No había pasado mucho tiempo desde la llegada de aquel hombre de cabellos grises a la pequeña casa de Monse. Curiosamente, el aire de aquel pueblo, desde antes pestilente, se había tornado aún más denso, casi como un gas contaminante que mataba, poco a poco a los más débiles de cuerpo. Los niños habían dejado de asistir a la humilde escuela que se erigía tímidamente sobre una colina. Las misas del párroco eran cada vez menos concurridas, no precisamente por la falta de fe de sus feligreses, sino porque a medida de que uno de ellos moría, toda la familia quedaba “vetada”, una sombra de sospecha se posaba sobre ellos ante la posibilidad de ser portadores de aquella maldición que estaba diezmando la población. El Dr. Bramstock había llegado en el momento en que las personas más escépticas respecto a la medicina “moderna” volvían a profundizar en aquellas creencias ancestrales de magia, castigos divinos y maldiciones. Muchos de ellos, sin más educación que la que se obtenía arreando vacas y ovejas o cosechando sembrados, aún tenían fuertemente arraigados los conceptos de brujería que habían asolado unos trescientos años atrás.
Había vivido parte de su vida en un pueblo no muy diferente a éste. Las casas tipo, las calles de adoquines, la parroquia majestuosamente construida en el sector más céntrico, frente a la plaza donde todos los fines de semana se ubicaba la feria local. Todos los edificios del municipio, de la gobernación y de los servicios se encontraban en aquel cuadrante. No era posible ignorar que aquella distribución en forma de damero era producto de la planificación que se llevó a cabo al construir Monse. Fue el primer pueblo levantado por los colonos que el gobierno trajo hacia 1835 con las promesas de un nuevo futuro para sus familias. Aquella zona antes inhóspita y desolada, habitada por alguno que otro nativo furtivo, había sido aprovechada en su totalidad. A punta de esfuerzo y camaradería, fueron dando forma a uno de los parajes más apacibles e idílicos que se pudiera imaginar. Las nuevas generaciones de aquellos colonos se mantuvieron fieles a sus tradiciones. Viajar a Monse era como volver al pasado, a un país distante, al otro lado del océano, donde aquellas comunidades austeras se negaban a seguir los pasos del avance de la cultura occidental.
Aunque no pudiera ser creído mientras no fuera visto con los propios ojos, aquel lugar que apenas lograba distinguirse en los mapas, bordeaba un tranquilo y azulado lago que bañaba las faldas de una cadena montañosa gobernada por volcanes inactivos. No había más de 1.500 habitantes en la zona urbana y unos 700 en los alrededores. Si bien llegar allí no era una proeza, muy poca gente conocía el sector. Aquellos que llegaban en la época estival por lo general eran descendientes de aquellos primeros inmigrantes o cercanos a ellos que regresaban para tomar su descanso disfrutando de la tranquilidad del campo, de la playa o de las aguas termales que se encontraban camino a la montaña. Era el Edén del que las Sagradas Escrituras habían hablado.
Probablemente si más personas hubieran conocido de aquel pueblo idílico, la tranquilidad que lo caracterizaba y el ambiente que reinaba habrían sido pervertidos con cualquier clase de actos reprochados totalmente por los tradicionales habitantes. De cierta manera los Monseínos habían sido fieles a sus costumbres y creencias hasta tal punto de valorar como pilar fundamental de su comunidad el hermetismo con el que se habían mantenido estos doscientos años.
El Dr. Bramstock conocía muy bien ese tipo de ambiente. Se es forastero desde el día en que se llega y se es forastero hasta el día en que te entierran. Ya con suerte serán los hijos de aquellos invasores quienes probablemente puedan ostentar el título de habitante de Monse. Todo eso le recordaba a su pueblo natal. Si bien es cierto que son pueblos que parecen haberse congelado en el tiempo negándose a aceptar los avances de la tecnología, negándose a recibir las influencias de las grandes ciudades, había aspectos destacables que hacían que renunciar a algunas de las comodidades del siglo XXI no fuera tan difícil. Aquella confianza con la que se podía caminar por las callejuelas y parajes eran invaluables. Jamás en más de una década hubo un homicidio, una agresión sexual o robo si quiera. Probablemente uno que otro intento de hurto, pero con la severidad con la que los padres criaban a los hijos y su potente hermetismo, lograban encarrilar a las escasas ovejas negras que intentaban emerger. Según las estadísticas que guardaba el municipio, era mayor la cantidad de personas que abandonaban el pueblo que las que llegaban a él. Y en efecto, a ninguna persona le gusta ser un extraño en el lugar donde vive, ser observado meticulosamente a donde quiera que vaya, ser el tema de conversación de los vecinos aún por años. Ser visto como extraño insecto desagradable.