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Recuerdos en venta. por lirionegro

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Notas del fanfic:

Hola, lamento, para quienes leyeron mi fic Mi nueva familia, la tardanza, la verdad es que durante algunas semanas la Universidad me ha dejado extenuada. Y cuando ya habia salido de vacaciones mis musas me fallaron, borraba pues no me convencia, he podido avanzar un poco, pero antes de darme cuenta. Salio esto, O en realidad fue algo que lei y no pude evitar pensar en Yuuri y Wolfram, y me dije, porque no, Tal vez al ver el fruto final me anime a mi misma después.

Prometo no desvincularme con mi propio fic. Y espero que esto lo recompense hasta que termine el tercer capitulo.

Notas del capitulo:

Los personajes no me pertenecen ni tampoco la historia. ESTA HISTORIA PERTENECE A  Andrea Dale. DE IMA CORTA NOVELA CON EL MISMO NOMBRE.

COMPLETAMENTE DE LA AUTORIA DE ELLA

Recuerdos en venta.

 

 

 

Wolfram sabía que no era buena idea.

 

Lo supo cuando tomó la salida de la autopista y se dirigió hacia el lago. Lo supo cuando dejó atrás el cartel de SE VENDE al final del camino de entrada en medio del bosque. Lo supo cuando se bajó del coche y descubrió que el aire olía a principios de otoño, con su melancólico recordatorio del cambio de las estaciones, del paso del tiempo. De que lo pasado, pasado estaba.

 

Lo supo cuando giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.

 

La agente inmobiliaria no se había molestado en poner una cerradura de seguridad. Al día siguiente, la jornada de puertas abiertas atraería allí a gran cantidad de compradores potenciales y habría una guerra de ofertas por la casa de vacaciones.

 

Wolfram simplemente había querido ver la casa una vez más.

 

Bueno, «simplemente» no. No había nada simple en divorciarse. Él y Yuuri habían acordado poner en venta la casa antes de firmar los papeles y dividir el dinero. Ninguno de los dos quería que el otro se la quedase.

 

Que Wolfram supiese, Yuuri no quería la casa. Y desde luego, él tampoco.

 

Demasiados recuerdos.

 

Demasiados recordatorios de cómo la felicidad podía escaparse volando como las hojas que caen de los árboles en otoño, para ser pisoteada y acabar  reducida a cenizas.

 

En el interior de la casa, la luz de última hora de la tarde incidía en ángulo sobre el lago y atravesaba la pared de ventanales y puertas cristaleras que daban al porche; inundaba la habitación con una luz cálida y teñía la madera de un reluciente color miel. Aquel había sido siempre su momento favorito del día en la casa. Le encantaba ver el juego de los rayos del sol sobre el agua mientras caía el crepúsculo. Podía quedarse horas sentado en una silla de madera del porche, bebiendo una copa de chardonnay muy seco, escuchando el zumbido de los motores fuera borda y el grito emocionado de algún practicante de esquí acuático. Aparte de eso, lo único que quebraba el plácido silencio era el susurro del viento entre los árboles, el parloteo de una ardilla o el canto de un pájaro.

 

Cuando la puerta corredera estaba abierta, también podía oírse el jaleo de ollas y platos que armaba Yuuri en la cocina mientras preparaba la cena. Solían hacer comidas sencillas cuando iban allí a pasar el fin de semana: pasta aglio e olio con ensalada de tomate y queso parmesano recién rallado. Tortilla de queso feta, albahaca y ajo. Pollo a la barbacoa, algún que otro filete. Fruta y queso de postre.

Wolfram sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar los recuerdos. No debería haber ido allí.

 

Sin embargo, entró y cerró la puerta tras él.

 

La casa no era pequeña, pero su tamaño era muy cómodo para escapadas de fin de semana. Su diseño abierto implicaba que las vistas desde la puerta daban directamente a la parte posterior del lago. En la sala de estar, unos muebles sencillos de estilo colonial se distribuían alrededor de una chimenea de piedra. Sobre la repisa había un cuadro de un orgulloso pavo (habían bromeado sobre la posibilidad de colgar una cabeza de ciervo, pero ninguno de los dos hablaba en serio), y unas llamativas mantas indias a rayas cubrían el sofá y los sillones.

 

A la derecha estaba la puerta del dormitorio principal y el baño, y una amplia escalera de madera que conducía al piso de arriba, al loft, con dormitorios y un baño para invitados.

 

La cocina también estaba en la parte posterior de la casa, abierta a la sala de estar, con ventanales que daban al lago y a la espesura del bosque al norte, un bosque formado por majestuosos pinos, álamos y abedules. Si Wolfram se despertaba antes que Yuuri, disfrutaba de la soledad de primera hora de la mañana tomando café y viendo menguar las sombras; sin embargo, la mayoría de las veces él era el ave nocturna: mientras se relajaba con un coñac y recogía los platos, las estrellas tachonaban el cielo y la luna dejaba una estela brillante en el agua.

 

Wolfram dejó el bolso en la pequeña consola semicircular, junto a la puerta principal, y colgó la chaqueta en una percha de madera que había justo encima.

 

Demasiado familiar.

 

Incluso con los cambios que había hecho la agencia inmobiliaria, allí se sentía como en casa. Sí, claro, parecía vacío sin revistas en la mesa de centro que se llevaban allí para leerlas y nunca llegaban a hacerlo (lo mismo que en casa), sin la pila de botellas de vino vacías para reciclar, sin las toallas sobre la barandilla del porche para que se secaran después de un chapuzón a media mañana.

 

O de un baño nocturno.

 

Se dejó caer en el sofá, sintiéndose más o menos un intruso, sintiéndose más o menos perdido y muy, muy pequeño.

 

¿Y las noches en que se escabullían al lago bajo la luna llena? Se quitaban la poca ropa que llevaban —el contenido de su armario era muchísimo más simple que cuando estaban en la ciudad— y se zambullían en el agua (fría incluso en pleno verano) dando gritos ahogados y riendo sin parar.

Entonces Yuuri se quejaba de que había perdido la sensibilidad entre las piernas, pero enseguida quedaba claro que era mentira y que sentía perfectamente. Su polla emergía caliente en el agua fría.

 

Tenían suerte si lograban llegar a la balsa antes de que empezase el magreo en serio. A veces simplemente volvían a la orilla y se tumbaban en la hierba suave junto a la playa. La luz de la luna se reflejaba en el pelo oscuro de Yuuri y él no podía ver la expresión de su rostro, pero sí oía su voz, áspera por el arrojo de la pasión. Le decía lo bello que era, lo sexy que era, y perseguía con la lengua las gotas de agua sobre su pálida piel.

 

Bajaba por el cuello hasta el hueco de la clavícula. Secaba la humedad, despertaba su sensible piel. Se entretenía allí más tiempo del estrictamente necesario para atrapar todas las gotas, consciente del modo en que eso lo hacía arrimarse a él clavándole las uñas en la espalda y susurrándole con voz ronca palabras incoherentes al oído.

 

Solo entonces se desplazaba hacia abajo, alrededor de sus pezones hasta que él empezaba a gemir de pura necesidad insatisfecha.

 

Entonces capturaba entre los labios uno de sus pezones erectos, arrugados y rosados por el frío chapuzón. Dios santo… Wolfram arqueaba la espalda, alzaba las caderas desde el momento en que él empezaba a lamerlo y a rozarlo con los dientes. Él se excitaba tanto…, se ponía tan duro como Yuuri, y caliente…, pero él prefería demorarse allí, fascinado por lo duros que se le ponían los pezones, lo maduros y jugosos que estaban (y entonces le hablaba en murmullos contra su piel, como si estuviera borracho, borracho de lujuria por él).

Una lengua juguetona vaciaba de agua su ombligo y luego seguía desplazándose hacia abajo.

Un rápido mordisco en el hueso de la cadera, el roce de su cara por la parte interna del muslo.

Entonces Wolfram tomaba el relevo con sus propias manos—pues él siempre se volvía un poco loco al verlo auto complaciéndose— y era cuando él localizaba la verdadera fuente de su placer, como Galahad en su búsqueda del Santo Grial. Lo saboreaba, con un gemido grave que lo hacía estremecerse entero, antes de darle una última lamida a la punta de su pena y engullirlo por completo.

Los envites de su cadera forzaban a Yuuri a tomarlo por completo, quien abarcaba por completo su miembro… Sabía exactamente cómo tocarlo, cómo llevarlo hasta cotas cada vez más altas, manteniéndolo siempre en vilo hasta que…

En el cielo, las estrellas formaban un torbellino y se desdibujaban cuando él se entregaba a las sensaciones de su cuerpo. Atravesaba el espacio girando sin cesar con los espasmos de su éxtasis, unido todavía a la Tierra únicamente por las manos de Yuuri y su boca sobre él.

Tumbado en el sofá —donde también habían hecho el amor, sí; no había un solo rincón en la casa del lago donde no hubiesen sucumbido a la pasión embriagadora y liberadora—, Wolfram se deslizó la mano por sobre los pantalones y se descubrió duro y húmedo.

Cabalgando sobre los recuerdos, alcanzó el orgasmo.

La humedad le manchó los pantalones mientras las lágrimas le manchaban el rostro.

La última vez que habían hecho el amor allí no sabía que sería la última vez.

Y ahora la casa del lago estaba en venta.

Recuerdos en venta: baratos.

Wolfram no tenía intención de quedarse dormido en el sofá, abrazado a un cojín y humedeciendo otro con sus lágrimas.

Aunque seguramente tampoco había tenido intención de decir la mitad de las cosas que había dicho —o incluso más que eso— en la parte más acalorada de la etapa de ira y furia de sus últimos días juntos. Las discusiones, amargas y desagradables, en las que ambos habían utilizado como arma arrojadiza el profundo conocimiento que tenían el uno del otro, con el único propósito de herir y hacer daño al contrario. Las feroces discusiones que habían precedido al escalofriante período de silencio que, a su vez, había precedido a la tensa y letal conversación que puso fin a su matrimonio.

–     Supongo que será mejor que nos separemos.

–     Supongo que sí.

Wolfram no recordaba quién había pronunciado cada frase. Aunque ahora eso ya no importaba.

Se despertó al oír un ruido. Desorientado, parpadeó en la semioscuridad del crepúsculo, no sabía dónde estaba ni qué había oído. El cojín que tenía apretado contra el pecho estaba húmedo. Buscó a tientas la lámpara y la encendió para traer a la memoria la casa, los recuerdos.

La puerta se abrió y Wolfram sintió un subidón de adrenalina en las venas. Se levantó de golpe para enfrentarse al peligro.

El corazón le dio un brinco, traicionándolo.

 

Yuuri…

 

–     Oh – Estaba plantado en el umbral, iluminado únicamente por la luz del porche. Aun así, lo reconoció por el contorno de su figura, por su postura – No esperaba…

–     Lo siento, yo no…

 

Los dos se quedaron callados a la vez. Hacía tiempo que no sabían qué decirse, ¿por qué habría de ser diferente ahora?

 

Wolfram fue el primero en romper el silencio.

 

–     Solo he venido un momento a ver la casa por última vez. Enseguida me voy, no quiero molestarte…

 

Él trasladó el peso de la bolsa de la compra que llevaba a la otra cadera.

 

–     No, no hay prisa. Siento haberte interrumpido. No esperaba encontrarte aquí.

 

Él se encogió de hombros con gesto impotente.

 

–     Yo tampoco esperaba verte aquí.

 

Le pareció que estaba más pálido. ¿Y no había perdido peso? Llevaba el cabello negro bien cuidado, pero se preguntó si no serían entradas eso que se le veía en las sienes. A él siempre le había horrorizado la idea. Era lo único que Wolfram nunca había utilizado en su contra, ni siquiera en los momentos más crueles. Nunca supo por qué se había contenido. Tal vez porque, aunque sabía lo mucho que a él le angustiaba su inminente alopecia, a Wolfram nunca le había importado.

 

Siempre le había parecido un hombre guapo.

 

Incluso en ese instante.

 

Siguió un silencio incómodo. ¿Cómo podía una persona sentirse incómoda con alguien a quien había amado, alguien con quien había vivido momentos muy íntimos, alguien con quien lo había compartido todo durante nueve años?

 

–     Debería irme —dijo él al fin.

–     No – repuso Wolfram cuando él se volvía—. Esta casa todavía es tan tuya como mía.

Era la clase de intercambio forzado, exageradamente cortés, que habían mantenido desde que tomaron la decisión. Todas las emociones habían desaparecido. Solo les quedaban las formalidades, los documentos oficiales, la jerga legal y las cortesías de rigor. ¿Cómo habían llegado a eso?

 

Él se quedó mirándolo un momento, como calibrando la sinceridad de sus palabras; luego asintió.

 

–     Está bien. Gracias.

Lo observó en silencio atravesar el salón para llevar la bolsa a la cocina y luego volver a recoger un saco de dormir que había dejado en el porche.

 

–     Debería irme – dijo Wolfram; hasta que las palabras salieron de su boca no se dio cuenta de que había dicho lo mismo que él.

 

Yuuri frunció los labios, como solía hacer cuando reflexionaba. Lo había olvidado hasta hacía un momento.

 

–     Quédate, no pasa nada, de verdad —dijo él al fin—. Esta también es tu casa. No empeoremos las cosas. ¿Te apetece… una copa de vino?

 

Le apetecía, mucho. Más de lo que estaba dispuesto a admitir.

 

–     Una copita me vendría bien, sí. ¿Qué vino has traído?

 

Era un vino de Sudáfrica, un embriagador merlot. La boca se le hizo agua solo de recordar el sabor.

 

–     Una copa, entonces.

–     Y un filete. Confieso que había decidido darme un homenaje y traerme comida emocional para hombres —explicó él mientras servía el vino—. Las mujeres se atiborran de chocolate, y a los hombres nos da por la ternera. También tengo patatas y algo para preparar una ensalada. Hay más que suficiente para los dos.

Wolfram giró el vino en la copa y advirtió que el líquido no se aferraba a las paredes. Tal vez él también debería aprender a no aferrarse.

 

Nunca se le había dado bien aprender lecciones ni obedecer órdenes. Supuso que ese era uno de sus defectos, su cabezonería.

 

–     ¿Y por qué has vuelto? —le preguntó.

 

Él siguió salpimentando el grueso filete, sin mirarlo.

 

–     Nostalgia, supongo. Una última noche en la casa del lago. ¿Y tú?

–     Lo mismo, pero yo solo quería pasar un momento. – Se apoyó en la encimera y sacudió la cabeza – Supongo que en el fondo no asimilaba la idea de que estaba en venta, de que iba a dejar de ser nuestra, hasta que vi el cartel.

–     Igual que yo. —Dejó correr el chorro de agua sobre las hortalizas en el colador—. Oye, Wolfram, yo…

–     Ya lo sé – dijo –. Yo también. – Bajó la mirada hacia el vino, pero no obtuvo respuestas fáciles. Seguramente porque no las había. Levantó la vista de nuevo—. Me gustaría quedarme a cenar. ¿En qué puedo ayudarte?

 

Lavó dos patatas para el horno —Yuuri había comprado una bolsa en la tienda— y las pinchó con un tenedor, percibiendo el aroma a tierra que emanaba de ellas. Se dio cuenta de que estaba hambriento.

Era asombroso lo fácil que resultaba volver a las viejas rutinas: los dos en la cocina; Wolfram, el pinche, y Yuuri, el jefe de cocina. Pero al mismo tiempo también era incómodo, pues ya no se movían con naturalidad uno alrededor del otro, sin chocar (a menos que eso fuese lo que querían, compartiendo un beso entre risas antes de volver a la tarea que tenían entre manos).

 

En algún momento habían perdido eso por el camino.

 

Había sido una transición gradual. Por mucho que Wolfram mirase atrás no conseguía dar con el instante, el momento concreto, en que se habían estropeado las cosas entre ellos. Todo se reducía a una sucesión de pasos en falso, y antes de que se dieran cuenta ya era demasiado tarde para que se refrenaran y arreglaran su matrimonio.

 

La empresa de Yuuri se había ido a pique, y aunque Wolfram todavía tenía un buen trabajo, él empezó a preocuparse por el dinero. Yuuri se fue alejando de él y confió en otra mujer. Había sido una relación puramente emocional, no hubo nada físico entre ellos en ningún momento, pero a Wolfram eso le dolió igual que si hubiera tenido una aventura.

 

El error de Wolfram había sido irse a la cama con otro. Yuuri y él habían discutido (otra vez), Wolfram se había quedado a trabajar hasta tarde y luego había salido a tomar una copa que al final fueron varias, seguidas de un revolcón con un conocido suyo. Para él no era excusa el hecho de que hubiese estado un poco borracho, porque luego había vuelto a ocurrir un par de veces más, hasta que su amante había vuelto con su propia esposa.

 

Había sido un error, y también el último clavo en el ataúd de su matrimonio.

Después de eso, Yuuri y él intentaron reconciliarse por última vez, sin conseguirlo, quisieron llegar a alguna clase de compromiso, pero se habían alejado tanto que no podían ver el término medio. Desde luego, no conseguían verse el uno al otro.

Wolfram siguió troceando las verduras, desmenuzando el queso azul y preparando la ensalada; luego salieron al porche con sus copas de vino a esperar a que las patatas acabaran de hornearse.

Yuuri pondría los filetes en el grill en el último minuto.

Se oyó la llamada de un somormujo, grave e inquietante.

–     No me había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que había echado de menos esto – dijo Wolfram señalando con su copa la vista del lago– Se respira tanta tranquilidad aquí arriba…

–     Menos aquella vez que Conrad y Julia se trajeron a su sobrino– dijo Yuuri –. Dios, Riji era un demonio…

–     No sé cómo conseguimos llegar al domingo sin matarlo —coincidió Wolfram, riendo—. Atascó el inodoro, aterrorizó a las ardillas…

–     … y se negaba a comer otra cosa que no fueran cereales de chocolate Cocoa Puffs y raviolis de lata…

–     … y Conrad tuvo que conducir media hora hasta al pueblo para comprarlos…

–     … mientras Julia lo maldecía en voz baja por abandonarla.

Ahora los dos estaban riéndose a carcajadas, con ganas. Wolfram no podía recordar la última vez que reírse le había resultado tan natural, como si alguien le hubiese quitado un peso que le oprimía el pecho.

 

–     Al menos ahora nos reímos —dijo.

–     Es curioso, ¿verdad? – señaló Yuuri –  Las cosas que en cierto momento te parecen horribles, al cabo del tiempo las recuerdas y parecen tonterías sin importancia.

–     El feliz velo de la memoria —sentenció Wolfram.

–     Un mecanismo de defensa natural del cerebro. ¿Sabes, Wolfram? Yo…

 

Sonó el temporizador de la cocina.

 

–     Tengo que ir a poner los filetes al fuego —anunció Yuuri.

 

Wolfram puso la mesa y luego abandonó el porche para caminar descalzo por la hierba fresca hasta el claro repleto de flores silvestres. Cuando Yuuri sacó los platos, señaló con la cabeza al sencillo ramo que Wolfram había dispuesto en un viejo tarro de mermelada.

 

–     Qué bonito.

–      

El aire fresco del lago era lo que le había despertado el apetito de aquella manera, decidió Wolfram. La carne estaba perfecta; las patatas, crujientes por fuera y blandas por dentro, y la ensalada servía de ligero contrapunto al resto de la comida. Todo regado con un vino estupendo.

 

Fue oscureciendo y el cielo se tiñó de un maravilloso color añil. Al otro lado de la mesa, Wolfram observó a Yuuri y se fijó en las bolsas que tenía bajo los ojos.

 

Se sorprendió deseando alisárselas con los dedos, ayudarle a caer en un sueño reparador.

 

Pero bueno… ¿a qué había venido eso? Culpa del vino, seguramente.

 

Pero el vino no explicaba por qué se había quedado a cenar, ni por qué había puesto flores en la mesa.

 

Por lo visto, ya nada tenía sentido.

 

Lavaron juntos los platos, sin mediar palabra, y lo que antaño habrían considerado un molesto o incómodo problema de comunicación, ahora parecía un silencio agradable y cordial. Yuuri había activado el programador de la cafetera antes de la cena, y el olor a café recién hecho inundó la casa con su humeante aroma.

 

Yuuri le dio una taza cuando se sentó en el sofá. Se había acordado de cómo le gustaba: con leche y dos cucharadas de azúcar. Antes de sentarse con Wolfram, encendió la gruesa vela roja de la mesita de centro, que al parecer nadie había estrenado todavía.

 

–     A Giselle eso no le va a gustar —dijo Wolfram refiriéndose a la agente inmobiliaria.

 

Yuuri pestañeó, como si no se le hubiera ocurrido hasta ese momento. Luego se encogió de hombros.

 

–     Ya le compraré otra.

 

Aquello era muy típico de Yuuri. Su capacidad para pasar por alto los detalles que en el fondo no eran importantes lo sacaba de quicio al final.

 

Aunque no había sido siempre así, ¿verdad que no? Al principio, ¿no había sido precisamente su forma de soslayar lo que no era importante para ir directamente a la esencia de las cosas lo que lo había atraído de él?

 

Tampoco podía echarle toda la culpa al vino por la melancolía que se había apoderado de él.

 

–     Yuuri, yo…

–     Wolfram, yo…

 

Hablaron los dos a la vez, se callaron, se echaron a reír, esta vez con cierta vacilación. La risa fresca y natural de la cena había desaparecido.

 

–     Tú primero —dijo Yuuri.

Wolfram decidió tomar fuerzas con un sorbo de café caliente, y luego alojó la taza entre sus manos y se obligó a mirar a Yuuri en lugar de bajar la vista.

 

–     Solo… solo quería decir que lo siento. —No había sabido exactamente lo que quería decir hasta ese momento, y sin embargo ahora tenía muy claro lo que debía decirle—. La aventura que tuve. Fue una estupidez. Fue la cosa más estúpida que he hecho en mi vida. No significó nada para mí. Solo reaccioné muy mal cuando supe que habías confiado tus problemas a otra persona en lugar de a mí.

 

No estaban sentados cerca, pero cuando Yuuri se movió para mirarlo de frente, su rodilla quedó a escasos centímetros de su muslo. Ambos se quedaron mirando el pequeño espacio un momento.

 

–     Creía que fue porque había fracasado —dijo él al fin.

–     ¿Qué?

–     Creía que te habías liado con otro porque yo había fracasado. Ya sé que tú ganabas lo suficiente para que pudiésemos ir tirando, pero no soportaba la idea de no estar contribuyendo. —Negó con la cabeza con aire apesadumbrado—. Me pasaba las noches en vela, estresado, preocupado por el dinero, preguntándome cómo podías seguir al lado de alguien que no era lo bastante bueno para traer dinero a casa. Así que cuando tú…

–     ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Wolfram—. Yo me distancié de ti porque tú te distanciaste de mí. No me dejabas acceder hasta ti, y me dolió mucho cuando compartiste lo que te pasaba con otra persona en vez de conmigo. Sentía que no era lo bastante importante para que confiaras en mí, que no querías mi apoyo.

–     Lo siento mucho —dijo él—. No debería haberte cerrado la puerta. Ni siquiera me daba cuenta de que era eso lo que estaba haciendo.

 

Wolfram dejó la taza.

 

–     Somos un par de idiotas.

 

Él soltó un resoplido.

 

–     No, lo digo en serio – insistió Wolfram –. ¿Por qué no hablamos de esto entonces?

–     Estábamos demasiado ocupados echando las culpas al otro —dijo—. Si no recuerdo mal, también hubo unos cuantos gritos.

 

Lo vio vacilar y adivinó lo que quería hacer. Y deseó que lo hiciera.

 

Y Yuuri lo hizo; le tomó las manos entre las suyas.

 

–     El feliz velo de la memoria —dijo—. Los dos somos demasiado tercos. Lo normal sería que el consejero matrimonial hubiese logrado arrancarnos esta conversación, pero no…

 

Wolfram liberó una de sus manos y cogió con ella el café. La cafeína no alivió el mareo enfebrecido que el vino y la conversación le estaban provocando.

 

–     ¿Te acuerdas – dijo Yuuri – de la primera noche que pasamos aquí?

–     ¿Te refieres a cuando ni siquiera nos dio tiempo a llegar al dormitorio?

 

Yuuri asintió. Sin apartar los ojos de él, le quitó la taza de las manos y la puso sobre la mesa.

 

Wolfram no permitió que se inclinara por completo para darle un beso. Acudió a su encuentro a medio camino.

 

El beso era tímido, algo tan raro en ellos que Wolfram estuvo a punto de echarse atrás. Sin embargo, el sabor de Yuuri, que prácticamente había olvidado hasta ese momento y que nunca había dejado de echar de menos, le resultó irresistible y no consiguió apartarse.

 

Fue precisamente eso, supuso Wolfram, lo que lo animó a seguir. Cuando Wolfram respondió, él empezó a ganar confianza; lo atrajo hacia sí y Wolfram se entregó gustoso, mientras el contacto de su lengua le iba despertando el cálido estallido de la excitación, una llama que Wolfram sabía que no tardaría en prender e inflamarse hasta consumirlo por completo.

 

Tan familiar y tan extraño a la vez… Cada paso en aquella senda a oscuras le devolvía el rescoldo de un recuerdo, como un dulce déjà vu.

 

Wolfram le acarició los bíceps y le recorrió la espalda con los dedos, sintiendo cómo se flexionaban los músculos. Yuuri le mordisqueó suavemente el labio inferior, y él jadeó; la sensación se materializó abajo, entre sus piernas. Ya estaba duro, más húmedo incluso que cuando se había masturbado antes. Su contacto siempre tenía ese efecto sobre él.

 

¿Cómo había podido soportar tanto tiempo sin aquello?

 

Yuuri deslizó los dientes por la línea del cuello mientras Wolfram le desabrochaba los botones de la camisa. No todos los botones, no podía esperar más; extendió las manos sobre su pecho liso, rozándole levemente los pezones con las uñas hasta arrancarle un gemido. Yuuri le cogió una mano y la guio hasta su entrepierna, presionándole la palma contra el bulto allí abajo, demostrándole la excitación que le estaba provocando. El suyo propio se estremeció como respuesta.

 

Wolfram se preguntó, muy fugazmente, adónde los estaba llevando todo aquello. Sí, al sexo, obviamente, pero ¿no se suponía que el sexo con un ex era caer muy bajo? ¿Una cursilada, incluso? (Todavía no era oficialmente su ex, pero daba lo mismo.) Optó por no pensar en eso.

 

Por no pensar en nada.

 

Nada de eso importaba. Lo único que importaba eran sus manos y sus labios y su lengua sobre las suyas, sus manos y sus dientes, y la necesidad que compartían.

 

Yuuri le quitó la camiseta pasándosela por la cabeza, y para cuando la hubo tirado al suelo, Wolfram ya había avanzado mucho con el cinturón de Yuuri: había desabrochado el botón de sus jeans y bajado el zipper.

 

Los ojos de Yuuri estaban muy oscuros a la luz de la vela, pero Wolfram imaginó el hambre en ellos antes de que él se abalanzara sobre sus pezones.

 

Era una sensación maravillosa. Como respuesta, Wolfram arqueó la espalda mientras él lo provocaba: atrapaba un pezón entre los labios y lo lamía y lo mordisqueaba lo justo para que Wolfram se retorciese y suplicase.

 

Suplicase que no parara. Suplicase más y más.

 

Wolfram se metió una mano entre los pantalones – los cuales también estaban desabrochados –  por debajo de los boxers, se salpico los dedos con el líquido pre seminal y, acto seguido, extendió la humedad sobre sus pezones para que él la saboreara.

 

–     Mmm… qué dulce…  –  murmuró – Wolfram… tengo que saborearte de verdad.

 

Ni siquiera perdieron más tiempo ocupándose de sus pantalones, Yuuri se lo quito junto a su ropa interior.  El roce de la tela contra su piel era prácticamente insoportable.

 

Wolfram apoyó las piernas sobre la mesa de centro y él se puso de rodillas entre sus piernas. Aspiró el aroma de Wolfram hasta que él no pudo resistir las ganas de gritar. Le enredó los dedos en el pelo, pero no llegó a empujarlo hacia él; era una vieja costumbre entre ellos, casi una broma.

 

Wolfram le suplicaba desesperado pero seguía dejándole llevar la iniciativa, tomar la decisión de inclinarse al fin hasta el fondo y pasarle la lengua por su sexo, lamerlo sobre sus testículos, frotarse contra la punta ya erecta y goteante.

 

Cuando por fin lo hizo, Wolfram dejó escapar un prolongado suspiro; era como si ambos hubiesen llegado a casa.

 

A continuación, su lengua experta volvió a deslumbrarlo con su magia, libando su yema hinchada, avivando el fuego. Wolfram apretaba la cabeza contra el respaldo del sofá con tanta fuerza que sabía que le dolería el cuello al día siguiente, pero no le importaba. La espiral ardiente hacia el orgasmo fue envolviéndolo en su torbellino con una intensidad cada vez más y más fuerte, y el fuego lo devoró por completo hasta hacerlo estallar en un grito final.

 

Yuuri – bebiendo toda su esencia – no le dio mucho tiempo para recuperarse, y Wolfram no lo culpó. Se quitó los pantalones y los calzoncillos y Wolfram vio lo empalmado que estaba y saboreó las gotas de humedad que asomaban de su glande. Yuuri gimió, pero al poco lo apartó y le dijo que necesitaba estar dentro de él.

 

Wolfram no puso ninguna objeción.

 

Yuuri le pidió que se levantara y Wolfram se arrodilló de cara al sofá con las piernas temblorosas. Preparándolo solo lo justo, pues ambos se necesitaban ya, Yuuri se deslizó segundos después en su interior y, por mucho tiempo que hubiese pasado desde la última vez, Wolfram lo acogió gustoso, consciente de lo mucho que lo había echado de menos. Mientras Yuuri arremetía dentro de él, le abarcaba su erección con las manos.

 

Wolfram percibió cómo se intensificaba el ímpetu de sus envites, golpeándole ese punto que le volvía loco, una y otra vez; y supo que estaba cerca, hecho que también acogió con alegría, porque él volvía a estar a punto de estallar de nuevo, por las profundas acometidas de su polla en su interior y en ese punto, y la presión de sus manos sobre su erección.

 

Sintió una fuerza colosal que le atenazaba las entrañas y alcanzó otro orgasmo, que palpitó a lo largo del miembro incansable de él. Como si procediera de otro universo, oyó vagamente su propio grito mientras él se corría a la vez.

 

Al final, despertaron de su ensueño, aunque fue sobre todo para que Yuuri comprobara si la botella de coñac que siempre escondían en un armario todavía seguía allí. En efecto, allí estaba.

 

Estuvieron bebiendo y charlando hasta bien entrada la noche, mucho después de que el reflejo de la luna creciente hubiese desaparecido del agua. Al final, se encaminaron con paso tambaleante al dormitorio, extendieron sobre la cama el saco de dormir que había llevado Yuuri e hicieron el amor. Más despacio esta vez, y de forma más agridulce tal vez; Wolfram acunando la cabeza de él entre las manos y él enterrando la cara en su hombro cuando llegaron al orgasmo.

 

A la mañana siguiente no los despertó el derroche de la luz a través de la ventana sino el ruido de la puerta principal al abrirse. Yuuri corrió a ponerse los pantalones y la camisa, y Wolfram se metió en el baño.

 

Le sorprendió vagamente no sentir los efectos de la resaca. Ni tampoco pena o tristeza.

 

En el espejo del baño vio que tenía el pelo alborotado, los labios magullados por los besos y los ojos brillantes de placer a pesar de las ojeras. Trató de acicalarse y retocarse como pudo. No tenía ni idea de adónde había ido a parar su bóxer, pero en ese momento no podía hacer nada al respecto. Tendría que conformarse con la camiseta y el pantalón.

Salió del baño y se topó con Gisela, la agente inmobiliaria, con un ramo de flores recién cortadas y una mezcla para hacer pan en la mano (el olor a pan era un señuelo irresistible para los compradores). Yuuri, por su parte, escondía el bóxer de Wolfram a su espalda.

 

Bendito Yuuri.

 

–     ¡Wolfram! – El asombro de Gisela era más que evidente – Tú también estás aquí.

 

Wolfram la saludó apenas con la mano.

 

–     Buenos días, Gisela

–     Bueno. – La voz de Gisela se hizo más brusca al tiempo que se ponía en su papel de profesional –. Vamos a tener que limpiar un poco todo esto antes de que empiece la jornada de puertas abiertas. Ya hay una cola de coches al final del camino. Voy a poner el pan en el horno. Hay que ahuecar los cojines del sofá, y esa vela…

–     Te agradecemos mucho todo lo que has hecho por nosotros – dijo Yuuri –, pero lo hemos reconsiderado y hemos decidido no vender.

–     ¿Hemos? – preguntó Wolfram. El corazón le dio un brinco al tiempo que se le encogía el estómago en una confusa maraña de emociones.

–     No estoy preparado para vender la casa —dijo Yuuri, cogiéndolo de la mano –. Significaría vender todos los recuerdos que tenemos aquí. Creo que tenemos la oportunidad de fabricar más recuerdos juntos…, si estás dispuesto a intentarlo, claro.

–     No va a ser fácil —dijo Wolfram con cautela—. Tenemos mucho trabajo que hacer. Resolver nuestros problemas de comunicación y todo eso.

 

Yuuri lo estrechó entre sus brazos.

 

–     Me he dado cuenta de algo. Todas las veces que hemos venido aquí, nunca hemos tenido problemas para hablar. Hemos sido capaces de dejar atrás nuestros problemas; este siempre ha sido un lugar en el que no importaba nada más que nosotros.

 

Wolfram inspiró hondo.

 

–     Quita el cartel de SE VENDE y cancela las visitas – le dijo a Gisela. Pero era a Yuuri a quien estaba mirando cuando dijo—: Esto ya no está en venta.

Notas finales:

Espero que les haya gustado. Tratare de no tardarme con la mi otro fic. No pase de esta semana. Una promesa para todas aquellas que me dejaron un review y para mi misma

Muchas gracias a todas.


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