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El misterio de Castiel por Calabaza

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—Mira esas nubes. No creo que la lluvia vaya a parar hoy. —comentó Ellen, que se asomaba por las amplias ventanas de la sala cuando Dean, Sam y Richie entraban a la habitación.

Jo se había tendido bocabajo sobre la alfombra de la sala, con un libro de dibujos y su caja de crayones y Ash se estaba poniendo cómodo en uno de los sillones.

—Ash ¿Cerraste bien la puerta del granero? Sabes que los animales se meten ahí buscando refugio de la lluvia.

—Eh…

El muchacho levantó con pereza su enjuto cuerpo del sillón, fue hacía el armario, sacó un impermeable y se aventuró a la tormenta para ir a cerrar la puerta del granero, la cual sabía perfectamente que había dejado abierta aquella mañana. Seguramente ya se habrían metido montones de mapaches y gatos y tendría que pasar toda la mañana siguiente sacándolos de ahí.

—No se tardará mucho, así que pueden adelantarse e ir a la mesa. Dean, hay hamburguesas como te prometí.

— ¡Bien! —exclamó él, siendo el primero en saltar hacia la cocina.

—Lávate las manos primero.

Y Dean fue el primero en saltar hacia el baño.

Ellen sabía cómo preparar hamburguesas para Dean. La cocción justa de la carne y el queso derretido sobre ella, mayonesa en el bollo de arriba y mantequilla en el de abajo, y el tocino suficiente para que no pudiera dar un solo mordisco sin saborearlo.

Dean se sentó a devorar la primera, y cuando Ash volvió, el niño estaba por empezar la segunda.

Comería todas las que pudiera, mientras pudiera, porque una vez que su padre hubiera vuelto (lo que esperaba que fuera muy pronto), no sabía cuándo volvería a comer tan bien.

No era que se murieran de hambre mientras viajaban persiguiendo monstruos y espíritus, pero lo cierto era que sí, llegaba a ocurrir a veces. Cuando John salía a cazar y se tardaba días y semanas en volver, y no había nadie más para cuidarlos (que era casi todo el tiempo) Dean debía arreglárselas con el dinero que su padre les dejaba, y hacerlo durar lo suficiente para darle a Sam dos o tres comidas al día. A veces el dinero se acababa mucho antes de que John volviera. Para Dean no era fácil conseguir empleo porque era demasiado joven, así que todo lo que le quedaba era ingeniárselas para conseguir algo que llevar a la mesa para su hermano. Cualquier cosa, a veces algo que pudiera tomar de alguna tienda a escondidas o algún bocado que alguien le regalara.

Y la mayoría de las veces lo que conseguía bastaba justo para Sammy. Y Dean no se quejaba, no podía hacerlo, así que sonreía mientras veía a Sam comer y luego se iba a la cama tan hambriento que  no podía dormir.

Si, Dean sabía lo que era pasar hambre.

Tampoco era que eso sucediera todo el tiempo. Había ocurrido unas cuantas veces, sí, pero cuando John podía hacerse cargo, los chicos nunca tenían hambre. El problema era que las ausencias de John eran cada vez más largas y continuas.

Pero Dean prefería dejar esos pensamientos bien enterrados en su mente, y concentrarse en el aquí y el ahora, frente a las hamburguesas de Ellen que fácilmente podrían ser sus favoritas.

Todo lo que ella cocinaba le gustaba. Excepto por la avena, y ese espantoso guisado de hígados y cebollas. Aunque eso no era culpa de Ellen, los hígados siempre sabían mal.

—Dean, despacio. —advirtió la mujer, preocupada por la rapidez con la que el chico engullía la comida.

—Es que está muy buena.

—Ya lo creo, pero come despacio que no se te irá a ningún lado. ¿Se divirtieron hoy?

Sam asintió.

— ¿Algo interesante en el pueblo?

—Lluvia. —contestó Dean

—Un sujeto raro cargando una cabeza de alce por la calle. —agregó Richie. Ash soltó una risilla y asintió.

—Yo también me divertí. —dijo Jo —Me he divertido mucho sin ustedes.

— ¿Qué hiciste? —preguntó Sam, que  incapaz de terminar su hamburguesa, la dejó cerca de Dean.

—Es… secreto. Pero fue muy divertido.

—Oh. Dinos. —pidió Richie.

—Nop.

—Bueno, podrías dejarnos hacer cosas divertidas contigo. —agregó Sam, y a la pequeña se le encendió el rostro con una sonrisa, entusiasmada con la idea de que los chicos por fin iban a hacer algo con ella en vez de dejarla de lado.

— ¡Voy a sacar mis juguetes!

—Jo, termina de comer. —dijo Ellen.

— ¡Ya terminé! —contestó la niña saliendo del comedor y subiendo a toda velocidad por las escaleras.

Dean terminó su segunda hamburguesa y continuó el pedazo que Sam había dejado.

— ¿Cómo está el chico? —preguntó Ash a Ellen, y Dean dejó de masticar un momento, sabiendo que se refería a Castiel.

Ellen suspiró.

—Está bien. La inflamación del golpe ha bajado y la herida parece que va a sanar bien, pero no ha querido salir de la cama. Ya sabes que los días de lluvia lo ponen mal.

Ash chascó la lengua y asintió.

—Voy a subirle algo de comer.

Dean quiso preguntar cuál era el problema de Castiel con la lluvia, pero el tema parecía angustiar a Ellen, así que no se atrevió.

Cuando terminaron de comer los chicos subieron a la habitación de Jo. Una habitación bonita con paredes empapeladas de amarillo y estantes llenos de cuentos y de libros para colorear y muñecos. Había una cama pequeña con almohadones de colores brillantes, y un baúl grande junto a esta, donde la niña estaba inclinada, buscando algo dentro. Había extendido por el suelo una lámina de cartón que presentaba la imagen de una pequeña y colorida ciudad con callecitas sobre las que había puesto cochecitos de plásticos y pequeños muñequitos de fieltro.

Cuando vio entrar a los chicos corrió hacia ellos, asignándole a cada uno un juguete y luego sentándose el suelo, mientras acomodaba más muñequitos dentro de la ciudad de cartón.

Sam y Richie se acomodaron  junto a ella sin saber muy bien que debían hacer hasta que Jo, con un conejito en la mano, fingiendo una voz graciosa y aún más aguda, empezó a interactuar con ellos y a dirigir una extraña historia de persecuciones y animales mágicos.

Dean se limitó a observarlos desde la cama, mirando el montón de juguetes que había ahí. Había entre otras cosas unas muñecas todas alineadas en su propio estante con los vestiditos limpios, los rizos impecables y sus ojos cristalinos y vacíos fijos en el espacio.  A Jo no parecía que le gustaran mucho porque todas estaban como nuevas, y porque la niña no había elegido ninguna para ponerla dentro de su pequeña ciudad. A Dean tampoco le gustaban, y no por que fueran juguetes de niñas, sino porque le parecían un poco escalofriantes. No que fuera a admitirlo nunca jamás aunque le torturaran.

Se levantó y caminando entre los juguetes esparcidos por el piso se dirigió a la puerta.

— ¡Dean! —gritó Jo — ¿A dónde vas?

—Al baño, ahora regreso.

Jo pareció momentáneamente muy afligida por que Dean se marchaba, pero sólo asintió con la cabeza y volvió a su pequeño mundo de juegos.

Dean no tenía intenciones de escaparse, tampoco era que realmente tuviera que ir al baño, simplemente no podía dejar de pensar en ese pobre chico en la otra habitación, sólo, escondiéndose bajo las mantas todo el día porque afuera estaba lloviendo.

Llamó a la puerta suavemente y al no recibir respuesta del interior se aventuró a girar la perilla y abrir. Castiel estaba metido en la cama. Dormía. Dean lo comprobó al acercarse y ver que tenía los ojos cerrados y la cabeza relajada sobre la mullida almohada. Todavía tenía el vendaje en la frente.

Parecía muy tranquilo, a pesar de la lluvia que no cesaba de golpear contra la casa.

 Y entonces Castiel abrió los ojos.

No parecía perturbado por la presencia de Dean, simplemente le miró tranquilamente como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba ahí.

—Hola. —dijo Dean.

Castiel carraspeó.

— ¿Te divertiste en el pueblo?

Dean alzó las cejas con sorpresa.

—Ah, si… ¿Cómo sabes…?

Castiel sacó una mano de entre las mantas y señaló la ventana.

—Vi cuando se marchaban.

Dean recordó la pena que había sentido al ver en el reflejo del espejo lateral de la camioneta a Jo quedándose atrás, llorando al verlos marcharse. Un ligero escalofrío le recorrió el cuello al imaginarse al fondo de esa imagen, en una de las ventanas de la casa la  cara melancólica de Castiel observando como los chicos salían de paseo, y él se quedaba atrás.

Sintió como se llenaba de compasión por él.

—La próxima vez podrías venir con nosotros. Cuando no esté lloviendo.

Castiel se hundió de nuevo entre las mantas y volvió a cerrar los ojos, inspirando profundamente, como si esperara quedarse dormido de nuevo.

— ¿Cuál es el problema con la lluvia? —se atrevió a preguntar Dean.

Y esperó.

Y siguió esperando.

Pero no hubo respuesta.

—Bueno…amh, Castiel, te… ¿Te gustaría que te leyera algo?

—No tengo libros aquí. —susurró Castiel entreabriendo los ojos.

—Iré por uno a la otra habitación. —Dean dio un paso hacia la puerta. –Mi hermano Sam tiene muchos. Ahora vuelvo.

Cuando estuvo de regreso se encontró a Castiel sentado en la cama, con una expresión expectante en su rostro.

Dean se sentó en la orilla de la cama con un libro de pasta desgastada que ponía “Clásicos Ilustrados” en la tapa.

—Era uno de los libros favoritos de Sam. Es sobre los caballeros de la mesa redonda. Y tiene muchas imágenes geniales.

Castiel asintió.

Dean abrió el libro y leyó apenas un par de palabras antes de que llamaran a la puerta y segundos después Ellen apareciera con una bandeja en las manos.

— Ah, estás aquí. —dijo ella al ver a Dean—¿Qué haces?

—Estaba… leyendo. —respondió él, levantando el libro en el aire.

—Oh.

Ella alzó una ceja y sonrió dulcemente y luego miró a Castiel —Te he traído sopa, cariño ¿Tienes hambre?

El niño negó con la cabeza y Ellen le puso una mano contra la mejilla.

—Tienes que comer.

Dejó la bandeja sobre el buró y tomó el tazón de sopa, llenando la chuchara y acercándola a Castiel.

—Sólo prueba un poco ¿Si?

Castiel miró la cuchara, luego a Ellen y por último a Dean.

Dean recordó lo que Jo había dicho la primera noche durante la cena, que a Castiel no le gustaba que lo vieran cuando comía.

—Si prefieres no te miraré mientras comes. —dijo el chico, dándose la vuelta, fijando la vista en la puerta del armario.

Pero el suspiro de Ellen y el sonido del plato chocando suavemente contra la bandeja le hicieron saber que podía volverse porque Castiel no estaba comiendo.

—Bien, lo dejaré aquí por si te da hambre y subiré en un rato. Dean, puedes quedarte, pero si le da sueño déjale descansar ¿De acuerdo?

Dean asintió y ella salió de la habitación.

— ¿Quieres dormir? —preguntó Dean en cuanto estuvieron solos otra vez.

—No. He dormido todo el día.

—Deberías comer algo.

Los ojos de Castiel mirándole intensamente le hicieron dudar de si debía decirle que hacer, así que agregó:

—Ella se preocupa mucho. Está preocupada por ti... Si quieres estar solo para comer puedo irme.

—No. Quédate.

—Oh. Bueno.

Dean se acercó y se sentó en el borde de la cama de nuevo y miró la sopa y las pequeñas galletas  saladas en un platito. También había un vaso y una jarra de agua, pero ya estaban ahí desde antes.

—Quizá te gustaría comer otra cosa. ¿Quién querría sopa cuando puedes comerte una hamburguesa? ¿Quieres una?

Castiel inclinó la cabeza y la meneó levemente.

—No. —musitó.

— ¿No te gustan?

—No lo sé.

—No lo… ¿sabes? ¿Nunca has comido una?

—No.

Dean abrió mucho los ojos. Había escuchado muchas cosas raras en su vida, pero el que existiera alguien que nunca había comido una hamburguesa debía ser la más extraña y ridícula cosa del mundo.

— ¿Nunca? ¿Dónde has estado viviendo? ¿En un calabozo?

—No. —Castiel por fin apartó la mirada, pareciendo un poco incómodo. Y Dean se sintió mal por eso, porque de hecho él no tenía idea de dónde había vivido Castiel antes, así que bien podía haber sido en un calabozo, y en ese caso era muy desconsiderado de su parte el mencionarlo.

—Bueno, pues deberías probarlas alguna vez. Creo que las que prepara Ellen te gustarían. Son de las mejores que he comido. Aunque si quieres saber cuáles son las mejores hamburguesas de todo el mundo, están en Delaware, en un quiosco junto a la playa cerca de Bethany. Papá nos llevó ahí en mi último cumpleaños.

—Creo que nunca he estado en una playa. —dijo Castiel en tono pensativo. —He visto el océano muchas veces desde lejos, y he visto fotografías en los libros de Ellen, pero nunca he estado ahí.

—Oh. — Dean luchó por reprimir la intensa sensación de lástima que le estaba punzando en el pecho. No le parecía digno sentir lástima por alguien sólo porque no conocía las pequeñas cosas placenteras que Dean tenía en su vida. No todos tenían la posibilidad de viajar todo el tiempo y ver todo tipo de lugares como hacía él.

Además creía que si a alguien se le podría tener lástima era a él. Porque claro, tenía hamburguesas y playas, y tenía también viajes interminables en coche, y días solitarios llenos de preocupación  por no saber nada de papá, y no tenía a su madre, ni una casa, ni comida caliente todas las noches.

Si de alguien podía sentirse lástima era de él, pero odiaba la idea de que se la tuvieran. Así que no quería sentirla por alguien que le agradaba.

—Bueno, creo que visitar una playa también te gustaría. —dijo finalmente. –Especialmente en un día despejado, con el cielo brillando y el agua muy azul. El aire del mar huele bien. Huele a sal y humedad. Y a veces a pescado, pero no está tan mal.

Dean pensó en su día en la playa de Delaware, en lo radiante y tibio que era, lo suave que se sentía tener la brisa en la cara y el pelo. Lo enorme de la sonrisa de Sam, y el brillo en los ojos de papá. John se había tomado el día libre, nada más que él y sus hijos. Dean no podía recordar ningún día más brillante que ese. Ya no había días así.

Suspiró sin darse cuenta y cuando volvió a mirar a Castiel, este ya se había quedado dormido. 

Notas finales:

Disculpen por la tardanza, he tenido problemas para continuar escribiendo en estos días, pero no tengo pensado abandonar la historia. Esto sigue.

Intentaré subir el siguiente en cuanto me sea posible, aun que quiza me tarde otro par de semanas. Gracias por la paciencia y muchas gracias por darle una oportunidad a este fanfic.


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