Era una tarde de Otoño, esa estación que a Roma le parece tan hermosa, donde las hojas de distintos colores caen al suelo dejando toda una manta rodeando la ciudad española donde se encontraba.
¿Y por qué estaba ahí? ¡Pues muy lógico! Había quedado con España. ¿Para qué?
Para hacer los churros que tanto le gustan a Roma.
Romano iba caminando hasta llegar a la actual casa de España, era una casa normal y corriente, bueno, en realidad, era un pisillo de una persona, pero era cómodo y tranquilo ya que, no estaba en el centro de la ciudad y vivían pocas personas en ese lugar, además, tenía una cafetería y una tienda de comestibles al lado. ¡Todo un paraíso!
Llamó a la puerta de la casa de el español, tardó en abrir.
- Cuanto has tardado. ¿Qué has hecho? - Dijo Roma maldiciendo por lo bajo.
- Buenas tardes Romanito... - Dijo España con la voz un poco ronca.
- ¡Qué no me llames Romanito! ¡Maldito! - Se fijó en que el español llevaba una manta por encima de sus hombros, pero, como España siempre a sido muy raro no se preocupó.
- Pasa, Roma, pasa.- Dijo el español entre tosidos. - Vamos a hacer esos churros.-
Romano entró dentro y después cerró la puerta; la casa estaba algo desordenada, pero no dijo nada, por tener cortesía al menos una vez.
España sacaba la sartén, la masa, los utensilios, unos cuantos igredientes y etc.
Cuando este último encendió el fuego para calentar la sartén con la mantequilla y un poco de aceite empezó a toser muy fuerte, España se había enfermado.
- Hey, hey, España. ¿Estás bien? - Dijo está vez algo preocupado Roma.
- No, tranquilo, yo puedo, el jefe puede con todo.- Mentía, mentía como era de grande el edificio.
- Vamos, España, mirate... Estás fatal, ven, te acompaño a tu cama. - Dijo Roma agarrandole del brazo.
- ¡Te digo que no! - Dijo apenado. - Aunque gracias, Romanito. - Le acarició la cabeza.
- Imbécil... - Le estiró del brazo hasta que lo hizo moverse, y así llevarlo al fin a la cama.
Romano echó, aunque a la fuerza, a España a la cama, lo arropó y se despidió.
- Roma... ¿No habíamos quedado para hacer churros.- Dijo algo triste el español.
- Tranquilo, ya haremos otro día, solo recuperate.- Salió por la puerta de la habitación.
- ¿Es que vas a dejar a tu jefe aquí solito y enfermo.- Poniendo ojitos y haciendo pucheros.
Romano sin decir nada cogió una silla y la puso al lado de la cama de España.
Se sentó y lo miró.
- Pero ven, echate a mi lado.- Dijo confiado y dandole palmaditas a un huequito de la cama indicandole que se podía echar ahí.
- Paso.- Frunció el ceño volteandose.
- Anda... - Volvió a hacer pucheros.
- ¡Vale, vale, pero ya, dejame! - Dijo algo cabreado.
Romano no tuvo mas remedio que echarse a su lado.
Se sentía observado, y es que era que España lo estaba mirando fijamente.
- ¡No me mires tanto, bastardo! - Dijo algo sonrojado y enfurecido.
- Es que eres... tan lindo...- Con los ojos entre cerrados, por el sueño y la fiebre.
Roma no contestó a lo que dijo el mayor, pero si remarcó un suspiro.
Sin esperarse nada, España le besó repentinamente, un beso corto y cálido a la vez, era algo realmente inesperado y bonito.
- ¡¿Qué hac-?! - Cuando le fue a gritar mas y a golpearle, vio que se había dormido.
Le puso recto y le tapó de nuevo ya que se había destapado un poco con el movimiento.
Roma le dio un beso en la frente y a partir de ahí salió de la cama, cogió un papel y un lápiz que había por ahí y escribió una pequeña notita, para, cuando se levantase, la viese.
Romano se volvió a su casa con una mirada rara en el: Una sonrisa.
'' Nadie se cruza en tu camino por casualidad.
Y tu, justo tu, no entrastes en mi vida sin ninguna razón.
Ahora lo comprendo, España.
Te quiero, pedazo de bastardo. ''