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Prescott in The Nowadays por Prescott

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Lo primero que me gustaría hacer sería hablar sobre mí. Como está predicho que cada adolescente debería hacer, ¿no? Pero no lo haré. No hago esto para que conozcan mi personalidad, si no para que me conozcan a mí y mi historia.

 

No sabría cómo o por dónde empezar realmente. Supongo que lo haré desde el principio, que es por donde se empieza siempre.

 

Tenía aproximadamente dos meses en un nuevo empleo que había conseguido cuando las cosas se empezaron a salir de control en casa. Papá nunca estaba, mamá siempre lloraba y mi perro exigía comida en su plato. Mi abuela farfullaba maldiciones sobre lo terrible que era su vida a sus 98 años de edad. Pero seamos sinceros, ¿quién dura tanto? Se le oía desde su habitación hasta lo que vendría siendo la sala de mi departamento. O bueno, el departamento de mamá y papá. Mi madre era una mujer pequeña pero de una valentía expresamente enorme. Su ambición y deseos de salir adelante siempre nos mantenían motivados a mí y mi hermano. Nuestro padre era un caso diferente. Era un hombre salido del campo que jamás había culminado sus estudios. Era un ser analfabeta cruel y de un temperamento extraño. Estaba feliz pero siempre azotaba la puerta de su habitación lo más duro posible. Sobra decir que su fuerza era casi inhumana.

 

Tenía dieciocho años cuando solicité trabajo en la empresa. Como dije antes, las cosas en casa no estaban bien. Papá pensaba que era un vago e inútil parásito que necesitaba una buena reprimenda para ser un buen hombre. Yo necesitaba trabajo pues ya llevaba un par de años usando los mismos zapatos y todos mis pantalones estaban rotos. Mamá trabaja para mi padre y para su madre. Mi abuela padecía de cáncer y todo era una mierda. Mi perro era el único que me entendía. Le amaba más que a cualquier persona en el mundo.

 

—¿Cuál es tu mayor debilidad? —Me preguntaron el día de la entrevista para el trabajo que había solicitado.

—Soy un depresivo extremo—. Respondí con mayor naturalidad.

 

Pasadas casi dos semanas pensé que no me llamarían. Mi madre pasaba el día quejándose que todo, papá seguía insistiendo en que no servía ni siquiera para una simple entrevista, así que cuando sonó mi teléfono celular y oí la voz de la chica que me llamó anteriormente (tengo muy buena memoria para esas cosas), me sorprendí, y mucho.

 

Fui a mi primer día de trabajo nervioso. Era mi primer empleo y el primer día del mismo, me sentía abrumado. Todo daba vueltas a mi alrededor y yo sentía nauseas. Siempre he sufrido de pánico escénico. Todo era simple, sólo debía llamar a ciertos clientes seleccionados para venderles un producto del que no tenía ni la mayor idea. Sólo recuerdo vagamente su nombre y por el simple hecho de que debía repetirlo a diario,

 

Siempre llegaba tarde, mi jefe pasaba el día gritándome y mis compañeros me odiaban. Claro, yo me odiaba a mí mismo de igual manera aunque siempre intentaba ocultarlo. Sólo desaparecía todos los días. Hasta que una tarde una nueva empleada ingresó al sitio y tomó asiento en el cubículo de al lado. Era una chica interesante, amable y muy hermosa. Nos hicimos amigos casi de inmediato y ella, al igual que lo hizo conmigo, esparció su buena voluntad en toda la triste oficina y pronto todos nos volvimos muy unidos. Siempre hablaban de todo y yo sólo asentía cuando la conversación se dirigía a mí, Éramos buenos compañeros.

 

Llevaba tres meses trabajando cuando la situación en mi hogar empeoró. Papá se quejaba de mi empleo y lo poco productivo que era, decía que siempre llegaba tarde sin motivos y comenzó a golpearme por mi inutilidad, y a mi madre, por haber parido a un inútil. Todo volvía a su rumbo normal.

 

Nunca fui de los que se auto-infligían dolor para superar esas etapas. No. Mis métodos consistían más en ir a ver películas todo el día por mi cuenta, o ver videos en páginas de internet sobre animales y/o personas en peores condiciones que yo.

 

Recuerdo que era lunes aproximadamente a las diez de la mañana cuando decidí abandonar mi habitación. Papá había decidido no ir a trabajar y esos días eran de lo peor para mí puesto que me hacía la vida un infierno cada que podía. Al salir sentí un hermoso aroma en el aire y sólo pude imaginarlo en la cocina. Aunque era un asco de persona debía admitir que el bastardo sabía cocinar. Estaba silbando y cocinando uno de mis platos favoritos. Me preguntó si deseaba comer antes de ir a trabajar pero me negué. Sabía que me cobraría el almuerzo así que preferí darme la vuelta y regresar a mi habitación. De una forma u otra él pensó que estaba faltándole el respeto y luego de gritar mi nombre vi con espanto el celaje del enorme cuchillo de cocina que minutos antes tenía en su mano, volar hasta mi posición. El filo logró rasgar parte de mi mejilla mientras el mango del cuchillo había impactado con extrema fuerza sobre la parte inferior de mis labios. El dolor fue punzante.

 

Al llegar a mi trabajo —tarde, de nuevo— mi jefe con un poco de pena me dirigió a la oficina de Recursos Humanos. Era la segunda vez que llegaba con hora y media de retraso al trabajo y a pesar de que él sabía que siempre sucedía algo, no iba a dejar pasar una vez más. Al pasar frente a los cubículos de mis demás compañeros la primera amiga que hice en todo el sitio me miró con espanto mientras veía como su mandíbula caía.

 

Mi ojo derecho estaba hinchado, mi labio inferior tenía una abertura con sangre seca en ella y el corte de mi mejilla lucía fatal. Estaba acostumbrado al abuso, en parte me hacía sentir vivo. Así que con un leve movimiento de cabeza le hice saber que no debía preocuparse.

 

Uno de los aspirantes a jefe de la empresa me guió hasta el departamento de Recursos Humanos para asegurarse que no me desviara. Era la primera vez que iba y lo más probable era que me perdiera. La última vez que intenté llegar a un sitio sin direcciones y por mi propia cuenta, la policía tuvo que regresarme “sano y salvo” a mi casa.

 

Al pasar frente a otra división de la empresa, justo llegando a RH, fue que le vi. Era el jefe de la división de Mercadeo y Venta de seguros sociales. Llevaba traje y un peinado bastante soso. Su piel era tostada pero sus ojos y cabellos lucían un mismo color miel. Era hermoso. Y a sus ojos, debí parecer un fenómeno. No salí de su mirada hasta el momento en que la puerta tras de mí se cerró.

 

Ese día me explicaron las leyes del trabajo, y me indicaron que si seguía llegando tarde iban a prescindir de mis servicios. Al menos fue una bonita manera de decir que iban a despedirme. Al salir de la pequeña y olorosa oficina, giré mi rostro para encontrarme nuevamente con los ojos de aquel hombre puestos fijamente en mí. Su mirada era extraña, difícil de explicar.

 

Pasaron varias semanas luego de eso en que iba aproximadamente cuatro veces al baño. Por hora. Y siempre al sanitario que quedaba a la izquierda de la oficina de mi nuevo amigo. Claro, él no era mi amigo. Sólo era un hombre que me interesaba como amigo porque tenía “algo” que yo aún no lograba entender. Sólo sabía que ese “algo” me gustaba.

 

A la quinta semana noté que él había empezado a utilizar los bebederos que estaban frente a mi cubículo. Siempre iba allí. Siempre.

 

Me alegraba a mí mismo la idea de que él pudiera estar interesado en mí. De que podríamos ser amigos, o algo más. No me mal entiendan, él era apuesto. Demasiado, diría yo. Y aunque no considero mis gustos como los de una persona homosexual, no podía evitar sentirme atraído por su persona envuelta en un traje formal con corbata incluida. Los tonos rojizos eran los que mejor le quedaban. Tal vez lo mío era envidia. Envidia de que el gozaba de miles de atuendos que lucían perfectos en él, mientras que yo sólo podía usar la ropa vieja y holgada que papá me heredaba. Lo poco que había podido comprarme con mi salario, eran ropajes de segunda mano en puras tonalidades negras que hacían mi piel lucir mucho más pálida de lo que ya era. Todo yo era un desastre y entre bromas mi única amiga había dicho que si él me miraba, era porque parecía un muerto en vida.

 

Tal vez no se equivocaba.

 

Mi piel desteñía mientras las ojeras llegaban más abajo de mi nariz. Mi cejas pobladas hacían lucir mis ojos más apagados y mi cabello hasta los hombros, negro, y siempre desaliñado; me daban un aspecto casi depresivo. Tal vez mis carnes mostraban mi ser interno. Nunca fui una persona feliz y mis gustos lo demostraban. Siempre veía el lado malo en todo esperando que una buena noticia me sorprendiera. Y nunca tuve una pareja porque dudaba ser lo suficientemente bueno o capaz de hacer feliz a esa persona. Ni siquiera mi perro me soportaba a veces.

 

Recuerdo perfectamente la primera vez que hablamos. Yo estaba fumando, fumaba para acelerar el momento de mi muerte porque era muy cobarde para arrebatarme mi propia vida, y le daba caladas al cigarrillo mientras esperaba pacientemente la hora de entrar a la oficina. Mamá y papá se había ido temprano a un noséqué en la fiscalía y yo había podido salir temprano llegando con tres horas de antelación al trabajo. Su figura familiar se paró a mi lado para pedir prestado mi encendedor. Al parecer, él también fumaba. Lo hice. Encendió su cigarrillo y sin agradecer se marchó. Parado frente a mí, recostado de un soporte del edificio, acabó con la nicotina entre sus dedos sin despegar ni un momento sus ojos de mi persona. Los demás a su alrededor hablaban con él sin captar realmente su atención.

 

—Le gustas—. Había dicho mi amiga. Ella siempre soltaba ese tipo de comentarios. Yo sólo pude mirarla con ojos de confusa incredulidad. ¿De verdad había insinuado eso? —Eres diferente Ed, por eso le gustas. Estoy segura—.Afirmó tomando mi brazo y llevándome a rastras dentro del edificio.

 

Es cierto, yo era diferente. No había ni una sola persona que luciera como yo en toda la empresa. La mayoría lucían cuerpos trabajados de gimnasio, ojos azules, verdes o miel como los de él y pieles bronceadas. Las mujeres todas tenían miembros de silicona y los hombres parecían cortados con la misma tijera.

 

Yo sólo era un escuálido.

 

Luego de eso, no volvimos a hablar en casi un mes. Sólo cuando él me pidió disculpas luego de golpearme la nariz con la puerta del sanitario, y por ende, rompérmela; fue que entablamos una nueva conversación. Algo más allá de cinco o seis palabras.

 

Fue el día más feliz de mi vida.


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