se sentía bien definirlo de algún modo.

 

—Ariel, acompáñame —dijo cuando ya lo tuvo cerca le tomo de la mano.

— ¿A dónde? —preguntó confundido, sin saber que hacer.

 

Por una parte le encantaba la idea de ir a ver otro lugar, pero si salía así, sin ningún aviso, asustaría a todo el mundo.

 

—Quiero mostrarte un lugar —Eduardo le miró, rogando por que aceptara.

—Está bien, vamos

 

Comenzaron a correr, sin medirse mucho en el estado en el que estaban, para Ariel eso era un esfuerzo extremadamente grande. Eduardo se dio cuenta bastante tarde de ello.

 

Pasaron la esquina, Ariel descansó un momento, echándose bocanadas de aire para no dejar de respirar, su corazón latía con tanta fuerza que sentía que pararía en cualquier momento. Se estaba mareando, pero al sentir la mano de Eduardo en su hombro, cerró los ojos y se calmó.

 

— ¿Ariel?

— ¿Si?

— ¿Continuamos? —Le sonrió apenado— Prometo ir más lento.

—Vamos —tomó la mano del otro, mientras se dejaba guiar en silencio.

 

 

 

Una brisa cálida llegó hasta ellos, sumergiéndolos en un aroma algo dulce, era el río, quien se presentaba calmo ante sus ojos, Ariel inconcientemente apretó con más fuerza la mano de Eduardo. Estaba tan emocionado que no había palabra que lo reflejara. Después de todo, sus esmeraldas lo hacían en silencio.

 

Eduardo le soltó del agarre, dando el paso a Ariel para que explorase un poco, le conocía bien, por lo tanto era justo lo que tenía planeado hacer. El pequeño se dio unas cuantas vueltas, observó el gran museo que estaba a mitad de construcción, algunas plantas de los alrededores, la arenilla que se mezclaba con el agua.

 

Al final, se quedó varado en la orilla del río observando al horizonte. Fue cuando los brazos del mayor se extendieron por detrás de los hombros de Ariel, apoyó su frente y se dejó acariciar por los cabellos castaños del otro. Cerró los ojos y se dio el valor de confesar lo que había guardado tan secretamente de todo mundo.

 

—Te quiero mucho, Ariel —propagó en un susurro acallado.

 

Eduardo no acostumbraba a decir aquellas cosas. En todo caso para Ariel denotaron el sentido que transferían, y de pronto, sus mejillas se tornearon por un color carmín.

 

— ¿Cómo? —quiso comprobar lo que temía.

—No me hagas repetirlo —Susurro nuevamente sin moverse— Sabes a lo que me refiero, Ariel.

—Pero no pu. …

—Si, ya no se puede hacer nada —interrumpió, tratando de mantener la calma.

 

Ariel se dio la vuelta, sabía que no era correcto amarrar a alguien de esa forma, su poca lógica se lo decía, pero su corazón era una herramienta aparte, que de forma alegre le acompañaba.

 

Le acarició la mejilla, claramente había una diferencia en sus portes, claramente Eduardo se veía sano y él totalmente enfermo, claramente los dos se habían enamorado hace mucho tiempo.

 

Ya no había remedio y con ese pensamiento, aceptó los labios que se hacían paso en su cavidad seca, esa lengua poco a poco profundizaba torneando un sabor nuevo en su boca, humedeciendo totalmente todo, dejando sus labios nuevamente frescos.

 

Eduardo se sintió en las nubes, en el éxtasis extremo de disfrutar la boca del chico. Ya no había sueños, ni un paraíso, solamente una extraña desazón, supuso que era el sabor del amor que corroía su paladar y traspasaba sus entrañas.

 

 

 

L

 

 

A Principios de febrero supo que las cosas no estarían del todo bien. Después de su escape con Eduardo tenía estrictamente prohibido salir. Su cuerpo le estaba traicionando, aunque su alma se encontrara tremendamente feliz, la hora se acercaba rauda. Sin embargo, su novio, porque ahora lo eran, lo visitaba todos los martes, como si de una cita predispuesta se tratase.

 

Ariel estaba pleno, totalmente satisfecho, pese a que fuera egoísta por no compartirlo con nadie, por no dejarle libre para seguir, le hacía tan feliz que lo haya elegido a él.

 

Las maquinas ahora lo rodeaban, a penas respiraba y su conciencia se lo llevaba a otro lugar, por momentos.

 

Ese día era Lunes, extrañamente la semana pasada se había despedido de Eduardo de forma totalmente normal, hasta habían salido por el pasillo a hacer algo de ejercicio.

 

Tenía que confesar que le encantaba verse reflejado en los ojos de su amante, era el único espejo que le hacía verse lindo, tan deseado como cualquier modelo, tan fuerte como cualquier persona sana. Porque era en esos ojos, donde el amor resurgía de la nada y se traspasaba a través de sus besos.

 

Era lo que más extrañaría, pero no había más que hacer.

 

Estaba tranquilo, no soportaba las despedidas, el “Hasta luego” bastaba para Ariel, por lo que pensando más en él que en su pareja, se dejo vencer por el sueño.

 

En la noche de ese mismo día un paro cardiorrespiratorio lo borro del mapa.

 

 

A su funeral no asistió mucha gente, sólo personal del hospital y Eduardo. La ceremonia fue bastante pobre, la verdad no se podía pedir más, ya que la familia de Ariel hace mucho que estaba ausente, después de todo, su madre lo había abandonado.

 

Eduardo se quedó hasta el final, cuando toda la muchedumbre se largó, él se mantuvo atollado frente a la lápida, varado como un perro fiel que espera a su amo sin chistar.

 

Hipnotizado con la idea de que todo solo fuera un mal sueño, cerró los ojos por unos minutos. Sin embargo sabía que la realidad resonaba en cada rincón, sin perdonarlo, hundiéndolo en un tumulto de sensaciones que lo golpeó de forma violenta. No sabía como expresar esa infinita tristeza, un dolor inmenso que estrujaba cada fibra de su corazón y que lo hacía totalmente vulnerable.

 

Sabía que este momento llegaría pero se había negado a aceptarlo, pues un presente sin él transformaba su vida en una bazofia.

 

Ya era tardísimo, debía despedirse, así que con una triste sonrisa en sus labios, depositó un enorme lirio, vio por última vez el reflejo de Ariel posado a su lado y sin más, desapareció por el camino de vuelta a casa.

 

A sus dieciocho años, tuvo la primera experiencia que marcó su vida de forma despiadada, se había dado cuenta que las cosas no eran tan fáciles comos él las imaginaba.

 

Nunca olvidó a Ariel, pero su imagen con el tiempo comenzó a hacerse difusa.

 

 

 

X

 

 

Cecilia, la madre de Eduardo, estaba cansada. A pesar de ser una mujer fuerte y de mantener a su familia en integras condiciones económicas, debía aceptar que el criar a tres niños no era una tarea fácil.

 

Siendo Eduardo el mayor, fue el primero en dar la prueba para ir a la universidad, su sueño de ser pintor de pronto había cambiado por la carrera de medicina.

 

No entendía a su hijo, pero en el fondo, sabía que había pasado algo. Ya no salía demasiado, sus paseos se trasformaron en horas encerrado en su habitación y estaba preocupada, porque el ver que su hijo ya no soñara, ni disfrutara de la vida, le hacia sentir miserable.

 

Poco después comprendió que quizás eso no era tan malo.

 

Cuando Eduardo quiso entrar a la universidad y no lo logró, se desilusionó de él mismo, abatido por no poder con algo tan mínimo como su futuro, se resignó.

 

Su orgullo se había estampado en el suelo, se sentía un fracasado, sus intenciones sólo se habían quedado en eso. Ahora que tenía la oportunidad de ayudar a otros, no lo hacía por incompetente.

 

Nuevamente estaba perdido, otra vez se encontraba en la disyuntiva, observándose a él mismo a un lado, como un espectador silencioso. Eduardo era un alma inútil, incapaz siquiera de cumplir sus pequeños objetivos.

 

Ahora no tenía nada.

 

Comenzó a salir todos los días, sin colocarse a pensar en nadie, se sumergió en el alcohol, la droga y el sexo por montones. Había semanas enteras en las que ni siquiera se aparecía, en las que mantenía a su madre con el corazón pendiendo de un hilo.

 

Amanecía con cualquiera, incluso en plazas a las que jamás habría concurrido sano, estaba perdido dentro de un eclipse sin límites de tiempo, sumergido en una felicidad superficial que lo hacia olvidar hasta su consciencia.

 

Realmente el primer golpe no había sido suficiente, había tomado una nueva decisión, no siendo la correcta lo llevó hasta una vida paralela en la que no se preocupaba por nada, en la que no era nadie.

 

A pesar de ello, su familia estuvo ahí, esta vez si pudieron ayudarle. Eduardo acabó internándose en una clínica para abocar su dependencia y destruirla por completo.

 

La vida le daba otra oportunidad para salir adelante.

 

 

Al finalizar con su terapia y ser dado de alta, buscó un trabajo. Algo sencillo, que no le diera problemas, por ahora eso bastaría para mantener a su familia tranquila y a él, ocupado.

 

Aún se encontraba en la misma ciudad, a sus veinte años, ni uno de sus míseros sueños se había cumplido.

 

El ciber-café de la esquina le dio una oportunidad, así que comenzó con la rutina, no duró demasiado ya que el trabajo no era para él, lo sabía desde un principio, las computadoras y él, nunca se habían llevado demasiado bien.

 

Terminó siendo un trabajador de bodega en el supermercado más grande de la ciudad. La verdad es que no importaba mucho el puesto, luego de seis meses de estar cesante, cualquier cosa servía.

 

Lamentablemente, de nuevo se sentía vacío, ya no estaba ni una pizca de aquel chico que soñaba a diario en compañía de Ariel

 

— ¡Cuidado! —gritaron desde lejos, para luego sentir un leve empujón.

— ¿Eh? —Eduardo no atinó a nada, estaba en el suelo siendo observado por alguno que otro mirón.

 

Observó a su alrededor y vio rebotar una caja pesada, que hizo estruendos sobre el suelo.

 

Un chico de cabellos negros le ofreció su mano, el mismo que lo había salvado.

 

— ¿Estás bien? —dijo, luego de levantarlo.

— Sí, gracias —respondió algo ido.

 

Aquel acontecimiento del día le pareció extraño, pero en algún lugar de su interior, deseaba que la caja le hubiera dado de lleno en la nuca.

 

La tarde llegó lentamente, difuminándose entre los colores anaranjados, era hora de la salida, así que como siempre se alistó y emergió, por la pequeña puerta que estaba del otro lado.

 

Arregló su chaqueta, aquella que usaba siempre, no deseaba gastar ni un solo peso que no se ganase, bastante había ocasionado con toda su adicción, no quería ser una carga para la familia.

 

Sus sueños cada vez eran más inalcanzables, menos visibles, más estúpidos.

 

— ¡Uh! Hasta que saliste —la voz le sorprendió.

— ¿Me hablas a mí? —miró hacia la dirección contraria, era el mismo chico de antes.

— A ti, a quien más —respondió acercándose con las manos en los bolsillos.

 

Se quedaron mirando por unos momentos, y al ver que Eduardo no decía nada, volvió a hablar.

 

—Soy Matías —se presentó, haciendo que una pequeña espinita clavase en su corazón.

—Ya, entonces gracias por lo de antes —Notoriamente se había vuelto más cerrado con el pasar del tiempo.

—Ah, no fue nada —cruzó sus piernas, algo incómodo— Es que te estaba observando hace rato, parecías en otro mundo.

—A veces me pasa —respondió apenado, pero ligeramente despierto a la intenciones del otro.

— ¿Te llamas Eduardo, cierto?

 

El nombrado asintió con la cabeza, de forma inmediata se dio cuenta que el chico, mayor que él por cierto, tenía intenciones de otro tipo con él.

 

— ¿Eres gay? —preguntó, siendo su única ocurrencia para sacarse la duda.

—Sí —titubeó por unos momentos— Creo que se notó mucho.

 

Terminaron caminando a solas por la noche, yendo y viniendo, sin un destino en particular. Acabaron alojando en un motel cercano pagado por Matías, sabían a lo que iban, después de todo a Eduardo no le parecía feo el tipo.

 

Matías apagó las luces, acercando su cuerpo al de Eduardo. Lentamente comenzaron a desnudarse, haciendo que sus ropas quedaran olvidadas en un rincón.

 

Ahora todo ello, era reemplazado por fogosas caricias de placer, Matías se acerco a su cuello, mordiéndolo con hambre, mientras torpemente lo dejaba sobre la cama. Se montó sobre él, para que fuese más cómodo, haciendo alarde de su experticia en el ámbito, pese a su medio año fuera de las canchas.

 

El movimiento continuo de arriba hacia abajo, bastó para despertar ambos sexos, mientras sus bocas se paseaban de una piel a la otra, sin ser tocadas en un mayor contacto.

 

En ningún momento Eduardo dejó que se le tocasen los labios, aquellos que sólo habían sido profanados por una única persona, él nunca había avanzado, ese era su problema, recordando todo detalle de la defraudada imagen que mostraba ante sus seres queridos y su entorno, siempre manteniendo presente a su amor.

 

La vida de Eduardo nunca había sido mala, pero si había estado llena de errores, esos que él nunca supo utilizar para corregir su presente, incluso su futuro.

 

Corrió su cara una vez más, para no ser alcanzado por Matías.

 

—Colócate boca abajo —pidió sensualmente, mientras hacia gemir a su acompañante.

— ¿así? —se dio la vuelta al instante, complaciendo a Eduardo.

 

Aunque no le gustaba mucho la forma en que se estaban llevando las cosas, Matías quería disfrutar de aquel chico tan extraño, el que se pasaba horas en la nada, ausente, solo dimitiéndose en su trabajo. Pese a las insinuaciones de sus propias compañeras.

 

Él después de todo había aprendido a ser directo. Si deseaba algo, tenía que ir por ello sin rodeos y así lo había hecho aquella noche.

 

Las manos de Eduardo se deslizaron por los muslos del otro, en un toque incesante, Matías sentía leves espasmos que lo hacían gemir sonoramente, mientras su mano izquierda se aferraba a la cama, la derecha la ocupaba para darse propio placer.

 

Poco a poco, Eduardo comenzó a adentrarse en él, sabía que sería doloroso porque primero necesitaba algo de preparación, pero confiaba en aquel chico de manos mágicas.

 

Matías sonrió extasiado, cerró sus ojos y de pronto, un calor intermitente lo llenó, la vaselina que había usado era la justa, sus estocadas no eran bruscas pero si certeras.

 

Aunque sin lugar a dudas, para Eduardo lo que pasó esa noche sólo fue pasión desenfrenada, la que lo hizo tocar el cielo y también lo condujo a un lugar solitario, aún más ausente que antes. El amor, no se despertaba en él, quizás era porque Matías era un  desconocido que tendría que aprender a conocer.

 

Su semilla se esparció en la cama, había salido antes de correrse, aunque estaba seguro y había utilizado condón, le molestaba un poco venirse dentro de otro cuerpo.

 

Eduardo siempre había tenido sus mañas, quizás eso nunca iba a cambiar.

 

 

 

 

V

 

 

No fue suficiente con la esperanza; Eduardo tenía ahora, veintidós años, seguía trabajando en el mismo lugar de siempre, con la misma gente, mantenido por su madre y molestado por sus hermanos.

 

No tenía absolutamente nada que fuera de él, sólo deudas que había adquirido en compañía de Matías, al que veía de vez en cuando para salir a vagar por ahí.

 

Su relación no había resultado, alcanzó a durar siete meses y eso era entendible, incluso encontró que su noviazgo duró muchísimo tiempo.

 

Primeramente Matías le tenía paciencia pese a su fría forma de ser. El comienzo de su relación se basó en algo bastante básico, una rutinaria forma de suplantar su existencia. Salidas nocturnas que terminaban en encamadas furtivas y para Eduardo eso estaba bien, no requería más o eso quería creer.

 

Luego, todo se convirtió en un problema, en reclamos absurdos y discusiones sin sentido.

 

Matías necesitaba más, y se lo decía cada vez que podía porque realmente, había aprendido a amar a Eduardo. Necesitaba que estuviese vigente, con él, no en otra parte, sino en un presente. Pero era un caso perdido, todo en su amante era inexistente.

 

A pesar de ello, siguieron encontrándose, en esas encamadas furtivas de algunas noches, o esos paseos a mitad de la nada en los que gastaban sus sueldos sin remordimientos.

 

Al final, todo el libertinaje no duró demasiado, el chico de cabellos negros estaba un poco aburrido de aquella vida, tenía que sentar cabeza, así que acabó dejando solo a Eduardo, nuevamente estancado en soledad.

 

Sin decir nada, dejó su trabajo, a su gente, a Eduardo. Partiendo a otro rumbo en el que pudiera alcanzar la felicidad, Matías había madurado y estaba dispuesto a avanzar, lo que logró después de un tiempo.

 

En cambio Eduardo, estaba hasta el cuello de deudas, no lo había hablado con su madre, con nadie en realidad. Estaba desesperado, hundido en la propia mierda que el mismo había creado y sin pensarlo dos veces, sacó el dinero que su padre les había dejado.

 

Cuando ya lo tenía en sus manos, se dio cuenta de lo que había hecho, sirviéndole de nada, ese dinero sucio que había hurtado sin contemplación en sus seres queridos.

 

Se consideró la plasta más grande del mundo, era el último error que cometería, de eso estaba claro. Dejaría a su familia en paz, él ya no tenía arreglo.

 

 

 

I

 

 

El día catorce de diciembre, luego de su cumpleaños, se dirigió hasta la pieza de su madre y dejó el dinero intacto. Una pequeña nota le acompañaba, como disculpa ante su poca sensatez.

 

Abrazó a sus dos hermanos, los cuales ya estaban tremendamente grandes, con distintos sueños, pero que de alguna manera le recordaban a él, cuando era un loco adolescente. Sólo esperaba que la vida y sus decisiones lo llevaran más lejos.

 

Se acercó a su madre y besó su mejilla, cariñosamente la abrazo. Sonrió desde la puerta en una despedida silenciosa, era hora de marcharse.

 

Después de eso, vivió como un indigente durante una semana, perdido entre las dudas de siempre, tan fracasado como muchas veces se había sentido. El desprecio  asía su persona crecía con cada minuto, sus pasos ya no lo llevaban a nada.

 

Al final, la imagen que había creado de él mismo era un asco, una basura andante. Su aura lo decía todo, la pestilencia lo acompañaba y la muerte le acechaba cada vez más cerca.

 

El veintiuno, del mismo mes, estaba listo, era hora de partir del lugar en el que había vivido toda su vida, estaba triste, porque era consciente del daño que le hacia a su familia.

 

Se había enterado por ahí, que sus conocidos le buscaban con desesperación, pero era demasiado tarde como para arrepentirse, antes de cometer la última locura de su vida, su última decisión errónea, escribió algo en la pared del museo, por si en algún momento alguien la veía.

 

“No todos tenemos la dicha de equivocarnos tantas veces, yo soy cobarde y por eso no vuelvo, pero está en ti, cambiar tu destino” Se demoró bastante en terminarlo, por suerte, nadie iba a ese lugar, era un secreto entre Ariel y él, en sus tiempo de enamorados, aunque sólo hubieran asistido una vez.

 

Era el mejor lugar en el que podía desaparecer.

 

Tomó una pastilla de éxtasis que se había conseguido hace unas semanas, algo de alcohol que había comprado hace poco en un tienda en la que no lo habían reconocido.

 

Luego de ello, se adentró en el río. Poco tiempo después sintió una mano aferrándose a la suya, guiándolo a lo más profundo. Todo estaba frío pero en aquel instante ese suave roce, lo llevó a una época en el que se sentía totalmente pleno.

 

— ¿Qué estas haciendo aquí? —susurró la voz de un niño siempre sonriente.

—Ya no pertenezco a este lugar —respondió Eduardo, maravillado por la escena.

—Siempre haz pertenecido, pero no te habías dado cuenta —movió la cabeza— te he estado observando Eduardo.

—Lo siento, te he defraudado.

—Nunca, para mí siempre serás Eduardo —Ariel le besó.

 

Sintió el frío recorrerlo por completo, Eduardo se iba en paz, después de todo, esa era su decisión y aunque no era la mejor, se sentía aliviado. Pese a lo egoísta que sonaba.

 

Así se dejó arrastrar por la corriente, mientras en su visión le engañaba con una hermosa escena, reencontrándose con lo mejor que había tenido en su corta vida. Y aunque su paso por la vida terrenal fue pasajero, nunca dejaría de agradecer a sus seres queridos, por tenerle fe.

 

Todos ellos habían creído en él, aunque una y otra vez el hubiera fallado, siempre sonrieron para él. Lastima que no había sido suficiente para mantenerlo con vida.

 

Su cuerpo fue encontrado dos semanas después, a extremos del río, cerca de una quebrada, hasta donde había sido conducido por la marea. Más tarde hallaron su nota en la pared del museo abandonado, también descubrieron que había estado ahí por toda una semana.

 

Su madre estaba destrozada, pese a la manera en que se enfurecía de vez en cuando o como le gritaba alterada por sus errores, le quería. Era su hijo, el mayor de todos, era capaz de perdonarle cualquier cosa.

 

Se dio cuenta que nunca supo verdaderamente que pasaba por la mente de Eduardo, ahora él, también era un borroso recuerdo que se hablaba entre susurros a través de la brisa del río.

 

El único lugar que mantenía los pensamientos de Eduardo almacenados, como si se tratara de un pequeño relicario de recuerdos fragmentados.

 

El río había sido su confidente y su amigo, quien lo había juntado con Ariel, el único que mantenía en evidencia, la existencia de aquellas almas, que en algún momento dejaron un vacío enorme y una pequeña huella. Gritando de forma silenciosa sus nombres a través de los cálidos susurros de la brisa nocturna.

 

 

 

Para que no me olvides

Trazaría una línea dispersa en el cielo,

Caminaría por la oscuridad alcanzándote

Guiaría tu ser hasta el infinito.

 

Para que no me olvides

Sonreiría eternamente

Mostrando toda faceta

 

Para que no me olvides

Marcaría mis dientes en tu piel

Susurraría mil veces “Te amo”

Guardaría celosamente tu presencia.

 

Para que no me olvides

Seguiré tus pasos,

Entregando mi alma

Para fenecer siendo, uno solo.

 

Notas finales:

“Siempre tuve curiosidad por saber que habría luego de traspasar las nubes, con esa esponjosa forma que te invitaba a aplastarlas, con esa pequeña energía que te mostraban en una nebulosa que te confundía. Muchas noches soñé con alcanzar el cielo, volando con experticía sobre él, en estos momentos creo que fui avaro, un ser sin grado de humildad. Mis intenciones abarcaban mucho y mis acciones hicieron nada. Supongo que no hay más que decir, ahora que el tiempo ha pilotado y no he conseguido nada, me resigno a desaparecer como la materia orgánica que desde un comienzo fui” Eduardo, 21 de diciembre.

 

Es la historia más larga que he confeccionado y les juro que tengo dolor de pancita, así que saludos, ya nos veremos nuevamente. Gracias por su atención, un beso, los quiero.


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