Era Alemania, en el año 2007 y el frío estaba espantoso. Es por eso que, Ana había entrado abrigada hasta los huesos, echando maldiciones en un idioma que no era alemán, y por lo tanto, causando que las miradas se girasen a ella.
Baja estatura, curvas prominentes, piel apiñonada, ojos oscuros y cabello largo y castaño claro, de un color chocolate que no era nada común en el país, y de hecho, no lo era.
Querétaro, México. 2005.
"Pasajeros del vuelo 86701 con destino a Berlín, Alemania, favor de abordar el vuelo correspondiente"
Ana miraba con tristeza el pasaporte en sus manos. Las lágrimas no cesaban, incluso cuando recordó que —a pesar de haber perdido el apoyo de sus padres, tíos, primos, abuelos e incluso su hermano— aún tenía a su hermana y sus amigos, quienes eran pocos, pero verdaderos.
Dio gracias a que fuera procedente de una familia estable, ya que su padre la había impulsado a aprender un nuevo idioma, ella había elegido alemán. La chica había apenas terminado sus estudios y estaba a la mitad de un año sabático, cuando la echaron de casa.
Ahí en el vuelo, conoció a Alejandro, un chico que iba a Alemania por una oferta de trabajo. Ella le contó la historia de cómo su familia la había repudiado por ser lesbiana y ella había decidido huír, porque la familiaridad del país le regalaría constantemente abrumación y tristeza. El chico, muy amable, le ofreció pasar tiempo en su casa al menos hasta que tuviera dinero para encontrar su propio departamento, cosa que la muchacha agradeció.
Alejandro Salcedo, tenía en ese entonces 20 años, marcando entonces la diferencia de dos años entre ambos jóvenes.
Llegar a Alemania fue difícil, contando el choque de culturas, y el idioma.
Pasados algunos meses Ana había conseguido trabajo, pues su licenciatura en diseño gráfico en la UNAM, la mejor universidad de México, no había pasado desapercibida para los empleadores, quienes —después de unas cuantas pruebas— no dudaron en contratarla.
La morena pronto se mudó al departamento frente a él, pues se habían hecho grandes amigos, y de vez en cuando era bueno tener algún colega que hablara español para salir a tomar.
Berlín, Alemania 2007.
—Ese Krischner es un cabrón. No lo puedo creer, es un idiota, apuesto a que no conoce siquiera el significado de la palabra innovar. Pendejo de mierda, si fuera yo la jefa ya lo habría despedido.
Ana entró furiosa a la cervecería, hacía un frío del carajo y nadie, mas que ella, parecía notarlo. Y es que siendo ella de tierra caliente no era para esperarse otra cosa. Tomó la silla y se sentó brúscamente en ella, con el ceño fruncido. Ordenó y comenzó a comer, meintras pensaba en formas de asesinar a Krischner, y si no, cerrarle la boca definitivamente.
En otra mesa solitaria, una mujer en un elegante conjunto negro de vestir y camisa blanca terminaba asuntos de negocios. Aquella mujer, era tremendamente sexy, un buen trasero redondeado, caderas anchas, y busto de tamaño promedio. Cabello corto a la mitad del cuello, teñido de rojo y ojos color ámbar que contrastaban con su perfecta y blanca piel.
Christa Müller, una importante empresaria, caracterizada por la fuerza de su carácter, su vision y mano dura. Apenas terminaba un asunto de negocios con sus colegas y estos ya se retiraban, por lo que en esos momentos se dedicaba a escuchar las tazas de café chocar con las cucharillas, en silencio absoluto.
Una sarta de maldiciones que parecían estar en otro idioma entraron por la puerta, pero la pelirroja las ignoró y continuó con su sesión de relajado, hasta que un teléfono sonó fuertemente, haciendo a la dueña de las maldiciones hablar de nuevo, Christa se giró furiosa a la persona que perturbaba su tranquilidad y se encontró con la visión más hermosa que pudo haber observado.
Una muchacha morena, preciosa, estaba sonrojada ante la insistencia de su teléfono, la muchacha se veía realmente preciosa, y más en aquel conjunto de ropa. La mujer salió de sus cavilaciones cuando escuchó unas palabras que le recorrieron toda la espina dorsal, corrieron hasta su sexo y la hicieron sentir excitada en un santiamén, porque Christa tenía alguna debilidad, eran las mujeres sumisas, con un descarrillante amor por el BDSM
—: Sabes que aquí en Berlín no hay muchas lesbianas. Al menos no que compartan mi gusto por el SM —susurró al teléfono, para su mala suerte, la pelirroja contaba con un oído excepcional, y aquello no le iba a pasar por alto. Claro que no—. Todas son chiquillas inmaduras, nada interesante de verdad, solo niñatas rebeldes que quieren parecer lesbianas por simple moda o curiosidad —la otra persona habló por teléfono— Ya, ya. Te dejo, hasta luego, Alfred.
—¿Está ocupada esta silla? —una voz suave y aterciopelada le hizo a Ana a levantar la mirada, y juró que había sido hechizada, porque ella era lo más hermoso que había visto en su vida.
—C-cla-claro que no —tartamudeó la mexicana.
—Perfecto —La mujer de negocios se sentó frente a ella, y ambas conectaron la mirada, entonces ambas supieron que estaban perdidas. Porque entre ellas había química, y no solo eso, si no algo más que no se podía ocultar...
La tensión sexual...