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De diez maneras por Kyasurin W

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AkaFuri

 

Aquella primavera de cielos despejados y árboles de cerezo, para Furihata simbolizó una tempestad, una muy cruel y agridulce.

Pocas habían sido las veces por las que había demostrado el interés romántico que sentía por alguien; siempre se mantenía al margen, callado, asustado del rechazo, pero siempre fiel hasta el final de sus sentimientos.

No le costaba sincerarse consigo mismo, no le costaba admitir el frenesí incontrolable de su corazón, no le costaba darse cuenta de cómo sus miembros se tensaban cuando le tenía en frente, no le costaba reconocer que estaba perdidamente enamorado. De él. De su rival, de su amante.

Es por ello que esa tarde cuando miró a Akashi recargado en la balaustrada del puente, con los pensamientos ahogados en el arroyo y en completo silencio, negándose a dedicarle una mirada, supo que algo pasaba.

Furihata llegó a su lado imitando su postura, abrumado, desesperanzado, rogando que aquellos ojos desdeñosos le vieran, que Akashi le demostrara que todo estaba bien, que todo iba a estarlo…

—Me ofrecieron una beca deportiva en el extranjero —le había dicho.

Y el mutismo se extendió entre ambos, al igual que los pedazos de su corazón.

 —Acepté ir —sentenció con una voz firme, cargada de seguridad, digna de Akashi Seijuro, el heredero, el estudiante ejemplar, el basquetbolista. Aquel que no se deja quebrantar ante nadie, aquel cual orgullo jamás decrece, aquel cuyas únicas prioridades en la vida llevan su nombre.

Lo maldijo una y mil veces internamente, pero se maldijo más a él, por dejar que aquel estúpido enamoramiento le cegara y le llenara de rencor, porque en vez de alegrarse por él, lo único que su mente ocupaba era un nosotros. Uno que, quizá, siempre había sido unilateral.

Sonrió con tristeza. Akashi era demasiado inteligente para descubrir cómo se sentía y él demasiado iluso para ocultarlo, pensando que así se compadecería de él. Resignado a nunca haber tenido su amor, buscaba su lástima. Si al menos pudiese obtener algo de él…

Pero no lo miraba; con sus ojos divagando y sus cabellos danzando al vaivén del viento, Akashi se perdía en el horizonte recortado por los edificios y los puentes; en el sonido de los rieles del tren que viajaba a sus espaldas, tratando de resguardarse en su temple, como siempre lo había hecho todos estos años.

Una infancia corrompida, un amor roto y un futuro prometedor. Ese era él, y poco podía cambiar una mirada de piedad y unas palabras efímeras.

«No te contengas», Furihata le declaró una vez. «Conmigo no».

Cómo le gustaría hacerle caso en esos momentos. Cómo le hubiera gustado escuchar esas palabras tantas primaveras atrás; aquellas donde todavía existía una solución.

 

 

Tras despedirse de su madre, Furihata salió de su casa.

Estaba por empezar el nuevo torneo escolar y quería unas nuevas zapatillas deportivas, más por vanidad que por necesidad. Reconocía que sus habilidades en la cancha del juego no eran destacables, pero sí suficientes, y dado que nuevos chicos se habían integrado al equipo, al menos quería lucir su posición de senpai con orgullo. Además, había denominado que sería un año de cambios.

Quería concentrarse en el basquetbol, nada más.

O eso pensaba, pues cuando cruzó la avenida, en dirección a la plazoleta que alojaba diversas tiendas y zapaterías, y vislumbró una melena rojiza adentrarse en una de ellas, sintió el mismísimo cielo, el cielo infernal a donde solo Akashi podía llevarlo.

Respiró hondo, diciéndose a sí mismo que no podía ser, que nunca pudo ser y no tenía por qué serlo ahora. Ya había pasado un año sin verlo, desde aquella vez, en el puente, desde que Akashi rehuyó de su mirada y se fue sin un adiós, sin una muestra de afecto.

Eso era lo único que había pedido Furihata en ese entonces, una demostración de su amor, un «me importas» solo eso, no unas palabras melosas ni que se quedara. ¿Quién se creía para impedirle avanzar? Ya le habían cortado las alas y mutilar lo poco que quedaba de él sería algo muy cruel, más cruel que el egoísmo que lo acometió esa vez.

¿Pero qué no Akashi lo había citado en aquel lugar? ¿Pero qué no Akashi se lo había dicho en persona? ¿Pero qué no Akashi se quedó un largo rato en silencio después de aquello? ¿Pero qué no Akashi permaneció esperando algo…?

Entonces sí podía ser, siempre fue y tenía que serlo ahora, porque el destino es muy hijo de puta, pero Akashi lo es más; porque si estaba en esa hora, en ese lugar y en esa vida era porque esa primavera era el arcoíris después de la tempestad.

Furihata se acercó a pasos firmes, más decidido que asustado; Akashi daba miedo, pero también daba coraje, le daba fuerza y voluntad. Aunque no pudiera cambiar el pasado, podía reconstruir el presente.

Había solución y tenía que hacérselo saber.

Fue muy rápido, como siempre lo había sido. Sus ojos se encontraron después de largas lunas separados, sus dedos se rozaron y Akashi pasó a un lado de él, pero esta vez se detuvo y lo miró por encima del hombro, Furihata entendió la señal y lo siguió.

No avanzaron mucho, quizá un par de calles, siempre manteniendo la distancia entre ambos. Akashi le gustaba la discreción y Furihata estaba de acuerdo con ello.

Llegaron a un callejón, teñido escasamente por el arrebol del ocaso próximo, sus sombras, sinuosas, se imprimían en el pavimento, acompañadas de suaves movimientos.

Akashi alargó una mano hasta el castaño, deslizándola por las hebras de su cabello que caían sobre su frente, oscureciendo su perfil. Siguió con su sien, acarició su mejilla, su mentón y miró sus labios. Furihata temblaba ante su tacto, nervioso y ahogado en la vorágine de sentimientos, dándose cuenta que ya no podía reprimirse más: los espasmos de placer, la tibia piel de la mano sobre su rostro, los ojos de este último clavados en él, pero lo que le hizo perder la conciencia por completo, fueron los latidos desbocados del corazón de Akashi sobre su pecho cuando lo besó.

«Sí, no te contengas», pensó Furihata antes de rodearlo con sus brazos.


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