Ano Natsu He (One Summer Day).
Cuán diferentes habrían sido sus vidas
si hubieran sabido lo que pasaría después de aquel inocente beso
con inocencia de infantes
jugando bajo la lluvia de verano.
Las miradas, los gestos, los silencios.
Los hechos escudados con las simples palabras
que concretaban que aquello jamás podría ser:
“Es sólo mi hermano”.
Y el tiempo, simplemente, pasó:
las flores florecieron
las frutas se pudrieron
los árboles menguaron
y estos dos hermanos
jamás se olvidaron.
Y claro, por azares del misterioso destino, un día se cruzaron por la calle.
Por un momento
ambos pensaron en ignorarse mutuamente y seguir su camino
fingiendo no haberse visto nunca.
Pero era tanto el encanto y la desesperación que sintieron al verse de nuevo
el uno reflejado en el otro
que no pudieron evitar dar paso tras paso, hasta quedar tan unidos como la piel está pegada a uno de por vida.
Pero –para bien o para mal- uno de los dos, no recuerdo quién, rompió el hechizo
y les hizo a ambos ver la realidad, al proponer ir a desquitar sus viles deseos carnales a un simple motel que estaba al paso.
El otro, no recuerdo quién, sólo se quedó petrificado.
Pensando en cuánto tiempo habría pasado -¿cinco, diez años?- para que le tratara como a cualquier fulana en la calle.
Se disculpó el que lo propuso al ver tal reacción.
Y en ese momento, ambos volvieron a rehuirle a su amor.
Deseando no mirarse el rostro de nuevo en la vida.
Temiendo qué más podrían hacerse…
Preguntándose cuánto daño les faltaba aún sentir para rendirse finalmente con aquella pasión de drama inacabable.
Se separaron, entonces, asustados como dos quinceañeros que reciben la noticia de paternidad.
No volvieron la vista atrás cuando ambos caminaron a diferente dirección sobre la acera.
Fingiendo odio el uno por el otro…
Cuando, en realidad
ese odio
era sólo amor mal dirigido.
Y el ciclo se repitió:
En otoño, las hojas cayeron.
En invierno, con suerte y nevó.
En primavera, Otoño se lamentaba de no haber carcomido todos los árboles.
Y en verano, Invierno se sentía menos preciado por la gente en bañador, con sus lentes de sol, sonriendo, tan alegres de que no nevara…
Y estos dos hermanos, seguían odiándose, sin tocarse, sin hablarse.
Siendo uno el otoño
y otro la primavera.
Nevando uno en el tiempo en el que otro ardía.
Nunca coincidiendo en algo.
Pero, tal cual el otoño necesita que la primavera suscite las flores para volverlas a secar, ellos se necesitaban el uno al otro.
Y ninguno de los dos sabía
cuál era la razón de aquel detestado mal de amor.
¿Por qué no había sido otra persona?, se preguntaban compadeciéndose a sí mismos en las noches que no lograban conciliar el sueño.
Pero, de igual forma, ninguno de los dos quería saber
Por qué no había sido otra persona.
Ninguno de los dos quería saber de alguien más.
Pendientes de cuándo estaban, y cuándo no.
Llegaban a su tiempo a los lugares.
Si uno llegaba, el otro se iba.
Tal cual estaciones.
Intentando mirarse lo menos posible, ¡y tocarse ni se diga!
Por cuánto matarían ellos por que les vendaran los ojos, y les dieran a probar a cada uno sus labios.
Teniendo así
otra inútil excusa
que, tal cual la primera
no dejaría de serles útil
para permanecer juntos:
“Somos hermanos”
“No sabía que era él cuando lo besé”
se convertirían, pues, en sus frases favoritas.
Y, cada vez que alguien, sin conocimiento de lo que es el amor
les preguntara por qué
ellos responderían eso.
No más primavera sin otoño a un lado.
No más invierno sin sol de verano detrás.
Y, al fin, la gente logró aceptar que, sin uno
el otro no existía
Así que, qué más les quedaba entonces
que verlos juntos todo el tiempo.
Mirarles con envidia si eran lo bastante listos.
Mirarles con repugna si eran lo bastante infelices.
Y, no mirarles en absoluto, si es que estaban bastante enamorados
y -tal cual a ellos- no les importaba una pizca
saber por qué no habían sido otras garras
en las que su corazón había ido a parar.
Fin.